13

EL LADRÓN DE TUMBAS

Karou caminaba con las manos en los bolsillos, tratando de olvidar su inquietud por Brimstone. ¿Qué significaba todo aquel rollo de recuperar su libertad? La invadió una sensación de inminente soledad, como si fuera un animal huérfano criado por buenos samaritanos a punto de ser devuelto a la naturaleza.

Ella no quería ser liberada. Prefería seguir recibiendo protección, pertenecer a un lugar y a una familia, irrevocablemente.

—Señorita, remedios mágicos para las entrañas melancólicas —oyó que alguien le ofrecía, y no pudo evitar una sonrisa al rechazarlo con la cabeza. Y ¿qué pasa con los corazones melancólicos?, pensó. ¿Existía alguna cura para ellos? Probablemente. Entre tanto charlatán, era posible también encontrar verdadera magia. Ella conocía a un escribiente vestido de blanco que redactaba cartas dirigidas a los muertos (y las entregaba), y a un viejo narrador de historias que vendía ideas para relatos a escritores a cambio de un año de sus vidas. Karou había visto a turistas reír mientras firmaban aquel contrato, sin dar credibilidad alguna al documento, pero ella sí creía en su veracidad. ¿Acaso no había sido testigo de cosas más extrañas?

A medida que avanzaba, la ciudad comenzó a distraerla de sus preocupaciones. Resultaba difícil dejarse llevar por la tristeza en un lugar como aquel. En algunos derbs, nombre que recibían las callejuelas, el mundo parecía cubierto de alfombras. En otros, los tejidos de seda recién teñidos goteaban tonos escarlata y cobalto sobre las cabezas de los viandantes. Diferentes idiomas revoloteaban por el aire como aves exóticas: árabe, francés, lenguas tribales. Las mujeres apresuraban a los niños para que regresaran a casa y se acostaran, y los ancianos, tocados con feces, se reunían junto a las puertas para fumar.

Risas, aroma a canela y a burros, y colores, por todas partes colores.

Karou se dirigió a la plaza Jemaâ-el-Fna, centro neurálgico de la ciudad y disparatado carnaval de seres humanos: encantadores de serpientes y bailarinas, niños descalzos y cubiertos de polvo, carteristas, turistas desventurados y puestos de comida donde se vendía desde zumo de naranja hasta cabezas de cordero asadas. En algunas misiones, Karou intentaba regresar al portal tan rápido como le fuera posible, pero en Marrakech le gustaba pasear con tranquilidad, tomar un té con hierbabuena y rebuscar en los zocos babuchas puntiagudas y pulseras de plata.

Esa noche, sin embargo, no podía entretenerse. Brimstone estaba claramente ansioso por recibir sus dientes. Recordó de nuevo los tarros vacíos, y una terrible curiosidad se apoderó de su mente. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué? Trató de olvidar las preguntas. Después de todo, iba en busca de Izîl, el ladrón de tumbas, cuya vida era un verdadero cuento con moraleja.

«No te dejes arrastrar por la curiosidad» era una de las reglas fundamentales de Brimstone, e Izîl no la había cumplido. Karou sentía lástima por él, porque le comprendía. En ella, la curiosidad era también un fuego obstinado que se avivaba ante cualquier esfuerzo por extinguirlo. Cuanto más ignoraba Brimstone sus preguntas, más ansiaba conocer las respuestas. Y tenía muchas preguntas.

Los dientes, por supuesto, ¿para qué demonios los utilizaba?

¿Y qué pasaba con la otra puerta? ¿Adónde conducía?

¿Qué eran exactamente las quimeras y de dónde habían venido? ¿Existían más?

¿Y qué decir de ella? ¿Quiénes eran sus padres y por qué la había criado Brimstone? ¿Era el típico personaje de un cuento de hadas, algo así como la primera hija de la historia de Rumplestiltskin, o el pago de una deuda? O tal vez su madre fuera una traficante estrangulada por un collar de serpiente que dejó un bebé lloriqueante en el suelo de la tienda. Karou había imaginado cientos de posibilidades, pero la verdad seguía siendo un misterio.

¿Estaría viviendo una vida que no era la suya, lejos de la que sí le pertenecía? En ocasiones, esta idea se le presentaba como una certeza absoluta —había una existencia paralela que la hostigaba, fuera de su alcance—. Mientras dibujaba o caminaba, y una vez que bailaba muy pegada a Kaz, la asaltaba la sensación de que tendría que estar haciendo algo distinto con las manos, con las piernas, con el cuerpo. Algo distinto. Algo distinto. Algo distinto.

Pero ¿qué?

Llegó a la plaza y deambuló entre la muchedumbre, sincronizando sus movimientos con los ritmos místicos de la música gnawa, al tiempo que esquivaba motocicletas y acróbatas. De las barbacoas de carne surgían espesas nubes de humo, como si fueran casas en llamas, y había jóvenes que susurraban «hachís» y aguadores con trajes típicos que gritaban: «¡Foto! ¡Foto!». A cierta distancia, reconoció el perfil jorobado de Izîl entre los artistas de henna y los dentistas ambulantes.

Visitarlo a intervalos de un mes se asemejaba a contemplar secuencias progresivas de su deterioro. Cuando Karou era pequeña, Izîl trabajaba como médico e investigador —un hombre honesto y educado con dulces ojos castaños y un sedoso bigote que se acicalaba como un plumaje—. Él mismo acudía a la tienda y negociaba en el escritorio de Brimstone y, al contrario que los demás traficantes, conseguía que cada encuentro pareciera una visita amistosa. Flirteaba con Issa y le llevaba pequeños obsequios —serpientes talladas en vainas de semillas, pendientes de jade en forma de gota, almendras—; regaló a Karou varias muñecas y un diminuto juego de té de plata para ellas; y tampoco descuidaba a Brimstone, para el que dejaba sobre la mesa, antes de marcharse y de forma casual, bombones o tarros de miel.

Pero eso fue antes de que su cuerpo se deformara bajo el peso de una terrible elección, antes de volverse jorobado y loco. Dejó de ser bienvenido en la tienda, y Karou comenzó a encontrarse con él allí.

Al verlo, se sintió invadida por una tierna lástima. Estaba terriblemente encorvado, y un nudoso bastón de madera de olivo era lo único que evitaba que cayera de bruces. Tenía los ojos amoratados y los dientes, postizos, eran demasiado grandes para su rostro consumido. El bigote del que tan orgulloso se había sentido colgaba lacio y enredado. Cualquier transeúnte se habría apiadado de él; sin embargo, para Karou, que había visto su aspecto solo unos años atrás, era como contemplar una tragedia.

El rostro de Izîl se iluminó al reconocerla.

—¡Miren quién ha venido! La hermosa hija del Traficante de Deseos, la dulce embajadora de los dientes. ¿Has venido a invitar a este triste anciano a una taza de té?

—Hola, Izîl. Suena bien lo de tomar un té —respondió ella, y le guió hacia el café donde solían encontrarse.

—¿Ha pasado ya un mes, cariño? Me temo que había olvidado nuestra cita.

—Tranquilo, es que he venido antes.

—Bueno, siempre es un placer verte, aunque me temo que no dispongo de gran cosa que ofrecer al viejo diablo.

—Pero ¿tienes algunos?

—Algunos.

Al contrario que la mayoría de los traficantes, Izîl no cazaba ni asesinaba; él no provocaba muertes. Antes, cuando trabajaba como médico en zonas de conflicto, había tenido acceso a los caídos en el campo de batalla, cuyos dientes nadie echaría en falta. Ahora que la locura le había arrebatado su modo de vida, debía asaltar tumbas.

De repente, exclamó con brusquedad:

—¡Cállate, monstruo! Pórtate bien, y ya veremos después.

Karou sabía que no se dirigía a ella, y fingió educadamente no haberle escuchado.

Llegaron al café. Cuando Izîl se desplomó sobre su silla, esta se torció y crujió y sus patas se combaron como si soportaran un peso mucho mayor que el de un hombre enjuto.

—Bueno —preguntó una vez acomodado—, ¿qué hay de mis viejos amigos?, ¿cómo está Issa?

—Está bien.

—Añoro su rostro. ¿Tienes dibujos nuevos de ella?

Karou se los mostró.

—Qué hermosa —Izîl acarició la mejilla de Issa con la yema del dedo—. Precioso. El tema y el trabajo. Posees un gran talento, querida —al toparse con el episodio del furtivo somalí, resopló—. Malditos locos. Lo que Brimstone tiene que aguantar por tratar con humanos.

Karou arqueó las cejas.

—Vamos, el problema no es que sean humanos, sino infrahumanos.

—Totalmente cierto. Es de suponer que cada raza tiene su mala simiente. ¿No es cierto, mi bestia? —las últimas palabras las dirigió hacia su hombro, y esta vez una leve respuesta pareció surgir del aire.

Karou no pudo contenerse y dirigió los ojos al suelo, donde la sombra de Izîl se dibujaba nítida sobre las baldosas. Parecía de mala educación mirar, como si la… afección… de Izîl debiera ser ignorada, al igual que un ojo vago o una marca de nacimiento. Su sombra revelaba lo que no se advertía al contemplarle directamente.

Las sombras decían la verdad, y la de Izîl descubría que sobre su espalda portaba una criatura invisible a la mirada. Era un ser fornido, descomunal, que rodeaba firmemente su cuello con los brazos. Esta era la consecuencia de su curiosidad: esa cosa iba montada sobre él como si fuera una mula. Karou no comprendía lo que había sucedido; solo sabía que Izîl había formulado un deseo para obtener conocimiento, y que así era como se había materializado. Brimstone advertía a Karou que los deseos poderosos podían desembocar en poderosos fracasos, y ahí estaba la evidencia.

Karou supuso que aquella criatura invisible, llamada Razgut, poseía los secretos que Izîl había ansiado conocer. Sin embargo, el precio había sido desmesurado.

Razgut estaba hablando. Karou solo podía percibir un susurro muy ligero y un sonido parecido al beso suave de unos labios carnosos.

—No —exclamó Izîl—. No voy a preguntarle eso. Responderá que no.

Karou contempló, con asco, cómo Izîl discutía con aquella cosa, a la que solo podía distinguir en la sombra. Finalmente, el ladrón de tumbas claudicó.

—De acuerdo, de acuerdo, ¡cállate ya! Se lo preguntaré —se volvió hacia ella y dijo con tono de disculpa—: Quiere probar. Solo un poquito.

—¿Probar? —Karou parpadeó extrañada. Todavía no les habían servido el té—. ¿El qué?

—A ti, hija de un deseo. Solo un lametón. Promete no morder.

Karou sintió que se le revolvía el estómago.

—De eso nada.

—Te lo dije —refunfuñó Izîl—. ¿Ahora permanecerás callado, por favor?

Por respuesta recibió un tenue silbido.

Un camarero ataviado con una chilaba blanca les sirvió té con hierbabuena. Alzó la tetera a la altura de su cabeza y, con maestría, dirigió el largo chorro al interior de los vasos grabados. Al contemplar las mejillas hundidas del ladrón de tumbas, Karou pidió también dulces y le concedió unos instantes para comer y beber antes de preguntarle:

—Bueno, ¿qué tienes?

Izîl rebuscó en sus bolsillos y sacó un puñado de dientes que dejó caer sobre la mesa.

Oculto en la sombra de una puerta cercana, Akiva se irguió. Todo se detuvo y quedó silencioso a su alrededor, y él solo veía aquellos dientes, y a la muchacha revisándolos de la misma manera en la que él sabía que lo hacía la vieja bestia hechicera.

Dientes. Qué inofensivos parecían sobre aquella mesa —simples huesecillos sucios saqueados a los muertos—. Y si permanecían en el mundo al que pertenecían, no dejaban de ser eso. Sin embargo, en manos de Brimstone se convertían en algo totalmente distinto.

La misión de Akiva consistía en acabar con ese comercio nauseabundo y, al mismo tiempo, con la magia negra del diablo.

Observó cómo la chica inspeccionaba los dientes con desenvoltura, como si estuviera acostumbrada a hacerlo, y a su repugnancia se sumó una especie de decepción. Le había parecido demasiado inocente para ese negocio, pero al parecer no lo era. No obstante, no se había equivocado al suponer que no se trataba de una mera traficante. Era más que eso, puesto que estaba allí sentada, realizando el trabajo de Brimstone, pero ¿qué?

—Por Dios, Izîl —se quejó Karou—. Estos son asquerosos. ¿Los acabas de traer del cementerio?

—De una fosa común. Estaba escondida, pero Razgut la olfateó. Siempre encuentra a los muertos.

—Vaya talento.

Karou sintió un escalofrío al imaginar a Razgut mirándola de forma lasciva, con deseos de darle un lametón. Centró su atención en los dientes. De las raíces colgaban restos de carne seca, unida a tierra del lugar de donde habían sido exhumados. Incluso cubiertos de suciedad, resultaba obvio que no eran dientes de gran calidad, sino de alguien que había roído alimentos duros, fumado en pipa e ignorado la pasta dentífrica.

Karou recogió los dientes de la mesa y los echó en el té que quedaba en su taza, removió el contenido y lo vertió formando un húmedo montón de hojas de hierbabuena y dientes, ahora algo menos sucios. Uno por uno, los fue inspeccionando: incisivos, molares y colmillos tanto de adultos como de niños.

—Izîl. Sabes que Brimstone no quiere dientes de niño.

—No pretendas saberlo todo, niña —respondió con brusquedad.

—¿Cómo dices?

—En ocasiones sí los quiere. Una vez. Hubo una vez que me pidió unos cuantos.

Karou no le creyó. Brimstone nunca compraba dientes inmaduros, ya fueran de animales o de humanos, pero no consideró oportuno discutir.

—Está bien —apartó aquellos diminutos dientes y trató de no imaginar pequeños cadáveres en fosas comunes—, pero esta vez no ha pedido ninguno, así que tengo que rechazarlos.

Cogió cada uno de los dientes de adulto, escuchó lo que transmitían sus murmullos, y los clasificó en dos montones.

Izîl la observaba con ansiedad, fijando la mirada en uno y otro montón.

—Han masticado demasiado, ¿verdad? ¡Gitanos glotones! Siguieron masticando después de muertos. No tienen modales. No saben cómo comportarse en la mesa.

La mayoría de los dientes estaban excesivamente desgastados y llenos de caries, y no servían para Brimstone. Cuando Karou terminó de clasificarlos, había un montón mayor que el otro, pero Izîl no sabía cuál era cada uno. Esperanzado, señaló el más abundante.

Ella negó con la cabeza y sacó algunos billetes de la cartera que le había entregado Brimstone. Le pagó una cantidad demasiado generosa para tan pocos dientes y tan lamentables, pero aun así era menos de lo que Izîl esperaba.

—Tanto tiempo cavando —gimió—. ¿A cambio de qué? ¿De papel con la imagen de un rey muerto? Me persigue la mirada de los muertos —su voz se tornó más débil—. No puedo continuar con esto, Karou. Estoy destrozado. Ya casi no puedo sujetar la pala. Escarbo la tierra dura, cavando como un perro. Estoy acabado.

Una profunda pena invadió a Karou.

—Seguramente hay otras maneras de vivir…

—No. Lo único que me queda es la muerte. Uno debería morir con dignidad, cuando ya no es posible vivir con dignidad. Lo dijo Nietzsche, ¿le conoces? Un hombre sabio, y con un gran bigote —atusó su propio mostacho enmarañado, y trató de esbozar una sonrisa.

—Izîl, no es posible que desees morir.

—Ojalá existiera una forma de ser libre…

—¿No existe? —preguntó Karou con seriedad—. Tiene que haber algo que puedas hacer.

Izîl movió los dedos, jugueteando con su bigote.

—Prefiero no pensar en ello, querida, pero… existe una manera, si tú me ayudaras. Eres la única persona que conozco con suficiente valentía y bondad… ¡Ay! —Izîl se llevó la mano a la oreja y, al ver que escurría sangre entre sus dedos, Karou retrocedió. Razgut debía de haberle mordido—. ¡Le pediré lo que quiera, monstruo! —gritó el ladrón de tumbas—. ¡Sí, eres un monstruo! No me importa lo que fueras, ¡ahora eres un monstruo!

Se desencadenó una extraña pelea; parecía como si el anciano luchara consigo mismo. El camarero reaccionó con agitación, y Karou abandonó su silla para alejarse de los miembros que se sacudían, tanto visibles como invisibles.

—Para. ¡Para! —gritó Izîl, con los ojos desorbitados.

Buscó un apoyo, levantó el bastón y descargó un fuerte golpe contra su propio hombro y el ser encaramado a él. Repitió el gesto una y otra vez, como si se estuviera golpeando a sí mismo, dejó escapar un grito y cayó de rodillas. Levantó aprisa ambas manos hacia su cuello y el bastón repiqueteó contra el suelo. La sangre comenzó a chorrear por el cuello de su chilaba —seguramente un nuevo mordisco de aquella cosa—. El sufrimiento de su rostro era más de lo que Karou podía soportar, así que, sin pensarlo, corrió a su lado y le agarró el brazo para ayudarle a ponerse en pie.

Terrible error.

De repente, notó que algo se deslizaba por su cuello, y tembló de asco. Era una lengua. Razgut lo había conseguido. Escuchó cómo tragaba de manera repugnante y se apartó, dejando al ladrón de tumbas de rodillas.

Su paciencia se había agotado, así que recogió los dientes y el cuaderno de dibujo.

—Espera, por favor —gritó Izîl—. Karou, por favor.

Aquella súplica sonó tan desesperada que Karou vaciló. Izîl rebuscó en su bolsillo y le tendió algo. Unos alicates. Parecían oxidados, pero ella sabía que no se trataba de óxido. Era la herramienta que Izîl empleaba en su negocio, y estaba cubierta con restos de las bocas de los muertos.

—Por favor, querida —rogó—. No hay nadie más.

Comprendió rápidamente a qué se refería y retrocedió horrorizada.

—¡No, Izîl! Por Dios. La respuesta es no.

—¡Un bruxis podría salvarme! Yo no puedo conseguir uno, ya utilicé el mío. Sería necesario otro para revertir mi estúpido deseo. Tú podrías hacerlo. Por favor. ¡Por favor!

Un bruxis. Era el único deseo que superaba en poder al gavriel, y tenía un precio singular: solo podía pagarse con los propios dientes. Todos ellos, y extraídos por uno mismo.

Karou se sintió aturdida al pensar en arrancarse los dientes uno tras otro.

—No seas ridículo —susurró consternada ante la simple proposición. Pero después de todo, Izîl estaba loco, y en aquellos momentos en verdad lo parecía.

Karou retrocedió.

—¡Sabes que no me atrevería a pedírtelo si no fuera la única solución!

Karou se alejó rápidamente con la cabeza gacha, y no habría detenido sus pasos para mirar atrás de no ser por el grito que escuchó a su espalda. Surgió con violencia entre el caos de Jemaâ-el-Fna y en un instante acalló los demás sonidos. Era una especie de lamento desesperado, una descarga sonora débil y aguda, distinta a cualquier cosa que Karou hubiera escuchado jamás.

Sin duda, no se trataba de Izîl.

Aquel gemido sobrenatural adquirió intensidad, tembloroso y violento, hasta romper como una ola y convertirse en lenguaje —susurrante, sin consonantes fuertes—. Las modulaciones sugerían palabras, pero se trataba de un idioma extraño incluso para Karou, que poseía más de veinte en su colección. Se volvió y contempló que todos a su alrededor se giraban también, estirando el cuello, y que la preocupación de sus rostros se tornaba en terror cuando identificaban el origen de aquel sonido.

Entonces, ella también lo vio.

La criatura que Izîl cargaba a su espalda había dejado de ser invisible.