14 de septiembre

El auténtico Boo Radley

EL DOMINGO POR LA NOCHE me releí El guardián entre el centeno hasta que me sentí lo bastante cansado para dormir. Sin embargo, al final resultó que no lo estaba en realidad. Y tampoco podía leer, porque no era consciente de lo que leía. No podía desaparecer tras el personaje de Holden Caulfield, no me veía dentro de la historia, no como debía ser, es decir, convirtiéndote en alguien que no eres.

No me sentía a solas dentro de mi cabeza. Estaba llena de guardapelos, fuegos y voces. Gente a la que no conocía y visiones que no podía comprender.

Y algo más. Puse el libro boca abajo y las manos detrás de la cabeza.

Lena, estás ahí, ¿no?

Me quedé mirando el techo azul.

Esto no tiene sentido. Sé que estás ahí. Donde sea.

Esperé hasta que la oí. Su voz se desperezó como un leve y alegre recuerdo en uno de los más oscuros y lejanos recovecos de mi mente.

No. No, exactamente.

Sí estás. Llevas ahí toda la noche.

Ethan, estoy durmiendo. Quiero decir que lo estaba.

Sonreí para mis adentros.

No, no lo estabas. Estabas escuchando.

No es así.

Admítelo, estabas haciéndolo.

Los tíos os creéis que todo gira a vuestro alrededor. A lo mejor es que me gustaba el libro que estabas leyendo.

¿Puedes meterte en mi cabeza cuando quieras, como ahora?

Se hizo una larga pausa.

Generalmente, no, pero esta noche creo que es lo que ha pasado. No tengo ni idea de cómo funciona esto.

Quizá podríamos preguntarle a alguien.

¿A quién?

No lo sé. Supongo que tendremos que averiguarlo por nuestra cuenta. Como todo lo demás.

Otro silencio. Intenté no pensar que aquel «nosotros» le había asustado en el caso de que me hubiera escuchado. Quizás era eso o cualquier otra cosa, el caso es que ella no quería que yo supiera nada, al menos si tenía relación con ella.

Ni lo intentes.

Le sonreí y sentí cómo se me cerraban los ojos; apenas podía mantenerlos abiertos.

Lo voy a intentar.

Apagué la luz.

Buenas noches, Lena.

Buenas noches, Ethan.

Esperaba que ella no fuera capaz de leer todos mis pensamientos.

Baloncesto. No cabía duda de que tendría que pasar más tiempo pensando en el deporte. Y mientras ocupaba mi mente en el cuaderno donde apuntábamos las jugadas, sentí cómo los ojos se me cerraban, y me hundía, perdiendo el control…

Me ahogaba.

Me estaba ahogando.

Luchaba a brazo partido en el agua verde mientras las olas rompían sobre mi cabeza. Mis pies buscaban el fango del fondo de un río, quizás el Santee, pero no había nada. Veía una especie de luz que rozaba la superficie de la corriente, pero no era capaz de llegar hasta arriba.

Seguía hundiéndome.

Es mi cumpleaños, Ethan. Esto ha empezado.

Alargué el brazo, pero aunque ella agarró mi mano y yo me retorcí para cogérsela, se alejó y fui incapaz de retenerla. Intenté gritar mientras veía cómo arrastraba su pálida mano hacia la oscuridad; sin embargo, tenía la boca llena de agua y no podía ni siquiera hablar. Me ahogaba y comencé a desvanecerme.

Intenté avisarte, ¡tienes que soltarme!

Me senté en la cama. Tenía la camiseta empapada, la almohada y el pelo mojados y toda mi habitación estaba húmeda y pegajosa. Supuse que me había dejado la ventana de la habitación abierta otra vez.

—¡Ethan Wate! ¿Me estás escuchando? Más te vale que hayas bajado esa escalera para ayer o no te pondré el desayuno durante toda la semana.

Me senté en la silla justo en el momento en que se deslizaron con suavidad tres huevos en mi plato, donde ya había unos bollos con crema.

—Buenos días, Amma.

Me dio la espalda sin dirigirme apenas la mirada.

—Ya te habrás dado cuenta de que no hay nada bueno en esto. No me toques las narices y no me digas que estaba lloviendo.

Todavía seguía enfadada conmigo, pero no estaba seguro de si era sólo porque me había escapado de clase o porque había vuelto a casa con el guardapelo. Probablemente ambas cosas. Sin embargo, no podía decirle nada, pues no solía meterme en problemas en el instituto. Para ella, ese era un escenario nuevo en el que desenvolverse.

—Amma, siento mucho haberme ido de clase el viernes. No volverá a ocurrir. Todo volverá a la normalidad.

Su rostro se dulcificó, pero sólo un poco, y se sentó frente a mí.

—No me lo creo. Todos elegimos en la vida y eso tiene consecuencias. Espero que las pagues todas juntas cuando vuelvas al instituto. A ver si me escuchas de una vez a partir de ahora. Y mantente lejos de esa Lena Duchannes y de esa casa.

No era propio de Amma ponerse del lado de lo que dijeran los demás en el pueblo, considerando además que solía ser generalmente el lado chungo de las cosas. Sabía que estaba preocupada porque no dejaba de remover el café y ya no quedaba ni rastro de leche. Amma siempre se preocupaba por mí y yo la adoraba por eso, pero algo había cambiado desde que le enseñé el guardapelo. Me levanté, rodeé la mesa y la abracé. Olía a mina de lápiz y a caramelos de canela Red Hots, como siempre.

Sacudió la cabeza, mascullando entre dientes:

—No quiero oír hablar más de ojos verdes y pelo negro. Se está preparando una nube bien mala hoy, ten cuidado.

Amma no sólo se estaba poniendo «oscura», sino negra como la tinta. Yo también sentía que se aproximaba una mala nube.

Link aparcó el Cacharro mientras retumbaban unas canciones horribles en su aparato de música, como era habitual. Lo apagó cuando me deslicé en mi asiento, lo cual siempre indicaba algo malo.

—Tenemos problemas.

—Ya lo sé.

—Hay una muchedumbre dispuesta a linchar a alguien en el Jackson.

—¿Qué has oído?

—Pues el asunto está en marcha desde el viernes por la noche. Escuché a mi madre mientras hablaba del tema e intenté llamarte. ¿Dónde te has metido?

—Estaba haciendo como que enterraba un guardapelo maldito en Greenbrier para que Amma me dejara volver a entrar en casa.

Link se echó a reír. Ya estaba acostumbrado a oír hablar de maldiciones, hechizos y mal de ojo cuando Amma salía en la conversación.

—Al menos no te ha obligado a llevar colgada del cuello una apestosa bolsita con esa mierda de cebolla. Era un asco.

—Era ajo. Y fue para el funeral de mi madre.

—Era un asco.

Lo mejor que tenía Link era que como habíamos sido amigos desde el día que me dio aquel Twinkie en el autobús no le daba mucha importancia a las cosas que hacía o decía. Pasara lo que pasara, siempre sabías quiénes eran tus amigos. Así era Gatlin. Casi todo había sucedido ya hacía por lo menos diez años. Y para nuestros padres había que remontarse a los veinte o treinta. En cuanto pueblo en sí mismo, parecía que no había ocurrido nada nuevo desde hacía por lo menos cien años. Al menos nada importante, claro.

Y yo tenía la sensación de que todo eso iba a cambiar.

Mi madre habría dicho que ya era hora. Si había algo que le gustaba a mi madre era que las cosas cambiaran, a diferencia de la madre de Link. La señora Lincoln siempre estaba dispuesta a montar en cólera, como si tuviera una misión y arrastraba a un montón de gente detrás, lo cual era una combinación peligrosa. Cuando estábamos en octavo grado, se cargó la televisión por cable porque pilló a Link viendo una película de Harry Potter, una peli contra la cual estaba en plena campaña para que se prohibiera en la biblioteca del condado de Gatlin, pues pensaba que promocionaba la brujería. Afortunadamente, Link se las apañó para ir a ver la MTV a escondidas a casa de Earl Petty o Quién mató a Lincoln jamás habría podido convertirse en la principal —y con principal me refiero a única— banda de rock del instituto Jackson.

Jamás había podido entender a la señora Lincoln. Cuando vivía mi madre, solía poner los ojos en blanco y decir: «Puede que Link sea tu mejor amigo, pero no esperes que me apunte a las Hijas de la Revolución Americana y me ponga trajes con cancán de aro para hacer teatrillos históricos». Y los dos nos partíamos de risa imaginándonos cómo ella, que recorría kilómetros de fangosos campos de batalla buscando viejos cartuchos de bala vacíos y se cortaba el pelo con las tijeras de podar, podría ser miembro de las Hijas de la Revolución Americana, organizando ventas benéficas de pasteles caseros y diciéndole a todo el mundo cómo tenían que decorar sus casas.

Era fácil imaginarse a la señora Lincoln en las Hijas de la Revolución Americana. Era la secretaria, la que llevaba todos los papeles, hasta yo lo sabía. Estaba en la junta directiva, igual que las madres de Savannah Snow y Emily Asher; mientras, mi madre se pasaba la mayor parte del tiempo enterrada en la biblioteca buscando microfichas.

Bueno, lo había pasado.

Link seguía hablando y pronto capté algo de interés que hizo que volviera a escucharle.

—Mi madre, la de Emily, la de Savannah… han tenido los teléfonos echando humo las últimas dos noches. Escuché a mi madre hablando de la ventana rota de la clase de inglés y de que la sobrina del Viejo Ravenwood tenía sangre en las manos. —Giró bruscamente al llegar a la esquina, sin dudar un segundo—. Y también de que tu novia acaba de salir de una institución mental de Virginia, que es huérfana y tiene algo así como bi-esquizo-manía.

—No es mi novia. Sólo somos amigos —respondí mecánicamente.

—Cierra el pico. Estás tan pillado que lo mismo voy y te compro unas riendas. —Pero esto lo decía de todas las chicas con las que yo hablaba, de las que hablaba e incluso de las que miraba en los pasillos del instituto.

—No lo es. No pasó nada, sólo salimos por ahí.

—Estás tan lleno de mierda que pareces un váter. Te gusta, Wate, admítelo. —Lo de Link no eran las sutilezas, eso estaba claro, y no creo que se imaginara a sí mismo saliendo con una chica por otras razones que no fueran que tocaba la guitarra o por las obvias.

—No he dicho que no me guste. Sólo que somos amigos. —Lo cual era estrictamente verdad y no lo que yo quería que fuese, pero esa era otra cuestión. De todos modos, cometí el error de no sonreír ni un poquito.

Link pretendía que terminara vomitando y volvió a hacer otro brusco giro, evitando un camión por muy poco, pero la verdad era que sólo estaba dándome caña, porque a Link le importaba bien poco quién me gustara con tal de tener algo con lo que fastidiarme.

—Y bien, ¿es verdad?, ¿lo hizo?

—¿Que hizo qué?

—Ya sabes, ¿empezó a caerse todo y fue un desastre absoluto?

—Todo lo que pasó fue que se rompió una ventana. Vaya misterio.

—La señora Asher dice que la golpeó o que le tiró algo.

—Pues tiene gracia, sobre todo porque la última vez que miré, la señora Asher no estaba en clase.

—Ah, bueno, mi madre tampoco, pero me ha dicho que vendrá hoy al colegio.

—Qué bien. Guárdale un asiento en nuestra mesa de la cafetería.

—Tal vez ha hecho lo mismo en otros institutos y por eso la metieron en alguna institución. —Link hablaba en serio, lo cual significaba que había oído un montón de cosas desde que ocurrió el incidente de la ventana.

Durante un instante, recordé lo que Lena había dicho de su vida, que había sido complicada. Quizás esta era una de esas complicaciones, o sólo una más de las veintiséis mil cosas de las que nunca hablaba. ¿Y si todas las Emily Asher del mundo llevaban razón? ¿Y si, después de todo, yo estaba equivocado?

—Ten cuidado, colega. A ver si va a resultar que tiene plaza fija en la casa de los chalados.

—Si te crees eso, es que eres idiota perdido.

Paró el coche en el aparcamiento del instituto sin decir una palabra más. Yo estaba cabreado, aunque me daba cuenta de que Link sólo se preocupaba por mí, pero no lo podía evitar. Ese día todo parecía diferente. Salí del coche y cerré de un portazo.

—Me tienes preocupado, tío, de verdad. Estás pasado de rosca.

—¿Qué pasa, que tú y yo tenemos un lío o qué? Quizá deberías pasar más tiempo preocupándote de por qué no tienes una chica con la que hablar, loca o cuerda.

Él salió también del coche y alzó la mirada hacia el edificio.

—De todas formas, más vale que le digas a tu amiga o lo que sea que se ande hoy con cuidado. Mira.

La señora Lincoln y la señora Asher estaban hablando con el director Harper en las escaleras de la entrada. Emily estaba acurrucada al lado de su madre intentando ofrecer un aspecto conmovedor. La señora Lincoln estaba sermoneando al director, que asentía como si estuviera memorizando cada una de sus palabras. El director Harper se encargaba de dirigir el instituto Jackson, pero sabía quién mandaba en el pueblo y por eso estaba escuchando a las dos mujeres.

Cuando la madre de Link terminó, Emily se enfrascó en una narración particularmente animada del incidente de la ventana rota. La señora Lincoln alargó el brazo y puso una mano sobre el hombro de la chica, como expresando su comprensión. El director se limitó a sacudir la cabeza.

Ya lo creo que iba a ser un mal día, pero que bien nublado.

Lena estaba sentada en el coche fúnebre, escribiendo en su desgastado cuaderno. El motor estaba puesto. Di un toque en la ventanilla y dio un respingo. Miró hacia atrás, hacia el instituto. También ella había visto a las madres.

Le hice señas para que me abriera la puerta, pero sacudió la cabeza negativamente. Di la vuelta hasta el asiento del copiloto, pero tenía la puerta cerrada, aunque no se iba a deshacer de mí con tanta facilidad. Me senté en el capó del coche y dejé la mochila en el suelo. No iba a ir a ninguna parte.

¿Qué estás haciendo?

Esperar.

Pues vas a esperar un montón.

Tengo tiempo de sobra.

Ella se me quedó mirando a través del parabrisas y escuché cómo se abrían los seguros de las puertas.

—¿Es que nadie te ha dicho que estás loco? —Anduvo hacia donde yo estaba sentado, con los brazos cruzados, como Amma cuando me iba a liar una buena.

—Pues según he oído, no tanto como tú.

Llevaba el pelo recogido en una coleta sujeto con un sedoso pañuelo negro salpicado con alegres florecitas de cerezo de color rosa. Me la podía imaginar mirándose al espejo, sintiéndose como si fuera a su propio funeral, y anudándolo para animarse un poco. Sobre la camiseta le colgaba una gran cruz de no sé qué tipo y llevaba también un vestido sobre los vaqueros y las Converse negras. Frunció el ceño y dirigió la mirada hacia el instituto. Probablemente las madres ya estaban sentadas en la oficina del director en aquellos momentos.

—¿Puedes oírlas?

Ella sacudió la cabeza.

—No puedo leer los pensamientos de la gente, Ethan.

—Los míos sí que puedes.

—No del todo.

—¿Qué pasó anoche?

—Ya te lo dije, no sé por qué está pasando esto. Simplemente, parece que… conectamos. —Le costó pronunciar la palabra, ahora por la mañana, y evitó mi mirada—. Nunca me ha pasado esto con nadie antes.

Quería decirle que sabía cómo se sentía. Quería decirle que cuando estábamos juntos mentalmente, incluso aunque nuestros cuerpos estuvieran a millones de kilómetros, la sentía más cerca de lo que jamás había sentido a nadie.

Pero no pude. Ni siquiera podía pensarlo. Repasé el cuaderno de las jugadas de baloncesto, el menú de la cafetería, el pasillo del color de la sopa de guisantes por el que iba a caminar después. Cualquier cosa. En vez de eso, al final incliné la cabeza hacia un lado.

—Ah, sí, claro, las chicas me dicen eso continuamente. —Qué idiota. Cuanto más nervioso me ponía, peores me salían los chistes.

Ella sonrió, una temblorosa sonrisa torcida.

—No intentes animarme. No te va a funcionar. —Aunque sí había funcionado.

Volví a mirar hacia las escaleras de la entrada.

—Si quieres saber lo que le están diciendo, puedo contártelo yo.

Me miró con escepticismo.

—¿Cómo?

—Esto es Gatlin. Aquí no hay nada parecido a un secreto.

—¿Y eso es malo? —Apartó la mirada—. ¿Creen que estoy loca?

—Yo diría que bastante.

—¿Un peligro para la escuela?

—Probablemente. Aquí no se mira con buenos ojos a la gente extraña. Y no hay mucha gente más rara que Macon Ravenwood, no te ofendas. —Le dediqué una sonrisa.

Sonó el primer timbre. Me agarró la manga, nerviosa.

—Anoche… tuve un sueño. ¿Tú también…?

Asentí. No tenía ni que responder. Yo sabía que ella había estado en el sueño conmigo.

—Incluso me he levantado con el pelo húmedo.

—Yo también. —Me mostró el brazo. Tenía una marca en la muñeca, justo donde yo había intentado sujetarla antes de que se sumiera en la oscuridad. Esperaba que se hubiera ahorrado esa parte, pero a juzgar por la expresión de su rostro, estaba seguro de que no—. Lo siento, Lena.

—No es culpa tuya.

—Me gustaría saber por qué los sueños son tan reales.

—Intenté advertirte de que te alejaras de mí.

—Como quieras. Ya me he dado por advertido.

De algún modo yo sabía que no podía hacerlo, que no podía separarme de ella. Incluso ahora, siendo consciente de que me esperaba un buen montón de mierda cuando entrara en el instituto, no me importaba. Me sentía genial por tener a alguien con quien hablar, sin filtrar cada cosa que decía. Con Lena sí podía hablar. Cuando estuvimos en Greenbrier me dio la sensación de que podía estar allí entre las malas hierbas charlando con ella durante días enteros. Y más. Tanto como ella quisiera.

—¿Y qué pasa con tu cumpleaños? ¿Por qué dijiste que después ya no estarías aquí?

Cambió rápidamente de tema.

—¿Qué hay del guardapelo? ¿Viste lo mismo que yo, el incendio y la otra visión?

—Sí, claro. Estaba sentado en la iglesia y casi me caí del banco. Pero he averiguado algunas cosas de las Hermanas. Las iniciales «ECW» corresponden a Ethan Cárter Wate. Era mi trastataratío, y mis tías las locas dicen que me pusieron el nombre en su honor.

—¿Cómo es que no reconociste las iniciales en el guardapelo?

—Eso es lo más raro. Nunca había oído hablar de él y no aparece, por algún motivo, en el árbol genealógico que hay en mi casa.

—¿Y qué hay de «GKD»? Es Genevieve, ¿no?

—Ellas no parecían saberlo, pero tiene que ser. Sólo aparece ella en las visiones y la D deber de ser de Duchannes. Le iba a preguntar a Amma, pero cuando le enseñé el guardapelo, se puso furibunda. Lo metió en una bolsita de vudú, como si estuviera maldito, y lo envolvió en un hechizo por si acaso. Y no puedo entrar al estudio de mi padre, donde guarda todos los viejos libros de mi madre sobre Gatlin y la guerra. —Estaba divagando—. Podrías preguntarle a tu tío.

—Él no sabe nada. ¿Dónde está ahora el guardapelo?

—En mi bolsillo, envuelto en la bolsita llena de polvos que le echó Amma. Cree que lo llevé de nuevo a Greenbrier y lo enterré allí.

—Debe de odiarme.

—No más que a mis otras chicas, bueno, ya sabes, amigas. Quiero decir, amigas que son chicas. —No me podía creer lo estúpido que estaba sonando lo que decía—. Creo que será mejor que vayamos a clase antes de que nos metamos en más problemas.

—En realidad, estaba pensando en irme a casa. Sé que algún día tendré que enfrentarme a ellos, pero prefiero pasar de eso un día más.

—¿Y no te va a traer problemas?

Se echó a reír.

—¿Con mi tío, el infame Macon Ravenwood, que cree que el colegio es una pérdida de tiempo y que hay que evitar a los buenos ciudadanos de Gatlin a toda costa? Estará encantado.

—Entonces, ¿para qué vienes? —Estaba bastante seguro de que Link jamás aparecería por clase si su madre no le pusiera en la puerta todas las mañanas.

Retorció uno de los colgantes de su collar entre los dedos, una estrella de siete puntas.

—Supuse que a lo mejor aquí me iba a ir de forma diferente, que podría hacer amigos, apuntarme al periódico o lo que fuera. No lo sé.

—¿A nuestro periódico? ¿Al Jackson Stonewaller?

—Intenté participar en el periódico de la escuela donde estuve antes, pero me dijeron que todos los puestos estaban ocupados, aunque nunca tenían suficiente gente para sacar el periódico a tiempo. —Apartó la mirada, avergonzada—. Debería irme.

Le abrí la puerta.

—Creo que deberías hablar con tu tío acerca del guardapelo. Tal vez sepa más de lo que crees.

—Confía en mí, no tiene ni idea. —Cerré de un portazo. A pesar de que deseaba que se quedara, una parte de mí sintió alivio de que volviera a casa. Ya iba a tener que lidiar con demasiadas cosas ese día.

—¿Quieres que entregue eso por ti? —Señalé el cuaderno que yacía en el asiento del copiloto.

—No, no son deberes. —Abrió la guantera y lo metió dentro—. No es nada. —Nada de lo que quisiera hablarme, claro.

—Será mejor que te vayas antes de que Fatty empiece a controlar el rebaño. —Arrancó el coche antes de que yo pudiera decir nada más y me despidió con un gesto mientras se apartaba del bordillo.

Escuché un ladrido. Me giré y allí estaba aquel perro enorme que había visto en Ravenwood, apenas a un par de metros, y también a quién le ladraba.

La señora Lincoln me sonrió. El perro gruñó, con el pelo del lomo erizado. La mujer bajó la mirada y esta expresaba tanta repulsión que cualquiera hubiera pensado que estaba viendo al mismísimo Macon Ravenwood. En una lucha, no tenía muy claro cuál de los dos ganaría.

—Los perros salvajes son portadores de la rabia. Alguien debería dar el aviso a la oficina del condado. Sí, alguien.

—Sí, señora.

—¿A quién acabas de ver conduciendo ese extraño coche negro? Parecías bastante enfrascado en la conversación. —Ella ya sabía la respuesta, así que no era una pregunta, sino más bien una acusación.

—Señora.

—Hablando de extraños, el director Harper me ha dicho ahora mismo que está planeando ofrecer un traslado de matrícula a esa chica de Ravenwood. Podrá escoger el instituto que quiera en tres condados, mientras no sea en el Jackson.

No dije nada. Ni siquiera la miré.

—Es responsabilidad nuestra, Ethan. Del director Harper, mía… de todos los padres y madres de Gatlin. Tenemos que asegurarnos de proteger a los chicos del condado de cualquier peligro. Y lejos de la mala gente. —Lo cual significaba de cualquiera que no fuera como ella.

Alargó la mano y me tocó el hombro, como había hecho con Emily hacía menos de diez minutos.

—Estoy segura de que entiendes lo que quiero decir. Después de todo, eres uno de nosotros. Tu padre nació aquí y aquí también es donde está enterrada tu madre. Tú perteneces a este lugar, no como otros.

Le devolví la mirada, pero ya se había montado en la furgoneta antes de que pudiera añadir ni una palabra.

Esta vez, la señora Lincoln estaba dispuesta a algo más que a quemar unos libros.

Una vez que entré en clase, el día se convirtió en algo anormalmente normal, extrañamente normal. No vi a ningún padre más, aunque sospeché que andarían merodeando por allí. A la hora del almuerzo me zampé tres trozos de pudin de chocolate con los chicos, como era habitual, pero quedó claro de qué y de quién no íbamos a hablar. Incluso el espectáculo de Emily escribiendo mensajes de texto como una loca en las clases de inglés y química me pareció una especie de tranquilizadora verdad universal, si no hubiera sido porque tenía la sensación de que sabía qué, o más bien, de quién escribía. Como ya he dicho, anormalmente anormal.

Todo siguió así hasta que Link me dejó en casa después del entrenamiento de baloncesto y decidí hacer una completa locura.

Amma me esperaba en el porche delantero… señal segura de problemas.

—¿La has visto? —Debería haberme esperado eso.

—Hoy no ha estado en clase. —Lo cual era una afirmación técnicamente verdadera.

—Quizás eso sea lo mejor. Los problemas van detrás de esa chica lo mismo que el perro de Macon Ravenwood. Y no quiero que te sigan hasta aquí, hasta tu propia casa.

—Me voy a dar una ducha. ¿Vamos a cenar pronto? Link y yo tenemos que hacer esta noche un trabajo —le dije desde las escaleras, haciendo un esfuerzo para que mi voz sonara natural.

—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo?

—Uno de historia.

—¿Adónde vais a ir y a qué hora vas a volver?

Dejé que la puerta del baño se cerrara de golpe antes de contestarle. Necesitaba un plan, pero antes tenía que tener una buena historia, una buena de verdad.

Diez minutos más tarde la tenía, cuando ya estaba sentado delante de la mesa de la cocina. No era a toda prueba, pero fue todo lo que pude organizar con tan poco tiempo. Ahora tenía que ponerla en marcha. No era un mentiroso de primera y Amma no tenía un pelo de tonta.

—Link me recogerá después de cenar y nos iremos a la biblioteca hasta que cierre, que creo que será sobre las nueve o las diez.

Eché salsa Carolina Gold por encima de la chuleta de cerdo, una mezcla pegajosa de mostaza y salsa barbacoa, la única cosa por la que el condado de Gatlin era famoso, aparte de por cosas relacionadas con la Guerra de Secesión.

—¿La biblioteca?

Mentirle a Amma siempre me ponía nervioso, así que intentaba no hacerlo a menudo. Y esa noche sí lo estaba, lo notaba sobre todo en el estómago. La última cosa que quería hacer en el mundo era comerme tres chuletas de cerdo, pero no tenía elección. Ella sabía exactamente cuánto me cabía. Dos chuletas, y hubiera provocado sospechas. Una, y me hubiera mandado a mi habitación con un termómetro y una bebida de jengibre. Asentí y me puse a la tarea de terminar con la segunda.

—Pero si no has puesto un pie en la biblioteca desde…

—Ya lo sé. —Desde que murió mi madre.

La biblioteca era un segundo hogar para mi madre y mi familia. Habíamos pasado allí todos los sábados por la tarde desde que yo era pequeño, vagabundeando entre las estanterías, sacando todos aquellos libros que llevaran un dibujo de un barco pirata, un caballero, un soldado o un astronauta. Mi madre solía decir: «Esta es mi iglesia, Ethan. Este es el modo en que reverenciamos el sagrado sábado en nuestra familia».

La bibliotecaria jefe del condado de Gatlin, Marian Ashcroft, era la amiga más antigua de mi madre, la segunda mejor historiadora de Gatlin detrás de ella y, hasta el año pasado, su colega de investigación. Se habían graduado juntas en Duke y cuando Marian finalizó su doctorado en estudios afroamericanos, siguió a mi madre hasta Gatlin para terminar su primer libro juntas. Estaban a mitad del quinto libro cuando tuvo lugar el accidente.

Desde entonces, yo no había querido poner un pie en la biblioteca y, en realidad, tampoco quería ahora. Pero también sabía que no había forma de que Amma me impidiera ir allí. Ni siquiera llamaría para controlarme, pues Marian Ashcroft era como de la familia. Y Amma, que quería a mi madre tanto como Marian, no había cosa que respetara más que la familia.

—Bueno, espero que cuides tus modales y no levantes la voz. Ya sabes lo que solía decir tu madre, que cualquier libro es un Buen Libro y que cualquiera que cuida bien de un Buen Libro está en la Casa del Señor. —Como yo solía decir, mi madre tenía poco futuro entre las Hijas de la Revolución Americana.

Sonó el claxon del coche de Link. Él me iba a llevar. Me dejaría de camino mientras seguía adonde ensayaba con su banda. Salí pitando de la cocina, sintiéndome tan culpable que me dieron ganas de volver, arrojarme en brazos de Amma y confesarlo todo, como si volviera a tener seis años y me hubiera comido otra vez toda la gelatina en polvo que había en la despensa. Quizás Amma llevaba razón: había encontrado un agujero en el cielo y el universo estaba a punto de desplomarse sobre mi cabeza.

Cuando puse el pie ante la puerta de Ravenwood, sujeté con fuerza la brillante carpeta azul que llevaba, que era lo que pensaba poner como excusa para plantarme en casa de Lena sin haber sido invitado. Bueno, tenía planeado decir que había pasado por allí para darle las tareas de inglés que se había perdido. En mi cabeza había sonado muy convincente, al menos cuando todavía estaba en mi porche, pero ahora que el porche era el de Ravenwood, no estaba tan seguro de ello.

No era la clase de chico que hacía ese tipo de cosas, pero era obvio que no había otra manera de que Lena me invitara por propia voluntad. Yo intuía que su tío podría ayudarnos, que podría saber algo.

O quizás era lo otro. Quería verla. El día se me había hecho largo y aburrido sin el Huracán Lena y empezaba a preguntarme si iba a ser capaz de soportar las ocho horas sin todos los problemas que me ocasionaba. Y sin todos los problemas que estaba dispuesto a causar por ella.

Veía la luz desde las ventanas cubiertas por las ramas de la enredadera. Se escuchaba de fondo el sonido de una música, viejas canciones de Savannah de aquel cantautor de Georgia que tanto le gustaba a mi madre. «En una tarde fría, fría, fría…».

Antes incluso de que llamara escuché los ladridos al otro lado de la puerta y esta se abrió en cuestión de segundos. Lena estaba allí, descalza, y parecía algo diferente… con un vestido negro con pequeños pájaros bordados, como si fuera a salir a cenar a un restaurante de lujo. Yo tenía un aspecto más propio de haber salido para ir al Dary Kin, con mis vaqueros y mi camiseta Atari llenos de agujeros. Dio un paso hacia la veranda, cerrando la puerta a sus espaldas.

—Ethan, ¿qué estás haciendo aquí?

Le di la carpeta, algo cortado.

—Te he traído los deberes.

—No me puedo creer que te hayas plantado aquí. Ya te he dicho que a mi tío no le gustan los extraños. —Me empujó escaleras abajo—. Tienes que irte. Ya.

—He pensado que podríamos hablar con él.

Escuché detrás de nosotros cómo alguien carraspeaba con cierta incomodidad. Alcé la mirada y vi al perro de Macon Ravenwood y, más allá, a él mismo. Intenté no parecer sorprendido, pero estaba bastante seguro de que se me notó porque estaba que no me llegaba la camisa al cuerpo.

—Bueno, eso no es algo que oiga a menudo. Y siento mucho disentir, porque otra cosa no, pero soy un caballero sureño. —Hablaba con un acento contenido, arrastrando algo las palabras, pero con una dicción perfecta—. Es un placer encontrarme por fin con usted, señor Wate.

No me podía creer que tuviera justo delante al misterioso Macon Ravenwood. La verdad, lo que había esperado era otra cosa, un Boo Radley, un tipo que vagara por la casa en pantalones de peto, mascullando entre dientes alguna clase de lenguaje monosilábico como un neanderthal, quizás incluso babeando un poco por la comisura de la boca.

Pero no era ningún Boo Radley, sino más bien Atticus Finch.

Macon Ravenwood iba vestido de forma impecable, pero al estilo, digamos, que no lo sé, de 1942. Llevaba una camisa blanca de etiqueta recién planchada, con gemelos de plata antiguos, en vez de botones. Su esmoquin negro estaba impecable, perfectamente planchado también. Tenía los ojos oscuros y relucientes, eran casi negros, y estaban nublados, pues parecían tintados como los cristales del coche fúnebre que Lena conducía para ir al pueblo. No reflejaban nada, ni tampoco parecían ver. Resaltaban en su faz pálida, tan blanca como la nieve, como el mármol; tan blanca, como se podría esperar del recluso de la ciudad. Su pelo estaba entreverado de canas, gris cerca del rostro y tan negro como el de Lena en la parte superior de la cabeza.

Podría haber sido alguna estrella de cine americano de antes de que inventaran el tecnicolor, o quizá de la realeza de algún pequeño país del que nadie hubiera oído hablar por estos lares. Pero Macon Ravenwood sí que era de aquí y eso era lo que confundía más. El Viejo Ravenwood era el coco de Gatlin, una historia que llevaba oyendo desde la guardería. Sólo que ahora me parecía que pertenecía menos a este sitio que antes.

Cerró el libro que llevaba en las manos, sin apartar sus ojos de mí. Me estaba mirando, pero en realidad me dio la sensación de que miraba a través de mí, como buscando algo. A lo mejor aquel tipo tenía visión de rayos X. Teniendo en cuenta lo que había pasado la semana anterior, cualquier cosa me parecía posible.

Me latía el corazón con tanta fuerza que estaba seguro de que él lo estaba escuchando. Macon Ravenwood me había puesto nervioso y eso también lo tenía claro. Ninguno de los dos sonreímos. Su perro se mantenía tenso y en estado de alerta a su lado, como si estuviera esperando una orden de ataque.

—¿Dónde están mis modales? Entre, señor Wate. Estábamos a punto de sentarnos a cenar. Únase a nosotros. Aquí, en Ravenwood, la cena es siempre una ocasión especial.

Miré a Lena, esperando que me orientara sobre si aceptar o no.

Dile que no te quieres quedar.

Créeme, no quiero.

—No, lo siento, señor. No quiero molestar. Sólo quería entregarle a Lena los deberes. —Y le ofrecí la brillante carpeta azul por segunda vez.

—Tonterías, tiene que quedarse. Disfrutaremos de unos puros habanos en el invernadero después de cenar, ¿o es usted más de cigarrillos? A menos, claro está, que se sienta incómodo aquí, lo cual, en todo caso, puedo entenderlo. —No sabría decir si estaba de broma o no.

Lena deslizó el brazo por su cintura y pude ver cómo su rostro cambiaba por completo. Fue como si el sol saliera entre las nubes en un día gris.

—Tío M, no juegues con Ethan. Es el único amigo que tengo aquí y, si le asustas, tendré que irme a vivir con tía Del, y entonces ya no tendrás a nadie a quien torturar.

—Todavía tengo a Boo. —El perro miró hacia arriba, con cierta burla.

—Me lo llevaré, es a mí a quien sigue por todas partes por el pueblo, no a ti.

¿Boo? ¿El perro se llama Boo Radley? —me vi obligado a preguntar.

Macon dejó entrever una suave sonrisa.

—Mejor él que yo. —Echó la cabeza hacia atrás y se rio, lo cual me sorprendió, porque no había forma de que me hubiera podido imaginar sus rasgos transformándose en una sonrisa. Abrió del todo la puerta a sus espaldas—. De verdad, señor Wate, únase a nosotros, por favor. Adoro tener compañía y hace siglos que Ravenwood no tiene el placer de alojar a un huésped procedente de nuestro pequeño y delicioso condado de Gatlin.

Lena mostró una sonrisa forzada.

—No te comportes como un esnob, tío M. No creo que sea culpa suya que jamás hayas querido hablar con ellos.

—Tampoco es culpa mía que me guste la buena crianza, una inteligencia razonable y una higiene personal pasable, no necesariamente por ese orden.

—Pasa de él. Hoy no está de buen humor —comentó Lena en tono de disculpa.

—Déjame adivinar. ¿Tiene eso algo que ver con el director Harper?

Lena asintió.

—Han llamado del instituto. Mientras se investiga el incidente, estoy en libertad condicional. —Puso los ojos en blanco—. Me echarán si cometo otra infracción.

Macon rio desdeñosamente, como si estuviéramos hablando de algo que no tuviera importancia alguna.

—¿A prueba? Qué divertido. Estar en libertad condicional supondría que tendría algún tipo de autoridad. —Nos empujó a ambos en dirección al vestíbulo, que se extendía ante él—. Y, desde luego, no le habilita para ello ser un director de instituto pasado de peso que apenas consiguió terminar la universidad y un rebaño de amas de casa histéricas con pedigrís que no mejorarían el de Boo Radley.

Me detuve en seco al traspasar el umbral. El vestíbulo de entrada era enorme y grandioso y no la casa del tipo barrio burgués en la que había entrado unos cuantos días antes. Una pintura al óleo monstruosamente grande colgaba sobre las escaleras, un retrato de una mujer terriblemente hermosa de relucientes ojos dorados. La escalera no era para nada actual, sino una escalera voladiza de estilo clásico que parecía apoyarse sólo en el aire. Por ella podría haber descendido Escarlata O’Hara con su voluminosa falda y no hubiera estado fuera de lugar para nada. Del techo colgaba una araña de cristal de varios niveles. El vestíbulo estaba atestado con montones de muebles victorianos antiguos, pequeños grupos de sillas de bordados muy elaborados, mesas con sobres de mármol y graciosos helechos. En cada una de las superficies brillaba una vela. Las altas puertas labradas estaban abiertas y la brisa traía el aroma de las gardenias, que estaban colocadas en altos jarrones de plata, artísticamente situados encima de las mesas.

Durante un segundo casi llegué a pensar que había vuelto a alguna de mis visiones, excepto por el hecho de que el guardapelo estaba guardado en mi bolsillo y envuelto a salvo en su pañuelo. Lo sabía porque lo había comprobado. Y aquel perro espeluznante seguía vigilándome desde las escaleras.

Pero nada de esto tenía sentido. Ravenwood se había transformado en algo completamente diferente desde la última vez que había estado allí. Parecía imposible, pero era como si hubiera regresado a algún momento atrás en la historia. Incluso aunque no fuera real, deseé que mi madre hubiera podido verlo, porque a ella le habría encantado. Sin embargo, ahora parecía real y me di cuenta de que ese era el aspecto que habría tenido antaño. Era como Lena, como el jardín vallado, como Greenbrier.

¿Por qué no tiene el mismo aspecto de antes?

¿De qué estás hablando?

Creo que lo sabes.

Macon caminaba delante de nosotros. Nos encaminamos hacia lo que la semana pasada parecía una acogedora sala de estar. Ahora se había convertido en un grandioso salón de baile, con una larga mesa con patas en forma de garras, preparada para tres, como si él me hubiera estado esperando.

El piano continuaba sonando solo en una de las esquinas. Supuse que era un piano mecánico de esos. La escena era fantasmagórica, como si la habitación se hubiera llenado con el tintineo de las copas y las risas. Ravenwood estaba ofreciendo la fiesta del año, pero yo era el único invitado.

Macon seguía hablando. Todo lo que decía retumbaba en las gigantescas paredes pintadas al fresco y en los techos abovedados y tallados.

—Supongo que soy un esnob. Aborrezco los pueblos y a sus lugareños. Tienen mentes estrechas y culos enormes, lo cual quiere decir que lo que les falta en el interior lo compensan en lo posterior. Son como la comida basura, grasienta y, a la larga, terriblemente insatisfactoria. —Sonrió, pero no era una sonrisa amable.

—Y entonces, ¿por qué no se muda? —Sentí un brote de irritación que me devolvió a la realidad, fuera cual fuera la realidad en la que yo solía habitar. Una cosa era que yo me burlara de Gatlin y otra muy diferente que Macon Ravenwood hiciera lo mismo. No era lo mismo.

—No seas absurdo. Ravenwood es mi casa, no Gatlin. —Escupió la palabra como si fuera venenosa—. Antes de abandonar las ataduras de esta vida, tengo que encontrar a alguien que cuide de Ravenwood en mi lugar, ya que yo no tengo hijos. Ese siempre ha sido mi gran y terrible propósito en la vida, que Ravenwood continúe vivo. Me gusta pensar en mí mismo como el conservador de un museo viviente.

—No te pongas tan dramático, tío M.

—Y tú no seas tan diplomática, Lena. Por qué quieres relacionarte con esos lugareños iletrados es algo que escapa a mi comprensión.

Algo de razón sí que lleva.

¿Estás diciendo que no quieres que vaya a la escuela?

No… sólo quería decir

Macon se me quedó mirando.

—Por supuesto, exceptuando a nuestra actual compañía.

Cuanto más hablaba, más curiosidad sentía. ¿Quién se iba a imaginar que el Viejo Ravenwood fuera la tercera persona más lista del pueblo, después de mi madre y Marian Ashcroft? O quizá la cuarta, dependiendo de si mi padre volvía a salir de su aislamiento.

Intenté leer el título del libro que llevaba Macon en la mano.

—¿Qué es? ¿Shakespeare?

—Betty Crocker, una mujer fascinante. Estaba intentando acordarme de qué ingredientes consideran los lugareños apropiados para una cena. Esta noche tenía ganas de cenar algún plato regional y he decidido que sea cerdo asado. —Otra vez lo mismo. Se me revolvía el estómago sólo de pensar en ello.

Macon apartó la silla de Lena con un ademán.

—Hablando de hospitalidad, Lena, tus primos vendrán para el Encuentro. A ver si nos acordamos de decirle a Casa y Cocina que seremos cinco más.

Lena parecía irritada.

—Se lo diré al personal de la cocina y a los ayudantes de la casa, si es a eso a lo que te refieres, tío Macon.

—¿Qué es el Encuentro?

—Mi familia es algo rara. El Encuentro era sólo una vieja fiesta de la cosecha, como una especie de Día de Acción de Gracias anticipado. Olvídalo. —Jamás había sabido de nadie que hubiera visitado Ravenwood, fueran familiares u otros. Tampoco había visto un solo coche girar en la bifurcación en dirección hacia la mansión.

Macon parecía divertido.

—Como mejor veas. Hablando de Cocina, tengo un hambre canina. Voy a ver con lo que van a castigarnos. —Conforme hablaba, escuché los ruidos metálicos que hacían ollas y sartenes en alguna habitación lejana de la casa.

—No exageres, tío M, por favor.

Observé a Macon Ravenwood desaparecer del salón. Cuando le perdí de vista, seguí oyendo el repiqueteo de sus zapatos de etiqueta sobre los pulidos suelos. Esta casa era ridícula. Hacía que la Casa Blanca pareciera una choza.

—Lena, ¿qué está pasando?

—¿Qué quieres decir?

—¿Cómo sabía que tenía que preparar un sitio para mí?

—Debe de haberlo hecho cuando nos vio en el porche.

—¿Qué pasa en este lugar? Estuve aquí el día que encontramos el guardapelo y no tenía este aspecto en absoluto.

Dímelo. Confía en mí.

Jugueteó con el borde del vestido. Qué cabezona.

—A mi tío le gustan las antigüedades y por eso la casa cambia todo el tiempo. ¿Eso importa algo?

Fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo, no iba a contármelo ahora.

—Está bien, de acuerdo. ¿Te importa si echo un vistazo? —Aunque puso mala cara, me dirigí hacia el siguiente salón. Estaba decorado como un pequeño estudio, con sofás, una chimenea y unas cuantas mesitas. Boo Radley estaba echado delante de la chimenea y comenzó a gruñir en cuanto puse un pie en la habitación.

—Buen perrito. —Gruñó aún más alto, así que me retiré hacia la otra habitación. Dejó de gruñir y puso de nuevo la cabeza sobre el suelo.

Sobre la mesita más cercana había un paquete envuelto en papel marrón atado con una cuerda. Lo cogí y Boo Radley comenzó a gruñir de nuevo. Tenía el sello de la biblioteca del condado de Gatlin. Reconocí el sello. Mi madre había recibido cientos de paquetes como ese. Sólo Marian Ashcroft se molestaba en envolver un libro de esa manera.

—¿Le interesan las bibliotecas, señor Wate? ¿Conoce a Marian Ashcroft? —Macon apareció de pronto a mi lado, cogiendo el libro de mi mano y observándolo con deleite.

—Sí, señor. Marian, la doctora Ashcroft, era la mejor amiga de mi madre. Trabajaban juntas.

Los ojos de Macon titilaron con una brillantez momentánea y después se apagaron.

—Claro. Qué torpeza tan increíble por mi parte, Ethan Wate. Conocí a su madre.

Me quedé helado. ¿Cómo podría haber conocido Macon Ravenwood a mi madre?

Su rostro adoptó una extraña expresión, como si estuviera recordando algo que se le había olvidado.

—Sólo a través de su trabajo, claro. He leído todo lo que ella escribió. De hecho, si mira con cuidado las notas a pie de página de Plantas y plantaciones: un jardín dividido, verá que varias de las fuentes originales de su estudio procedían de mi colección personal. Su madre era brillante, una gran pérdida.

Me las apañé para sonreír.

—Gracias.

—Me sentiré honrado de mostrarle mi biblioteca, naturalmente. Sería para mí un gran placer compartir mi colección con el único hijo de Lila Evers.

Le miré, sorprendido por el sonido del nombre de mi madre procedente de la boca de Macon Ravenwood.

—Wate. Lila Evers Wate.

Sonrió más ampliamente.

—Claro, pero lo primero es lo primero. Ya casi no se oye ningún ruido en la Cocina, la cena debe de estar servida. —Me dio unas palmaditas en la espalda y regresamos al grandioso salón de baile.

Lena nos esperaba junto a la mesa, encendiendo una vela que se había apagado con la brisa vespertina. La mesa estaba llena de lo que podía considerarse un verdadero festín, pero no tenía ni idea de cómo había conseguido llegar hasta allí. No había visto una sola persona en toda la casa, además de nosotros tres. Ahora había una nueva casa, un perro lobo y todo eso. Y yo que había esperado que Macon Ravenwood fuera lo más extravagante de toda la tarde…

Allí había suficiente comida para alimentar a las Hijas de la Revolución Americana, a todas las iglesias del pueblo y al equipo de fútbol todos juntos. Sólo que no era la clase de comida que se servía en Gatlin. Había algo parecido a un cerdo asado entero, con una manzana puesta en el morro, chuletas de ternera con el palo hacia arriba, rematadas por pequeños trocitos de papel en la parte superior de cada una de ellas, y al lado un ganso deshuesado cubierto de castañas. Había boles enteros llenos de salsas de todo tipo y cremas, rollos y panecillos, repollos, remolachas, y cosas para untar de las que no me sabía ni el nombre. Y por supuesto, sandwiches de fiambre, que parecían especialmente fuera de lugar entre los otros platos. Miré a Lena, mareado ante la perspectiva de lo mucho que debía comer para ser educado.

—Pero tío… Esto es demasiado. —Boo, acurrucado en torno a las patas de la silla de Lena, aporreó el suelo de puro placer.

—Tonterías, es una celebración. Hemos hecho un nuevo amigo y Cocina se va sentir muy ofendida.

Lena me miró con ansiedad, como si se temiera que me marchase al baño y me encerrara allí. Me encogí de hombros, y comencé a llenar mi plato. Quizás Amma me dejara saltarme el desayuno al día siguiente.

Cuando Macon estaba sirviéndose su tercer vaso de whisky escocés, me pareció un buen momento para sacar el tema del guardapelo. Ahora que lo pensaba, le había visto llenarse el plato con comida pero no le había visto comer nada. Todo parecía desaparecer de su plato con sólo un pequeño mordisco o dos. Quizá Boo Radley era el perro más afortunado del pueblo.

Doblé la servilleta.

—¿Le importa, señor, si le pregunto algo? Como parece que usted sabe tanto de historia y, bueno, como no puedo preguntarle a mi madre…

¿Qué estás haciendo?

Sólo estoy haciendo una pregunta.

Él no sabe nada.

Lena, déjame que lo intente.

—Claro. —Macon dio un sorbo.

Rebusqué en el bolsillo y saqué el guardapelo de la bolsita que me había dado Amma, con mucho cuidado de mantenerlo envuelto en el pañuelo. En ese momento se apagaron todas las velas. Al principio titilaron y luego desaparecieron con un chisporroteo, incluso se extinguió la música del piano.

Ethan, ¿qué estás haciendo?

No estoy haciendo nada.

Escuché la voz de Macon en la oscuridad.

—¿Qué es lo que tienes en la mano, hijo?

—Un guardapelo, señor.

—¿Te importaría volver a guardarlo en el bolsillo? —Su voz sonaba tranquila, pero yo sabía que él no lo estaba. Más bien diría que estaba haciendo grandes esfuerzos para mantener la compostura. Sus modales habían desaparecido y su voz tenía un tono que transmitía cierta sensación de urgencia que estaba intentando disimular con gran esfuerzo.

Guardé el guardapelo de nuevo en la bolsita y me lo metí en el bolsillo. Al otro lado de la mesa, Macon tocó los candelabros con los dedos. Uno a uno, las velas volvieron a encenderse. Todo el festín había desaparecido por completo.

Macon tenía un aspecto siniestro a la luz de las velas. También tenía una apariencia serena por primera vez desde que le había conocido, como si estuviera midiendo sus fuerzas en una escala invisible de la que, de algún modo, dependía nuestro destino. Era hora de irse. Lena tenía razón, había sido una mala idea. Quizá después de todo sí había algún motivo por el cual Macon Ravenwood no salía nunca de su casa.

—Lo siento, señor. No sabía que iba a ocurrir esto. Nuestra asistenta, Amma, actuó como si… como si esto fuera algo muy poderoso cuando se lo enseñé. Pero cuando Lena y yo lo encontramos no pasó nada malo.

No le digas nada más. No menciones las visiones.

No lo haré. Sólo quería averiguar si llevaba razón respecto a Genevieve.

Lena no tenía de qué preocuparse. No tenía la menor intención de decirle nada a Macon Ravenwood. Sólo quería salir de allí, cuanto antes mejor. Comencé a incorporarme del asiento.

—Creo que debería irme ya a casa, señor. Se me está haciendo tarde.

—¿Le importaría describirme el guardapelo? —Era más una orden que una petición. Yo no dije ni una palabra.

Fue Lena la que habló finalmente.

—Está muy viejo y estropeado, y tiene un camafeo en la parte frontal. Lo encontramos en Greenbrier.

Macon comenzó a darle vueltas a su anillo de plata, nervioso.

—Deberías haberme dicho que habías ido a Greenbrier. Eso no es parte de Ravenwood y no puedo mantenerte allí a salvo.

—Estoy segura aquí. Lo sé.

—¿Segura de qué? Esto era algo más que ser sobreprotector.

—No lo estás. Eso está fuera de los límites. No se puede controlar, o al menos no por cualquiera. Hay un montón de cosas que tú no sabes, y él… —Macon hizo un gesto en mi dirección, al otro lado de la mesa—. Él no tiene ni idea y no puede protegerte. No deberías haberle metido en esto.

Entonces intervine yo. Tenía que hacerlo. Estaba hablando de mí como si no estuviera allí.

—Esto también tiene que ver conmigo, señor. Hay unas iniciales en la parte de atrás del guardapelo: «ECW», que se corresponden con Ethan Cárter Wate, mi trastataratío. Las otras iniciales son «GKD», y estamos bastante seguros de que la letra D corresponde a Duchannes.

Ethan, para.

Pero yo no podía.

—No hay motivo alguno para seguir ocultándonos nada, ya que sea lo que sea, está sucediendo y nos está ocurriendo a los dos. Y le guste o no, parece que sigue en este mismo momento. —Un jarrón de gardenias voló cruzando la habitación hasta que se estrelló contra la pared. Este era el Macon Ravenwood del que todo el mundo contaba historias desde que éramos niños.

—No tiene ni idea de lo que está diciendo, jovencito. —Me miró directamente a los ojos, con una intensidad tan siniestra que hizo que el pelo de la nuca se me pusiera de punta. Tenía problemas para controlarse, había ido demasiado lejos. Boo Radley se puso en pie y dio unos pasos hasta colocarse detrás de Macon como si estuviera acechando a su presa, con los ojos inquietantemente redondos y familiares.

No digas nada más.

Entrecerró los ojos. El glamour de la estrella de cine se había desvanecido y sustituido por algo mucho más sombrío. Quería echar a correr, pero me había quedado pegado al suelo, paralizado.

Me había equivocado respecto a la mansión Ravenwood y Macon Ravenwood, y ahora me daban miedo los dos.

Cuando habló, fue como si lo hiciera para sus adentros.

—Cinco meses. ¿Sabes hasta dónde voy a tener que llegar para mantenerla a salvo durante cinco meses? ¿Sabes lo que me costará? Me dejará seco y a lo mejor termina destruyéndome. —Sin decir una palabra, Lena se acercó a su lado y le puso una mano en el hombro. Y entonces, la tormenta que había en sus ojos pasó tan rápido como se había formado y recobró la compostura—. Amma tiene toda la pinta de ser una mujer sabia. Quizá debería considerar seguir su consejo de llevar esa cosa al lugar donde lo encontrasteis. Y por favor, no vuelva a traerlo a mi casa. —Macon se puso en pie y arrojó la servilleta a la mesa—. Creo que nuestra pequeña visita a la biblioteca va a tener que esperar, ¿no? Lena, ¿puedes ocuparte de indicarle a tu amigo la salida? Esta ha sido, no cabe duda, una noche extraordinaria, de lo más esclarecedora. Por favor, vuelva cuando lo desee, señor Wate.

Y entonces, la habitación se quedó a oscuras y desapareció.

No había forma de que saliese de esa casa lo suficientemente rápido. Quería alejarme del espeluznante tío de Lena y de aquella casa, que era un espectáculo de lo más raro, pero ¿qué demonios había pasado? Lena se apresuró a acompañarme hasta la puerta, como si tuviera miedo de lo que podría ocurrir si no me sacaba de allí. Pero justo cuando cruzamos el vestíbulo principal, noté algo que no había visto antes.

El guardapelo. La mujer de la pintura al óleo, la que tenía aquellos ojos inquietantes, llevaba puesto el guardapelo. Cogí el brazo de Lena y ella también lo vio y se quedó helada.

Eso no estaba antes.

¿Qué quieres decir?

Esta pintura lleva ahí colgada desde que era una niña y he pasado por delante de ella miles de veces. Hasta ahora, nunca había llevado el guardapelo.