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LA CHICA QUE VA DE ACÁ PARA ALLÁ

Karou conseguía normalmente mantener sus dos vidas en equilibrio. Por un lado, era una joven de diecisiete años que estudiaba arte en Praga; por otro, la chica de los recados de una criatura no humana que era lo más parecido que tenía a una familia. Se había dado cuenta de que, a grandes rasgos, disponía de tiempo suficiente a lo largo de la semana para ambas vidas. Si no todas las semanas, la mayoría.

Y esta se estaba convirtiendo en una semana complicada.

El martes, estaba todavía en clase cuando Kishmish se posó en el alféizar de la ventana y golpeó el cristal con el pico. La nota que portaba era más breve incluso que la del día anterior y decía únicamente: «Ven». Karou acudió a la tienda, aunque, de haber sabido el lugar al que Brimstone pensaba enviarla, no lo habría hecho.

El mercado de animales de Saigón era uno de los lugares que más detestaba en el mundo. Allí, todos los cachorros de gato, pastores alemanes, murciélagos, osos malayos y langures que se exponían en jaulas no se vendían como mascotas, sino como alimento. La madre de un carnicero, una vieja bruja, iba recopilando dientes en una urna funeraria, y Karou acudía a recogerlos cada ciertos meses, cerrando el trato con un amargo trago de vino de arroz que le formaba un nudo en el estómago.

El miércoles, al norte de Canadá. Dos cazadores athabasca y un asqueroso botín de dientes de lobo.

El jueves, a San Francisco, para encontrarse con una joven herpetóloga rubia y recoger un alijo de dientes de serpiente de cascabel, fruto de sus desacertadas investigaciones.

—Podrías ir tú misma a la tienda, ¿lo sabes? —comentó Karou irritada, ya que debía entregar un autorretrato al día siguiente y podría haber empleado aquellas horas en perfeccionarlo.

Existían varias razones por las que los traficantes no acudían a la tienda. Algunos habían perdido ese privilegio por algún comportamiento inoportuno; otros no habían sido investigados aún; y muchos tenían simplemente miedo a los collares de serpiente, lo que en este caso no debería haber supuesto ningún problema, ya que esta científica en particular había optado por trabajar con ellas.

La herpetóloga se estremeció.

—Fui una vez y pensé que la mujer-serpiente iba a matarme.

Karou contuvo una sonrisa.

—Ya.

Lo entendía perfectamente. Issa odiaba a los asesinos de reptiles y, cuando este sentimiento la embargaba, animaba a sus serpientes a la semiestrangulación.

—Bueno, está bien —contó billetes de veinte hasta formar un buen fajo—. Pero recuerda que si fueras a la tienda, Brimstone te recompensaría con deseos mucho más valiosos que el dinero.

Muy a su pesar, Brimstone no confiaba tanto en ella como para que dispensara deseos en su nombre.

—Quizás la próxima vez.

—Como quieras —Karou se encogió de hombros y se despidió con un ligero movimiento de la mano. Regresó al portal y, al traspasarlo, descubrió la huella negra de una mano grabada sobre la superficie. Pensaba mencionárselo a Brimstone, pero estaba con un traficante y ella debía acabar sus tareas, así que se marchó.

Después de trabajar hasta bien entrada la noche en el autorretrato, el viernes se sentía agotada y deseosa de que Brimstone no la llamara de nuevo. Normalmente no reclamaba su presencia más de dos veces a la semana, pero esta habían sido ya cuatro. Por la mañana, mientras dibujaba al viejo Wiktor ataviado únicamente con una boa de plumas —una visión a la que Zuzana estuvo a punto de no sobrevivir—, no dejó de vigilar de reojo la ventana. Durante el taller de pintura de la tarde, continuó su temor a que Kishmish apareciera, pero no fue así, y después de las clases, esperó a Zuzana bajo una cornisa para protegerse de la llovizna.

—Pero qué ven mis ojos —dijo su amiga—. Si es un Karou. Fíjense bien, amigos, porque las oportunidades de contemplar a esta esquiva criatura son cada vez más escasas.

Karou notó cierta frialdad en su voz.

—¿Un veneno? —sugirió expectante. Después de aquella semana tan accidentada, le apetecía ir al café, hundirse en un sofá, charlar, reír, dibujar, beber té y recuperar la normalidad perdida.

Zuzana le regaló un arqueo de cejas.

—¿Ningún recado en el horizonte?

—Gracias a Dios, no. Vamos, me estoy quedando helada.

—No sé, Karou. Hoy tal vez sea yo quien tiene una misión secreta.

Karou se mordió la parte interior de la mejilla, sin saber qué responder. Detestaba que Brimstone le ocultara tantos asuntos, y odiaba aún más tener que hacer lo mismo con Zuzana. ¿Qué tipo de amistad se basaba en evasivas y mentiras? Según había ido creciendo, conservar los amigos se había convertido en algo casi imposible; la necesidad de engañar siempre se interponía en su camino. No obstante, había sido mucho peor cuando vivía en la tienda —¡era imposible invitar a un amigo a casa para jugar!—. Todas las mañanas, atravesaba el portal en dirección a Manhattan para acudir a la escuela y a sus clases de karate y aikido, y regresaba todas las tardes.

Se trataba de una puerta cerrada con tablas en un edificio abandonado del East Village. En quinto curso, su amiga Belinda la vio traspasar aquella puerta y llegó a la conclusión de que no tenía hogar. La noticia se extendió, los padres y los profesores intervinieron y Karou, incapaz de localizar a Esther, su abuela falsa, quedó inmediatamente bajo la custodia del Departamento de Asuntos Sociales. Fue enviada a una casa de acogida, de la que escapó la primera noche para no volver jamás. Después de aquel episodio: una nueva escuela en Hong Kong y mayor precaución para que nadie la viera atravesar el portal. Lo que significaba más mentiras y secretismo, y la imposibilidad de tener verdaderos amigos.

Ahora tenía edad suficiente para evitar que los servicios sociales husmearan en su vida; sin embargo, conservar las amistades seguía siendo como caminar sobre una cuerda floja. Zuzana era la mejor amiga que jamás había tenido, y no quería perderla.

Karou suspiró.

—Siento lo que ha pasado esta semana. Ha sido una verdadera locura. Todo es culpa del trabajo…

—¿Trabajo? ¿Desde cuándo trabajas?

—Claro que trabajo. ¿De qué piensas que vivo, de agua de lluvia y fantasías?

Esperaba arrancar una sonrisa a su amiga, pero Zuzana entrecerró los ojos con desconfianza.

—¿Cómo quieres que sepa de qué vives, Karou? ¿Hace cuánto que somos amigas?, y nunca has mencionado ni trabajo, ni familia, ni nada…

—Bueno —contestó Karou ignorando la parte de la familia—, no se trata exactamente de un empleo. Solo hago recados para un tipo. Recojo paquetes, me reúno con gente.

—¿Como un traficante de droga?

—Vamos, Zuze, te prometo que es cierto. Él es un… coleccionista, supongo.

—Claro. ¿Y qué colecciona?

—Cosas. Eso no tiene importancia.

—A mí me importa. Me interesa saberlo. Es solo que suena raro, Karou. No estarás metida en ningún asunto turbio, ¿verdad?

Claro que no, pensó Karou, en absoluto. Respiró hondo y añadió:

—De verdad que no puedo contarte nada más. Es su negocio, no el mío.

—Está bien. Déjalo —Zuzana giró sobre uno de sus tacones de plataforma y empezó a alejarse bajo la lluvia.

—Espera —gritó Karou.

Quería hablar de ello. Deseaba contarle todo a Zuze, quejarse de su horrible semana —los colmillos de elefante, el desagradable mercado de animales, cómo Brimstone le pagaba únicamente con estúpidos shings, y el escalofriante ruido tras la otra puerta de la tienda—. Podía plasmar todo aquello en su cuaderno de bocetos, lo que servía de ayuda, pero no era suficiente. Necesitaba hablar.

Por supuesto, no podía hacerlo.

—¿Me acompañas a La Cocina Envenenada, por favor? —suplicó con voz débil y cansada.

Zuzana volvió la cabeza y contempló la expresión que Karou ponía a veces cuando pensaba que nadie la miraba. Transmitía tristeza, carencia, y lo peor de todo es que parecía estar siempre allí, como si las demás expresiones de su rostro fueran simples máscaras que Karou empleaba para ocultarlo.

Zuzana cedió.

—Vale. Está bien. Me muero por un goulash. ¿Lo coges? Me muero. Ja, ja.

La broma del goulash envenenado confirmó a Karou que la situación había vuelto a la normalidad. Al menos por ahora. Pero ¿qué sucedería la próxima vez?

Sin paraguas y acurrucadas la una contra la otra, caminaron deprisa bajo el aguacero.

—Tengo algo que contarte —dijo Zuzana—. El zopenco ha estado merodeando por La Cocina. Me parece que está buscándote.

Karou refunfuñó.

—Fantástico.

Kaz no había parado de llamarla y de enviarle mensajes de texto, pero ella le había ignorado por completo.

—Podríamos ir a otro sitio…

—De eso nada. No voy a permitir que ese pastel de roedor nos arrebate La Cocina. La Cocina es nuestra.

¿Pastel de roedor? —repitió Zuzana.

Era el insulto favorito de Issa, y tenía sentido dentro del contexto alimentario de la mujer-serpiente, cuya dieta se basaba principalmente en pequeñas criaturas peludas. Karou afirmó:

—Sí. Pastel de roedor. Carne picada de ratón con pan rallado y salsa de tomate…

Puaj. Basta.

—Me imagino que también se podrán utilizar hámsteres —añadió Karou—. O conejillos de Indias. ¿Sabías que en Perú asan los conejillos de Indias ensartados en ramas, como si fueran nubes de azúcar?

—Para —exclamó Zuzana.

—Mmm, bocadillo de conejillo de Indias…

—Cállate ya, antes de que vomite. Por favor.

Karou enmudeció, pero no por la súplica de Zuzana, sino por el aleteo familiar que captó con el rabillo del ojo. No, no, no, pensó para sus adentros. No volvió la cabeza, no lo haría. No, Kishmish, no esta noche.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Zuzana al notar su repentino silencio.

De nuevo aquel aleteo, esta vez en la luz de una farola dentro de su campo de visión. Se encontraba demasiado alejado para llamar la atención, pero sin duda se trataba de Kishmish.

Maldita sea.

—No pasa nada —respondió Karou, y siguió caminando con resolución hacia La Cocina Envenenada.

¿Qué debía hacer, golpearse la frente sin más y exclamar que acababa de acordarse de un recado urgente? Se preguntó qué diría Zuzana si pudiera ver a la pequeña bestia que servía de emisario a Brimstone, tan extraño con sus alas de murciélago sobre el cuerpo emplumado. Aunque, conociendo a Zuzana, probablemente querría recrearlo en versión marioneta.

—¿Cómo va el proyecto de la marioneta? —preguntó Karou tratando de actuar con normalidad.

Con el rostro radiante de alegría, Zuzana empezó a contarle todos los detalles. Karou la escuchaba a medias, distraída por una mezcla de rebeldía y ansiedad. ¿Qué haría Brimstone si no acudía a su llamada? ¿Qué podía hacer, salir en su busca?

Estaba segura de que Kishmish continuaba detrás de ella, así que, al traspasar el arco que daba acceso al patio de La Cocina Envenenada, lo miró directamente, como diciendo: «Te he visto, pero no te acompaño». Él ladeó la cabeza, perplejo, y ella entró en el local dejándolo fuera.

El café estaba abarrotado, aunque, por suerte, Kaz no se encontraba a la vista. Sobre los ataúdes se agolpaban trabajadores locales, mochileros, expatriados con aspecto de artistas y estudiantes, y el ambiente estaba tan cargado de humo de tabaco que las estatuas romanas parecían surgir de entre la niebla, ataviadas con sus macabras máscaras antigás.

—Mierda —exclamó Karou con disgusto al ver que había tres mochileros desaliñados sentados en su mesa favorita—. La Peste está ocupada.

—No hay ni una sola mesa libre —añadió Zuzana—. Maldita Lonely Planet. Me gustaría retroceder en el tiempo y atracar a ese estúpido escritor de guías al fondo del callejón, para asegurarme de que nunca encontrara este lugar.

—Tú siempre tan violenta. Últimamente quieres atracar y electrocutar a todo el mundo.

Así es —confirmó Zuzana—. Te aseguro que cada día odio a más gente. Todo el mundo me irrita. Si ahora soy así, ¿qué pasará cuando sea mayor?

—Te convertirás en una viejecita malvada que dispara a los niños desde su balcón con una escopeta de aire comprimido.

—No. La escopeta de balines solo los encabronaría. Mejor una ballesta. O una bazuca.

—Qué bruta eres.

Zuzana respondió con una reverencia y lanzó otra mirada frustrada al abarrotado café.

—Vaya mierda. ¿Quieres que vayamos a otro sitio?

Karou negó con la cabeza. Aún tenían el pelo empapado y no le apetecía aventurarse de nuevo bajo la lluvia. Solo quería disfrutar de su mesa favorita en su café favorito. Sus dedos juguetearon en el bolsillo de la chaqueta con los shings que había recibido por los recados de aquella semana.

—Tengo la sensación de que esos tíos están a punto de marcharse —aseguró señalando a los mochileros sentados en La Peste.

—No lo creo —respondió Zuzana—. Tienen las cervezas enteras.

—Pues yo pienso que sí —uno de los shings desapareció de entre los dedos de Karou y, un segundo después, los mochileros se levantaron—. Te lo dije.

Imaginó el comentario de Brimstone.

Desalojar extranjeros de mesas de café: egoísta.

—Qué raro —fue el comentario de Zuzana al deslizarse tras el enorme caballo para reclamar su mesa. Los mochileros se marcharon con aspecto desconcertado—. No estaban mal —afirmó Zuzana.

—¿De verdad? ¿Quieres que los llame?

—Ya sabes la respuesta —habían prometido no liarse con mochileros; desaparecían como el viento, y eran todos iguales después de un rato, con su barba de varios días y la camisa arrugada—. Solo estaba emitiendo un diagnóstico. Además, parecían algo perdidos, como si fueran cachorritos.

Karou se sintió culpable. ¿Qué pretendía al desafiar a Brimstone, al gastar deseos en acciones mezquinas como empujar a unos jóvenes inocentes bajo la lluvia? Se dejó caer sobre el sofá. Le dolía la cabeza, tenía el pelo húmedo, estaba cansada y no podía dejar de preocuparse por la reacción del Traficante de Deseos. ¿Qué le diría?

Mientras comían su goulash, Karou no apartó la mirada de la puerta.

—¿Buscas a alguien? —preguntó Zuzana.

—No. Es que…, es que me preocupa que aparezca Kaz.

—Tranquila, si lo hace, podemos empujarle dentro de este ataúd y clavar la tapa.

—Suena bien.

Pidieron té y se lo sirvieron en un antiguo servicio de plata, con las palabras arsénico y estricnina grabadas en los platillos del azucarero y de la jarrita de la leche.

—Bueno —dijo Karou—. Mañana vas a ver al chico del violín en el teatro. ¿Tienes algún plan?

—No he pensado nada —respondió Zuzana—, solo quiero saltarme esa parte y llegar al momento en que seamos novios. Sin mencionar la escena en la que él se da cuenta de que existo.

—Vamos, no puedo creer que quieras saltarte esa parte.

—Me encantaría.

—¿Perderte el momento de conocerle? ¿Las mariposas en el estómago, los vuelcos en el corazón, el rubor en la cara? La parte en la que se traspasa por primera vez el campo magnético del otro y parece como si surgieran líneas de energía invisibles entre ambos…

—¿Líneas de energía invisibles? —repitió Zuzana—. ¿No te estarás convirtiendo en uno de esos bichos raros new age que llevan cristales encima e interpretan el aura de las personas?

—Sabes perfectamente a qué me refiero. La primera cita, cogerse de la mano, el primer beso, los coqueteos y anhelos…

—Eres una romántica incorregible.

—No creas. Además iba a añadir que el principio es lo mejor, cuando todo es precioso, antes de descubrir inevitablemente que son todos unos gilipollas.

Zuzana frunció el ceño.

—Es imposible que todos sean idiotas, ¿no crees?

—No lo sé. Tal vez no. Quizá solo los guapos.

—Él es guapo. Dios mío, espero que no sea un gilipollas. ¿Existe alguna posibilidad de que sea buena persona y no tenga pareja? Te lo estoy preguntando en serio. ¿Qué opciones hay?

—Muy pocas.

—Lo sé —Zuzana se desplomó sobre el sofá con gesto teatral, como una marioneta abandonada.

—A Pavel le gustas —dijo Karou—. Y existen pruebas de que no es imbécil.

—Sí, bueno, Pavel es majo, pero no genera mariposas.

—Las mariposas en el estómago —suspiró Karou—. Claro. ¿Sabes lo que pienso? Que las mariposas están siempre ahí, en el estómago de todos, en todo momento…

—¿Como bacterias?

No, no como bacterias, como mariposas. Y las de cada uno reaccionan con determinadas personas, a nivel químico, como feromonas, así cuando esas personas se acercan, tus mariposas empiezan a bailar. No pueden evitarlo, es una reacción química.

—Una reacción química. Y eso es romántico.

—Tienes razón. Estúpidas mariposas —inspirada por la idea, Karou sacó su cuaderno de bocetos y empezó a dibujar una representación cómica de unos intestinos y un estómago repletos de mariposas. Su nombre científico podría ser Papilio stomachus.

—Entonces, si todo es cuestión de química y tú no decides nada, ¿quiere decir que el zopenco todavía hace revolotear tus mariposas? —preguntó Zuzana.

Karou levantó la mirada.

—Claro que no. Lo que provoca es que mis mariposas vomiten.

Zuzana acababa de tomar un sorbo de té y tuvo que taparse la boca rápidamente con la mano para evitar escupirlo, conteniendo la risa hasta que logró tragar.

—Qué asco. ¡Tienes el estómago lleno de vómito de mariposa!

Karou rió también y siguió dibujando.

—De hecho, creo que mi estómago está repleto de mariposas muertas. Kaz las mató.

Junto al dibujo escribió: «Papilio stomachus: criaturas frágiles y vulnerables a las heladas y la traición».

—No importa —afirmó Zuzana—. Tenían que ser bastante estúpidas para enamorarse de él. Crecerán otras nuevas, más sensatas. Mariposas inteligentes.

Karou adoraba a Zuzana por su disposición a jugar con aquel tipo de tonterías hasta el infinito.

—Estupendo —levantó la taza de té para hacer un brindis—. Por una nueva generación de mariposas, esperemos que menos estúpidas que las anteriores.

Tal vez, en aquel mismo instante, estuvieran creciendo dentro de sus pequeños y regordetes capullos; o tal vez no. Le costaba imaginarse sintiendo de nuevo aquella mágica sensación de cosquilleo en la boca del estómago. Mejor no preocuparse de ello, pensó. No lo necesitaba, bueno, no quería necesitarlo. Anhelar el amor la hacía sentir como un gato que siempre se enrosca en los tobillos maullando acaríciame, acaríciame, mírame, quiéreme.

Preferiría ser el gato que observa todo con descaro desde lo alto de una pared, con expresión inescrutable. El gato que evita las caricias, que no las necesita. ¿Por qué no ser ese gato?

«¡¡¡Sé ese gato!!!», escribió en la esquina de la hoja, junto al dibujo de un minino tranquilo y distante.

Karou deseaba ser una persona íntegra, serena, que se encontrara cómoda en soledad. Pero ella no era así. Se sentía sola, y temía que aquel vacío interior pudiera expandirse y… la hiciera desaparecer. Ansiaba una presencia a su lado, en todo momento. Unos dedos que rozaran ligeramente su nuca y una voz que se uniera a la suya en la oscuridad. Alguien que la esperara con un paraguas para acompañarla a casa bajo la lluvia, y sonriera abiertamente al verla llegar. Que bailara con ella en el balcón, cumpliera sus promesas y conociera sus secretos, que creara un pequeño universo allí donde se encontrara, solo con abrazos, susurros y confianza.

La puerta se abrió. Karou miró hacia el espejo y ahogó una maldición. Allí estaba de nuevo aquella sombra alada, deslizándose por detrás de algunos turistas. Karou se dirigió al aseo, donde recogió la nota que Kishmish le había llevado.

De nuevo, un mensaje escueto. Esta vez decía «Por favor».