5 de febrero
La batalla de Honey Hill
A LA MAÑANA SIGUIENTE me desperté con dolor de cabeza y un martilleo en las sienes. Y no lo hice pensando en que los hechos de la velada anterior jamás habían sucedido, como ocurre tan a menudo en los cuentos. No se me pasó por la cabeza ni durante un segundo considerar que había sido un sueño la aparición y desaparición de Macon Ravenwood en mi habitación. Durante los meses posteriores a la muerte de mi madre me levantaba todas las mañanas convencido de que había tenido una pesadilla. No volvería a cometer ese error jamás.
Esta vez sabía que si todo tenía pinta de haber cambiado era porque había cambiado de verdad. Si las cosas me parecían cada vez más raras, se debía a que lo eran. Si tenía la sensación de que a Lena y a mí se nos acababa el tiempo, era porque se nos estaba agotando.
Seis días y seguía la cuenta atrás. Todo cuanto podía decirse era que las cosas no se presentaban bien para nosotros. Y, por supuesto, no decíamos nada. En el instituto hacíamos lo de siempre: íbamos juntos de la mano por el pasillo, nos besábamos al final de las taquillas hasta que nos dolían los labios y yo me sentía a punto de morir electrocutado. Permanecíamos dentro de nuestra burbuja y disfrutábamos fingiendo vivir unas vidas normales o lo poco que nos quedaba de ellas. Estábamos juntos todo el día, todos los minutos de clase, incluso en aquellas asignaturas en que no coincidíamos.
Lena me hablaba de las islas Barbados y de la línea donde se encontraban el cielo y el mar, tan fina que resultaba imposible diferenciar uno de otro, mientras se suponía que yo estaba haciendo un cuenco de barro en la clase de cerámica.
Lena me hablaba de su abuela, que le dejaba beber 7-Up usando regaliz rojo a modo de pajita, mientras en clase de literatura escribíamos un ensayo sobre El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde y Savannah Snow mascaba chicle sin cesar.
Me habló también de Macon, el cual, hasta donde le alcanzaba la memoria, y a pesar de todo, con independencia de donde estuviera, siempre había estado presente el día de su cumpleaños.
Esa noche, tras permanecer en vela hasta las tantas, peleando con el Libro de las Lunas, contemplamos juntos el amanecer a pesar de que ella estaba en Ravenwood y yo en mi casa.
¿Ethan?
Aquí estoy.
Tengo miedo.
Lo sé. Deberías dormir un poco, L.
No quiero despilfarrar el tiempo durmiendo.
Yo tampoco.
Pero ambos sabíamos que eso no era así. A ninguno de los dos nos apetecía demasiado tener sueños.
—«La noche de la Llamada es de gran debilidad, pues se ayuntan la Oscuridad de dentro y la de fuera, y entonces la persona de poder debe abrirse a la gran Oscuridad sin defensas, Vínculos, hechizos de guardar y amparar, y la muerte para siempre y eterna a la hora de la Llamada ha de esperar».
Lena cerró el libro de golpe.
—No soy capaz de leer más sobre esto.
—No me extraña que tu tío ande tan preocupado todo el rato, no bromeo.
—No basta con que pueda convertirme en una especie de demonio maléfico, también puedo sufrir la muerte eterna. Pon eso en la lista, debajo de condenación inminente.
—Lo tengo. Demonio. Muerte. Condenación.
Nos hallábamos una vez más en el jardín de Greenbrier. Lena me dio el libro y se dejó caer de espaldas para poder contemplar el cielo. Yo albergaba la esperanza de que estuviera jugando con las nubes y no dándole vueltas a lo poco que habíamos averiguado durante aquellas tardes estudiando el libro. En todo caso, no le dije que me ayudara mientras pasaba las páginas con los viejos guantes de jardinería de Amma, que me estaban demasiado pequeños.
El Libro de las Lunas tenía miles de páginas y algunas explicaban más de un conjuro. Estaban organizadas sin orden ni concierto, o al menos yo no acertaba a saberlo. El índice había resultado ser una patraña de primera categoría, pues apenas se correspondía con el contenido. Me puse a pasar las hojas con la esperanza de acabar tropezándome con algo de interés, pero la gran mayoría resultaba ser un galimatías. Miraba las palabras sin entender ni torta.
I Ddarganfod yr Hyn Sudd ar Goll
Datodwch y Cwlwm, Troellwch a Throwch ef
Bwriwh y Rhwymyn Hwn
Fel y Caf Ganfod
Yr Hyn rwy’n Dyheu Amdand
Yr Hyn rwy’n ei Geisio.
Entonces se me encendió la bombilla y me acordé de una cita que estaba clavada con chinchetas en el estudio de mis padres: «Pete et invenies». Busca y encontrarás. «Invenies». Encontrar.
Ut unvenias quod abest
expedi nodum, torque et convolve
elice hoc vinculum
ut inveniam
quod desidero
quod peto.
Pasé a toda prisa las páginas del diccionario de latín de mi madre. Garabateaba las palabras por detrás a medida que las iba traduciendo y al final me encontré cara a cara con los términos del hechizo.
Para hallar lo perdido
deshago el nudo, giro y enrollo.
Hago este vínculo
para poder encontrar
aquello que anhelo,
aquello que busco.
—¡He encontrado algo!
Lena se incorporó para echar un vistazo por encima de mi hombro.
—¿De qué hablas? —preguntó con escasa convicción.
Sostuve en alto el papel que yo había escrito aunque mi letra era casi ilegible.
—He traducido esto. Da la impresión de que puede servir para encontrar algún objeto perdido.
Lena se acercó más para revisar mi traducción y puso los ojos como platos.
—Es un hechizo de localización.
—Suena como algo útil para averiguar respuestas, quizá nos sirva para descubrir cómo deshacer la maldición.
Lena me quitó el libro de un tirón y lo apoyó en su regazo para estudiar concienzudamente la página. Señaló el conjuro situado encima del texto en latín.
—Es el mismo conjuro en gales, o eso creo.
—¿Pero nos sirve de algo?
—Ni idea. Ni siquiera sabemos qué estamos buscando. —Torció el gesto; de pronto, parecía menos entusiasmada—. Además, los hechizos orales no son tan fáciles como aparentan y yo nunca he hecho uno. Pueden salir mal un montón de cosas.
¿Estaba de guasa?
—¿Cómo? ¿Que las cosas pueden salir mal? ¿Hay algo peor que el hecho de que te conviertas en una Caster Oscura el día de tu decimosexto cumpleaños? —Le arrebaté el libro de las manos, se me quemaron las margaritas dibujadas en los guantes—. ¿Por qué expoliamos una tumba y malgastamos semanas intentando averiguar sus secretos si ni siquiera vamos a probar suerte?
Sostuve el libro en alto hasta que uno de mis guantes empezó a echar humo.
Lena sacudió la cabeza.
—Dámelo. —Respiró hondo—. Vale, lo intentaré, pero te lo advierto: no tengo la menor idea de qué puede suceder. Habitualmente no lo hago así.
—¿Así como?
—La forma de usar mis poderes, ya sabes, todo ese rollo de los Naturales. Esa es la cuestión, que se supone que todo debe salir de forma natural y la mitad del tiempo ni siquiera sé lo que me hago.
—Vale, pues entonces yo te ayudo esta vez. ¿Qué debo hacer? ¿Dibujar un círculo en el suelo? ¿Encender velas…?
Puso los ojos en blanco.
—¿Qué tal si te sientas ahí? —contestó, y señaló un lugar a varios metros de distancia—. Sólo por si las moscas.
Yo esperaba más preparativos, pero bueno, era un simple mortal, ¿qué iba a saber yo? Hice caso omiso a su orden de distanciarme de su primer intento de conjuración oral, pero sí retrocedí varios pasos. Lena sostuvo el libro en alto, lo cual era toda una hazaña, pues pesaba lo suyo, y tomó aire. Iba moviendo los ojos conforme leía los versos del conjuro.
Para hallar lo perdido
deshago el nudo, giro y enrollo.
Hago este Vínculo
para poder encontrar
aquello que anhelo,
Alzó la vista y recitó la última línea con voz nítida y fuerte.
aquello que busco.
Durante unos instantes no pasó nada. Las nubes seguían sobre nuestras cabezas y el aire era frío. Lena se encogió de hombros. No había funcionado. Llegó a la misma conclusión que yo hasta que oímos un sonido similar al producido por una ráfaga de aire al pasar por un túnel. El árbol situado detrás de mí se había incendiado, de hecho, estaba ardiendo, las llamas subían por el tronco entre chasquidos y se extendían por las ramas. Jamás había visto extenderse un fuego con semejante rapidez.
La madera empezó a humear de inmediato y, entre toses, me acerqué a Lena para alejarla de las llamas.
—¿Estás bien? —También estaba tosiendo. Aparté los rizos negros de su rostro—. Bueno, es evidente que no ha funcionado, a no ser que lo que querías fuera tostar un caramelo de malvavisco realmente gigante.
Lena esbozó una sonrisa de circunstancias.
—Te avisé de que las cosas podían torcerse.
—Eso se queda corto.
Alzamos la vista y contemplamos el ciprés en llamas. Cinco días y seguía la cuenta atrás.
Cuatro días y seguía la cuenta atrás. Las nubes se arremolinaban en el cielo y Lena estaba enferma en casa. El río Santee bajaba desbordado y los caminos que discurrían al norte del pueblo estaban inundados. En las noticias locales hablaban sin cesar del calentamiento global, pero yo sabía bien de qué iba la cosa. Lena y yo discutíamos sobre el libro mientras yo estaba en clase de matemáticas, lo cual no iba a ayudarme en nada con la nota del examen sorpresa.
Olvídate del libro, Ethan. Me tiene harta. No sirve de nada.
No podemos echarlo en saco roto. Es tu única posibilidad. Ya oíste a tu tío, es el libro más poderoso del mundo de la magia.
También es el libro que maldijo a toda mi familia.
No te rindas. La respuesta tiene que estar en alguna de sus páginas.
La estaba perdiendo, iba a dejar de escucharme de un momento a otro y yo iba a catear el tercer examen del semestre. Genial.
Por cierto, ¿puedes simplificar 7x-2(4x-6)?
Yo sabía que sí. Ella ya había dado trigonometría.
¿Y eso qué tiene que ver con lo que estamos hablando?
Nada, pero voy a suspender este examen.
Suspiró.
Ser novio de una Caster tiene sus ventajas.
Tres días y seguía la cuenta atrás. Pronto empezaron los aluviones de lodo y el terreno se desprendió sobre el polideportivo. Las animadoras no iban a poder animar al equipo y el comité de disciplina iba a tener que buscarse otro escenario para sus cazas de brujas. Lena siguió sin venir al instituto, pero permanecía en mi mente todo el día. Su voz era cada vez menos audible, hasta que llegó un momento en que apenas fui capaz de notarla, ahogada por el bullicio de otro día más en el Instituto Stonewall Jackson.
Me senté solo en el comedor, pero fui incapaz de probar bocado. Por primera vez desde que había conocido a Lena miré a cuantos compañeros tenía a mi alrededor y sentí una punzada de algo difícil de describir. ¿Qué era eso? ¿Celos? ¡Qué vidas tan sencillas y fáciles llevaban! Tenían problemas pequeños, propios de los mortales, como solían ser antes los míos. Por el rabillo del ojo pillé a Emily mirándome. Savannah llegó y se abalanzó sobre ella, provocando el gruñido de siempre. No, no eran celos. No cambiaría a Lena por nada de esto.
No concebía la posibilidad de volver a una existencia tan insignificante.
Dos días y seguía la cuenta atrás. Lena ni siquiera me hablaba.
Se había hundido la mitad del tejado de la sede de las Hijas de la Revolución Americana por efecto de los fuertes vientos. Los registros que la señora Lincoln y la señora Asher habían reunido durante años y años y los árboles genealógicos de familias cuyas raíces se remontaban al Mayflower y a la Guerra de la Independencia quedaron destrozados. Los patriotas del condado de Gatlin tendrían que demostrar de nuevo que su linaje era superior al de todos nosotros.
Conduje hacia Ravenwood de camino al instituto. Llamé a la puerta con todas mis fuerzas. Lena no salía de casa. Cuando finalmente me abrió la puerta, supe por qué.
La mansión había vuelto a cambiar y parecía una cárcel de máxima seguridad. Las ventanas estaban atrancadas y los muros eran de hormigón liso, salvo los del pasillo de entrada, acolchados y de color naranja. Lena llevaba un mono naranja con unos números: 1102, el día de su cumpleaños, y tenía las manos llenas de conjuros. A su manera, con el pelo negro alborotado, estaba guapa. Era capaz de tener buen aspecto incluso con ropa de presidiario.
—¿Qué pasa, L?
Siguió la dirección de mi mirada más allá de su hombro, hacia el interior de Ravenwood.
—¿Te refieres a esto? Oh, nada, es una broma.
—No sabía que tu tío fuera tan bromista.
—Y no lo es. —Dio un tirón a un hilo suelto de su manga—. Es cosa mía.
—¿Y desde cuándo controlas la mansión?
Se encogió de hombros.
—Me desperté ayer y la casa tenía este aspecto. Debe de haber sido cosa de mi mente. La casa sólo la escuchó, me imagino…
—Salgamos de aquí. Estar en la cárcel sólo va a ponerte más triste.
—Podría ser Ridley en un par de días. Es de lo más deprimente.
Lena meneó la cabeza con pesar y se sentó en el porche. Me acomodé a su lado. No me miró, en vez de eso mantuvo los ojos fijos en sus zapatillas de presidiaría, de lona blanca. Me pregunté cómo podía saber cómo era el calzado que se llevaba en la cárcel.
—Los cordones… Eso es lo que llevas mal…
—¿Qué?
Le señalé las deportivas con la mano.
—En las cárceles de verdad les quitan los cordones a las zapatillas.
—Tienes que irte, Ethan. Esto se acabó. No puedo evitar que llegue mi cumpleaños ni se cumpla la maldición. Ya no puedo pretender ser una chica normal. No soy como Savannah Snow o Emily Asher. Soy una Caster.
Cogí un montoncito de piedras del primer peldaño del porche y lancé una lo más lejos posible.
No voy a decirte adiós, L. No puedo.
Cogió una piedrecita de mi mano y la lanzó. Percibí el suave contacto de su calor cuando sus dedos rozaron los míos. Intenté memorizar la sensación.
No te queda otro remedio. Me habré ido y ni siquiera recordaré cuánto me importabas.
Yo era tozudo. No podía escuchar eso. Lancé otra piedra; esta vez, impactó contra un árbol.
—Sólo estoy seguro de una cosa: nada va a cambiar lo que sentimos el uno por el otro.
—Ethan, es posible que yo ni siquiera sea capaz de sentir nada.
—Eso no me lo creo.
Arrojé el resto de piedrecillas sobre las hierbas del patio, más crecidas de la cuenta. No supe dónde cayeron, pues no hicieron ruido alguno, pero me mantuve mirando en esa dirección el mayor tiempo posible mientras tragaba saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.
Lena alargó una mano hacia mí, pero luego le entraron dudas y al final la retiró sin llegar a tocarme.
—No te enfades conmigo. Yo no pedí nada de esto.
—Tal vez —le solté con brusquedad—, pero ¿y si mañana es nuestro último día juntos? Podríamos pasarlo juntos, pero, en vez de eso, te quedas aquí, comiéndote el tarro como si ya te hubieran Llamado.
Lena se levantó.
—No lo entiendes.
Cerró de un portazo al regresar al interior, de vuelta a su casa, a su celda carcelaria o lo que fuera.
Yo no había tenido novia antes, así que no estaba preparado para lidiar con todo aquello. De hecho, tampoco sabía muy a las claras cómo llamarlo, y menos aún al tratarse de una novia Caster. Me rendí. Me levanté y fui al coche, no se me ocurrió nada mejor. Conduje hacia el instituto y llegué tarde, como siempre.
Veinticuatro horas y seguía la cuenta atrás. Un sistema de bajas presiones se había instalado sobre Gatlin. No era posible determinar si iba a nevar o granizar, pero el cielo tenía muy mal aspecto y podía suceder cualquier cosa.
Al mirar por la ventana en clase de historia vi pasar un cortejo fúnebre, salvo que aún no había tenido lugar ningún entierro. Se trataba del coche funerario de Macon, seguido de siete limusinas negras modelo Lincoln Town Car. Pasaron por delante del instituto al cruzar el pueblo de camino a la mansión Ravenwood.
Nadie prestaba atención al señor Lee. Estaba dando la tabarra con la inminente recreación de la batalla de Honey Hill, una de las menos conocidas de la Guerra de Secesión, pero de la que más se enorgullecían los ciudadanos del condado.
—En 1864, Sherman, comandante de las fuerzas de la Unión, ordenó a las tropas del general de brigada John Hatch cortar el ferrocarril que unía Charleston y Savannah para que las fuerzas confederadas no pudieran interponerse en su marcha hacia el mar, pero los unionistas se retrasaron debido a un «error de navegación».
Sonrió con orgullo mientras escribía en la pizarra: ERROR DE NAVEGACIÓN. Vale. Los de la Unión eran idiotas. Lo pillábamos. Ese era el quid de la batalla de Honey Hill y de la misma Guerra de Secesión, y eso nos lo habían enseñado desde la guardería, pasando por alto, eso sí, el hecho de que la Unión se había impuesto al final. En Gatlin, todas las conversaciones definían la derrota poco menos que como otra caballerosa concesión del siempre caballeroso sur. El sur había hecho lo más correcto y ético desde una perspectiva histórica o, al menos, eso sostenía el señor Lee.
Pero nadie miraba a la pizarra, todos observábamos a través de los cristales el cortejo fúnebre a su paso por la calle, detrás del campo de atletismo.
Ahora que Macon había salido del armario, por así decirlo, parecía disfrutar lo suyo montando un numerito, y para ser un tipo que sólo asomaba la nariz por la noche, se las arreglaba muy bien para llamar la atención.
Noté una patada en la espinilla. Link se echó hacia delante para evitar que el profesor le viera.
—¿Quién irá en todos esos coches?
—¿Tendría la bondad de explicarnos qué sucedió a continuación, señor Lincoln? Después de todo, su padre estará al frente de la caballería mañana.
El señor Lee nos miraba con los brazos cruzados.
Mi amigo fingió toser. El honor de encabezar la caballería durante la recreación había recaído en el padre de Link, intimidado por aquello; ocupaba ese lugar desde la muerte el año anterior de Big Earl Eaton, pues el único modo de ascender en rango en la recreación era por la muerte de alguien. Esto habría sido algo muy importante para la familia de Savannah, pero Link no le concedía demasiada importancia a todo eso de la recreación histórica.
—Veamos, señor Lee. Espere, lo tengo. Esto… ganamos la batalla y perdimos la guerra, o ¿fue al revés? Porque aquí a veces resulta difícil tenerlo claro.
El profesor ignoró el comentario de Link. Probablemente, él era de esos que durante todo el año hacía ondear la primera bandera confederada delante de su casa, bueno, de su casa prefabricada.
—Para cuando Hatch y los unionistas llegaron a Honey Hill, el coronel Colcock… —La clase se desternilló de risa mientras Lee nos fulminaba con la mirada—. Sí, el coronel se llamaba así, Colcock. Él, la brigada bajo su mando y la milicia dispusieron siete cañones de un lado a otro, formando una barrera infranqueable.
¿Cuántas veces íbamos a tener que oír lo de los siete cañones? Lo contaban poco menos como si fuera el milagro de la multiplicación de los panes y los peces.
Link se dio la vuelta para mirarme y señaló la calle principal con un movimiento de cabeza.
—¿Y bien?
—Es la familia de Lena, creo. Se supone que iban a venir para su cumpleaños.
—Ya. Algo de eso comentó Ridley.
—¿Seguís juntos? —pregunté, no sin cierto temor.
—Sí, colega. ¿Sabes guardar un secreto?
—¿No lo hago siempre?
Link se levantó la manga de su camiseta de los Ramones y me enseñó un tatuaje; parecía una versión manga de Ridley vestida como las niñas de un colegio católico: con falditas y calcetines hasta las rodillas.
Yo albergaba la esperanza de que la fascinación de mi amigo por Ridley hubiera disminuido un poco, pero en el fondo sabía que no era así. Link sólo podría pasar página con Ridley si esta era legal y cortaba con él, y eso si antes no le obligaba a tirarse de cabeza por un acantilado. E incluso entonces tal vez no fuera capaz de olvidarla.
—Lo terminé durante las vacaciones de Navidad. ¿A que mola un huevo? Me lo dibujó Ridley. Esta chica es tremenda como artista.
Artista no sé, pero lo de tremenda me lo creía. ¿Y qué le decía yo? ¿Te has tatuado en el brazo una versión en plan tebeo de una Caster Oscura, que, por cierto, te tiene sorbido el seso con algún conjuro de amor y encima es tu novia? Pues no, así que respondí:
—Tu madre va a flipar en colores cuando lo vea.
—No va a verlo, lo tapa la manga y ahora tenemos una nueva regla de privacidad en casa: debe llamar a la puerta antes de entrar.
—¿Llamar antes de entrar de sopetón y hacer lo que le venga en gana?
—Sí, bueno, pero al menos llama primero.
—Por tu bien, eso espero.
—En cualquier caso, Ridley y yo tenemos una sorpresa para Lena, pero no le digas a Rid que te lo he contado, me mataría si se entera. Mañana vamos a darle una fiesta a Lena en el terreno que hay al lado de Ravenwood.
—Más vale que sea una broma.
—No, es una sorpresa.
De hecho, parecía entusiasmado, como si la fiesta fuera a celebrarse, Lena asistiera o se le pasara por la cabeza a Macon dejarle ir.
—Pero ¿en qué estáis pensando? Eso va a sentarle fatal a Lena. Ella y Ridley ni siquiera se hablan.
—Eso es cosa de Lena, tío. Debería olvidar las rencillas, son familia.
El influjo de Ridley le había convertido en un zombi, yo lo sabía, pero me seguía fastidiando mucho.
—No sabes de lo que hablas. Mantente al margen, confía en mí.
Abrió una barrita de Slim Jim y le pegó un mordisco.
—Lo que tú digas, tío. Nosotros vamos a intentar hacer algo chulo por Lena. No es como si hubiera mucha gente dispuesta a acudir a una fiesta suya.
—Razón de más para no hacerla. No va a acudir nadie.
Sonrió de oreja a oreja antes de meterse en la boca el resto del Slim Jim.
—No faltará nadie. Acudirán todos. O, al menos, eso es lo que dice Ridley.
¿Ridley? Entonces, por supuesto que sí, todo el pueblo la seguiría como si fuera el flautista de Hamelín en cuanto ella se pusiera a tocar, pero Link parecía no ver cuál era la situación.
—Mi banda, los Holy Rollers, va a tocar por primera vez.
—¿Los qué…?
—Mi nueva banda, ya sabes, la que monté en el campamento cristiano.
No había querido saber nada de lo que le había sucedido durante las vacaciones. Me bastó con verle regresar de una pieza.
Mientras escribía un enorme número ocho, el señor Lee golpeaba violentamente la pizarra con la tiza para darle énfasis a su frase:
—Al final, Hatch no logró sobrepasar a los confederados y se retiró con ochenta y nueve bajas y seiscientos veintinueve heridos. Los del sur ganaron la batalla y tan sólo hubo ocho muertos. Y esa es la razón —continuó, dando golpecitos al número escrito en tiza— por la que todos vosotros vais a venir mañana conmigo a la recreación histórica de la batalla de Honey Hill.
Recreación. Historia viva. Eso era lo que la gente como el profesor Lee llamaba representaciones de la Guerra de Secesión. Y se lo tomaban muy a pecho. Todo, hasta el último detalle, se hacía exactamente igual, desde el uniforme y la munición hasta la posición de los soldados en el campo de batalla.
Link esbozó una ancha sonrisa, toda manchada por el Slim Jim.
—No se lo digas a Lena. Queremos darle una sorpresa… Nos gustaría que fuera nuestro regalo de cumpleaños, el de los dos.
Me limité a mirarle mientras le daba vueltas, por un lado, al talante taciturno de Lena y a ese mono naranja de presidiario, y por otro, a la banda de Link, que iba a ser un horror, eso fijo, una fiesta con los del instituto, Emily Asher, Savannah Snow, los Ángeles Guardianes, Ridley, todos en Ravenwood, y eso sin mencionar la sucesión de cañonazos procedentes de la recreación de la batalla. Y todo eso contemplado por Macon con desaprobación, y además estaba su madre intentando matarla, y el perro ese que permitía a Macon ver todo cuanto hacíamos.
Sonó el timbre.
Sorpresa, sorpresa, pues no, sorpresa no era la palabra adecuada para describir cómo iba a reaccionar, y quien iba a contárselo era yo.
—No se olviden de firmar cuando lleguen a la recreación o se quedarán sin nota. Y recuerden: manténganse detrás de las cuerdas, en la zona de seguridad. No les voy a poner un sobresaliente en la asignatura por llevarse un balazo —gritó el señor Lee mientras desfilábamos por la puerta.
Recibir una bala no me parecía la peor de las alternativas posibles en ese preciso momento.
Las recreaciones de la Guerra de Secesión son un fenómeno de lo más peculiar y la de la batalla de Honey Hill no suponía una excepción. En realidad, ¿quién podía estar interesado en llevar unas ropas de algodón sudadas con aspecto de ser disfraces de Halloween? ¿A quién le interesaba andar por ahí con un fusil del año de la catapulta, tan inestable que se sabía de gente que se había amputado alguna extremidad al dispararlo? Por cierto, así es como había muerto Big Earl Eaton. ¿A quién podía preocuparle la recreación de batallas libradas en una guerra de hace ciento cincuenta años y que encima no había ganado el sur? ¿Quién iba a hacer algo así?
En Gatlin, y en la mayoría de los estados del sur, la respuesta era: tu médico, tu abogado, tu predicador, el tipo del taller adonde llevabas el coche, el repartidor de correo, y lo más probable era que también tu padre y todos tus tíos y sobrinos, tu profesor de historia (sobre todo si te tocaba alguien como el señor Lee) y sin ningún género de dudas el propietario de la armería del pueblo. Daba igual que cayeran chuzos de punta o brillara el sol, pero durante la segunda semana DE FEBRERO nadie en el condado hablaba, pensaba o se quejaba de otra cosa que no fuera la recreación de la batalla de Honey Hill.
Honey Hill era nuestra batalla. No sé cómo lo decidieron, pero estoy convencido de que guardaba relación con los siete cañones. La gente del pueblo se tiraba semanas y semanas preparándolo todo para ese día. Ahora que se acercaba el momento, había que limpiar con vapor y planchar los uniformes de soldado confederado, razón por la cual flotaba en el aire de todo Gatlin un olor a algodón caliente. Limpiaban los rifles de avancarga, pulían los sables y la mitad de los hombres se pasaban la última semana fabricando munición casera en la propiedad de Buford Radford, porque a su esposa no le molestaba aquella pestilencia.
Las viudas estaban muy ocupadas lavando sábanas y congelando pasteles destinados a los turistas que vendrían a presenciar la recreación del combate. Las integrantes de las Hijas de la Revolución Americana se habían pasado semanas preparando su versión de la representación: el Tour del Patrimonio Histórico del Sur. Entretanto, sus hijas habían estado dos sábados enteros horneando bizcochos de mantequilla para servirlos al final de cada recorrido.
Estas excursiones eran especialmente divertidas, ya que las Hijas de la Revolución Americana, incluida la señora Lincoln, hacían de guía engalanadas con trajes de época. A base de tirones conseguían meterse dentro de corsés y enaguas, lo cual les confería una cierta similitud con salchichas a punto de reventar por efecto del calor. Y no eran las únicas: sus hijas, incluyendo a Savannah y Emily, la futura generación de las Hijas de la Revolución Americana, debían ponerse esos vestidos trasnochados mientras se ocupaban de los quehaceres de la casa. Parecían personajes salidos de La casa de la pradera. El viaje siempre empezaba en la sede de la asociación, pues era el segundo edificio más antiguo de Gatlin. Me preguntaba si repararían a tiempo el tejado.
No podía evitarlo, me imaginaba a todas esas mujeres dando vueltas por el edificio de la Sociedad Histórica de Gatlin, enseñando los edredones llenos de estrellas, justo encima de los cientos de documentos y pergaminos Caster, allí guardados a la espera del siguiente día festivo.
Pero ellas no eran las únicas que participan en el acto. Era frecuente referirse a la Guerra de Secesión norteamericana como «la primera guerra moderna», pero bastaba un paseo por Gatlin durante la semana previa a la recreación para comprobar que no había nada de moderno en ella. Estaba en funcionamiento hasta la última reliquia de aquella contienda, desde las calesas hasta los cañones, y en el pueblo hasta un niño de parvulario era capaz de explicar que eran piezas de artillería montadas sobre unos armazones viejos.
Las Hermanas llegaron a sacar incluso su enseña original de la Confederación y la clavaron en la puerta de la entrada cuando yo me negué a colgarla en el porche. Casi todo valía para el espectáculo, pero ahí me planté.
El día previo a la recreación había un gran desfile y los participantes tenían ocasión de marchar por las calles vestidos con sus uniformes de punta en blanco para que pudieran verlos los turistas, pues al día siguiente iban a estar tan cubiertos de lodo y manchas de humo que nadie podría valorar sus fulgurantes botonaduras de bronce ni sus chaquetas entalladas auténticas.
Después del desfile se celebraba una gran fiesta con una barbacoa y había una especie de puesto para besarse y un concurso de pasteles a la antigua usanza. Amma se pasaba días y días cocinando, pues, dejando a un lado la feria del condado, este era el concurso más grande de pasteles en el que participaba y su oportunidad para hacer morder el polvo a sus rivales. Sus pasteles siempre eran los más vendidos, lo cual sacaba de quicio a la señora Lincoln y a la señora Snow, razón por la cual se daba semejante paliza en la cocina. Su principal motivación era destacar por encima de todas las Hijas de la Revolución Americana y restregarles por los morros que los suyos eran pasteles de segunda.
Por tanto, las cosas cambiaban todos los años cuando el calendario llegaba a la segunda semana DE FEBRERO, era como si nuestras vidas cesaran y todos regresáramos a 1864, a la víspera de la batalla de Honey Hill. Este año no era una excepción, pero con una peculiaridad. Este mes DE FEBRERO, mientras llegaban al pueblo vehículos para transportar caballos —todo respetable jinete recreacionista poseía su propio caballo— y camionetas arrastrando cañones, había en curso otros preparativos para una batalla muy diferente.
Sólo que aquella no empezaba en el segundo edificio más antiguo de Gatlin, sino en el primero. Estaban los cañones que todos conocíamos, pero también había otros. En ese otro enfrentamiento no tenían cabida armas de fuego ni caballos, pero eso no le restaba ni un ápice a su naturaleza de guerra campal. Siendo sinceros, era la única batalla real del pueblo.
En cuanto a las ocho bajas sufridas en Honey Hill, no había lugar a la comparación. A mí sólo me preocupaba una, porque si la perdía a ella, también yo estaría perdido.
Por eso olvidé la batalla de Honey Hill. Para mí, aquello se parecía mucho más al Día D.