19 de diciembre
Blanca Navidad
NADIE ESPERABA QUE LENA se presentase en el instituto al día siguiente de la sesión del comité de disciplina, o al menos esa era mi impresión, pero apareció, tal y como yo sabía que iba a hacer. Todos ignoraban que había desistido ya una vez de ir a clase y no estaba dispuesta a permitir que sucediera de nuevo. El instituto era una cárcel para todos los demás, pero para ella era la libertad. Sólo que no importaba, porque ese fue el día en que mi novia se convirtió en un fantasma dentro del instituto: nadie la miraba, le dirigía la palabra o se sentaba cerca de ella, en ningún pupitre, mesa o grada.
La mitad de los alumnos llevaba la camiseta de los Ángeles Guardianes del Instituto Jackson ya el jueves, y por la forma en que la observaban muchos profesores, daba la impresión de que a la mitad de ellos también le gustaría llevarla.
El viernes devolví la camiseta del equipo de baloncesto. Tenía la sensación de que ya no podíamos estar todos juntos en el mismo equipo, sólo eso, pero el entrenador se rebotó conmigo y cuando se apagó todo el griterío, meneó la cabeza y me soltó:
—Estás loco, Wate. Estabas haciendo una temporada estupenda y la has echado a perder por una chica cualquiera.
Podía oír el tono de su voz. «Una chica cualquiera». La sobrina del Viejo Ravenwood.
Aun así, nadie nos dijo ni una sola palabra descortés, al menos no a la cara. Si la señora Lincoln les había metido en el cuerpo el miedo al Todopoderoso, Macon Ravenwood había dado a la gente del condado un motivo mayor para el pánico: la verdad.
La posibilidad era cada vez más real cuando contemplaba los números en la pared de Lena y los dígitos eran cada vez más pequeños. ¿Y si no podíamos detener aquello? ¿Y si Lena había tenido razón todo el tiempo y la chica que yo conocía desaparecía como si jamás hubiera estado allí?
Todo cuanto teníamos era el Libro de las Lunas. Me torturaba un pensamiento: el libro no iba a bastar, y ni Lena ni yo lográbamos quitarnos la idea de la cabeza por mucho que lo intentáramos.
—«Existen entre las personas de poder dos fuentes parejas origen de toda magia: la Luz y la Oscuridad».
—Creo que ya le hemos pillado el punto a todo el asunto ese de la Oscuridad y la Luz. ¿No te parece que podríamos pasar ya a la parte buena, esa que se llamaría «Cómo escapar de tu Día de la Llamada», o «Cómo derrotar a un malvado Cataclyst» o «Cómo revertir el paso del tiempo»?
Yo estaba frustrado y Lena no decía ni pío.
El instituto parecía totalmente abandonado desde nuestra posición en las frías gradas donde estábamos sentados. En realidad, se suponía que estábamos en la feria de ciencias, observando con Alice Milkhouse la descalcificación de un huevo sumergido en vinagre, escuchando a Jackson Freeman argumentar sobre la inexistencia del calentamiento global y la réplica de Annie Honeycutt sobre cómo hacer de Jackson una escuela ecológica. Tal vez los Ángeles debieran empezar por reciclar sus folletitos.
Observé cómo asomaba desde dentro de la mochila el libro de matemáticas. Me sentía como si en aquel lugar ya no quedara nada que mereciera la pena aprender. Había aprendido demasiado durante los últimos meses. Lena seguía con la mente a mil kilómetros de allí, concentrada en el libro. Había empezado a llevarlo siempre encima para quitarme el miedo que tenía a que Amma pudiera encontrarlo si me lo dejaba en mi cuarto.
—Aquí dice más sobre los Cataclysts.
El Cataclyst, el más grande de entre la Oscuridad, es el poder del mundo y el Inframundo, más cercano. El Natural, el más grande de entre la Luz, es el poder del mundo y el Inframundo, más cercano. Donde uno se halla, no ha de estar el otro porque en la Oscuridad no puede haber Luz.
—¿Lo ves? No vas a volverte Oscura. Eres una Natural, perteneces a la Luz.
Lena negó con un gesto de la cabeza y señaló el siguiente párrafo con el dedo.
—Eso mismo piensa mi tío, pero escucha esto:
La verdad se manifestará en la hora de la Llamada. A la hora de la Oscuridad, aparece la Luz más grande. A la hora de la Luz, aparece la Oscuridad mayor.
Ella tenía razón: no había forma de estar seguro.
—Y la cosa se lía aún más. Ni siquiera entiendo estas palabras.
Para la materia Oscura, arde el fuego Oscuro, y del fuego Oscuro los poderes de todos los Lilum nacen. En el mundo de los Demonios y los hechiceros, de la Oscuridad y la Luz.
Todos los poderes unidos hacen el poder y del fuego Oscuro nacerá la gran Oscuridad y la gran Luz. Cualquier poder es Oscuro, y al mismo tiempo, es Luz.
—¿Materia oscura? ¿Fuego oscuro? ¿Qué es esto, el Big Bang de los Caster?
—¿Y qué me dices de los Lilum? No había oído esa palabra en la vida, y otra vez lo mismo, nadie me ha contado nada. Por no saber, ni siquiera sabía que mi madre seguía viva. —Intentaba sonar sarcástica, pero yo era capaz de apreciar su pena.
—Tal vez Lilum sea un término antiguo para referirse a los Caster o algo por el estilo.
—Cuanto más averiguo, menos entiendo.
Y menos tiempo nos queda.
No digas eso.
Me puse en pie en cuanto sonó el timbre.
—¿No vienes?
Negó con la cabeza.
—Voy a quedarme por aquí un rato más. ¿Sola y con aquel frío? Eso era cada vez más frecuente. Ni siquiera me miraba a los ojos desde la sesión del comité de disciplina, era como si me considerase uno de ellos. No podía culparla, la verdad, considerando que toda la escuela y medio pueblo habían decidido considerarla carne de manicomio, la hija bipolar de una asesina.
—Cuanto antes acudas a clase, mejor. No conviene darle más munición al director Harper.
Volvió la vista atrás y miró el edificio.
—Para lo que importa eso ahora…
Se ausentó del instituto el resto de la tarde o, al menos, si estaba allí, no me escuchaba, y no se presentó al examen de química sobre la tabla periódica.
No eres Oscura, Lena. Yo lo sabría.
Tampoco acudió a clase de historia, donde representamos el debate entre Douglas y Lincoln. El profesor Lee me obligó a actuar en el bando pro esclavitud, seguro que como castigo ante la posibilidad de que hiciese un posible trabajo de tendencia liberal.
No les dejes que se salgan con la suya. No tienen que importarte.
No vino tampoco a clase de lenguaje de signos, donde me sacaron a la pizarra delante de todos para comunicar por señas la rima infantil ¿Dónde estás, estrellita?, para recochineo del equipo de baloncesto.
No voy a ir a ninguna parte, L. No puedes dejarme fuera.
Fue entonces cuando me di cuenta de que en realidad sí podía.
Al día siguiente, a la hora de la comida, ya no aguantaba más. La esperé a la salida de trigonometría, la llevé hasta un rincón de la entrada, tiré la mochila al suelo, cogí su rostro entre las manos y la acerqué a mí.
¿Qué haces, Ethan?
Esto.
Cuando nuestros labios se tocaron, noté cómo mi calor penetraba lentamente en su gelidez. Experimenté la sensación de que su cuerpo se fundía en el mío y cómo volvía a unirnos esa pulsión que nos había mantenido juntos desde el principio. Lena soltó los libros, pasó los brazos alrededor de mi cuello y respondió a mi contacto. Me sentí ligeramente aturdido.
Entonces sonó el timbre y ella, jadeante, me alejó de un empujón. Me agaché para recoger su ejemplar de The Pleasures of the Damned: Poems, 1951-1993, una antología de Charles Bukowski, y también su cuaderno; últimamente no paraba de escribir en él a pesar de que se caía a pedazos.
No deberías haberlo hecho.
¿Por qué no? Eres mi novia y te echaba de menos.
Me quedan cincuenta y cuatro días, Ethan. Ya es hora de que dejemos de fingir que podemos cambiar las cosas. Será más fácil si ambos lo aceptamos.
Lo decía de un modo que parecía aludir a algo más que a su cumpleaños, se refería a otras cosas que tampoco podíamos alterar.
Se dio la vuelta con intención de alejarse, pero la cogí del brazo antes de que pudiera darme la espalda. Si estaba diciendo lo que yo pensaba que me estaba diciendo, quería que me lo dijera mirándome a la cara.
—¿Qué quieres decir, L? —logré preguntar a duras penas.
Desvió la mirada.
—Ethan, tú crees que esto puede acabar bien, lo sé, y tal vez yo también… durante un tiempo, pero no vivimos en el mismo mundo, y en el mío, querer que algo suceda con desesperación no basta para lograr que suceda. —Siguió sin mirarme a los ojos—. Somos demasiado diferentes.
—¿Ahora somos muy diferentes, ahora, después de todo lo que hemos pasado juntos? —inquirí, hablando cada vez más alto. Un par de personas se volvieron a mirarme a mí, pero no a Lena.
Somos diferentes. Tú eres un mortal y yo una Caster, y esos mundos pueden interactuar, pero jamás serán el mismo. No estamos destinados a vivir en ambos.
En realidad, lo que estaba diciendo era que ella no quería vivir en ambos. Al final, Emily y Savannah, los del equipo de baloncesto, la señora Lincoln, el señor Harper y los Ángeles Guardianes se habían salido con la suya.
Esto es por lo del comité de disciplina, ¿verdad? No les dejes…
No tiene nada que ver con eso. Es todo. Este no es mi sitio, Ethan, y sí el tuyo.
Así que ahora soy uno de ellos. ¿Es eso lo que estás diciendo?
Cerró los ojos y casi fui capaz de leer el follón mental que tenía en la cabeza.
No estoy diciendo que seas como ellos, pero sí eres uno de ellos. Has vivido en este lugar toda tu vida. Cuando esto se acabe, cuando yo sea Llamada, tú vas a seguir en estos pasillos y en estas calles, y lo más probable es que yo no esté aquí, pero tú sí, y quién sabe durante cuánto tiempo, y, como tú mismo dijiste, la gente de Gatlin no olvida jamás.
Dos años.
¿Qué…?
Ese es todo el tiempo que voy a estar aquí.
Dos años es mucho tiempo para ser invisible, créeme, lo sé.
Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Ella se limitó a quedarse allí, quitando trocitos de papel enganchados en la espiral de su cuaderno.
—Estoy cansada de enfrentarme a eso, estoy harta de fingir que soy normal.
—No puedes rendirte ahora, no después de lo mucho que has peleado. No puedes dejarles que se salgan con la suya.
—Ya lo han hecho. Ganaron el día que me cargué la ventana en inglés.
Había algo en su voz que me decía que se había rendido a algo más que a lo del instituto.
—¿Estás rompiendo conmigo? —pregunté, y contuve el aliento.
—No me lo pongas más difícil, por favor. Tampoco es lo que yo quiero.
—Pues entonces no lo hagas.
No podía respirar ni pensar. Era como si el tiempo se hubiera detenido de nuevo, como ocurrió durante la cena de Acción de Gracias, salvo por una cosa: esta vez no era cosa de la magia, era justo todo lo contrario.
—Sólo pienso que las cosas serán más fáciles de este modo. No ha cambiado lo que siento por ti.
Levantó los ojos centelleantes a causa de las lágrimas, se dio media vuelta y huyó por el pasillo con tanto sigilo que se hubiera podido escuchar el golpe de un lápiz al chocar contra el suelo.
Feliz Navidad, Lena.
Pero no había nadie para oír la felicitación. Se había marchado y eso era algo para lo que no iba a estar preparado ni en cincuenta y tres días, ni en cincuenta y tres años ni en cincuenta y tres siglos.
Cincuenta y tres minutos después estaba mirando fuera, por la ventana, lo cual era toda una declaración de intenciones si se tenía en cuenta que el comedor estaba lleno hasta los topes. Gatlin estaba gris, las nubes habían encapotado el cielo, pero no parecía que fuera a nevar. No había nevado en el condado desde hacía años. A lo sumo, y con mucha suerte, caían cuatro copos menudos una vez al año, pero no había nevado un solo día desde que cumplí los doce.
Deseaba que nevase como entonces, deseaba ser capaz de dar marcha atrás y estar otra vez con Lena para tener la ocasión de decirle que me daba lo mismo si me odiaba todo el pueblo, ya que eso carecía de importancia. Ya estaba perdido cuando la encontré en mis sueños y ella me encontró ese día de lluvia. Parecía que siempre era yo quien intentaba salvar a Lena, pero lo cierto era que había sido ella la que me había salvado a mí, y no estaba preparado para estar sin ella.
—Eh, tío —me saludó Link, y se deslizó sobre el banco al otro lado de la mesa vacía—. ¿Dónde está Lena? Quería darle las gracias.
—¿Por qué?
Mi amigo sacó del bolsillo una hoja de cuaderno doblada.
—Me escribió una canción. Qué guay, ¿eh?
Ni siquiera pude mirar el papel. Ahora resultaba que Lena le hablaba a Link y a mí no.
—Escucha, tengo que pedirte un favor. —Cogió un trozo de pizza.
—Claro —repuse—, ¿qué quieres?
—Ridley y yo nos vamos a ir a Nueva York en vacaciones, pero, por si alguien te pregunta, todo lo que sabes es que estoy de retiro espiritual en un campamento cristiano de Savannah.
—Allí no hay ningún campamento cristiano.
—Ya, pero mi madre no lo sabe y yo le dije que me había apuntado porque tenían una especie de banda de rock baptista.
—¿Y se ha tragado eso?
—Lleva muy rara una temporada, lo cual me preocupa, pero me ha dado permiso para ir.
—La opinión de tu madre da igual: no puedes ir. Hay cosas que ignoras de Ridley, ella es… peligrosa. Podría ocurrirte… algo.
Se le iluminaron los ojos. Jamás le había visto así, pero también era cierto que en los últimos tiempos apenas habíamos estado juntos. Había pasado hasta el último minuto con Lena, pensando en ella, en su cumpleaños y en el libro: los temas recurrentes de mi mundo hasta hacía una hora.
—Eso es lo que estoy esperando. Además, me muero por esa tía. Me pone las pilas de verdad, ¿sabes?
Se llevó el último trozo de pizza de mi bandeja.
Durante un segundo me planteé contárselo todo, como en los viejos tiempos, y hablarle de Lena y de su familia, de Ridley, Genevieve y Ethan Cárter Wate. Mi amigo ya estaba al tanto de cómo empezaba la historia, lo que yo no tenía tan claro era si iba a creerse el resto, o si estaba dispuesto a hacerlo, pero pedir ciertas cosas resultaba excesivo incluso aunque se tratara de tu mejor amigo. No podía arriesgarme a perder a Link justo ahora. Debía hacer algo. No podía dejarle ir a Nueva York ni a ningún otro lugar en compañía de Ridley.
—Hazme caso, tío. Debes confiar en mí. No te líes con ella. Sólo te está usando y al final lo vas a pasar mal.
Link aplastó una lata de coca cola con los dedos.
—Vale, lo pillo. Si la tía más guapa del pueblo se pirra por mí, está utilizándome, ¿es eso? ¿Te crees que eres el único que puede tener una novia que esté buena? ¿Desde cuándo eres tan creído?
—No he dicho eso.
Link se levantó.
—Me da la impresión de que los dos sabemos lo que has dicho. Olvida el favor que te he pedido.
Era demasiado tarde. Ridley ya lo tenía en el bote. Nada de lo que yo dijera iba a hacerle cambiar de opinión y yo no podía perder a mi novia y a mi mejor amigo el mismo día.
—Escucha, escucha, no quería decirlo de ese modo. Yo no voy a decirle nada a tu madre, pero ¿qué más da?, como si ella me dirigiera la palabra.
—Estupendo. Debe de ser duro que tu mejor amigo sea alguien tan guapo y con tanto talento como yo.
Link me cogió una galleta de la bandeja y la partió en dos. Igual podría haber sido un Twinkie cubierto de mugre tirado en el suelo del autobús. Fin del problema. Se necesitaba algo más que una chica, aunque fuera una Siren, para interponerse entre nosotros.
Emily le estaba mirando.
—Harías bien en irte antes de que esa le chive a tu madre que me hablas o se acabaron para ti los campamentos cristianos, reales o imaginarios.
—Me da igual.
Pero no era cierto. Link no quería quedarse encerrado en casa con su madre durante las fiestas de Navidad ni que le expulsaran del equipo ni que le repudiaran todos los alumnos del instituto, y eso era así, aunque fuera demasiado estúpido o demasiado leal como para comprenderlo.
El lunes eché una mano a Amma para bajar del desván las cajas con los adornos navideños. Los ojos se me llenaron de lágrimas por culpa del polvo, o eso me dije a mí mismo. Encontré un pueblecito en miniatura iluminado por lucecillas blancas como las que utilizaba mi madre para adornar el árbol de Navidad, bajo el cual extendía unas tiras de algodón y todos fingíamos que eran nieve.
Las casitas habían pertenecido a su abuela y ella les tenía tanto cariño que yo también me había encariñado con ellas, incluso aunque estuvieran hechas con cartón endeble, pegamento y papel de estaño, y la mitad de las veces se caían cada vez que las ponía derechas.
—Las cosas viejas son mejores que las nuevas, Ethan —me decía ella mientras alzaba un viejo coche de hojalata—. Imagina a mi tatarabuela jugando con este mismo coche, arreglando este mismo pueblecito debajo del árbol, como nosotros, exactamente igual.
¿Cuánto hacía que no había contemplado ese pueblecito? Al menos desde la última vez que vi a mi madre. Ahora parecía más pequeño que antes, el cartón se había dado de sí y estaba gastado. El pueblo parecía abandonado y eso me entristeció. No sabía explicar la razón, pero tenía la sensación de que la magia había desaparecido con mi madre, y entonces, a pesar de todo, intenté contactar con Lena.
Todo se ha perdido. Las cajas siguen ahí, pero nada funciona. Ella no está aquí y esto ya no es ni siquiera un pueblo. Y jamás podrás conocerla.
Pero no hubo respuesta alguna por parte de Lena. Había desaparecido, eso o me había desterrado de su mente, y no sabía muy bien cuál de las dos opciones era peor. Yo estaba más solo que la una y sólo existía una cosa que empeorase el aislamiento: que todos vieran tu soledad. Por eso me dirigí al único lugar del condado donde estaba seguro que no iba a ir nadie: la biblioteca del condado de Gatlin.
—¿Tía Marian?
Como de costumbre, no había un alma en la biblioteca, y hacía un frío de aúpa. Supuse que Marian debía de tener pocos visitantes después de cómo habían ido las cosas con el comité de disciplina.
—Estoy aquí atrás.
Estaba sentada en el suelo, arropada por el abrigo y en medio de varios montones de libros, como si se le acabaran de caer encima las estanterías. Sostenía un libro en las manos mientras declamaba en voz alta, impelida por uno de sus habituales trances de lectura.
Le vemos venir, le conocemos,
al que con su luz y sus aguas
de flores cubre las tierras calmas.
La bondad del mundo recibimos.
Cerró el libro.
—Es una canción de Navidad que escribió Robert Herrick para cantarla ante el rey en Whitehall Palace —me explicó con una voz tan distante como la de Lena en los últimos tiempos, y yo lo noté.
—No me suena de nada ese nombre, lo siento. —Hacía tanto frío que podía ver su aliento cuando hablaba.
—¿A quién te recuerda esto? «De flores cubre las tierras calmas. La bondad del mundo…».
—¿Te refieres a Lena? Apuesto a que la señora Lincoln pondría un montón de objeciones.
Me senté a su lado entre los libros dispersos por el suelo del pasillo.
—La señora Lincoln… ¡Qué criatura tan triste! —La bibliotecaria sacudió la cabeza y sacó otro libro—. Dickens pensaba que la Navidad era un tiempo para «abrir libremente los cerrados corazones y para considerar a la gente de abajo como compañeros de viaje hacia la tumba y no como seres de otra especie embarcados con otro destino».
—¿Está estropeada la calefacción? ¿Quieres que avise a Gatlin Electric?
—No la he encendido. Supongo que se me fue el santo al cielo. —Acarició el libro y lo devolvió a su lugar en el montón—. Es una lástima que Dickens no viniera jamás a Gatlin. Por aquí tenemos corazones cerrados para dar y tomar.
Elegí un tomo, resultó ser un poemario de Richard Wilbur, y lo abrí al azar. Hundí el rostro entre sus páginas para apreciar mejor el olor y miré por encima los versos.
¿Cuál es el opuesto de dos?
Tú y yo en soledad.
¡Qué raro! Así era exactamente como me sentía. Cerré el volumen de golpe y miré a Marian.
—Gracias por ir a lo del comité, tía Marian. Espero que no te haya traído muchos problemas. Me siento como si fuera culpa mía.
—No lo es.
—Ya, pero tengo esa sensación.
Dejé caer el libro.
—¿Qué…? ¿Ahora eres el padre creador de la ignorancia? ¿Has enseñado a odiar a la señora Lincoln y a tener miedo al señor Hollingsworth?
Me senté a su lado y nos quedamos los dos allí, rodeados por montañas de libros. Alargó el brazo y me cogió la mano.
—Tú no empezaste esta batalla, Ethan, y me temo que no vas a terminarla, ni yo tampoco, por cierto. —Su semblante adquirió un tono más grave—. Estos libros estaban apilados así como los ves cuando vine esta mañana. No sé cómo han llegado hasta aquí, ni por qué. Cerré con llave al irme ayer y las puertas seguían cerradas cuando llegué a primera hora. Sólo sé una cosa: al sentarme y echarles un vistazo he descubierto que todos y cada uno de ellos tienen un mensaje para mí, una indicación aquí y ahora. Puede referirse a Lena, a ti e incluso a mí.
Negué con la cabeza.
—Es pura coincidencia. Los libros tienen ese tipo de cosas.
Sacó de la pila un libro al azar y me lo dio.
—Prueba. Ábrelo.
—Julio César, de William Shakespeare.
Lo abrí y empecé a leer.
Los hombres en algún momento son dueños de su destino.
La culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas,
sino en nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores.
—¿Qué tiene que ver esto conmigo?
Marian bajó la cabeza para poder mirarme por encima de las gafas.
—Yo sólo soy la bibliotecaria. Te doy los libros y nada más, no puedo darte las respuestas. —De todos modos, sonreía—. El asunto con el destino es… ¿eres tú el dueño de tu existencia o es cosa de las estrellas?
—Tía, me fastidia interrumpirte, pero yo jamás he leído esa obra… ¿Me estás hablando de Julio César o de Lena?
—Eso dímelo tú.
Nos pasamos el resto de la hora rebuscando en el montón, ruinándonos a la hora de leernos fragmentos. Al final, supe por qué había ido allí.
—Tía Marian, necesito entrar otra vez en el archivo.
—¿Hoy? ¿No tienes nada mejor que hacer, como comprar los regalos de Navidad, por ejemplo?
—Yo no voy de tiendas.
—Bien dicho. En cuanto a mí, «me gustan las Navidades en su conjunto. Aúnan paz y buena voluntad, aunque sea con cierta torpeza, pero esta es mayor cada año».
—¿Un poco más de Dickens?
—E. M. Forster.
Suspiré.
—No soy capaz de explicarlo, pero creo que necesito estar con mi madre.
—Lo sé, yo también la echo de menos.
En realidad, no me había detenido a pensar cómo iba a hablarle a Marian de mis sentimientos, del pueblo, y de esa sensación de que todo iba mal. Las palabras apenas me salían y hablé a trompicones.
—Creí que podría sentirme como antes si venía aquí y estaba rodeado de libros. Tal vez así pudiera percibir las cosas como eran antes, tal vez incluso podría hablarle. Una vez fui a su tumba, pero eso no me hizo sentirla más cerca. —Clavé los ojos en una mota aislada de la alfombra.
—Lo sé.
—No logro imaginármela en la fosa. No tiene sentido. ¿Cómo es posible sentir cariño hacia alguien enterrado ahí abajo, en un agujero solitario, donde sólo hay frío, polvo y bichos? No debería ser así, no debería terminar de ese modo después de todo lo que ella fue.
Intenté desterrar de mi mente la imagen de mi madre ahí abajo, convirtiéndose en polvo, huesos y fango. Odiaba la idea de que hubiera tenido que pasar sola por todo esto, como ahora me estaba tocando hacer a mí.
—¿Cómo desearías ponerle fin a eso? —inquirió la bibliotecaria mientras me ponía una mano en el hombro.
—No lo sé… Alguien, quizá yo, debería levantar un monumento o algo por estilo.
—¿Como el del general? Tu madre se habría tronchado de risa. —Marian me rodeó con un brazo—. Sé a qué te refieres. Tu madre no está allí, está aquí, en este sitio.
Me tendió la mano, yo se la cogí y tiré de ella para ayudarle a levantarse; y así cogidos, como si todavía fuese ese niño a quien ella cuidaba mientras mi madre trabajaba en la parte trasera, anduvimos todo el camino hasta llegar al archivo. Sacó un juego de llaves y abrió la puerta, pero no me siguió.
Una vez dentro de la sala, me dejé caer en la silla situada frente al escritorio de mi madre. Su silla era de madera y tenía grabada la insignia de la Universidad de Duke. Tenía entendido que se la habían regalado cuando se licenció con matrícula de honor o algo parecido. No era cómoda, pero sí reconfortante y hogareña. Olía a barniz viejo y seguro que la habría chupeteado de pequeño. En ese momento me noté mejor de lo que había estado en varios meses. Podía percibir el olor de los libros forrados de papel, los viejos pergaminos desgastados, el polvo, los archivadores baratos. Distinguía en la singular atmósfera de esa singular estancia el no menos singular universo de mi madre. Para mí, era el mismo que cuando tenía siete años y me sentaba en su regazo, con el rostro enterrado en su hombro.
Quería ir a casa. No tenía ningún otro destino posible sin Lena.
En el escritorio, oculta entre los libros, había una pequeña fotografía en blanco y negro enmarcada donde aparecían mis padres en el estudio de nuestra casa. La cogí para examinarla. Era una foto de hacía muchísimo tiempo; su destino más probable habría sido la solapa de algún libro, en alguno de los primeros trabajos de mi padre, cuando este todavía era historiador y ellos aún trabajaban juntos. Vestían a la moda de la época, con unos pantalones horrorosos y esos peinados tan graciosos, y podía verse la felicidad en sus rostros. Resultaba duro contemplarlos y más aún apartar la vista. Centré la atención en su escritorio, donde, entre las pilas de libros cubiertos de polvo, uno me llamó la atención. Lo saqué de debajo de una enciclopedia sobre las armas de la Guerra de Secesión y un catálogo de hierbas originarias de Carolina del Sur. No sabía de qué obra se trataba, sólo que había usado como marcapáginas un tallo largo de romero, lo cual me hizo sonreír: al menos no había usado un calcetín o una cuchara sopera sucia.
Era el libro de cocina de la Liga Juvenil del condado de Gatlin: Pollo frito y su réplica. Se abría sólo por la página de la receta de Betty Burton: tomates verdes fritos, la favorita de mí madre. Miré de cerca el romero usado como marcapáginas. La receta favorita de mi madre tenía el conocido aroma de Lena. Tal vez los libros intentaran decirme algo.
—¿Tienes previsto freír tomates, tía Marian?
Asomó la cabeza por la entrada.
—¿Me ves a mí con pinta de tocar un tomate? Pues cocinarlo aún menos.
—Eso pensaba yo… —Me quedé mirando la ramita de romero.
—Tu madre y yo sólo discrepábamos en eso.
—¿Puedo llevarme este libro? Sólo durante unos días.
—No tienes que pedírmelo, Ethan. Son las cosas de tu madre, no hay nada en este despacho que ella no habría querido que tú tuvieras.
Me moría de ganas de hablar con ella del romero que había encontrado en el recetario, pero no podía, era incapaz de enseñárselo a nadie y tampoco quería desprenderme del libro, aunque jamás había frito un tomate en mi vida y lo más probable era que nunca lo hiciera.
—Ven si me necesitas, estoy aquí a tu disposición y a la de Lena, eso ya lo sabes. Haría cualquier cosa por vosotros.
Me apartó un mechón de los ojos y me sonrió. No era la sonrisa de mi madre, pero sí una de mis sonrisas favoritas.
Marian me dio un abrazo, y de pronto arrugó la nariz.
—¿No hueles aquí a romero?
Me encogí de hombros antes de escabullirme hacia la puerta y salir al exterior, bajo un cielo gris encapotado. Puede que el Julio César de Shakespeare tuviera razón, tal vez había llegado el momento de asumir mi destino y el de Lena. Estuviera o no escrito nuestro sino en las estrellas, no podía cruzarme de brazos y esperar a averiguarlo.
No daba crédito a mis ojos cuando salí a la calle y vi que nevaba. Alcé el rostro y dejé que la nieve se posara sobre mi semblante helado. Los gruesos copos caían revoloteando. No era una nevada, no del todo. Era un don, un milagro, unas Navidades blancas, igual que la canción.
Me dirigí al porche. Lena, con la capucha bajada, me estaba esperando en los escalones. En cuanto la vi, adiviné qué era la nieve: una ofrenda de paz.
Todas las piezas descartadas del puzzle de mi vida encajaron en cuanto ella me sonrió. Todo lo torcido se enderezó, bueno, todo no, pero casi todo.
Me senté a su lado en los escalones.
—Gracias.
Lena se inclinó sobre mí.
—Sólo quería que te sintieras mejor. Estoy hecha un lío, Ethan. No quiero hacerte daño. No sé qué haría si te pasara algo.
Repasé el contorno húmedo de su melena con el dedo.
—No me apartes de tu lado, por favor. No soportaría perder a ningún otro ser querido.
Le bajé la cremallera del anorak, deslicé un brazo alrededor de su cintura y lo metí por debajo de su chaqueta antes de atraerla hacia mí. La besé y no paramos hasta que tuve la impresión de que íbamos a derretir la nieve del patio si no nos deteníamos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó mientras recobraba el aliento. Volví a besarla hasta agotar el aire de los pulmones y me retiré.
—Creo que se llama destino. Llevaba esperando desde el baile para hacer esto y no voy a esperar más.
—¿Ah, no?
—No.
—Bueno, pues un poquito más sí. Sigo castigada. Mi tío piensa que estoy en la biblioteca.
—Me da igual que estés castigada, yo no lo estoy. Me mudaré a tu casa si no queda otro remedio y dormiré con Boo en la perrera.
—Tiene un dormitorio propio y duerme en una cama con dosel.
—Mejor me lo pones.
Esbozó una sonrisa y me agarró de la mano.
—Te he echado de menos, Ethan Wate. —Me besó otra vez.
Empezó a nevar con ganas y los copos nos cubrieron, pero se derretían al poco tiempo de entrar en contacto con nuestra piel: era como si nos hubiéramos vuelto radioactivos.
—Quizás estés en lo cierto, tal vez debamos pasar juntos el mayor tiempo posible antes de que… —Enmudeció de pronto, pero adiviné por dónde iban sus pensamientos.
—Algo se nos ocurrirá, Lena, te lo prometo.
Asintió con poco entusiasmo y se acurrucó entre mis brazos. Percibí cómo la calma se instalaba de nuevo entre nosotros.
—Hoy no quiero pensar en eso. —Y me empujó con gesto juguetón, devolviéndome al mundo de los vivos.
—¿Ah, no? ¿Y en qué te apetece pensar entonces?
—En ángeles de nieve. Jamás he hecho uno.
—¿De veras? ¿Los de tu estirpe no hacen ángeles?
—Los ángeles no son el problema. Nos mudamos a Virginia a los pocos meses de nacer yo, así que jamás he vivido en ningún lugar donde nieve.
Una hora más tarde nos sentábamos en la mesa de la cocina, empapados de los pies a la cabeza. Amma había ido al Stop & Steal, así que intentamos entrar en calor con un triste chocolate caliente invento mío.
—No termina de convencerme esta forma tuya de hacer chocolate caliente —se burló Lena mientras yo echaba una generosa ración de chips de chocolate en un cuenco lleno de leche recalentada en el microondas.
¿El resultado? Un líquido entre blancuzco y amarronado lleno de grumos. A mí me pareció estupendo.
—¿Sí…? ¿Y cómo lo harías tú? «Cocina, chocolate caliente, por favor» —dije, imitando su voz aguda. El resultado sonó rarísimo.
Esbozó una de esas sonrisas que tanto había echado de menos, aunque sólo habían transcurrido unos pocos días. La habría añorado aun cuando hubieran sido únicamente unos minutos.
—Y hablando de Cocina, debo irme. Le dije a mi tío que iba a la biblioteca y a esta hora ya ha cerrado.
La arrastré a mi regazo. Se me hacía muy cuesta arriba no tocarla constantemente ahora que podía hacerlo otra vez. Me encontré buscando pretextos para hacerle cosquillas o acariciarle el pelo, las manos, las rodillas. La atracción entre nosotros era como la de un imán. Lena se apoyó sobre mi pecho y allí se quedó hasta que en el piso superior oímos unos pasos amortiguados. Reaccionó como un gato asustado: se alejó de mí con un brinco.
—No te preocupes, es mi padre dándose una ducha. Ya no sale del estudio para otra cosa.
—Está peor, ¿verdad? —Me cogió de la mano. Ambos sabíamos que en realidad no era una pregunta.
—Mi padre no era así antes de que muriera mi madre. Se le fue la olla después.
No necesité contarle el resto. Me había oído darle vueltas al asunto un montón de veces; le había hablado del fallecimiento de mi madre, de cómo dejamos de preparar tomates fritos, de la pérdida de algunas piezas del pueblecito del Belén de Navidad, de cómo ella ya no estaba allí para pararle los pies a la señora Lincoln… y nada volvió a ser como antes.
—Lo siento.
—Lo sé.
—¿Por eso fuiste hoy a la biblioteca? ¿En busca de tu madre?
La miré y le aparté el pelo del rostro. Luego, asentí y saqué el romero del bolsillo y lo dejé con delicadeza encima de la mesa.
—Ven, quiero enseñarte algo.
La cogí de la mano y tiré de ella para levantarla de la silla. Nos deslizamos por el viejo suelo de madera con los calcetines empapados y nos detuvimos en la puerta del estudio. Alcé la vista y busqué el cuarto de mi padre con los ojos. Agucé el oído; ni siquiera había empezado a ducharse, así que disponíamos de mucho tiempo todavía. Probé suerte con el picaporte.
—Está echada la llave. —Lena frunció el ceño—. ¿La tienes?
—Un momento, mira lo que pasa…
Nos quedamos delante de la puerta, mirándola fijamente. Me sentí un imbécil, y algo parecido debió de pensar Lena, pues se echó a reír. La puerta se abrió sola justo cuando estaba a punto unirme a sus risillas, que se apagaron de inmediato.
No es un conjuro o lo percibiría.
Se supone que debo entrar, bueno, debemos entrar.
La puerta se cerró cuando retrocedí. Lena alzó una mano y cuando iba a usar sus poderes para abrir el picaporte, le toqué con suavidad la espalda.
—Creo que debo hacerlo yo, Lena.
En cuanto rocé de nuevo el pomo, el cerrojo se descorrió. Entré en el estudio por vez primera en años. Seguía siendo el mismo lugar aterrador y oscuro. El cuadro de la pared, cubierto por un paño, todavía pendía sobre el sofá descolorido. Los folios de la última novela de mi padre se apilaban debajo de la ventana, en el escritorio de caoba, sobre el ordenador y encima de la silla, se hacinaban incluso en la alfombra persa en montones cuidadosamente dispuestos.
—No toques nada. Se daría cuenta.
Lena se puso de cuclillas y observó fijamente la pila más próxima. Cogió una hoja y la puso debajo de la lámpara de bronce del escritorio.
—Ethan.
—No enciendas la luz. No quiero que baje y se ponga fuera de sí al vernos. Me mataría si supiera que estamos aquí. Sólo se preocupa de su libro.
Me dio la hoja sin despegar los labios. La cogí. Estaba llena de garabatos. No eran palabras escritas de mala manera, sólo pintarrajos. Eché mano a un montón de folios cercanos, emborronados todos por líneas llenas de trazos y garabatos. Cogí un papel del suelo, sólo había en él hileras de círculos. Rebusqué entre las pilas de papel desperdigadas por el escritorio y el suelo. Había páginas y páginas llenas de garabatos y dibujos, y ni una sola palabra.
Entonces lo entendí: no existía ningún libro.
Mi padre no era escritor. Ni siquiera era un vampiro.
Estaba como una regadera.
Me acuclillé y apoyé las manos en las rodillas, tenía mal cuerpo. Debería haberlo visto llegar. Lena me acarició la espalda.
Todo va bien. Sólo está pasando un momento difícil. Volverá a ti.
No lo hará. Mi madre se ha marchado y ahora le estoy perdiendo a él.
¿Qué había hecho mi padre durante todo ese tiempo? ¿Evitarme? Si no estaba trabajando en la gran novela americana, ¿qué sentido tenía trabajar de noche y dormir de día? Si estaba trazando una línea de círculos tras otra, ninguno. ¿Acaso estaba escapando de su único hijo? ¿Lo sabía Amma? ¿Estaban al corriente todos menos yo?
No es culpa tuya. No te tortures por esto.
En esta ocasión era yo quien había perdido el control. La ira me desbordó. Le di un manotazo al portátil situado sobre su mesa, haciendo volar un buen número de folios, derribé la lámpara de bronce y, sin pensarlo siquiera, le di un tirón a la tela que cubría el cuadro. El lienzo rebotó en el sofá y dio una voltereta antes de caer al suelo, chocando contra una balda de libros situada a baja altura. Un montón de libros se desparramó por la alfombra.
—Mira el cuadro —me instó Lena mientras lo recogía de entre los libros de la alfombra.
Era un retrato mío.
Un soldado confederado de 1865, pero no había duda posible: era yo.
Ninguno de los dos tuvo que leer la etiqueta escrita a lápiz que había en la parte posterior del marco para conocer su identidad. Nos parecíamos incluso en los mechones de su enmarañada melena castaña, que le invadían el rostro.
—¡Por fin nos conocemos, Ethan Cárter Wate! —le saludé justo antes de oír a mi padre bajar las escaleras con torpeza.
—¡Ethan Wate!
Lena lanzó una mirada a la entrada, asustada, y gritó:
—¡Puerta!
Esta se cerró de golpe y se atrancó. Alcé una ceja, asombrado. Jamás iba a terminar de acostumbrarme a aquello.
Mi padre llamó con el puño.
—¿Estás bien, Ethan? ¿Qué ocurre ahí dentro?
Le ignoré. Tampoco sabía qué otra cosa podía hacer. En ese momento tampoco me sentía capaz de mirarle a la cara. Entonces fue cuando me fijé en los libros.
—Mira. —Me arrodillé junto al más cercano, abierto por la página tres. Pasé a la página cuatro, pero volvió a la página anterior por sí solo, exactamente igual que el cerrojo de la puerta—. ¿Eso es cosa tuya?
—¿De qué me hablas? No podemos quedarnos aquí la noche entera.
—Marian y yo nos pasamos casi todo el día en la biblioteca y suena a locura, lo sé, pero ella cree que los libros intentan decirnos cosas.
—¿Qué cosas?
—No lo sé. Asuntos sobre el destino, sobre la señora Lincoln o sobre ti.
—¿Sobre mí?
—¡Abre esa puerta, Ethan!
Mi padre se puso a aporrear la puerta. Él me había mantenido fuera del estudio mucho tiempo, ahora me tocaba a mí.
—Encontré en el archivo una fotografía de mi madre en este estudio y también uno de sus libros de cocina con una ramita de romero como marcapáginas en su receta favorita. Romero fresco. ¿Lo pillas? Eso tiene algo que ver contigo y con mi madre, y ahora estamos aquí, es como si algo me quisiera en esta habitación, o bueno, no sé, alguien…
—O tal vez pensaste en ello sólo porque viste la foto.
—Quizá, pero echa un ojo a esto.
Cogí la Historia constitucional y pasé otra vez de la página tres a la cuatro, y otra vez la hoja cobró vida para regresar por su cuenta a la tres.
—¡Qué raro!
Lena se volvió hacia el siguiente libro, Carolina del Sur: de la cuna a la tumba, que estaba abierto por la página doce. La pasó a la anterior y regresó a la doce por iniciativa propia.
Me aparté el pelo de los ojos.
—Pero esta página no dice nada, es un mapa. Los libros de Marian estaban abiertos en ciertas páginas porque intentaban decir algo, parecían mensajes; en cambio, los de mi madre no parecen transmitir nada.
—Podría ser un código o algo así.
—Mamá era un desastre en mates. Era escritora —repuse, como si eso bastara para explicarlo, pero no era así, y mi madre lo sabía mejor que nadie.
Lena cogió el siguiente libro.
—Página uno. Es la del título, ese no puede ser el contenido.
—¿Por qué iba a dejarme un código? —me pregunté, expresando en voz alta mis pensamientos.
Lena seguía teniendo respuesta para eso.
—Porque siempre te sabes el final de las pelis, porque creciste en compañía de Amma, leyendo novelas de misterio y haciendo crucigramas. Quizá tu madre pensó que te percatarías de algo que los demás pasarían por alto.
Mi padre siguió golpeando la puerta con desgana. Me fijé en el siguiente libro. Página nueve. Otro se abrió por la trece. Todas las cifras eran inferiores a veintinueve a pesar de que todos los libros eran unos tochos con muchísimas más páginas.
—El alfabeto tiene veintinueve letras, ¿no?
—Sí.
—¡Ya está, eso es! Cuando iba a misa de pequeño y no había forma de que me estuviera quieto y sentado con las Hermanas, mi madre empezó a usar el papel con los horarios de misas para entretenerme con pasatiempos: el ahorcado, juegos de letras y este, el código alfabético.
—Espera, déjame coger un boli. —Cogió uno del escritorio—. Si la letra A es uno y la letra B es dos, a ver qué sale…
—Cuidado, a veces me gustaba hacerlo al revés: la letra Z sería uno en tal caso.
Lena y yo permanecimos sentados en medio de los libros, mirando unos y otros mientras mi padre se dedicaba a aporrear la puerta. Le ignoré, tal y como él había hecho conmigo. No iba a responderle ni darle explicación alguna. Que probase un poco de su propia medicina para variar.
—14, 1, 15, 1, 23, 6.
—¿Qué haces ahí dentro, Ethan? ¿Qué es todo ese ruido?
—1 ,23 , 10… 15, 10, 22, 15, 1.
Miré a Lena. No necesitaba el papel que me tendía: iba un paso por delante.
—Tengo la impresión de… El mensaje es para ti.
Eso estaba tan claro como si mi madre estuviera en el estudio y fuera ella quien pronunciase esas palabras.
Llámate a ti misma.
Era un mensaje para Lena.
En cierto modo, mi madre continuaba allí, en algún lugar del universo. Mi madre seguía siendo mi madre aunque sólo viviera detrás de las puertas cerradas, en sus libros y en el olor a tomates fritos y papel viejo.
Ella vivía.
Mi padre seguía allí delante, en albornoz, cuando por fin abrí la puerta. Su mirada pasó de largo por mí y se fijó en el estudio, donde las páginas de su novela imaginaria yacían dispersas sobre el suelo y el cuadro de Ethan Cárter Wate descansaba sobre el sofá.
—Ethan, yo…
—¿Qué…? ¿Ibas a decirme que te has encerrado durante meses en el estudio para hacer esto? —Alcé una mano con un montón de páginas arrugadas.
Bajó la mirada. Tal vez hubiera enloquecido, pero conservaba la cordura suficiente para saber que yo había averiguado la verdad. Lena se sentó en el sofá con aspecto de estar muy incómoda.
—Sólo deseo saber una cosa: ¿por qué? ¿Estabas ahí encerrado siempre por un libro o para evitarme?
Mi padre alzó la cabeza muy despacio y me miró. Tenía los ojos enrojecidos. Parecía viejo, como si la vida le decepcionase por momentos.
—Mi único deseo era estar cerca de ella. Me siento como si tu madre aún siguiera conmigo mientras estoy aquí dentro, entre sus libros y con sus cosas. Aún puedo oler su perfume, aún huelo sus tomates fritos… —La voz se le apagó como si hubiera vuelto a sumirse en sus pensamientos y se hubiera terminado ese extraño momento de lucidez.
Pasó a mi lado y se agachó para recoger una hoja llena de círculos con mano temblorosa.
—Estaba intentando escribir. —Miró en dirección a la silla de mi madre—. Pero se me ha olvidado cómo hacerlo.
No tenía nada que ver conmigo, jamás lo tuvo, sino con mi madre. Me había sentido exactamente igual hacía escasas horas, cuando salí de la biblioteca, después de estar sentado entre sus cosas, intentando sentir su compañía. Pero todo era diferente para mí ahora que sabía que no había desaparecido. No obstante, mi padre no lo sabía. Su esposa no le abría las puertas ni le dejaba mensajes. Él ni siquiera tenía eso.
La semana siguiente, la víspera de Navidad, el desgastado pueblo de cartón abombado ya no me pareció tan pequeño. La torre del campanario sobresalía erguida por encima de la iglesia mientras la granja aguantaba en pie como si acabara de ponerse. El brillante pegamento blanco centelleaba y la vieja capa de nieve hecha con algodón, firme pese al transcurso del tiempo, mantenía compacto todo el conjunto.
Yo estaba tumbado en el suelo, bajo las ramas más bajas de un grueso pino blanco, como hacía siempre. Las puntiagudas hojas verdeazuladas me rozaban el cuello mientras me esmeraba en colocar una hilera de lucecitas blancas en unos agujeros situados en la parte posterior del pueblo. No había encontrado a sus habitantes y se habían perdido también los coches de hojalata y los animales. El pueblo estaba vacío, pero por primera vez no me parecía desierto ni me sentía solo.
Algo me llamó la atención mientras permanecía tumbado, escuchando a Amma garabatear con un bolígrafo y los viejos y chirriantes discos navideños de mi padre. Era un pequeño objeto oscuro que se había enganchado en un pliegue de tela y permanecía entre las capas de algodón. Era una estrella del tamaño de un penique, pintada de oro y plata y rodeada por un halo arrugado que parecía hecho con un clip. Era un adorno del árbol de Navidad del pueblecito, lo habíamos buscado durante años. Mi madre lo había hecho cuando era pequeña y todavía iba al cole en Savannah.
Me lo metí en el bolsillo con intención de dárselo a Lena en cuanto nos viéramos para que se lo pusiera en su collar de amuletos. Así no volvería a perderse. Así no volvería a perderme.
Esto le habría gustado a mi madre. Y también, si hubiera conocido a Lena, también le habría gustado. A lo mejor sí la conocía.
Llámate a ti misma.
Habíamos tenido la respuesta delante de nuestras narices todo el tiempo, perdida entre los libros del estudio de mi padre, guardada en las páginas del recetario de mi madre.
Parcialmente enganchada entre la nieve polvorienta.