12 de septiembre
Greenbrier
NO LO HAGAS.
Seguía escuchando su voz en mi mente. Al menos, así lo creía yo.
No merece la pena, Ethan.
Allí estaba.
Entonces fue cuando empujé mi silla y corrí por el pasillo detrás de ella. Sabía lo que hacía: estaba tomando partido. Me encontraba envuelto en otra clase de problemas, pero no me importaba.
No era sólo por Lena. No era la primera a la que se lo habían hecho. Había observado cómo se lo hacían a otros durante toda mi vida. Le había ocurrido a Allison Birch, cuando su eccema empeoró tanto que nadie quiso sentarse a su lado en la mesa a la hora del almuerzo, y también al pobre Scooter Richman, que fue el peor trombón en la historia de la Orquesta Sinfónica del Jackson.
Aunque yo nunca había cogido un rotulador indeleble y había escrito «fracasado» en una taquilla, había estado allí observando montones de veces. De cualquier modo, siempre me había molestado, sólo que no lo bastante, como ahora, para que saliera de mi mundo.
Pero alguien debía hacer algo. Una escuela entera no podía volverse de ese modo contra una sola persona. Y todo un pueblo no podía volverse contra una familia. Excepto que sí podían hacerlo, claro, pues lo habían estado haciendo durante toda la vida. Quizá por ese motivo, Macon Ravenwood jamás había salido de su casa desde que yo nací.
Sabía lo que estaba haciendo.
No lo sabes. Crees que sí, pero no lo sabes.
Ella estaba allí de nuevo, dentro de mi cabeza, como si hubiera estado siempre. Sabía a lo que tendría que enfrentarme al día siguiente, pero eso me daba absolutamente igual. Todo lo que me importaba en ese instante era encontrarla, y no podía decir si era por ella o por mí. De cualquier modo, no tenía otra elección.
Me detuve frente al laboratorio de biología, sin aliento. Link me echó una ojeada y me alargó las llaves del coche, meneando la cabeza, pero sin hacerme ninguna pregunta. Las cogí y seguí corriendo. Estaba bastante seguro de que sabía dónde encontrarla. Si no me había equivocado, Lena se habría dirigido adonde nadie pudiera hallarla, es decir, adonde hubiera ido yo.
Habría regresado a casa. Si su casa era Ravenwood, entonces había regresado a la casa del Boo Radley de Gatlin.
Ante mí, la mansión Ravenwood se alzaba en lo alto de la colina como una amenaza. No quiero decir que tuviera miedo, porque esa no era exactamente la palabra. Me asusté cuando la policía llamó a la puerta de casa la noche que murió mi madre. Me asusté cuando mi padre desapareció en su estudio y me di cuenta realmente de que jamás volvería a salir de allí. También sentí miedo cuando, siendo niño, Amma se convirtió en «oscura», al darme cuenta de que las muñecas pequeñas que hacía no eran juguetes.
Ravenwood no me daba miedo, incluso aunque al final fuera tan espeluznante como tenía pinta de ser. Lo inexplicable es algo que se da por hecho aquí en el sur; cada ciudad tiene su mansión encantada, y si preguntas a la mayoría de la gente, al menos un tercio de ellos juraría haber visto un fantasma o dos a lo largo de su vida. Además, yo vivía con Amma, cuyas creencias incluían pintar los postigos de un azul celeste de aspecto sobrenatural para mantener a raya a los espíritus y cuyos hechizos estaban hechos con bolsitas de crin de caballo y tierra. Ya estaba acostumbrado a lo anormal, pero el Viejo Ravenwood era otra cosa.
Caminé hacia la verja y posé la mano con vacilación en el hierro destrozado. Se abrió con un chirrido, pero no ocurrió nada. No hubo rayos, ni combustiones espontáneas, ni tormentas. No sé lo que esperaba, pero si había aprendido algo de Lena hasta ahora era que debía esperar lo inesperado y, por lo tanto, debía proceder con cautela.
Si alguien me hubiera dicho hacía un mes que alguna vez iba a cruzar esa verja y subir aquella colina, o que iba a poner los pies en los terrenos de Ravenwood, le habría dicho que se había vuelto loco. En una localidad como Gatlin, donde todo es previsible, en mi vida hubiera imaginado esto. La última vez sólo me atreví a llegar hasta la verja, pero ahora, cuanto más me acercaba, más fácil me resultaba ver que todo se estaba cayendo. Aquella casa tan grande, la mansión Ravenwood, tenía el mismo aspecto que la plantación sureña que la gente del norte considera que debe tener después de tantos años viendo películas como Lo que el viento se llevó.
La mansión seguía siendo impresionante, aunque sólo fuera por el tamaño. Flanqueada por serenoas y cipreses, si no estuviera cayéndose, parecería esa clase de lugar donde la gente se sienta en el porche a beber julepes con menta, el cóctel más típico del sur, y a jugar a las cartas todo el día. Si no fuese Ravenwood.
Era de estilo neoclásico, algo raro en Gatlin. Nuestro pueblo estaba lleno de casas de estilo federal, lo cual hacía que Ravenwood destacara sobre el resto como un dedo metido en una llaga. Unos enormes pilares dóricos blancos, cuya pintura se caía tras años de negligencia, sostenían un tejado inclinado en exceso hacia un lado, dando la impresión de que toda la construcción se torcía como una vieja artrítica. El porche cubierto estaba destrozado, se caía hacia un lado de la casa y amenazaba con hundirse si se ponía en él más de un pie a la vez. La hiedra cubría tan tupidamente las paredes que en algunos lugares era imposible ver las ventanas que había debajo. Era como si la tierra estuviera tragándose la casa misma, intentando devolver al polvo lo que se había construido sobre él.
Había también un dintel sobrepuesto, un trozo de viga que suele colocarse sobre las puertas en algunas casas realmente antiguas. Parecía distinguirse algo tallado en el dintel, una especie de símbolos con aspecto de círculos y medias lunas; quizá representaban las fases lunares. Di un paso vacilante hacia un peldaño chirriante para verlo más de cerca. Sabía algo sobre dinteles. Mi madre era especialista en historia de la Guerra de Secesión y me los había mostrado a lo largo de nuestras incontables excursiones a cualquier lugar histórico que se encontrara en un radio de un día de distancia de Gatlin. Decía que eran habituales en las casas antiguas y en los castillos de lugares como Escocia e Inglaterra, ya que buena parte de la gente de aquí procedía de allí.
Nunca había visto con anterioridad un dintel con signos grabados en él, sólo palabras. Y estos, situados alrededor de lo que tenía aspecto de ser una palabra única escrita en un lenguaje irreconocible, parecían jeroglíficos. Probablemente sería algo que hiciera referencia a las generaciones de Ravenwood que habían vivido allí antes de que la casa se viniera abajo.
Inhalé una gran bocanada de aire y salté sobre el resto de los escalones del porche, subiéndolos de dos en dos. De ese modo, si no pisaba la mitad, supuse que reduciría al cincuenta por ciento las posibilidades de caerme. Alargué la mano hacia la aldaba, un anillo de bronce que colgaba de la boca de un león, y llamé. Lena no estaba en casa, después de todo, me había equivocado.
Pero entonces oí aquella melodía tan familiar. Dieciséis lunas. Estaba en algún lugar cercano.
Empujé el hierro petrificado del picaporte de la puerta. Chirrió y escuché el sonido de un cerrojo en movimiento al otro lado. Me preparé para encontrarme frente a frente con Macon Ravenwood, al que nadie había visto en el pueblo desde que yo había nacido, pero la puerta no se abrió.
Alcé la mirada hacia el dintel, pues algo me decía que lo hiciera. Me refiero a que, ¿qué era lo peor que podía ocurrir?, ¿que la puerta no se abriera? De forma instintiva, levanté el brazo y toqué la talla central situada sobre mi cabeza, la que representaba una luna creciente. Cuando la presioné, percibí como la madera cedía a la presión de mi dedo. Era una especie de resorte.
La puerta se abrió sin emitir apenas sonido. Di un paso y crucé el umbral. Ya no había manera de echarme atrás.
Entraba luz por los cristales, lo cual parecía imposible teniendo en cuenta que las ventanas exteriores de la casa estaban casi completamente cubiertas de enredaderas y escombros. Aun así, dentro lucía una luz flamante, llena de claridad. No se veían muebles de época o viejas pinturas de los Ravenwood anteriores al Viejo, ni reliquias de antes de la guerra. El lugar parecía más bien una página de un catálogo de muebles. Sofás sobrecargados, sillas y mesas cubiertas con láminas de cristal, donde había gran cantidad de libros ilustrados de gran formato. Tenía todo un aspecto muy nuevo y aburguesado. Casi esperaba ver aparcado todavía en la puerta el camión de la mudanza.
—¿Lena?
La escalera en espiral era como las de los lofts y parecía seguir elevándose al girar, más allá de la segunda planta. No pude ver adónde daba.
—¿Señor Ravenwood?
Escuché el eco de mi propia voz rebotando contra el techo. Allí no había nadie. Al menos, nadie interesado en hablar conmigo. Oí un ruido a mi espalda y di tal brinco que casi me subí a una especie de silla de gamuza.
Era un perro negro como la tinta, o a lo mejor un lobo. Desde luego, era alguna especie de terrorífico animal doméstico, pues llevaba un grueso collar de cuero con una luna de plata colgando, que tintineaba cuando se movía. Se me quedó mirando fijamente mientras reflexionaba sobre su siguiente movimiento. Había algo extraño en sus ojos: eran demasiado redondos, como si fueran humanos.
El perro lobo me gruñó y me enseñó los dientes. El aullido aumentó de intensidad y se hizo más agudo, como un lamento, de modo que hice lo que hubiera hecho cualquiera.
Eché a correr.
Bajé las escaleras a trompicones antes de que mis ojos se adaptaran a la luz exterior. Seguí corriendo por el camino de grava, escapando de la mansión Ravenwood, lejos de aquel animal terrorífico, de los extraños símbolos y de la puerta espeluznante, de regreso a la seguridad, a la tenue luz y a la realidad de la tarde. El sendero daba vueltas, serpenteando por campos abandonados y arboledas sin cultivar donde crecían zarzas y arbustos. No me preocupaba adónde iba, siempre y cuando me condujera lejos.
Me detuve, agotado, y me agaché con las manos en las rodillas y el pecho a punto de explotar. Sentía las piernas de goma. Cuando alcé la mirada, contemplé la ruina de una pared de piedra justo delante de mí. Apenas podía ver las copas de los árboles detrás de ella.
Inhalé algo familiar, un aroma a limones. Ella estaba ahí.
Te dije que no vinieras.
Lo sé.
Estábamos manteniendo una conversación, pero sin tenerla. Al igual que había sucedido en clase, sentía su voz dentro de mi cabeza, como si estuviera a mi lado susurrándome al oído.
Me di cuenta de que me encaminaba hacia ella. Era un jardín vallado, quizás secreto, como alguno salido de los libros que mi madre leía en Savannah, donde se crio. Debía de ser un lugar realmente antiguo. El muro de piedra estaba muy desgastado en algunos lugares y completamente destrozado en otros. Cuando aparté a un lado la cortina de ramas de la parra que escondía una vieja arcada podrida, escuché muy a lo lejos el sonido de un llanto. Miré entre los árboles y los arbustos, pero no la veía.
—¿Lena? —No contestó nadie. Mi voz sonaba extraña, como si no fuera la mía, retumbaba en las paredes de piedra que rodeaban la pequeña arboleda. Agarré una rama del arbusto más cercano y la arranqué. Era tomillo, claro. Y del árbol que se cerraba sobre mi cabeza colgaba, extrañamente perfecto y suave, un limón amarillo—. Soy Ethan. —Los sonidos camuflados de los sollozos crecieron y me di cuenta de que me estaba acercando.
—Vete, ya te lo he dicho. —Su voz sonaba como si se hubiera resfriado. Probablemente, llevaba llorando desde que se había marchado del colegio.
—Ya lo sé. Te he oído. —Era verdad, aunque no pudiera explicar cómo. Di unos pasos cautelosamente alrededor de la mata de tomillo silvestre y tropecé en las raíces que sobresalían del suelo.
—¿De verdad? —Su voz sonó ahora con un matiz de interés, y parecía haberse distraído por el momento.
—De verdad. —Era como en mis sueños. Podía escuchar su voz, con la diferencia de que ahora estaba aquí, sollozando en un jardín en mitad de ninguna parte, en vez de escurriéndose entre mis brazos.
Aparté una gran maraña de ramas. Y allí estaba, acurrucada entre la hierba, mirando hacia el cielo azul. Tenía un brazo cruzado sobre la cabeza y el otro se aferraba a la hierba, como si pensara que fuera a salir volando si se soltaba. El vestido gris estaba desparramado a su alrededor y tenía el rostro surcado de lágrimas.
—Entonces, ¿por qué no lo has hecho?
—¿El qué?
—Irte.
—Quería asegurarme de que te encontrabas bien. —Me senté a su lado. El terreno estaba sorprendentemente duro. Pasé la mano debajo de mí y descubrí que estaba sentado en una suave placa de piedra, escondida bajo la maleza llena de barro.
En el momento en que me tumbé yo, ella se sentó. Yo también me incorporé y ella se dejó caer hacia atrás. Todos mis movimientos parecían torpes cuando estaba a su lado. Nos tumbamos los dos, mirando hacia el cielo azul. Se estaba poniendo gris, el color habitual del cielo de Gatlin en la temporada de huracanes.
—Todos me odian.
—Todos, no. Yo, no. Y Link, mi mejor amigo, tampoco.
Silencio.
—Pero si ni siquiera me conoces. Date tiempo, y verás como también me odiarás, seguro.
—Casi te he atropellado, ¿no te acuerdas? Debo portarme bien contigo para que no me mandes arrestar.
Era un chiste más bien malo, pero ahí estaba, la sonrisa más leve que quizá viera en toda mi vida.
—Lo tengo en mi lista en primer lugar. Te denunciaré al tipo gordo ese que está sentado frente al supermercado todo el día. —Volvió la mirada hacia el cielo y yo la observé.
—Dales una oportunidad. No son tan malos como parecen. Quiero decir, que ahora sí lo son, pero son sólo celos. Eso lo sabes, ¿no?
—Ah, sí, claro.
—Que sí. —La miré a través de la hierba—. Yo también los tengo.
Ella sacudió la cabeza.
—Entonces estáis todos locos. No hay nada de lo que sentirse celoso, salvo que te guste comer solo.
—Tú has vivido en tantos sitios.
Puso cara de no entender nada.
—¿Cómo? Vosotros probablemente habréis ido a la misma escuela y vivido en la misma casa toda vuestra vida.
—Eso es, y ahí está el problema.
—Confía en mí, no es un problema. Y de problemas entiendo un rato.
—Has ido a sitios y visto cosas. Yo mataría por haber hecho eso.
—Ah, sí, claro, porque yo he querido. Tú tienes un amigo de verdad y yo sólo tengo un perro.
—Pero tú no le tienes miedo a nadie. Haces lo que quieres y dices lo que te da la gana. A todos los de por aquí les da miedo ser ellos mismos.
Lena se arrancó el pintauñas negro de su dedo índice.
—Algunas veces desearía hacer las cosas como todo el mundo, pero no puedo cambiar lo que soy. Lo he intentado, pero nunca consigo llevar la ropa adecuada o decir lo apropiado y, algunas veces, todo me sale fatal. Me gustaría poder ser yo misma y, aun así, tener amigos que se dieran cuenta de si estoy o no en el colegio.
—Créeme, lo saben de sobra. Al menos, hoy lo han hecho. —Ella estuvo a punto de echarse a reír, casi—. Quiero decir, en un sentido positivo. —Aparté la mirada.
Me he dado cuenta.
¿De qué?
De cuando tú estás en la escuela o no.
—Entonces eres tú el que está loco. —Pero cuando dijo las palabras, se notaba que estaba sonriendo.
Al mirarla, no me importó en absoluto si yo comía en la misma mesa que el resto o no. No podía explicarlo, pero ella era mucho más importante que todo eso. No podía quedarme sentado y contemplar cómo la machacaban. A ella, no.
—Ya sabes, siempre es así. —Le estaba hablando al cielo. Una nube flotaba en el cielo de color gris, que se iba oscureciendo.
—¿Nuboso?
—En el instituto, conmigo. —Alzó la mano y la movió. La nube pareció girar en la dirección en la que ella movía la mano. Luego, se secó los ojos con la manga—. No es que me preocupe realmente si les gusto o no. Lo que no quiero es que me odien automáticamente. —La nube se había convertido en un círculo.
—¿Esas idiotas? Dentro de unos meses, a Emily le habrán comprado un coche nuevo, Savannah tendrá una corona más, Edén se teñirá el pelo de otro color y Charlotte tendrá, yo que sé, un bebé, un tatuaje nuevo o lo que sea, de modo que todo esto será historia pasada. —Estaba mintiendo y ella lo sabía. Agitó la mano de nuevo y ahora la nube parecía un círculo ligeramente mellado, semejante a una luna.
—Ya sé que son idiotas. Claro que lo son, con todo ese pelo rubio teñido y esos estúpidos bolsitos metálicos a juego.
—Exactamente. Son estúpidas. ¿A quién le importan?
—A mí. Me molestan. Y por eso, yo también soy estúpida. Es más, me hace exponencialmente más estúpida que ellas. Estúpida al cuadrado. —Movió la mano y la luna se desvaneció.
—Esa sí que es la cosa más estúpida que he oído en mi vida. —La miré con el rabillo del ojo, estaba intentando no sonreír. Nos quedamos allí tumbados durante un minuto más—. ¿Tú sabes lo que es estúpido de verdad? Tengo los libros escondidos debajo de la cama. —Lo dije como si estuviera contando eso todos los días.
—¿Qué?
—Novelas. Tolstoi, Salinger, Vonnegut. Y además me las leo. Ya sabes, sólo porque me apetece.
Ella se dio media vuelta, apoyando la cabeza en el codo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué piensan tus amiguitos deportistas de eso?
—Digamos que me lo guardo para mí y me limito a saltar y tirar.
—Ah, eso, vale. Ya me he dado cuenta de que en clase te limitas a los cómics. —Y dijo como quien no quiere la cosa—: Te he visto leer Estela Plateada. Justo antes de que pasara todo.
¿Te diste cuenta?
Cómo no iba a darme cuenta.
No sabía si estábamos hablando, o si me lo estaba imaginando yo todo, sólo que pensaba no estar tan loco… al menos no todavía.
Ella cambió de tema o, más bien, volvió al anterior.
—Yo también leo. Sobre todo, poesía.
Podía imaginármela tumbada en la cama leyendo un poema, aunque me costaba bastante imaginar esa cama en la mansión Ravenwood.
—¿Ah, sí? Yo he leído al tipo ese, Bukowski. —Lo cual era verdad si dos poemas contaban como leer.
—Tengo todos sus libros.
Me di cuenta de que ella no quería hablar sobre lo que había pasado, pero no podía dejar que lo hiciera. Tenía que saberlo.
—¿Me lo vas a contar?
—¿Contarte, qué?
—¿Qué fue lo que pasó en clase?
Se hizo un largo silencio. Ella se sentó y tiró de la hierba que le rodeaba. Se dio la vuelta y se puso boca abajo, para mirarme a los ojos. Apenas la tenía a unos cuantos centímetros de la cara. Me quedé allí quieto, paralizado, intentando concentrarme en lo que me estaba diciendo.
—En realidad, no lo sé. Algunas veces me pasan esas cosas y no puedo controlarlas.
—Como los sueños. —Observé su expresión, buscando aunque sólo fuera una chispa de complicidad.
—Como los sueños —contestó sin pensar, y después se estremeció y me miró, afligida. Yo tenía razón desde el principio.
—Recuerdas los sueños.
Ella escondió el rostro entre las manos.
Me senté.
—Sabía que eras tú y tú sabías que era yo. Sabías de qué te estaba hablando todo el rato. —Le aparté las manos de la cara y una corriente eléctrica me recorrió el brazo.
Tú eres la chica.
—¿Por qué no me dijiste nada anoche?
No quería que lo supieras.
No se atrevió a mirarme.
—¿Por qué? —La pregunta sonó demasiado alta en el silencio del jardín. Y cuando ella me devolvió la mirada, tenía el rostro pálido, parecía distinta. Asustada. Sus ojos tenían el mismo aspecto que el mar antes de una tormenta en la costa de Carolina.
—No esperaba encontrarte aquí, Ethan. Creía que sólo eran sueños, y no sabía que eras una persona real.
—Pero cuando te diste cuenta de que era yo, ¿por qué no me dijiste nada?
—Mi vida es muy complicada. Y no quería que tú… que nadie se viera implicada en ella. —No tenía ni la menor idea de a qué se refería. Todavía tenía cogida su mano, y era consciente de ello. Sentía la aspereza de la piedra debajo de nosotros y tuve que agarrarme a uno de sus extremos para sujetarme. Pero mi mano se cerró alrededor de algo pequeño y redondo que estaba en la piedra. Un escarabajo, o a lo mejor una piedra. Se desprendió de la losa y se quedó en mi mano.
Entonces nos golpeó algo. Sentí cómo la mano de Lena se apretaba contra la mía.
¿Qué está pasando, Ethan?
No lo sé.
Todo a mi alrededor cambió; era como si estuviéramos en otro lugar. Era el jardín, pero no lo parecía. Y el aroma a limones se transformó en olor a humo…
Era medianoche, pero el cielo parecía prendido en llamas. El fuego se alzaba hasta el cielo, empujando hacia arriba unas enormes columnas de humo que ahogaban todo a su paso, incluida la luna. El terreno se había convertido en un cenagal donde las cenizas quemadas se mezclaban con el agua de las lluvias que habían precedido al fuego. Ojalá hubiera llovido hoy. Genevieve intentaba evitar la humareda, le quemaba tanto la garganta que le dolía respirar. Tenía el bajo de la falda empapado de barro, de modo que tropezaba a cada paso con las voluminosas capas de tela, aunque se obligó a mantenerse en movimiento.
Era el final del mundo. De su mundo.
Sólo se oían gritos, gritos mezclados con disparos y el implacable rugido de las llamas, además de los soldados profiriendo órdenes cargadas de muerte.
—Quemad aquellas casas, que los rebeldes sientan el peso de la derrota, ¡quemadlo todo!
Y una por una, los soldados de la Unión habían prendido fuego a las grandes casas de las plantaciones, con sus propias sábanas y cortinas empapadas en queroseno. Genevieve había visto cómo todos los hogares de sus vecinos, sus amigos y familiares se desplomaban bajo las llamas. Y lo peor es que muchos de ellos habían caído, devorados por las llamas, en el mismo lugar donde habían nacido.
Por eso, ella corría rodeada por el humo hacia el fuego, justo hacia las fauces de la bestia. Tenía que llegar a Greenbrier antes que los soldados y no le quedaba mucho tiempo. Los soldados habían sido metódicos, siguiendo la orilla del Santee abajo para incendiar las edificaciones una por una. Ya lo habían hecho con Blackwell y la más cercana era Dove’s Crossing, y luego iban Greenbrier y Ravenwood. El general Sherman y sus tropas habían comenzado la campaña de los incendios a cientos de kilómetros de Gatlin. Habían quemado Columbia hasta los cimientos y continuaban su marcha hacia el este, prendiendo fuego a todo a su paso. Cuando llegaron a las afueras de Gatlin, aún ondeaba la bandera confederada, lo cual les sirvió todavía más de estímulo.
Era el hedor lo que le indicaba que era demasiado tarde, aquel hedor ácido a limones mezclados con ceniza. Estaban quemando los limoneros.
La madre de Genevieve adoraba los limones. Así que cuando su padre visitó una plantación en Georgia cuando ella era niña, le había traído a su madre dos limoneros. Todo el mundo decía que no arraigarían, que las noches frías del invierno de Carolina del Sur acabarían con ellos, pero la madre de Genevieve no atendió a razones. Plantó aquellos árboles frente a los campos de algodón y los cuidó ella misma. En las noches frías los cubría con mantas de lana y había apilado tierra a su alrededor para quitar la humedad. Los árboles crecieron y crecieron tanto que, a lo largo de los años, el padre de Genevieve le compró veintiocho más. Algunas de las señoras de la ciudad les pidieron a sus maridos limoneros, y unas cuantas tuvieron dos o tres, pero a ninguna se les ocurrió cómo mantenerlos vivos, ya que sólo parecían florecer en Greenbrier, a manos de su madre.
Nada había sido capaz de acabar con aquellos árboles. Hasta ese momento.
—¿Qué ha pasado?
Me di cuenta de que Lena apartaba su mano de la mía y abrí los ojos. Estaba temblando. Bajé la mirada y abrí la mano en la que estaba el objeto que había cogido casi con descuido de debajo de la piedra.
—Creo que tiene algo que ver con esto. —Mi mano se había cerrado en torno a un viejo camafeo estropeado, negro y ovalado, con el rostro de una mujer grabado en marfil y madreperla. La talla del rostro era muy minuciosa. En un lado noté una pequeña protuberancia—. Mira, es un guardapelo. —Apreté el resorte y el camafeo se abrió revelando una pequeña inscripción—. Sólo pone «Greenbrier» y hay una fecha.
Ella se sentó.
—¿Qué es Greenbrier?
—Debe de ser esto. Esto no es Ravenwood, es Greenbrier, la plantación que hay al lado.
—Y esa visión, los incendios, ¿tú también los has visto?
Asentí. Era demasiado horrible para hablar de ello.
—Esto tiene que ser Greenbrier o, en todo caso, lo que queda de él.
—Déjame ver el guardapelo. —Se lo di con cuidado. Parecía algo que había sobrevivido a un montón de cosas, incluso podría ser que al fuego de la visión. Ella le dio la vuelta—. 11 DE FEBRERO DE 1865 —leyó, y lo dejó caer, palideciendo.
—¿Pasa algo malo?
Se quedó mirándolo en la hierba.
—El 11 DE FEBRERO es mi cumpleaños.
—Vaya coincidencia. Un regalo de cumpleaños anticipado.
—Nada en mi vida es una coincidencia.
Recogí el guardapelo y le di la vuelta. En la parte de atrás había dos juegos de iniciales grabadas.
—ECW & GKD. Este guardapelo debe de haber pertenecido a alguno de ellos. —Hice una pausa—. Qué extraño. Mis iniciales son ELW.
—Mi cumpleaños y casi tus iniciales. ¿No te parece que esto es algo muy extraño? —Quizás ella tuviera razón, pero aun así…
—Vamos a intentarlo de nuevo, a ver qué pasa. —Era como si me picara y me tuviera que rascar.
—No lo sé, podría ser peligroso. Me he sentido como si realmente estuviéramos allí. Los ojos todavía me arden del humo. —Llevaba razón. No nos habíamos movido del jardín, pero me había sentido como si hubiéramos estado en medio del incendio. Aún notaba el humo en los pulmones, pero no me importó. Tenía que saber qué estaba pasando.
Agarré el guardapelo con una mano y le ofrecí la otra.
—Vamos, ¿dónde está tu valentía? —Era un reto, y aunque ella puso los ojos en blanco, alargó la mano sin dudarlo. Sus dedos rozaron los míos y sentí el calor de su mano extenderse por la mía. Fue como una descarga eléctrica y se me puso la piel de gallina. No encontré otra manera de describirlo.
Cerré los ojos y esperé… Nada. Los abrí.
—Quizás es que sólo nos lo hemos imaginado. A lo mejor se nos han acabado las pilas.
Lena puso la misma cara que Earl Petty en matemáticas.
—Quizá no puedas conseguir que esto suceda o que ocurra cuando tú quieres. —Se levantó y se apartó—. Me tengo que ir.
Se detuvo y bajó la mirada hacia mí.
—¿Sabes? No eres como me esperaba. —Me dio la espalda y se alejó entre los limoneros hacia el límite del jardín.
—¡Espera!
A pesar de que la llamé, siguió avanzando. Intenté alcanzarla y tropecé en las raíces. Se detuvo justo cuando llegó al último limonero.
—No.
—¿No, qué?
No me miró.
—Pues que me dejes sola mientras todo va bien.
—No entiendo de qué me estás hablando. En serio. Y lo estoy intentando de verdad.
—Olvídalo.
—¿Es que crees que eres la única persona complicada del mundo?
—No. Pero… en cierta manera, esa es mi especialidad. —Se volvió para marcharse. Yo vacilé, pero luego puse la mano en su hombro, cálido a la luz del sol del crepúsculo. Noté los huesos bajo la camiseta y en ese momento me pareció muy frágil, como en mis sueños lo cual era extraño, porque cuando se enfrentaba conmigo sólo podía pensar en lo fuerte que me parecía. Quizá tenía algo que ver con aquellos ojos.
Nos quedamos así durante un momento hasta que ella desistió y se volvió hacia mí. Yo lo intenté de nuevo.
—Mira, está pasando algo. Los sueños, la canción, el hedor y ahora el guardapelo. Es como si hubiera algo que nos empujara a ser amigos.
—¿Qué es lo que acabas de decir? ¿«Hedor»? —Parecía horrorizada—. ¿En la misma frase que «amigos»?
—Técnicamente, creo que son dos frases distintas.
Se quedó mirándome la mano y yo la aparté de su hombro, aunque no podía dejar que se marchara. La miré a los ojos fijamente. En realidad, parecía que la veía por primera vez. Aquel abismo verde parecía terminar en algún lugar tan lejano que jamás conseguiría llegar hasta él, al menos, no en toda mi vida. Me pregunté si la teoría de Amma sobre que los ojos eran la ventana del alma tendría algo que ver con esto.
Es demasiado tarde, Lena. Ya somos amigos.
Eso no puede ser.
Estamos juntos en esto.
Por favor, confía en mí, no lo estamos.
Rompió el contacto visual conmigo inclinando la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el limonero. Tenía un aspecto abatido.
—Ya sé que tú no eres como los demás, pero hay cosas que no comprendes de mí. No sé por qué conectamos de la manera en que lo hacemos y no tengo más idea que tú de por qué soñamos las mismas cosas.
—Pero yo quiero saber lo que está pasando…
—Cumplo dieciséis años dentro de cinco meses. —Alzó la mano, manchada de tinta, como era habitual. 151—. Ciento cincuenta y un días.
Era su cumpleaños, la cuenta atrás del día de su cumpleaños, el número que llevaba escrito en su mano.
—No sabes lo que significa esto, Ethan, no tienes ni idea. Después de eso, no me quedaré aquí.
—Pero estás aquí ahora.
Miró a lo lejos, en dirección a Ravenwood. Cuando habló, no lo hizo con sus ojos puestos en mí.
—¿Te gusta ese poeta, Bukowski?
—Sí, claro —respondí, confuso.
—«No lo intentes».
—No te entiendo.
—Esa es la inscripción de su lápida.
Desapareció detrás del muro de piedra. Cinco meses. No tenía ni idea de lo que me estaba hablando, pero reconocí el sentimiento en mis tripas.
Pánico.
Cuando fui capaz de reaccionar y la seguí cruzando el muro, se había desvanecido como si nunca hubiera estado allí, dejando a su espalda sólo una ráfaga de olor a limón y tomillo. Era realmente divertido el hecho de que cuanto más corría ella, más ganas tenía yo de seguirla.
No lo intentes.
Estaba bastante convencido de que en mi tumba pondría algo bien diferente.