2 de septiembre
Una chica nueva
OCHO CALLES. Esa era toda la distancia que mediaba entre Cotton Bend y Jackson High. Si tuviera que vivir de nuevo toda mi vida, probablemente me la pasaría subiendo y bajando estas ocho calles, y desde luego fueron suficientes en aquel momento para quitarme de la cabeza el extraño coche fúnebre negro. Quizá por eso no se lo mencioné a Link.
Pasamos por el Stop & Shop, conocido también como el Stop & Steal. Era la única tienda del pueblo y lo más cercano que teníamos a un 7-Eleven. Así que cada vez que quedaba en la puerta con mis amigos, lo hacía con la esperanza de no tropezarme con la madre de alguno comprando comida o, peor aún, con Amma.
Distinguí el Grand Prix que me era tan familiar aparcado justo delante.
—Oh, oh. Fatty ya ha acampado por aquí.
Estaba sentado en el asiento del conductor, leyendo Barras y Estrellas.
—Quizá no nos haya visto. —Link miró por el retrovisor, tenso.
—Nos han fastidiado.
Fatty era el encargado del instituto Stonewall Jackson para controlar a los que hacían pellas, además de un orgulloso miembro de la fuerza de policía de Gatlin. Su novia, Amanda, trabajaba en el Stop & Steal, y él aparcaba allí muchas mañanas a la espera de que salieran los productos de la panadería. Y eso era de lo más inconveniente si uno siempre llegaba tarde, como nos solía pasar a Link y a mí.
Desde luego, uno no podía matricularse en el Jackson sin conocer las rutinas de Fatty tan bien como el horario de las clases. Fatty nos hizo señas para que siguiéramos adelante sin levantar siquiera la vista de la sección de deportes. Por hoy, nos dejaba pasar.
—Sección de deportes y un bollo pegajoso. Ya sabes lo que eso significa.
—Sí, que nos quedan cinco minutos.
Aparcamos el Cacharro en el parking del instituto en punto muerto, con la esperanza de pasar desapercibidos ante el control de faltas, pero fuera diluviaba, así que cuando entramos en el edificio estábamos empapados y las zapatillas nos hacían tanto ruido que, de todas formas, nos hubiera dado igual quedarnos allí parados.
—¡Ethan Wate! ¡Wesley Lincoln!
Permanecimos de pie en la oficina, chorreando, esperando nuestro parte de castigo.
—Ya empezamos llegando tarde desde el primer día de curso. Señor Lincoln, su madre va a tener unas palabritas con usted. Y no ponga esa sonrisita de suficiencia, señor Wate, Amma le va a moler a palos.
La señorita Hester tenía razón. Amma no iba a tardar en enterarse de que había llegado tarde ni cinco minutos, si es que no se había enterado ya. Así eran las cosas por aquí. Mi madre solía decir que Carlton Eaton, el jefe de la estafeta de correos, leía todas las cartas que consideraba medianamente interesantes, y ni siquiera se molestaba en sellarlas de nuevo después. Tampoco es que hubiera muchas noticias que lo merecieran. Todas las familias tienen sus secretos, pero todos en la calle las conocían, igual que sus secretos.
—Señorita Hester, es que venía conduciendo despacio porque llovía mucho. —Link echó mano de su encanto, a ver qué pasaba, pero la señorita Hester se bajó las gafas un poco y le devolvió la mirada sin parecer encantada en absoluto. La cadenita que llevaba en torno al cuello para sujetar las gafas se balanceó.
—No puedo perder el tiempo charlando con vosotros, chicos. Estoy ocupada rellenando vuestros partes de falta, así que ya sabéis dónde pasaréis la tarde: aquí castigados —dijo mientras nos daba a cada uno un papel de color azul.
Ya lo creo que estaba ocupada. Se olía ya la laca de uñas incluso antes de que torciéramos la esquina. Bienvenidos.
El primer día de clase siempre es igual en Gatlin. Los profesores, que nos conocían a todos de la iglesia, decidían que eras listo o torpe en cuanto pisabas la guardería. Yo era listo porque mis padres eran profesores. Link era idiota porque había arrugado las páginas de la Biblia durante la «búsqueda de la frase bíblica», además de vomitar una vez en la fiesta de Navidad. Y como yo era listo, sacaba buenas notas en los exámenes; y como él era tonto, las sacaba malas. No creo que nadie se molestara siquiera en leerlos. Algunas veces escribía algunas cosas a voleo en mitad de mis ejercicios sólo para comprobar si mis profesores me decían algo. Jamás me dijeron nada.
Por desgracia, no se aplicaba el mismo principio a los test. En la clase de inglés de primera hora, descubrí que la profesora, de setecientos años de edad, cuyo nombre era, aunque parezca increíble, señora English, esperaba que nos hubiéramos leído Matar a un ruiseñor durante el verano, así que suspendí la primera prueba. Genial. Me había leído el libro hacía por lo menos dos años, pues era uno de los favoritos de mi madre, pero había pasado mucho tiempo y me equivoqué en los detalles.
Hay algo que pocos saben de mí: me paso todo el tiempo leyendo. Los libros eran lo único con lo que podía evadirme de Gatlin, aunque sólo fuera durante un rato. Tenía un mapa en la pared de mi cuarto y cada vez que leía sobre un lugar que me gustaría conocer lo marcaba en él. El guardián entre el centeno me había mostrado Nueva York. Hacia rutas salvajes me condujo a Alaska. Cuando leí En el camino añadí Chicago, Denver, Los Ángeles y Ciudad de México. Kerouac te podía llevar a casi cualquier sitio. Cada pocos meses, trazaba una línea para unir los puntos. Una fina línea verde que seguiría en un viaje por carretera el verano anterior a la universidad, si es que alguna vez conseguía salir de este pueblo. Me guardaba para mí solo lo del mapa y la lectura. En este lugar, los libros y el baloncesto hacían mala mezcla.
En química no me fue mucho mejor. El señor Hollenback me condenó a ser compañero de laboratorio de Emily «Anti-Ethan», también conocida como Emily Asher, que se había jurado despreciarme toda la vida desde el baile del año pasado, cuando cometí el error de ponerme mis zapatillas Chuck Taylor con el esmoquin y dejé que mi padre nos llevara en el Volvo todo oxidado. Tenía una ventana rota que no podía subirse, de modo que el aire le destrozó su rubio cabello perfectamente peinado con rizos para el baile de graduación; para cuando llegamos al gimnasio, parecía María Antonieta recién salida de la cama. Emily no me dirigió la palabra durante el resto de la noche y envió a Savannah Snow para dejarme plantado a tres pasos de la fuente de ponche. Eso fue realmente el final de la historia.
Aquella situación era un tema inagotable de diversión para los chicos, que todavía esperaban que volviéramos a salir juntos. Lo que ellos no sabían era que a mí no me iban las chicas como Emily. Era guapa, pero eso era todo. Y mirarla no me compensaba tener que escuchar lo que salía de su boca. Yo quería algo distinto, alguien con quien pudiera charlar de otras cosas que no fueran fiestas y quién iba a ser coronado en el baile de invierno. Una chica que fuera lista, o divertida, o al menos una compañera decente de laboratorio.
Quizás una chica como esa no fuese más que un sueño, pero desde luego cualquier sueño es mejor que una pesadilla, aunque esta lleve una falda de animadora.
Sobreviví a la clase de química, pero mi día empeoró a partir de ese momento. Al parecer, este año tenía que estudiar de nuevo historia de Estados Unidos, que era la única historia que se enseñaba en el Jackson, con lo cual sobraba el añadido. Me pasaría mi segundo año consecutivo estudiando la Guerra de la Agresión del Norte con el señor Lee, que no estaba emparentado con el famoso general, pero, según lo que habíamos descubierto a estas alturas, él y el famoso líder confederado eran uno solo en espíritu. El señor Lee era uno de los pocos profesores que me odiaban de verdad. El curso anterior, Link me había retado a que escribiera un ensayo titulado La guerra de la Agresión del Sur, y me suspendió. Al parecer, después de todo, algunas veces los profesores sí que se leían los trabajos de verdad.
Encontré un asiento al final de la clase al lado de Link, que estaba ocupado copiando los apuntes de cualquier clase anterior que se hubiera pasado roncando; sin embargo, dejó de escribir tan pronto como me senté.
—Tío, ¿lo has oído?
—¿Oír el qué?
—Hay una chica nueva en el instituto.
—Hay una tonelada de chicas nuevas, imbécil, una clase entera de novatas.
—No estoy hablando de las novatas, sino de la chica nueva de nuestra clase.
En cualquier instituto, la llegada de una nueva alumna a la clase de segundo sería toda una noticia, pero esto era el Jackson, y no había llegado nadie al instituto desde tercer grado, cuando Kelly Wix se mudó con sus abuelos después de que su padre fuera arrestado por regentar un negocio de juego en el sótano de su casa en Lake City.
—¿Quién es?
—No lo sé. He tenido educación cívica a segunda hora con los colgados de la banda de música y ellos no sabían nada salvo que toca el violín o algo así. Me pregunto si estará buena. —Link tenía una mente como un disco con una sola pista, como la mayoría de los chicos. La diferencia estribaba en que la pista de Link terminaba directamente en su boca.
—Vaya, ¿es una de las piradas de la banda?
—No. Se dedica a la música. Quizá comparta conmigo mi amor por la música clásica.
—¿Música clásica? —La única música clásica que había oído Link en su vida había sido en la consulta del dentista.
—Ya sabes, tío, los clásicos. Pink Floyd, Black Sabbath, los Stones…
Me eché a reír.
—Señor Lincoln. Señor Wate. Siento interrumpir su conversación, pero me gustaría empezar la clase, si les parece bien. —El tono del señor Lee era tan sarcástico como el año pasado y su aspecto, con el pelo repeinado y grasiento y la cara picada, igual de malo. Nos repartió copias del mismo programa que debía de llevar usando por lo menos diez años. Este año se exigía participar en un acto recreacionista de la Guerra de Secesión. Pues no faltaba más, sólo tenía que pedirle prestado un uniforme a uno de mis parientes de los que participan en celebraciones recreacionistas los fines de semana. Mira qué suerte.
Después de que sonara el timbre, Link y yo nos retrepamos en el vestíbulo al lado de nuestras taquillas con la esperanza de echarle una buena ojeada a la chica nueva. Era para oírle, ella iba a ser su futura amiga del alma, colega de su banda, y me recitó toda una serie más de afinidades de las que no me apetecía oírle hablar. Pero a la única cosa que conseguimos echarle una ojeada fue al buen trozo de Charlotte Chase que dejaba ver una falda vaquera dos tallas más pequeña de la suya. Lo cual significaba sin duda que no íbamos a pillar nada más antes del almuerzo porque nuestra próxima clase era lenguaje de signos americano y no se permitía hablar de manera bastante estricta. Nadie era tan bueno con los signos como para deletrear «chica nueva», especialmente porque esa clase era la única en la que coincidíamos con el resto del equipo de baloncesto del Jackson.
Llevaba en aquel equipo desde octavo grado, cuando crecí quince centímetros durante el verano y al final me quedé una cabeza por encima de todos los demás de mi clase. Además, uno está obligado a hacer algo normal cuando sus dos padres son profesores. Y mira por dónde, yo era bastante bueno en baloncesto. Siempre parecía saber dónde iban a lanzar la pelota los jugadores del otro equipo, lo cual me había valido un asiento en la cafetería todos los días. Y en Jackson, eso costaba lo suyo.
Ese día el asiento había ganado aún más valor porque Shawn Bishop, nuestro base, ya había visto a la chica nueva. Link le preguntó lo único que les importaba a todos.
—Entonces, ¿está buena?
—Muy buena.
—¿Tan buena como Savannah Snow?
Como si estuviera sincronizada con su nombre, Savannah, el modelo por el cual se medían el resto de chicas del Jackson, entró en la cafetería, cogida del brazo de Emily «Anti-Ethan» y todos nos volvimos a mirar porque Savannah tenía el metro y medio más perfecto de piernas que habíamos visto en nuestra vida. Emily y Savannah eran casi una sola persona, incluso aunque no llevaran puestos los uniformes de animadoras. Ambas llevaban el pelo rubio, con mechas de peluquería, chancletas y unas faldas vaqueras tan cortas que podrían pasar por cinturones. Lo mejor de Savannah eran las piernas, pero la parte superior del bikini de Emily era la destinataria de las miradas de todos los chicos en el lago durante el verano. Nunca las veías llevar libros, sólo unos diminutos bolsos metalizados apretados bajo el brazo, donde apenas cabía un móvil y eso para las pocas ocasiones en las que Emily dejaba de mandar mensajes con él.
Las diferencias se reducían a las posiciones que ocupaban en el equipo de animadoras. Savannah era la capitana y hacía de base: era una de las chicas que sostenía dos filas de animadoras en la famosa pirámide de las Wildcats, sistema de animación al que se había sumado el instituto Jackson. Emily era saltadora, una de las chicas que coronaban la pirámide, y a la que lanzaban un metro o dos por los aires hasta completar una voltereta o cualquier otra alocada pirueta acrobática de las que podrían terminar fácilmente en un cuello roto. Pese a todo, Emily seguiría arriesgándolo todo por estar en lo alto de esa pirámide, aunque Savannah no lo necesitaba. Cuando Emily saltaba, la pirámide continuaba tal cual, pero si Savannah se movía un centímetro, todo aquello se venía abajo.
Emily «Anti-Ethan» se dio cuenta de que la estábamos mirando y puso cara de pocos amigos. Los chicos se echaron a reír. Emory Watkins me dio una palmada en la espalda.
—En el pecado está la penitencia, Wate. Ya conoces a Emily, quien bien te quiere te hará sufrir.
Hoy no tenía ganas de pensar en Emily, sino justo todo lo contrario. Desde el momento en que Link planteó la historia, algo me había llamado la atención en cuanto a esa chica nueva y era la posibilidad de que hubiera alguien diferente procedente de un sitio distinto. Quizás alguien con una vida mejor que la nuestra, y que la mía en especial.
Incluso alguien con quien hubiera soñado. Sabía que era nada más que una fantasía, pero quería creérmela.
—Oye, ¿habéis oído hablar de la chica nueva? —Savannah se sentó en el regazo de Earl Petty, que era el capitán de nuestro equipo y su novio de quita y pon. En este momento, estaban juntos. Él deslizó las manos por sus piernas de color anaranjado, tan hacia arriba que uno no sabía dónde mirar.
—Shawn nos estaba informando. Dice que está buena. ¿La vas a incluir en el grupo de animadoras? —preguntó Link mientras cogía de mi bandeja un par de patatas Tater Tots.
—No lo creo. Tendríais que ver la ropa que lleva. —Golpe número uno—. Y lo pálida que está. —Golpe número dos.
Según Savannah, una chica nunca estaba lo suficientemente delgada o demasiado bronceada.
Emily se sentó al lado de Emory, inclinándose de una manera algo excesiva sobre la mesa.
—¿Y os ha dicho quién es ella?
—¿A qué te refieres?
Emily hizo una pausa para dar dramatismo a su comentario.
—Es la sobrina del Viejo Ravenwood.
Pero la verdad es que no hacía falta hacer pausa alguna, esta vez, pues fue como si hubiera aspirado el aire de la habitación. Un par de chicos se echaron a reír, porque pensaron que estaba de broma, pero yo sabía que no. Golpe número tres.
Ya la habían rechazado. Y eso la alejaba tanto de mí que probablemente no llegaría ni a verla. La posibilidad de que apareciera la chica de mi sueño se desvaneció incluso antes de que pudiera hacerme a la idea de cómo sería nuestra primera cita. Había quedado condenado a tres años más de chicas como Emily Asher.
Macon Melquisedec Ravenwood era un tipo del pueblo que vivía confinado en su casa. Digamos que recordaba lo suficiente de Matar a un ruiseñor para ser consciente de que el Viejo Ravenwood hacía que Boo Radley pareciera un mariposilla. Vivía en una vieja casa en ruinas en la plantación más antigua e infame de Gatlin, y no creo que nadie en el pueblo le hubiera visto al menos desde que yo nací, o incluso antes.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Link.
—Completamente. Carlton Eaton se lo dijo ayer a mi madre cuando le trajo el correo.
Savannah asintió.
—Mi madre ha escuchado lo mismo. Se ha mudado a vivir con el Viejo Ravenwood hace un par de días, viene de Virginia o Maryland, no me acuerdo.
Todos continuaron hablando de ella, de su ropa, su pelo, su tío y de lo bicho raro que probablemente era. Esto era lo que más odiaba de Gatlin, el modo en que todo el mundo se dedicaba a comentar lo que habías dicho, o hecho, o, como en este caso, vestido. Me quedé mirando los fideos de mi bandeja, bañados en ese flojo líquido de color naranja que no tenía mucho parecido con el queso.
Me quedaban dos años y ocho meses, contando desde ese momento. Tenía que salir como fuera de este pueblo.
El gimnasio se usaba después de las clases para los ensayos de las animadoras. Ya no llovía, de modo que los entrenamientos de baloncesto tenían lugar en la pista exterior, con su cemento agrietado, los bordes levantados, y aún cubierto de charcos de agua debido a la lluvia que había caído por la mañana. Había que andar con mucho cuidado para no darse un golpe en una fisura del tamaño del Gran Cañón situada en el medio. Aparte de eso, desde allí se podía ver casi todo el aparcamiento y se podía observar en primera fila la vida social del instituto mientras calentabas.
Hoy estaba en racha. Llevaba siete de siete desde la línea de tres, pero también Earl, que me seguía lanzamiento tras lanzamiento.
Un silbido en el aire. Ocho. Parecía que me bastaba mirar a la canasta para que entrara la pelota. Algunos días las cosas salen así.
Otro silbido. Nueve. Earl estaba cabreado. De hecho, cada vez que yo tiraba, botaba la pelota con más energía contra el suelo. Él era el otro pívot alto. Nuestro acuerdo tácito era que yo le dejaba estar en primera fila a cambio de que no me diera la brasa si no me apetecía quedarme en el Stop & Steal todos los días después del entrenamiento. Estaban contadas las formas en las que puedes hablar siempre de las mismas chicas y la cantidad de salchichas Slim Jims que te puedes comer.
Silbido. Diez. No podía fallar. Quizá fuera sólo cosa de la genética, o quizás había algo más. No me había dado cuenta, pero había dejado de intentarlo desde que murió mi madre; después de todo, era increíble que siguiera entrenando.
Silbido. Once. Earl gruñó algo a mis espaldas, botando con más fuerza. Intenté no sonreír y le eché una ojeada al aparcamiento cuando lancé el tiro siguiente. Vi una maraña de pelo negro largo detrás de la rueda de un coche negro y largo.
Un coche fúnebre. Me estremecí.
Entonces ella se giró y observé a través de la ventanilla a una chica mirando en mi dirección, o al menos creí haberla visto. La pelota chocó contra el aro de la canasta y salió despedida por encima de la verja. Detrás de mí, escuché el sonido tan familiar.
Silbido. Doce. Earl Petty podía relajarse por fin.
Cuando el coche pasó, miré a la cancha. Todos los chicos se habían quedado mirando como si hubieran visto un fantasma.
—¿Esa era…?
Billy Watts, nuestro alero, asintió y se subió con una sola mano encima de la verja.
—Sí, la sobrina del Viejo Ravenwood.
Shawn le lanzó la pelota.
—Exactamente como nos lo habían contado: va conduciendo su coche fúnebre.
Emory sacudió la cabeza.
—Pues está buena de verdad. Qué desperdicio.
Todos volvieron al juego, pero cuando Earl fue a lanzar otra vez, comenzó a llover. Treinta segundos más tarde nos atrapó el aguacero, la lluvia más intensa que habíamos visto en todo el día. Me quedé allí, dejando que las gotas me golpearan. El pelo mojado se me metía en los ojos y no podía ver el resto del colegio, ni al equipo.
El mal presagio no era sólo el coche fúnebre, sino también la chica.
Durante unos cuantos minutos había sentido auténtica esperanza de que quizás este año no fuera como los demás, y que algo cambiara. Que hubiera alguien con quien poder hablar, con quien me sintiera bien.
Pero todo lo que tenía era un buen día en la cancha, y eso nunca había sido suficiente.