12 de septiembre
Las Hermanas
LA MESA DE LA COCINA estaba aún puesta cuando regresé a casa, por suerte para mí, porque Amma me habría matado si me hubiera perdido la cena. Con lo que no contaba era con el montón de llamadas que había habido justo desde que yo me había largado de la clase de inglés. Al menos la mitad del pueblo había llamado a Amma cuando llegué a casa.
—¿Ethan Wate? ¿Eres tú? Porque si es así, se te va a caer el mundo encima.
Oí un sonido familiar de golpeteo. Las cosas estaban peor de lo que yo pensaba. Agaché la cabeza cuando entré en la cocina. Amma estaba de pie al lado de la encimera con su delantal vaquero industrial para herramientas, que tenía catorce bolsillos para clavos y podía llevar hasta cuatro taladros. Tenía en la mano su cuchillo de carnicero y por la encimera había un montón de zanahorias, repollo y otras hortalizas que no pude identificar. Los rollitos de primavera requerían de un troceado más minucioso que cualquier otra receta de la caja de plástico azul de Amma. Y si los estaba haciendo, eso sólo significaba una cosa, y no era que le gustase la comida china.
Intenté ingeniármelas para encontrar una explicación aceptable, pero no se me ocurrió nada.
—Esta tarde han llamado: el entrenador, la señora English, el director Harper, la madre de Link y la mitad de las señoras de las Hijas de la Revolución Americana, y ya sabes cómo odio hablar con esas mujeres, son más malas que Caín, todas, sin salvar ni una.
Gatlin estaba lleno de señoras voluntarias de esto y de lo de más allá, pero las Hijas de la Revolución Americana eran la madre de todas ellas. Siendo fieles a su nombre, había que demostrar que se tenía parentesco con uno de los patriotas de la Revolución para que lo eligieran como miembro. Ser miembro te capacitaba, aparentemente, para que pudieras decirle a tus vecinos de la calle que daba al río de qué color debían pintar sus casas y, en términos generales, para mangonear, fastidiar y juzgar a todos los del pueblo. A menos que fueses Amma, claro está; no me habría perdido ese espectáculo por nada del mundo.
—Todos me han dicho lo mismo. Que te has escapado corriendo del colegio, en mitad de una clase, detrás de esa chica, la Duchannes. —Otra zanahoria salió rodando por la tabla de cortar.
—Ya lo sé, Amma, pero es que…
Partió el repollo en dos.
—Así que me he dicho: «No, no puede ser que mi chico se haya marchado del colegio sin permiso y se haya saltado el entrenamiento. Tiene que haber algún error. Debe de ser algún otro chaval el que haya faltado el respeto a su profesora y arrastre por el fango el nombre de su familia. No puede ser el mismo chico que yo he criado y que vive en esta casa». —Los cebollinos volaron por la encimera.
Había cometido el peor de los crímenes: avergonzarla. Y lo peor de todo, lo había hecho ante los ojos de la señora Lincoln y las mujeres de las Hijas de la Revolución Americana, sus enemigas juradas.
—¿Tienes algo que decir en tu defensa? ¿Por qué has salido disparado del instituto como si le hubieran prendido fuego a tus pantalones? Y no me digas que ha sido por esa chica.
Inhalé una gran bocanada de aire. ¿Qué podía contarle? ¿Que había estado soñando con una chica misteriosa durante meses, que esta de pronto había aparecido aquí y que, mira por dónde, era la sobrina de Macon Ravenwood? Y no sólo eso, sino que además de los sueños terroríficos sobre esta chica, había tenido una visión de otra mujer, a la que, por supuesto, no conocía de nada, y que había vivido durante la Guerra de Secesión.
Sí, claro, esto me libraría del problema en el que me había metido el día que el sol explotara y desapareciera el sistema solar.
—No es lo que tú crees. Los chicos de la clase se estaban metiendo con Lena, gastándole bromas sobre su tío y diciéndole que transportaba cadáveres por ahí en su coche fúnebre, y ella se sintió realmente mal y salió corriendo de clase.
—Estoy esperando a que llegues a la parte que dice qué tiene que ver todo eso contigo.
—¿No eres tú la que está todo el día diciéndome que «hay que seguir los pasos del Señor»? ¿No crees que Él querría que ayudara a alguien con quien se están metiendo? —Ahora sí que la había hecho buena, lo estaba viendo con toda claridad escrito en sus ojos.
—No se te ocurra usar la palabra del Señor para justificar que te hayas saltado a la torera las normas del colegio, o te juro que salgo fuera, cojo un palo y te meto el sentido común en la mollera a palos. Y no me importa lo mayor que seas, ¿me estás escuchando? —Amma no me había golpeado con nada en su vida, aunque me había perseguido con una vara unas cuantas veces para ponerme en mi sitio, pero, desde luego, este no era el momento para sacar el tema.
La situación estaba yendo rápidamente de mal en peor. Necesitaba distraerla con algo. El guardapelo parecía arder en el bolsillo de atrás de mi pantalón, hasta el punto de casi agujerearlo. Amma adoraba los misterios. Me había enseñado a leer cuando tenía cuatro años con novelas de crímenes y con sus crucigramas a cuestas. Yo era el único chico en la guardería que podía leer la palabra «examen» en la pizarra porque se parecía mucho a «examinador médico». Y en lo que se refería a misterios, estaba claro que el guardapelo era uno de los mejores. Lo único que tenía que hacer era pasar de la parte en la que, al tocarlo, había tenido una visión de la Guerra de Secesión.
—Tienes razón, Amma, lo siento mucho. No debería haberme marchado de clase. Sólo quería asegurarme de que Lena estaba bien. Se rompió una ventana justo a sus espaldas y se puso a sangrar. Sólo me acerqué a su casa para ver si se encontraba bien.
—¿Fuiste hasta su casa?
—Sí, bueno, pero no entré. Creo que su tío es realmente tímido.
—No tienes que decirme cómo es Macon Ravenwood, como si tú supieras algo que yo no sepa ya. —Y ahora la Mirada—. L.E.T.Á.R.G.I.C.O.
—¿Qué?
—Desde luego, pero qué poco sentido común tienes, Ethan Wate.
Saqué el guardapelo del bolsillo y me acerqué a ella, que estaba de pie al lado de los fuegos.
—Estuvimos por ahí detrás de la casa y encontramos algo —le dije, abriendo la mano para que pudiera echarle un vistazo—. Tiene una inscripción dentro.
La expresión en el rostro de Amma me dejó de una pieza. Parecía como si hubiera recibido un golpe que le hubiera sacado el aire del cuerpo.
—Amma, ¿te encuentras bien? —La cogí por el codo, para sujetarla por si acaso se desmayaba; sin embargo, apartó el brazo antes de que pudiera tocarla, como si se hubiera quemado la mano con una sartén.
—¿De dónde has cogido esto? —Su voz era apenas un susurro.
—Lo encontramos en el suelo, en Ravenwood.
—Esto no estaba en la plantación Ravenwood.
—¿De qué me estás hablando? ¿Sabes a quién pertenece?
—Quédate ahí quieto. No te muevas —me ordenó, y salió disparada de la cocina.
Pero yo la ignoré y la seguí hasta su habitación. Siempre había tenido más aspecto de botica que de dormitorio, con aquella estrecha cama blanca empotrada entre filas y filas de estanterías. Allí había montones de periódicos apilados, ya que Amma jamás tiraba un crucigrama cuando lo había terminado, y frascos de conserva llenos de ingredientes para hacer hechizos. Algunos de ellos eran los que había usado toda la vida: sal, hierbas y piedras de colores. Pero también había otras cosas menos comunes, como un frasco lleno de raíces y otro con nidos de pájaro abandonados. En la balda más alta sólo había botellas de tierra. Actuaba de una manera extraña, incluso para una mujer como ella. Yo sólo estaba a dos pasos a su espalda, pero ya estaba trasteando en los cajones en el momento en que llegué a su lado.
—Amma, pero ¿qué es lo…?
—¿No te he dicho que te quedes en la cocina? ¡No traigas esa cosa aquí! —gritó cuando di un paso hacia delante.
—¿Por qué estás tan enfadada? —Metió unas cuantas cosas que ni siquiera pude ver en su delantal y salió disparada de nuevo de la habitación—. Amma, ¿qué es lo que pasa?
—Coge esto. —Me dio un pañuelo raído, con mucho cuidado para que su mano no rozara la mía—. Ahora, envuelve esa cosa en esto. Rápido, venga.
Esto ya era algo más que ponerse «oscura». Se le estaba yendo la olla.
—Amma…
—Haz lo que te digo, Ethan. —Jamás me llamaba por el primer nombre sin añadir el apellido.
Una vez que el guardapelo estuvo a buen recaudo envuelto en el pañuelo, se calmó un poco. Rebuscó en los bolsillos inferiores del delantal y sacó una pequeña bolsita de cuero y un frasquito con polvos. Reconocía los preparativos de cualquiera de sus hechizos en cuanto los veía. Le temblaba la mano levemente mientras echaba un poco de aquellos polvos oscuros dentro de la bolsita de cuero.
—¿Lo has envuelto bien apretado?
—Vaya —respondí, y esperé que me corrigiera por contestarle de una manera tan informal.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Ahora mételo aquí dentro. —La bolsita era cálida y suave al tacto—. Vamos allá.
Metí aquel guardapelo que tanto le desagradaba en la bolsita.
—Átalo bien con esto —me ordenó, dándome un trozo de lo que parecía una cuerdecita corriente, aunque yo sabía que las cosas que Amma usaba para sus hechizos ni eran corrientes ni eran lo que parecían ser—. Ahora, llévatelo donde lo has encontrado y entiérralo. Llévatelo inmediatamente.
—Amma, pero ¿qué está pasando? —Dio unos cuantos pasos hacia delante y me cogió de la barbilla, apartándome el pelo de la cara. Por primera vez desde que saqué el guardapelo del bolsillo, me miró directamente a los ojos. Nos quedamos así durante lo que me pareció el minuto más largo de toda mi vida. Su expresión no me era familiar, pues mostraba inseguridad.
—No estás preparado —me susurró, apartando la mano.
—¿No estoy preparado para qué?
—Haz lo que te digo. Llévate esa bolsita a ese sitio y entiérrala. Y después vuelve a casa sin pararte en ninguna parte. No quiero que andes por ahí con esa chica nunca más, ¿me has oído?
Había dicho todo lo que había planeado decir, quizá más, pero yo nunca lo sabría, porque si había una cosa que Amma sabía hacer mejor que leer las cartas o resolver crucigramas, era guardar secretos.
—Ethan Wate, ¿estás levantado ya?
¿Qué hora era? Las nueve y media del sábado. Ya debería estar levantado a esa hora, pero estaba destrozado. La noche anterior había estado vagabundeando por ahí dos horas para que Amma pensara que había regresado a Greenbrier para enterrar el guardapelo.
Salté de la cama y tropecé por toda la habitación, hasta dar con un paquete pasado de Oreos. Mi cuarto siempre estaba hecho un desastre, atestado con tantos trastos que mi padre decía que cualquier día se iba a provocar un incendio e iba a quemar toda la casa, y eso que hacía ya bastante tiempo que no había subido aquí. Además de con el mapa, las paredes y el techo estaban cubiertos de pósteres de lugares que esperaba poder ver algún día: Atenas, Barcelona, Moscú, e incluso Alaska. La habitación estaba forrada con pilas de cajas de zapatos de más de un metro de altura. Aunque las cajas parecían estar distribuidas al azar, podía señalar el lugar donde se encontraba cada una de ellas, desde la caja de Adidas blanca con mi colección de mecheros de mi fase pirotécnica de octavo grado, hasta la verde de New Balance en la que guardaba cartuchos de balas y un trozo desgarrado de una bandera que encontré con mi madre en Fort Sumter.
La que estaba buscando ahora era una amarilla de Nike, donde había puesto el guardapelo que había enfurecido a Amma. Abrí la caja y cogí la suave bolsita de cuero. La noche anterior me había parecido una gran idea esconderlo, pero me lo guardé en el bolsillo sólo por si las moscas.
Amma me gritó de nuevo por las escaleras.
—Baja ya de una vez o vas a llegar tarde.
—Bajo en un minuto.
Cada sábado pasaba medio día en compañía de las tres mujeres más ancianas de Gatlin, mis tías abuelas Mercy, Prudence y Grace. Todo el mundo en el pueblo las llamaba las Hermanas, como si fueran una entidad única, y lo eran en cierto modo. Las tres debían de andar por los cien años y ni siquiera ellas recordaban quién era la mayor. Las tres se habían casado varias veces, pero habían sobrevivido a sus maridos y se habían mudado a vivir juntas a casa de la tía Grace. Y desde luego, estaban más locas que viejas.
Cuando yo debía de andar por los doce años, mi madre había comenzado a llevarme allí los sábados para echar una mano, y desde entonces seguía yendo. La peor parte del asunto era que tenía que acompañarlas a la iglesia, a la iglesia baptista del sur, adonde iban todos los sábados y los domingos y también la mayoría de los demás días.
Pero hoy era un día distinto. Antes de que Amma tuviera que llamarme por tercera vez, ya había salido de la cama y estaba en la ducha. No podía esperar a ir. Las Hermanas lo sabían todo de la gente que había vivido en Gatlin; y, desde luego, cómo no iba a ser así, si las tres habían emparentado con medio pueblo por matrimonio en una época u otra de sus vidas. Después de la visión, era obvio que la letra G de las iniciales «GKD» se refería a Genevieve. Si había alguien que pudiera saber qué significaba el resto de las iniciales, eran las tres mujeres más ancianas de Gatlin.
Cuando abrí el cajón de arriba de la cómoda para coger unos calcetines, encontré una muñeca pequeña con el aspecto de un mono hecha del mismo tejido que llevaba una diminuta bolsa de sal y una piedra azul, un hechizo de Amma. Los hacía para protegernos de los malos espíritus, la mala suerte o hasta de un resfriado. Incluso puso uno en la puerta del estudio de mi padre cuando empezó a trabajar los domingos en vez de ir a la iglesia. Aunque mi padre no prestaba mucha atención cuando acudía, Amma decía que el Buen Señor siempre tenía en cuenta que uno fuera. Un par de meses más tarde, mi padre le compró una bruja para la cocina por Internet y se la colgó sobre los fuegos. Se enfadó tanto que le sirvió la comida fría y el café quemado durante al menos una semana.
Por regla general, no solía darle importancia a esos pequeños regalos de Amma cuando me los encontraba, pero no pasaba lo mismo con el guardapelo. Ahí había algo que ella no quería que yo averiguara.
Sólo hay una palabra capaz de describir lo que me encontré cuando llegué a casa de las Hermanas: caos. La tía Mercy me abrió la puerta con los rulos todavía puestos.
—Gracias a todos los cielos que estás aquí, Ethan. Tenemos una emergencia entre manos —me dijo, pronunciando la letra e como si fuera una palabra independiente. Su acento era tan marcado y la gramática empleada tan incomprensible que la mitad del tiempo no entendía nada de lo que me decían. Pero así son las cosas en Gatlin: puedes descubrir la edad de la gente por la forma en que hablan.
—¿Sí, señora?
—Harlon James está herido y no las tengo todas conmigo de que no estire la pata —me susurró las últimas dos palabras como si Dios mismo la estuviera escuchando y no quisiera sugerirle malas ideas. Harlon James era el Yorkshire de la tía Prudence, al que llamaba así en honor a su último marido.
—¿Qué ha pasado?
—Te voy a decir lo que ha pasado —me espetó la tía Prudence, que apareció de no sé dónde con un botiquín de primeros auxilios—. Grace ha intentado cargarse al pobre Harlon James, y está fatal.
—Yo no quería cargármelo —chilló la tía Grace desde la cocina—. No vayas contando historias por ahí, Prudence Jane. ¡Ha sido un accidente!
—Ethan, llama a Dean Wilks y dile que tenemos una emergencia —le ordenó la tía Prudence, cogiendo un frasco de sales y dos tiritas extralargas del botiquín.
—¡Le estamos perdiendo! —Harlon James yacía en el suelo de la cocina, con aspecto de estar algo traumatizado, pero de ningún modo al borde de la muerte. Tenía la pata trasera atrapada debajo del cuerpo y la arrastraba cuando intentaba incorporarse—. Grace, a Dios pongo por testigo, de que si Harlon muere…
—No se va a morir, tía Prue. Creo que tiene la pata rota. ¿Qué le ha pasado?
—Grace ha intentado golpearle hasta la muerte con una escoba.
—Eso no es verdad. Te he dicho que no llevaba puestas las gafas y parecía una rata de embarcadero corriendo por la cocina.
—¿Y cómo sabes tú qué aspecto tiene una rata de embarcadero? No has visto un embarcadero en tu vida.
Así que llevé a las Hermanas, que estaban completamente histéricas, y a Harlon James, que seguramente habría preferido estar muerto, en su viejo coche, un Cadillac de 1964, a casa de Dean Wilks. Se encargaba de la tienda de alimentación, pero era lo más parecido a un veterinario que había en el pueblo. Afortunadamente, Harlon James sólo tenía una pata rota, de modo que Dean Wilks se puso a la tarea.
En el momento en que regresamos a casa me estuve preguntando si no estaba loco por pensar que podría sacarles algún tipo de información a las Hermanas. El coche de Thelma estaba en la entrada. Mi padre la había contratado para que les echara una ojeada a las Hermanas poco después de que la tía Grace casi quemara el edificio unos diez años antes, cuando se dejó un pastel de merengue de limón en el horno durante una tarde entera mientras estaba en la iglesia.
—¿Dónde habéis estado, chicas? —gritó Thelma desde la cocina.
Se atropellaron unas a otras en su afán por llegar las primeras a la cocina para contarle a Thelma el percance. Yo me desplomé en una de las sillas desemparejadas de la cocina al lado de la tía Grace, que parecía deprimida por el hecho de ser de nuevo la mala de la historia. Saqué el guardapelo del bolsillo, sujetando la cadena con la mano y lo giré unas cuantas veces.
—¿Qué tienes ahí, guapetón? —preguntó Thelma, mientras sacaba un poco de tabaco de mascar de la lata que había en el alféizar de la ventana y deslizándolo bajo su labio inferior, lo cual tenía un aspecto más extraño aún de lo que sonaba, pues Thelma era una especie de afectada imitación de Dolly Parton.
—Sólo es un guardapelo que encontré en la plantación Ravenwood.
—¿Ravenwood? ¿Y qué demonios estabas haciendo allí?
—Fui a ver a una amiga.
—¿Te refieres a Lena Duchannes? —preguntó la tía Mercy. Y vaya si lo sabía, como que lo sabía todo el pueblo. Esto era Gatlin.
—Sí, señora. Estamos en la misma clase en el instituto. —Había captado su atención—. Encontramos este guardapelo en el jardín que hay detrás de la casa. No sabemos a quién perteneció, pero parece muy antiguo.
—Esa no es la propiedad de Macon Ravenwood. Es parte de Greenbrier —comentó la tía Prue, muy segura de sí misma.
—Déjame echarle un vistazo —intervino la tía Mercy, sacando las gafas del bolsillo de su bata.
Le di el guardapelo, aún envuelto en el pañuelo.
—Tiene una inscripción.
—No puedo leerla. Grace, ¿puedes ver qué es? —inquirió, dándoselo a tía Grace.
—No veo nada —dijo la tía Grace, bizqueando de manera exagerada.
—Hay dos juegos de iniciales, aquí —dije, señalando las letras grabadas en el metal—: «ECW» y «GKD». Si le das la vuelta, verás una fecha: 11 DE FEBRERO DE 1865.
—Esta fecha me es muy familiar —dijo la tía Prudence—. Mercy, ¿qué sucedió en esa fecha?
—¿No estabas casada por aquel entonces, Grace?
—En 1965, no, 1865 —la corrigió Grace, cuyo oído no era mejor que su vista—. 11 DE FEBRERO DE 1865…
—Ese fue el año en el que los federales prácticamente quemaron todo Gatlin —explicó la tía Grace—. Nuestro bisabuelo lo perdió todo en ese incendio. ¿No recordáis esa historia, chicas? El general Sherman y el ejército de la Unión marcharon en línea recta a través del sur, calcinándolo todo a su paso, incluyendo Gatlin. Ellos lo llamaron la Gran Quema. Al menos se destruyó una parte de todas las plantaciones de Gatlin, excepto Ravenwood. Mi bisabuelo solía decir que Abraham Ravenwood debió de hacer un trato con el diablo esa noche.
—¿Qué quieres decir?
—Fue el único lugar que quedó en pie. Los federales prendieron fuego a todas las plantaciones de la orilla del río, una por una, hasta que llegaron a Ravenwood. Pasaron de largo, como si ni siquiera estuviera allí.
—Por el modo en que el bisabuelo lo dijo, eso no fue lo único extraño de esa noche —comentó Prue, mientras alimentaba a Harlon James con un trozo de beicon—. Abraham tenía un hermano que vivía allí con él y desapareció esa misma noche. Nadie volvió a verle nunca más.
—Pues eso no parece tan extraño. Quizá lo mataron los soldados de la Unión o se quedó atrapado en alguna de aquellas casas en llamas —repliqué yo. La tía Grace alzó una ceja.
—O quizá pudo ser cualquier otra cosa. Nunca se encontró el cuerpo. —Me di cuenta de que la gente llevaba hablando de los Ravenwood durante generaciones; no había empezado con Macon Ravenwood. Me pregunté cuántas cosas más sabrían las Hermanas.
—¿Y qué hay de Macon Ravenwood? ¿Qué sabéis de él?
—Ese chaval nunca tuvo ninguna oportunidad por el hecho de ser ilegítimo. —En Gatlin, ser ilegítimo era como ser comunista o ateo—. Su padre, Silas, conoció a la madre de Macon después de que le dejara su primera esposa. Era muy guapa, creo que de Nueva Orleans. De todas formas, no mucho después, nacieron Macon y su hermano, pero Silas jamás se casó con ella, y luego también desapareció.
La tía Prue la interrumpió.
—Grace Ann, no tienes ni idea de cómo contar una historia. Silas Ravenwood era un excéntrico y más mezquino que largo un día sin pan. Y pasaron unas cosas muy raras en esa casa. Las luces estuvieron encendidas toda la noche y se vio a un hombre con un sombrero alto y negro vagando por allí.
—Y el lobo, cuéntale lo del lobo. —No necesitaba que ellas me contaran lo del perro o lo que fuera eso. Lo había visto por mí mismo, aunque no podía ser el mismo animal. Ni los perros, ni los lobos viven tanto tiempo.
—Pues había un lobo allí, en la casa. ¡Silas lo tenía como animal doméstico! —La tía Mercy sacudió la cabeza con desagrado.
—Pero aquellos chicos iban de Silas a su madre, y cuando estaban con él, los trataba fatal. Les pegaba y apenas les quitaba los ojos de encima. Ni siquiera les dejó ir a la escuela.
—Quizás ese es el motivo por el cual Macon Ravenwood jamás sale de su casa —aventuré.
La tía Mercy movió la mano en el aire de forma despectiva, como si fuera la cosa más tonta que hubiera oído en su vida.
—Claro que sale de su casa. Le he visto un montón de veces cerca del edificio de las Hijas de la Revolución Americana, justo después de la hora de cenar. —Seguro que lo había visto.
Así eran las cosas con las Hermanas: la mitad del tiempo tenían los pies firmemente asentados en la realidad, pero era sólo la mitad. Nunca había oído que nadie hubiera visto a Macon Ravenwood por ese edificio para admirar las pinturas descascarilladas y echar una charla con la señora Lincoln.
La tía Grace escudriñó el guardapelo con atención, alzándolo para que le diera la luz.
—Lo que sí puedo decirte es una cosa. Este pañuelo perteneció a Sulla Treadeau, Sulla la Profetisa como la llamaban; la gente decía que era capaz de leer el futuro en las cartas.
—¿Cartas de tarot? —inquirí.
—¿Y qué otras cartas hay?
—Bueno, hay cartas para jugar, cartas postales y cartas de invitación a fiestas… —divagó la tía Mercy.
—¿Cómo sabes que le pertenecía ese pañuelo?
—Tiene sus iniciales bordadas aquí, en una esquina, y, ¿ves esto que hay aquí? —me preguntó, señalando un pajarito bordado bajo las iniciales—. Esta era su marca.
—¿Su marca?
—La mayor parte de los echadores de cartas la tienen. Marcan el mazo para asegurarse de que nadie se lo ha cambiado. Un buen echador de cartas es tan bueno como lo es su baraja. De eso sé mucho —afirmó Thelma, escupiendo en una pequeña escupidera que había en una esquina de la habitación con la precisión de un francotirador.
Treadeau. Ese era el apellido de Amma.
—¿Era pariente de Amma?
—Pues claro que sí. Era la tatarabuela de Amma.
—¿Y sabéis qué significan las iniciales del guardapelo, «ECW» y «GKD»? ¿Podéis contarme algo? —Era una posibilidad muy remota que me respondieran. No me acordaba de la última vez que las Hermanas habían tenido un rato de claridad mental que hubiera durado tanto.
—¿Estás tomándole el pelo a una anciana, Ethan Wate?
—No, señora.
—ECW. Ethan Cárter Wate. Era tu retatarabuelo, ¿o era tu retataratío?
—Nunca se te ha dado bien la aritmética —la interrumpió la tía Prudence.
—Da igual, era tu trastatarabuelo, el hermano de Ellis.
—El hermano de Ellis Wate se llamaba Lawson, no Ethan. De ahí fue de donde salió mi segundo nombre de pila.
—Ellis Wate tuvo dos hermanos, Ethan y Lawson. Tú llevas el nombre de los dos: Ethan Lawson Wate. —Intenté imaginarme mi árbol genealógico. Lo había visto un montón de veces y si hay algo que un buen sureño conoce bien, es su árbol familiar. No había ningún Ethan Cárter Wate en la copia enmarcada que había en nuestro comedor. Obviamente, había sobreestimado la lucidez de la tía Grace.
Debí de mostrar una expresión poco convencida porque, un momento después, la tía Prue se levantó de su silla.
—Tengo el árbol de la familia Wate en mi cuaderno de genealogía. Investigué el linaje familiar de las Hermanas de la Confederación.
Las Hermanas de la Confederación eran las primas pobres de las Hijas de la Revolución Americana, igual de terroríficas, una especie de Círculo de Costura que quedaba como reliquia de la guerra. En la actualidad, sus miembros se pasaban la mayor parte del tiempo rastreando sus raíces hasta llegar a la Guerra de Secesión para documentales y miniseries como Azules y grises.
—Aquí está. —La tía Prue regresó a la cocina acarreando un enorme volumen encuadernado en piel, del cual sobresalían por los bordes, trozos amarillentos de papel y viejas fotos. Lo abrió, y se cayeron por el suelo un montón de trozos de papel y viejos recortes de periódico.
—Vamos a ver… Burton Free, mi tercer esposo. ¿No era el más guapo de todos mis maridos? —preguntó, alzando una fotografía agrietada para que todos la viéramos.
—Prudence Jane, sigue buscando. Este chico está comprobando nuestra memoria. —La tía Grace tenía un aspecto muy agitado.
—Está justo aquí, al lado del árbol de los Statham.
Me quedé mirando los nombres, los conocía a la perfección por el árbol familiar que había en el comedor de mi casa.
Allí estaba el nombre que faltaba en el árbol familiar de la propiedad de los Wate: Ethan Cárter Wate. ¿Por qué las Hermanas tenían una versión diferente de mi árbol genealógico? Era obvio cuál de los dos era el verdadero. Tenía la prueba en mi mano, envuelta en el pañuelo de una vieja profetisa de hacía ciento cincuenta años.
—¿Por qué no está en el árbol de mi casa?
—La mayor parte de los árboles genealógicos del sur son una completa mentira, pero me sorprende que nadie tenga una copia del árbol de la familia Wate —afirmó la tía Grace, cerrando el libro, que lanzó una vaharada de polvo al aire.
—Y que esté aquí se debe a mi excelente tarea de recopiladora. —La tía Prue sonrió orgullosamente, mostrando sus dos filas de dientes postizos.
Tenía que conseguir que se centraran en el asunto.
—¿Y por qué no iba a estar en el árbol familiar, tía Prue?
—Porque era un desertor.
No me estaba enterando de nada.
—¿Qué quieres decir con un desertor?
—Señor, pero ¿qué es lo que les enseñan a los jóvenes de hoy en ese lujoso instituto? —La tía Grace estaba muy ocupada sacando todas las galletitas saladas del paquete de Chex Mix.
—Desertores fueron los soldados confederados que abandonaron al general Lee durante la guerra. —Debí de mostrar un aspecto extremadamente confuso, ya que la tía Prue se sintió obligada a explicarse mejor—. Hubo dos clases de soldados confederados durante la guerra. Aquellos que creían realmente en la causa de la Confederación y aquellos otros a los que sus familias habían alistado a la fuerza. —La tía Prue se levantó y caminó hacia la encimera, andando de aquí para allá como si fuese un auténtico profesor de historia impartiendo una clase.
—Hacia 1865, el ejército de Lee había sido vencido, se moría de hambre y le sobrepasaban en número. Algunos dicen que los rebeldes habían perdido la fe, de modo que se marcharon, desertando de sus regimientos. Ethan Cárter Wate fue uno de ellos, de modo que era un desertor.
Las tres bajaron la cabeza como si no pudieran soportar cierta vergüenza.
—Así que, ¿me estáis diciendo que se le borró del árbol genealógico porque no quiso morirse de hambre, luchando en una guerra que había perdido al estar en el lado de los derrotados?
—Esa es una manera de verlo, supongo.
—Es la cosa más estúpida que he oído en mi vida.
La tía Grace se levantó de su silla de un salto, con toda la fuerza que podía hacerlo una mujer de noventa y tantos años.
—No seas tan descarado, Ethan. El árbol lo cambiaron mucho antes de que naciéramos nosotras.
—Lo siento, señora. —Se alisó la falda y volvió a sentarse—. ¿Por qué entonces mis padres me pusieron el nombre de un trastataratío que había avergonzado a la familia?
—Bueno, tu padre y tu madre tenían sus propias ideas respecto a estas cosas, después de todos esos libros que se leyeron sobre la guerra. Ya sabes que siempre han sido bastante liberales. ¿Quién sabe en lo que estarían pensando? Deberías preguntárselo a tu padre.
Como si hubiera alguna posibilidad de que me contestara. Pero sabiendo el modo de pensar de mis padres, probablemente mi madre se hubiera sentido orgullosa de Ethan Cárter Wate. Yo también lo estaba. Pasé la mano por la desgastada cubierta marrón del cuaderno de la tía Prue.
—¿Y qué hay de las iniciales GKD? Creo que la G es por una tal Genevieve —dije, sabiendo ya de antemano que así era.
—GKD. ¿No saliste tú con un chico con las iniciales GD una vez, Mercy?
—No me acuerdo. ¿Recuerdas tú a un GD, Grace?
—GD… ¿GD? No, no puedo decirlo con certeza. —Ya las había perdido.
—Oh, Dios mío. Mirad la hora, chicas. Tenemos que irnos a la iglesia —anunció la tía Mercy.
La tía Grace se puso en marcha en dirección hacia la puerta del garaje.
—Ethan, escúchame, sé buen chico y saca el Cadillac. Sólo tenemos que arreglarnos un poco.
Las llevé en el coche las cuatro manzanas de distancia para que asistieran al servicio de la tarde a la iglesia misionera baptista evangélica y empujé la silla de la tía Mercy por el sendero de grava. Tardé más con esto que con el viaje en coche, porque la silla se atascaba en las piedrecitas cada medio metro y había que moverla continuamente, con el peligro de volcar y que mi tía bisabuela se cayera al suelo.
Conseguimos llegar cuando el predicador escuchaba el tercer testimonio de una anciana que juraba que Jesús había salvado sus rosales de los escarabajos japoneses y sus manos hinchadas por la artritis. Le di vueltas al guardapelo entre los dedos dentro del bolsillo de los vaqueros. ¿Por qué nos mostró aquella visión? ¿Y por qué, de pronto, había dejado de funcionar?
Ethan, déjalo. No sabes lo que estás haciendo.
Lena ya estaba en mi cabeza otra vez.
¡Apártate de él!
El recinto de la iglesia comenzó a desaparecer a mi alrededor y sentí cómo los dedos de Lena se enlazaban con los míos, como si estuviera allí a mi lado…
Nadie había preparado a Genevieve para la visión de Greenbrier en llamas. Las lenguas de fuego lamían sus laterales, devorando las celosías y tragándose la veranda. Los soldados sacaban antigüedades y pinturas de la casa, saqueándola como si fueran vulgares ladrones. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Se habían escondido en el bosque como había hecho ella? Las hojas crujieron bajo sus pies. Notó una presencia detrás de ella, pero antes de que pudiera volverse una mano manchada de lodo le tapó la boca. Agarró la muñeca de aquella persona con las dos manos, intentando soltarse.
—Genevieve, soy yo. —La mano aflojó su presión.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Estás bien? —Genevieve echó los brazos alrededor del soldado, vestido con lo que en algún momento debió de ser un orgulloso uniforme gris de la Confederación.
—Estoy bien, cariño —contestó Ethan, pero ella sabía que le estaba mintiendo.
—Pensaba que estarías…
Sólo había tenida noticias de Ethan a través de las cartas que le había escrito durante la mayor parte de los dos últimos años, desde que se alistó, y había dejado de recibirlas desde la batalla de Wilderness. Genevieve sabía también que muchos de los hombres que habían seguido a Lee en aquella batalla no habían salido vivos de Virginia. Se había resignado ya a morir soltera, pues estaba del todo segura de que había perdido a Ethan. Era casi inimaginable que pudiera estar vivo, allí a su lado, esa noche.
—¿Dónde está el resto de tu regimiento?
—La última vez que les vi estaban a las afueras de Summit.
—¿Qué quieres decir con la última vez que les viste? ¿Han muerto todos?
—No lo sé. Estaban todos vivos cuando les dejé.
—No te entiendo.
—He desertado, Genevieve. No puedo seguir luchando ni un día más por algo en lo que ya no creo. No después de lo que he visto. La mayoría de los chicos que han luchado conmigo ni siquiera sabían en qué consiste esta guerra, sólo estaban derramando su sangre por el algodón.
Ethan cogió sus frías manos entre las suyas, ásperas por los cortes.
—Te entiendo si ya no quieres casarte conmigo. No tengo dinero y tampoco me queda honor.
—No me importa que no tengas dinero, Ethan Cárter Wate. Eres el hombre más honrado que he conocido en mi vida. Y no me importa si mi padre piensa que las diferencias entre los dos son insuperables, pues está equivocado. Ahora que estás en casa, podemos casarnos.
Genevieve se abrazó a él, temiendo que pudiera diluirse en el aire si le soltaba. El hedor la trajo de nuevo a la realidad, a la peste rancia a limones ardiendo que se consumían junto con sus vidas.
—Tenemos que dirigirnos al río, allí es donde creo qué se ha dirigido mamá. Seguramente se habrá ido hacia el sur, hacia la casa de la tía Marguerite.
Pero Ethan no tuvo tiempo de contestarle. Alguien se acercaba. Las ramas se rompían con un crujido mientras alguien avanzaba entre los arbustos.
—Ponte detrás de mí —le ordenó Ethan, empujando a la joven tras su espalda con un brazo y empuñando su rifle con el otro. Los arbustos se apartaron e Ivy, la cocinera de Greenbrier, apareció tropezando. Todavía vestía un camisón ennegrecido por el humo. Gritó cuando vio el uniforme, demasiado asustada para distinguir que era gris y no azul.
—Ivy, ¿te encuentras bien? —Genevieve se apresuró a adelantarse para sujetar a la anciana, que estaba a punto de caerse.
—Señorita Genevieve, ¿qué demonios está usted haciendo aquí?
—Estaba intentando llegar hasta Greenbrier para avisaros.
—Demasiado tarde para eso, niña, y no hubiera servido de nada. Esos pájaros azules rompieron las puertas y entraron en la casa como si fuera suya. Echaron un vistazo a las habitaciones para ver lo que se querían llevar y después prendieron fuego por todas partes. —Se hacía casi imposible entenderla porque estaba histérica y cada poco le daba un ataque de tos, ahogándose tanto por el humo como por las lágrimas.
—En toda mi vida había visto unos demonios como esos, quemando una casa con las mujeres aún dentro. Cada uno de ellos tendrá que responder ante el mismísimo Señor Todopoderoso cuando llegue al otro lado. —La voz de Ivy sonaba entrecortada.
Les llevó un momento hacerse cargo de lo que querían decir sus palabras.
—¿Qué quieres decir con eso de quemar una casa con las mujeres dentro?
—Lo siento mucho, niña.
Genevieve sintió que le fallaban las piernas, cayó arrodillada sobre el fango, con la lluvia corriéndole por el rostro mezclada con sus lágrimas. Su madre, su hermana, Greenbrier… todos habían desaparecido.
Alzó el rostro hacia el cielo.
—Dios va a tener que responder ante mí por esto.
La visión nos abandonó con la misma rapidez con la que nos había absorbido. Yo estaba mirando de nuevo al predicador y Lena ya no estaba. Sentía cómo se había desvanecido.
¿Lena?
No me contestó. Me senté, empapado de sudor frío y empotrado entre la tía Mercy y la tía Grace, que rebuscaban cambio en sus monederos para echar unas monedas en la cestilla de la colecta.
Quemar una casa con mujeres dentro, una casa flanqueada por limoneros. Apostaría a que era la casa en la que Genevieve había perdido su guardapelo, un guardapelo grabado con el día en que Lena había nacido, aunque cien años antes. No era de extrañar que ella no quisiera saber nada de visiones.
Yo también empezaba a estar de acuerdo con ella. Las coincidencias no existen.