2 de septiembre
Un agujero en el cielo
AL LLEGAR, ENCONTRÉ en la cocina un plato con pollo frito congelado con mala pinta, puré de patata y judías verdes en salsa, además de unos panecillos, tal cual Amma los había dejado. Generalmente me mantenía la cena caliente hasta que regresaba del entrenamiento, pero, por lo visto, hoy no. Tenía un buen problema. Amma estaba furiosa y comía bastones de caramelo con sabor a canela Red Hots, sentada en la mesa mientras garabateaba el crucigrama del New York Times. Mi padre se había suscrito en secreto a la edición del domingo, porque los crucigramas del Barras y Estrellas tenían demasiados errores y los del Reader’s Digest eran demasiado cortos. No sé cómo conseguía colárselos a Carlton Eaton, que se habría encargado de hacer saber a toda la población que nos creíamos demasiado buenos para el Barras y Estrellas, pero no había nada que mi padre no hiciera por Amma.
Deslizó el plato en mi dirección, mirándome, pero sin llegar a verme de verdad. Me metí un bocado de puré de patata y pollo en la boca. No había nada que Amma odiara más que dejar la comida en el plato. Intenté mantenerme a distancia de la punta del lápiz negro del número 2 que usaba sólo para los crucigramas y que estaba tan afilado que casi se podía derramar sangre con él. Esta noche no me cabía duda alguna.
Escuché el rápido golpeteo de la lluvia en el tejado. No se oía nada más en la habitación. Amma dio un golpe con el lápiz en la mesa.
—Nueve letras. «Recluido o penalizado por cometer una fechoría». —Lanzó otra mirada en mi dirección. Me metí otra cucharada en la boca de puré de patata. Ya sabía lo que se me venía encima: el nueve horizontal.
—C.A.S.T.I.G.A.D.O. O sea, sancionado. Es decir, que si no eres capaz de llegar a clase a tu hora, ya puedes ir pensando en irte de esta casa.
Me pregunté quién la habría llamado para decirle que había llegado tarde, o mejor aún, quién no la habría llamado. Volvió a sacar punta al lápiz, aunque no lo necesitaba, metiendo la punta en el afilador automático que tenía en la encimera. Seguía evitándome la mirada de forma significativa, lo que era aún peor que si me hubiera mirado fijamente a los ojos.
Me acerqué a ella y le pasé el brazo por encima, dándole un buen achuchón.
—Venga ya, Amma. No seas así. Esta mañana estaba diluviando, no querrías que corriéramos como locos bajo la lluvia, ¿no?
Alzó una ceja, pero su expresión se suavizó.
—Bueno, pues me da la impresión de que va a llover desde ahora hasta el día en que te dé por cortarte el pelo, así que será mejor que encuentres el modo de llegar a la escuela antes de que suene el timbre.
—Sí, señora. —Le di un achuchón más y me encaminé de nuevo hacia el gélido puré de patata—. No te vas a creer lo que ha pasado hoy. Tenemos una chica nueva en clase. —No sé por qué dije aquello, quizá porque aún lo tenía metido en la cabeza.
—¿Crees que no me he enterado de lo de Lena Duchannes? —Casi me atraganté con el pan. Lena Duchannes. En el sur se pronunciaba de un modo que rimaba con lluvia y, tal cual lo decía Amma, parecía como si la palabra hubiera adquirido una sílaba extra. Dukey-yein.
—¿Ese es su nombre? ¿Lena?
Amma empujó un vaso de batido de chocolate en mi dirección.
—Sí y no, y además no es asunto tuyo. No te voy a dejar que andes enredando con cosas de las que no tienes ni idea, Ethan Wate.
Amma siempre hablaba con acertijos y nunca explicaba nada más. Yo no había ido a su casa en Wader’s Creek desde que era un crío, pero sabía que la mayor parte del pueblo sí lo había hecho. Amma era la lectora de cartas de tarot más respetada en cien kilómetros a la redonda, igual que su madre antes que ella y su abuela antes aún, hasta seis generaciones de lectoras de tarot. Gatlin estaba lleno de baptistas, metodistas y pentecostalistas temerosos de Dios, pero ninguno de ellos podía resistir la tentación de las cartas, la posibilidad de cambiar el curso de su propio destino, puesto que eso era lo que pensaban que podía hacer un lector con poderes. Y, desde luego, Amma era toda una fuerza que tener en cuenta.
Algunas veces hallaba alguno de sus hechizos caseros en el cajón de los calcetines o colgado de la puerta del estudio de mi padre. Sólo pregunté una vez qué era aquello. Mi padre le gastaba bromas cada vez que encontraba uno, pero me di cuenta de que no los quitaba de la circulación. «Mejor respetarlos que tener que lamentarlo», decía, y supuse que con esto se refería a respetar a Amma, que podía hacer que lo lamentaras bien lamentado.
—¿Has oído algo más sobre ella?
—Tú a lo tuyo. Un día vas a hacer un agujero en el cielo y el universo se va a caer por ahí. Entonces, estaremos todos metidos en un buen lío.
Mi padre se deslizó en la cocina en pijama. Se sirvió una taza de café y sacó de la despensa un paquete de cereales Shredded Wheat. Aún llevaba colocados los tapones amarillos de cera para los oídos. Cuando cogía los cereales significaba que estaba a punto de comenzar su día y que tuviera los tapones puestos que aún no lo había hecho.
Me incliné y le susurré a Amma:
—¿Qué es lo que has oído por ahí?
Amma se llevó mi plato y lo puso en el fregadero. Luego estuvo limpiando algunos huesos que parecían de paleta de cerdo y los colocó en un plato, lo cual me resultó extraño porque habíamos cenado pollo esa noche.
—Eso no es asunto tuyo. Lo que a mí me gustaría saber es por qué estás tan interesado.
Me encogí de hombros.
—No, no mucho, la verdad. Sólo es curiosidad.
—Pues ya sabes lo que dicen de la curiosidad. —Clavó un tenedor en mi trozo de pastel de crema y luego me echó la Mirada antes de irse.
Incluso mi padre notó cómo se balanceaba la puerta de la cocina cuando ella se marchó y se quitó uno de los tapones para preguntarme:
—¿Qué tal te ha ido en la escuela?
—Bien.
—¿Qué le has hecho a Amma?
—He llegado tarde a clase.
Me estudió la expresión de la cara y yo la suya.
—¿El número 2?
Yo asentí.
—¿Afilado?
—Ya lo estaba, pero, aun así, lo afiló más. —Suspiré. Mi padre casi llegó a esbozar una sonrisa, lo cual era muy raro. Sentí una especie de alivio, quizá casi como si hubiera logrado algo.
—¿Sabes cuántas veces he estado sentado en esa vieja mesa mientras ella me amenazaba con el lápiz cuando era niño? —me preguntó, aunque realmente no era una pregunta. La mesa, rayada y manchada de pintura, pegamento y rotuladores por todos los Wate que lo habían hecho antes que yo, era uno de los trastos más viejos de la casa.
Sonreí. Mi padre cogió el bol de cereales e hizo un gesto con la cuchara en mi dirección. Amma había criado a mi padre, un hecho que me habían recordado cada vez que había osado hablarle con descaro cuando era niño.
—M.I.R.Í.A.D.A. —Deletreé.
Mientras dejaba caer el bol en el fregadero, él me respondió a su vez:
—I.N.F.I.N.I.D.A.D. O sea, te he ganado, Ethan Wate.
Dio un paso hasta que quedó bajo la luz de la cocina y en ese momento su media sonrisa se redujo hasta desaparecer. Tenía peor aspecto que nunca. Las sombras de su rostro se habían acentuado y los huesos se le distinguían con toda claridad a través de la piel, que había adquirido un color verde pálido al no salir nunca de casa. Hacía meses que parecía una especie de cadáver andante. Se me hacía difícil pensar que era la misma persona que se sentaba conmigo durante horas en las playas del lago Moultrie, comiendo sándwiches de pollo y ensalada y enseñándome cómo lanzar correctamente el sedal. «A un lado y al otro, a las diez y a las dos. A las diez y a las dos, como las manecillas del reloj». Los últimos cinco meses habían sido muy duros para él, quería de verdad a mi madre. Pero yo también.
Cogió el café y regresó a su estudio arrastrando los pies. Era hora de enfrentarse a los hechos. Quizá Macon Ravenwood no era el único en vivir enclaustrado en la ciudad y no creía tampoco que cupieran en ella dos Boo Radleys, pero esto era lo más parecido a una conversación que habíamos tenido en meses y no quería que se marchara.
—¿Qué tal te va con el libro? —le espeté. En realidad, lo que quería decirle era que se quedara y hablara conmigo.
Él pareció sorprenderse y después se encogió de hombros.
—Ahí va. Todavía me queda un montón de trabajo. —Esto quería decir que no podía hacerlo.
—La sobrina de Macon Ravenwood se ha mudado a la ciudad —dije esto justo después de que él se hubiera puesto los tapones de nuevo. Como siempre, no había forma de sincronizarnos. Pensándolo bien, me estaba pasando esto con todo el mundo en los últimos tiempos.
Mi padre se quitó un tapón, suspiró, y luego se quitó el otro.
—¿Qué? —Pero ya había comenzado a dirigirse hacia su estudio. El contador de nuestra conversación estaba en el tiempo de descuento.
—¿Sabes algo de Macon Ravenwood?
—Lo mismo que todo el mundo, supongo. Se comporta como un recluso. Por lo que yo sé, no ha salido de la mansión Ravenwood en años. —Abrió la puerta del estudio y cruzó el umbral, pero yo no le seguí. Me quedé en la entrada.
Jamás había puesto un pie allí dentro. Cuando tenía siete años, me había pillado una vez, sólo una, leyendo una novela antes de que terminara de revisarla. Su estudio era un lugar oscuro, aterrador. Había un raído sofá Victoriano encima del cual colgaba un cuadro siempre cubierto con una tela. Sabía que no debía preguntar nunca lo que había debajo de ella. Más allá, junto a la ventana, estaba el escritorio de mi padre, tallado en caoba, otra antigüedad transmitida de generación en generación con la casa. Y libros, viejos libros encuadernados en piel tan pesados que cuando se abrían era necesario colocarlos sobre un atril enorme.
Estas eran las cosas que nos ataban a Gatlin y también a la propiedad de los Wate, justo como lo habían hecho nuestros antepasados durante más de cien años.
Su manuscrito reposaba sobre el escritorio. Aquella vez también se encontraba en el mismo lugar, en una caja de cartón abierta y yo quería enterarme como fuera de lo que contenía. Mi padre escribía terror gótico, por eso ninguno de sus textos era apropiado para un niño de siete años, pero todas las casas de Gatlin estaban llenas de secretos, como todo el sur, en realidad, y mi casa no era una excepción, ni siquiera entonces.
Fue él quien me encontró, acurrucado en el sofá de su estudio, con las páginas esparcidas a mi alrededor como si hubiera estallado uno de mis cohetes de juguete en la caja. Por aquel entonces, no sabía disimular mis trastadas, algo que aprendí con rapidez después de aquello. Sólo le recuerdo gritándome hasta que apareció mi madre y me encontró llorando en el viejo magnolio que había en el patio. «Algunas cosas son privadas, Ethan. Y únicamente para personas mayores».
Yo sólo quería saber. Ese había sido siempre mi problema. De hecho, lo seguía siendo. Quería saber por qué mi padre nunca salía de su estudio. Quería saber por qué no podíamos marcharnos de esa vieja casa sólo porque había un millón de Wate que hubieran vivido antes allí, especialmente ahora que mi madre ya no estaba.
Pero no esa noche. Esa noche sólo quería recordar los sándwiches de pollo y ensalada, y lo de las diez y las dos, y aquellos momentos en los que mi padre se comía los cereales en la cocina, gastándome bromas. Me quedé dormido mientras recordaba.
Antes de que sonara el timbre al día siguiente, Lena Duchannes se había convertido en el tema del que hablaba todo el mundo en el instituto Jackson. De alguna manera, a pesar de las tormentas y los cortes de luz, Loretta Snow y Eugenie Asher, las madres respectivas de Savannah y Emily, se las apañaron para poner la cena en la mesa y llamar a todo el mundo en el pueblo para que supieran que una pariente loca de Macon Ravenwood conducía por Gatlin en un coche fúnebre, un coche que pensaban que aún se usaba para transportar muertos cuando nadie miraba. Y desde ahí la cosa fue a más.
Había dos cosas con las que podías contar en Gatlin. Primero, podías ser diferente, incluso estar loco, y la gente no iba a pensar que eras el asesino del hacha… siempre y cuando salieras de casa de vez en cuando. Segundo, si había algo que contar, podías estar seguro de que iba a haber alguien que lo contase. Que una chica nueva se mudara a la Mansión Encantada con el enclaustrado de la ciudad, eso sí que era una historia, probablemente la mejor historia que había sucedido en Gatlin desde el accidente de mi madre. Así que no sé por qué me sorprendí cuando vi a todo el mundo hablar de ella, a todos, menos a los chicos. Estos tenían otros asuntos que solucionar primero.
—Entonces, ¿qué es lo que tenemos, Em? —preguntó Link cerrando la puerta de su taquilla con un golpe.
—Contando las pruebas para animadoras, parece que unos cuatro ochos, tres sietes y un puñado de cuatros. —Ni siquiera se molestaba en contar a las novatas de primero que no llegaban a puntuar con un cuatro.
Yo también cerré la mía con un golpazo.
—¿Y a eso le llamas noticias? ¿No son las mismas chicas que vemos en el Dary Kin todos los sábados?
Emory sonrió y me dio una palmada en el hombro.
—Pero ahora están en el juego, Wate. —Paseó la mirada por las chicas que había en el vestíbulo—. Y yo también estoy preparado para jugar.
A Emory, sin embargo, se le iba la fuerza por la boca. El año anterior, cuando éramos novatos, se pasaba las horas hablando de las tías buenas veteranas que se iba a tirar, ya que había entrado en el equipo de baloncesto del instituto. Em estaba en la inopia, igual que Link, pero no era tan inofensivo. Tenía una vena mezquina, como todos los Watkin.
Shawn sacudió la cabeza.
—Esto es como querer coger melocotones de una vid.
—Los melocotones crecen en los árboles —le soplé, pues había terminado por irritarme, quizá porque me había encontrado antes de clase con los chicos en el mostrador de las revistas del Stop & Steal, y me había visto obligado a sufrir la misma conversación mientras Earl hojeaba los números de la única cosa que leía, esas revistas con chicas en bikini tumbadas sobre el capó de un coche.
Shawn se me quedó mirando, confuso.
—¿De qué estás hablando?
Ni siquiera sabía por qué estaba molesto. Era una conversación estúpida, tan estúpida como el hecho de que todos los chicos tuviéramos que reunimos los miércoles por la mañana antes de ir a clase. Era algo que me tomaba como si estuvieran pasando lista. Si estabas en el equipo, se esperaba que hicieras unas cuantas cosas. Sentarse con todos los demás en la cafetería, ir a las fiestas de Savannah Snow, pedirle a una animadora que te acompañara al baile y darte una vuelta por el lago Moultrie el último día de colegio. Tú podías meter la pata en casi cualquier cosa siempre que aparecieras cuando había que pasar lista. No sabía por qué, pero cada vez me costaba más acudir.
Todavía no había conseguido una respuesta cuando la vi. Incluso aunque no hubiera llegado a verla, lo habría sabido, porque el pasillo, que generalmente estaba atestado de gente abriendo las taquillas e intentando llegar a tiempo a clase antes del segundo timbre, se despejó en cuestión de segundos. Todo el mundo dio un paso hacia atrás cuando ella entró, como si fuera una estrella de rock.
O una leprosa.
Sin embargo, todo lo que yo vi fue una chica preciosa con una chaqueta de deporte blanca con la palabra «Múnich» bordada sobre un largo vestido gris debajo del cual asomaban unas Converse muy usadas. Llevaba también una larga cadena de plata en torno al cuello con toneladas de cosas colgando, como un aro de plástico de una máquina expendedora de chicles, un imperdible y un montón de amuletos que no podía distinguir, ya que estaba muy lejos. Una chica cuyo aspecto no era el de una chica de Gatlin. No podía quitarle los ojos de encima.
La sobrina de Macon Ravenwood. ¿Qué era lo que me estaba pasando?
Se colocó los rizos oscuros detrás de la oreja y la luz fluorescente se reflejó en la laca negra de sus uñas. Tenía las manos manchadas de tinta negra, como si se hubiera apuntado cosas en ellas, y caminó por el pasillo como si fuéramos invisibles. Tenía los ojos más verdes que había visto en mi vida, tan verdes que incluso parecía un color que alguien hubiera acabado de inventar.
—Vaya, pues si que está buena —comentó Billy.
Sabía lo que estaban pensando. Durante un segundo, consideraron la idea de largar a sus novias para tener una oportunidad con ella. Durante un segundo, se convirtió en una posibilidad.
Earl le echó un vistazo de reojo, y después cerró bruscamente la puerta de su taquilla.
—Siempre que ignores el hecho de que es un bicho raro.
Había algo chungo en la manera en que lo dijo, o más bien, en el motivo por el cual lo hizo. Era un bicho raro porque no era de Gatlin, porque no andaba como loca por entrar en el equipo de animadoras, porque ella no le había vuelto a mirar, o más bien, ni siquiera se había dignado hacerlo. Cualquier otro día le hubiera ignorado y hubiera cerrado el pico, pero ese no estaba por callarme.
—Así que eso la convierte automáticamente en un bicho raro, ¿no? ¿Porque no tiene uniforme, el pelo rubio y la falda corta?
El rostro de Earl era transparente. Esa era una de esas veces en las que se suponía que tenía que seguirle la corriente y yo no estaba cumpliendo con mi parte en aquel acuerdo tácito.
—Porque es una Ravenwood.
El mensaje era claro. Estaba buena, pero que no se te ocurriera pensar en ella siquiera. Ya había dejado de ser una posibilidad. Aun así, eso no evitó que la miraran, y eso era lo que estaban haciendo todos. Todos los que estaban en el pasillo mantuvieron las miradas fijas en ella como si fuera un ciervo ante la mira de un rifle de caza.
Pero ella siguió caminando, con el collar tintineando alrededor del cuello.
Unos minutos más tarde yo estaba de pie en la puerta de mi clase de inglés y ella, Lena Duchannes, también. La chica nueva, que probablemente seguiría recibiendo ese nombre dentro de cincuenta años si es que no la llamaban la sobrina del Viejo Ravenwood, le entregó una hoja de papel rosa a la señora English, que bizqueaba al intentar leerlo.
—Se han hecho un lío con mi horario y no me han puesto clase de inglés —le explicaba ella—, pero me han colocado dos horas de historia de Estados Unidos y ya lo he cursado en el otro instituto. —Sonaba frustrada y yo intenté no sonreír. Ella nunca había dado historia de Estados Unidos, al menos no como la enseñaba el señor Lee.
—De acuerdo, siéntese donde pueda. —La señora English le dio una copia de Matar a un ruiseñor. Parecía que nunca se había usado el libro, lo cual seguramente había ocurrido desde que convirtieron la novela en película.
La chica nueva alzó la mirada y me pilló observándola. Yo aparté los ojos, pero ya era demasiado tarde. Me las apañé para no sonreír, pero me sentía avergonzado y eso sólo sirvió para que sonriera aún más. Ella no pareció darse cuenta.
—Gracias, pero he traído el mío. —Sacó una copia en tapa dura y con un árbol grabado en la portada. Parecía realmente viejo y usado, como si lo hubiera leído más de una vez—. Es uno de mis libros favoritos. —Hizo el comentario como si aquello no fuera una rareza, y en ese momento me quedé mirándola.
Sentí como si una apisonadora me hubiera pasado por encima y Emily atravesó el umbral de la puerta como si yo no estuviera allí, que era su manera de decir «hola» y esperar que la acompañara hacia el fondo de la clase, donde se sentaban todos nuestros amigos.
La chica nueva se sentó en un sitio vacío de la primera fila, en la Tierra de Nadie que se extendía delante de la mesa de la señora English. Una mala decisión. Todo el mundo sabía que no había que sentarse allí. La señora English tenía un ojo de cristal y un oído terrible, algo lógico cuando la familia de uno tiene el único campo de tiro del condado. No podía verte ni dirigirse a ti si te sentabas en un sitio cualquiera que no fuera el de delante de ella. Lena iba a tener que contestar las preguntas de toda la clase.
Emily puso un gesto de diversión, cambió de dirección hasta pasar por su lado y le dio un golpe al bolso de Lena, que se cayó a un lado en el pasillo.
—Vaya. —Emily se agachó, y recogió un manoseado cuaderno de espiral tan roto que estaba a punto de perder la cubierta. Lo alzó como si fuera un ratón muerto—. Lena Duchannes. ¿Ese es tu nombre? Pensé que era Ravenwood.
Lena alzó la mirada lentamente.
—¿Puedes devolverme mi cuaderno?
Emily hojeó las páginas con descuido, como si no la hubiera escuchado.
—¿Este es tu diario? ¿Eres escritora? Oye, esto es genial.
Lena alargó la mano.
—Por favor.
Emily lo cerró de golpe y lo apartó para que no pudiera alcanzarlo.
—¿Puedo pedírtelo un minuto? Me encantaría leer algo que hayas escrito.
—Quiero que me lo devuelvas ahora mismo. Por favor. —Lena se puso de pie. Las cosas se estaban poniendo interesantes. La sobrina del Viejo Ravenwood estaba enterrándose en la clase de agujero del que luego no había escapatoria; nadie tenía una memoria como la de Emily.
—Primero tendrías que aprender a leer. —Le quité el diario a Emily de las manos y se lo devolví a Lena.
Después me senté en el pupitre de al lado, justo en la Tierra de Nadie. En el Lado del Ojo Bueno. Emily me miró con incredulidad. No sé por qué lo hice. Estaba tan estupefacto como ella. Jamás en mi vida me había sentado en la parte de delante de ninguna clase. El timbre sonó antes de que Emily pudiera decir nada, pero eso no importaba; yo sabía que ya las pagaría todas juntas después. Lena abrió el cuaderno y nos ignoró a los dos.
La señora English alzó la mirada.
—¿Podemos empezar, chicos?
Emily se fue con el rabo entre las piernas hacia su asiento en la parte de atrás, bien lejos de las primeras filas, donde no tendría que contestar preguntas durante todo el año y también muy lejos de la sobrina del Viejo Ravenwood. Y ahora, también lejos de mí. Esto me pareció algo liberador, incluso aunque tuviera que analizar la relación de Jem y Scout durante cincuenta minutos sin haberme leído el capítulo.
Cuando sonó el timbre, me volví a mirar a Lena. No sé qué me había imaginado que iba a decir. Quizás esperaba que ella me lo agradeciera. Pero no dijo nada y metió los libros en su cartera.
156. No era una palabra lo que había escrito en el dorso de su mano.
Era un número.
Lena Duchannes no me volvió a dirigir la palabra, al menos no ese día, ni siquiera esa semana, mas eso no evitó que pensara en ella o que la viera prácticamente por todas partes, aunque intentara no mirar. No era exactamente que esto me molestara. Tampoco era por su aspecto o por el hecho de que fuera guapa, a pesar de que siempre llevara ropas inadecuadas o esas viejas zapatillas. No era tampoco por lo que decía en clase, que era algo que nadie se hubiera atrevido a pensar y, de haber sido así, no se hubiera atrevido a decir. Ni siquiera que era diferente al resto de chicas del Jackson, pese a lo obvio que eso era.
Era porque me hacía darme cuenta de lo mucho que me parecía a todos ellos, aunque yo quisiera simular que no era así.
Había estado lloviendo todo el día y estaba sentado en la clase de cerámica, también conocida como SG, sobresaliente garantizado, porque te ponían la nota en función del esfuerzo y no de los resultados. Me había matriculado en cerámica la pasada primavera porque tenía que cursar algunas asignaturas de arte y, desde luego, bajo ningún concepto pensaba meterme en la banda de música, que ensayaba ruidosamente en el piso de abajo, dirigidos por la delgadísima y siempre llena de entusiasmo señorita Spider. Savannah se sentaba a mi lado. Yo era el único chico de la clase, y como era chico no tenía ni idea de lo que se suponía que teníamos que hacer a continuación.
—Hoy experimentaremos y no os voy a poner nota. Sentid la arcilla, liberad la mente. Ignorad la música que viene del piso de abajo. —La señora Abernathy se estremeció cuando la banda masacró una canción parecida a Dixie—. Sentidlo profundamente, abrid un camino hasta vuestra alma.
Me coloqué al lado del torno de alfarero y me quedé mirando la cerámica cuando empezó a girar delante de mí. Suspiré. Esto era casi tan malo como la banda. Cuando la clase se quedó en silencio y el zumbido de los tornos ahogó el rumor de la conversación en las filas de atrás, cambió la música del piso de abajo. Oí un violín, o quizás uno de esos violines grandes, una viola, creo. El sonido era hermoso y triste a la vez, además de perturbador. Desde luego, había mucho más talento en aquella desnuda melodía que lo que la señorita Spider había tenido el placer de dirigir en su vida. Miré a mi alrededor; nadie parecía escuchar la música. El sonido se deslizó bajo mi piel.
Reconocí la música y, al cabo de pocos segundos, comencé a escuchar las palabras en mi mente, tan claras como si las estuviera oyendo en mi iPod, pero esta vez la letra había cambiado:
Dieciséis lunas, dieciséis años
con el sonido del trueno en tus oídos.
Dieciséis millas hasta el reencuentro con ella.
Dieciséis que buscan lo que dieciséis temen.
Me quedé mirando la arcilla que giraba delante de mí hasta que el bulto se deformó. Cuanto más intentaba concentrarme, más se difuminaba la habitación a mi alrededor, hasta que pareció que la arcilla arrastraba en sus giros a la clase, la mesa y mi silla con ella. Era como si todos estuviéramos conectados en un giro continuo, al compás del ritmo de la melodía procedente de la clase de música. La habitación desapareció de mi visión. Alcé una mano y, con lentitud, pasé un dedo por la arcilla.
Y entonces hubo un relámpago y la clase que giraba se diluyó dando paso a otra imagen…
Yo caía.
Ambos caíamos.
Había regresado a mi sueño. Veía su mano, y veía la mía aferrándose a ella, con los dedos clavados en su piel, en su muñeca, en un intento desesperado por sujetarla, pero se me escapaba y podía sentir cómo sus dedos se me escurrían de la mano.
¡No me sueltes!
Quería ayudarla, sostenerla, más de lo que había querido nada en mi vida. Y en ese momento ella se escurrió de entre mis dedos…
—¿Qué estás haciendo, Ethan? —preguntó la señorita Abernathy con preocupación.
Abrí los ojos e intenté enfocar la mirada y recobrarme. Había tenido todos estos sueños desde que mi madre murió, pero esa fue la primera vez que los tuve durante el día. Me quedé mirando la mano, llena de arcilla gris que empezaba a secarse. Pero la huella que había en el torno tenía la impronta de una mano, como si yo hubiera aplastado lo que había estado haciendo. La observé más de cerca. Esa mano no era la mía, sino que era mucho más pequeña. Era la de una chica.
Su mano.
Miré bajo mis uñas, estaba la arcilla que se había desprendido de su muñeca.
—Ethan, al menos podrías hacer el intento. —La señora Abernathy me puso la mano en el hombro y me sobresalté. Al otro lado de las ventanas se oía el retumbar de un trueno.
—Señorita Abernathy, creo que está comunicándose con su alma —dijo Savannah entre risitas, inclinándose para ver mejor—. Y creo que te está diciendo que necesitas una manicura, Ethan.
Las chicas situadas a mi alrededor se echaron a reír. Aplasté la huella con el puño, convirtiéndola en una masa informe. En cuanto sonó el timbre, me levanté, me restregué las manos en los vaqueros, cogí la mochila y salí a toda prisa de la clase, resbalando con las zapatillas mojadas al doblar la curva para salir. Luego, tropecé con los cordones que llevaba desatados cuando bajé corriendo los dos tramos de escaleras que había hasta la sala de música. Tenía que saber si me lo había imaginado.
Empujé las puertas de la clase de música con ambas manos. El escenario estaba vacío y la clase desfilaba para salir. Yo iba contracorriente, intentando entrar cuando todo el mundo quería salir. Inhalé una gran bocanada de aire, pero ya sabía lo que iba a oler antes de hacerlo.
Limones y romero.
En el escenario, la señorita Spider recogía las partituras, dispersas encima de las sillas de tijera que usaba aquella penosa orquesta.
—Perdone, señorita, ¿quién tocaba esa… esa canción? —pregunté.
Ella me dirigió una sonrisa.
—Hemos tenido una maravillosa nueva adquisición en la sección de cuerda. Una viola. Justo acaba de mudarse a nuestra ciudad…
No. No podía ser. Ella no.
Me volví y eché a correr antes de que pronunciara su nombre.
Cuando sonó el timbre de la octava hora, Link me estaba esperando enfrente de las taquillas. Se pasó los dedos por su pelo de punta y se estiró la desteñida camiseta de Black Sabbath.
—Link, colega, necesito que me dejes las llaves.
—¿Y qué hay del entrenamiento?
—No puedo. Tengo que hacer algo.
—Pero, tío, ¿de qué estás hablando?
—Necesito las llaves. —Tenía que salir de allí como fuera. Había tenido todos esos sueños, había escuchado aquella música y ahora perdía el conocimiento en mitad de la clase, si es que esa era la manera de llamarlo. No sabía qué era lo que me estaba pasando, pero lo que sí sabía era que no podía ser nada bueno.
Si mi madre aún estuviera viva, probablemente se lo habría contado todo. Ella era así, podía contarle todo. Pero ya no estaba y mi padre vivía encerrado en su estudio. Si se me ocurría decirle algo a Amma, empezaría a echar sal por toda mi habitación durante un mes por lo menos.
Sólo dependía de mí.
Link me dio las llaves.
—El entrenador te va a matar.
—Lo sé.
—Y verás cuando Amma se entere.
—También lo sé.
—Te va a patear el culo todo el camino hasta la frontera del condado. —Me despidió con la mano cuando cogí las llaves—. No hagas tonterías.
Me volví y salí disparado. Demasiado tarde.