16 de diciembre
When the Saints Go Marching In
LENA ESTABA SENTADA en el porche cuando detuve el vehículo. Me había puesto pesado con lo de conducir yo porque Link quería venir con nosotros y no podía arriesgarse a que le vieran en el coche fúnebre. No quería que Lena fuera sola, es más, ni siquiera deseaba que fuera, pero era mejor no mencionarle el tema. Parecía preparada para la batalla. Llevaba un suéter de cuello alto y unos vaqueros negros, a juego con un chaquetón con ribete de piel y capucha. Estaba a punto de enfrentarse al pelotón de fusilamiento, y lo sabía.
Habían transcurrido sólo tres días desde el baile y las Hijas de la Revolución Americana no habían perdido el tiempo. Esa tarde tenía lugar la sesión del comité de disciplina del Instituto Jackson; no se diferenciaba mucho de una caza de brujas, y no hacía falta ser un Caster para saberlo. Emily andaba coja con su pierna escayolada, y el desastroso baile de invierno se había convertido en la comidilla del pueblo y la señora Lincoln había obtenido al fin el apoyo necesario: se habían presentado testigos.
Si eras capaz de retorcer lo bastante las cosas y darle el sesgo adecuado a lo que cualquiera había visto, oído o recordado, lograbas que la gente entornara los ojos, ladeara la cabeza y llegara a una consecuencia lógica: Lena Duchannes era responsable, pues todo iba como la seda hasta que ella había venido al pueblo.
Link bajó de un salto y le abrió la puerta a Lena. Al pobre le carcomía la culpa y tenía aspecto de estar a punto de vomitar.
—Eh, Lena, ¿cómo lo llevas?
—Estoy bien.
Mentirosa.
No quiero que se sienta mal. No tiene la culpa.
Mi amigo carraspeó.
—Lamento un montón todo esto. He estado de bronca con mi madre todo el fin de semana. Siempre se le ha ido un poco la olla, pero esta vez es diferente.
—No es culpa tuya, pero te agradezco que lo hayas intentado.
—Habría sido distinto si todas esas arpías de las Hijas de la Revolución Americana no le hubieran estado calentando la cabeza. La señora Snow y la señora Asher han debido de llamar a casa mil veces durante estos últimos días.
Pasamos por delante de Stop & Steal, pero ni siquiera Fatty estaba allí. Las calles estaban desiertas. Daba la impresión de que íbamos por un pueblo fantasma. La sesión del comité de disciplina estaba fijada a las cinco en punto. Íbamos bien de hora. El escenario elegido era el gimnasio, pues no había otro lugar donde resultara posible acomodar a todas las personas que iban a presentarse. Esa era otra de las cosas típicas de Gatlin: todo el mundo se metía en todo. Iba a personarse en esa reunión hasta el apuntador, a juzgar por las puertas cerradas y la ausencia de gente en las calles.
—No entiendo cómo tu madre ha logrado montar este tinglado tan deprisa. Esto es rápido incluso para ella.
—Según he escuchado, Doc Asher está metido en el ajo. Sale de caza con el director Harper y algunos pesos pesados de la junta escolar.
Doc Asher era el padre de Emily y el único médico de verdad del pueblo.
—Estupendo.
—Chicos, vosotros sabéis que van a expulsarme, ¿vale? Han tomado la decisión y la sesión de hoy sólo es puro teatro.
Link parecía perplejo.
—No pueden darte la patada sin haber oído tu versión. Pero si no has hecho nada.
—Todo eso no cuenta. Estas cosas se deciden a puerta cerrada. Nada de lo que yo diga importa.
Estaba en lo cierto y los dos lo sabíamos, por eso permanecí en silencio, le cogí de la mano, me la llevé a los labios y la besé, deseando por enésima vez que la junta escolar cargara contra mí y no contra Lena.
Pero esa no era la cuestión, ya que jamás harían eso. Daba igual lo que yo hiciera o dijera, era uno de ellos y Lena jamás lo sería. Eso era precisamente lo que más me enfadaba… y avergonzaba. Los odiaba cada vez más porque me declaraban uno de los suyos, aunque saliera con la nieta del Viejo Ravenwood, me enfrentara con la señora Lincoln y no me invitaran a las fiestas de Savannah Snow. Yo era uno de ellos. Les pertenecía. Era imposible cambiar aquello y si se podía dar la vuelta a la ecuación, si de algún modo ellos también me pertenecían, entonces, Lena estaba contra ellos, y también contra mí.
Esa verdad me estaba matando. Tal vez Lena iba a ser Llamada al cumplir los dieciséis, pero yo lo había sido al nacer. No ejercía sobre mi destino mayor dominio que ella. Tal vez ninguno de nosotros lo controlábamos.
Estacioné el coche en el parking, ocupado casi por completo. Un gran número de personas hacían cola frente a la entrada principal para poder entrar. No había visto tanta gente junta en un sitio desde el estreno de Dioses y generales, el mayor tostón que se haya rodado jamás sobre la Guerra de Secesión, y donde la mitad de mis parientes figuraban como extras, principalmente porque tenían un uniforme en propiedad.
Link se agachó en el asiento trasero.
—Me bajo aquí. Os veré dentro. —Abrió la puerta y se metió a escondidas entre las filas de vehículos—. Buena suerte.
A Lena le temblaban las manos, a pesar de tenerlas apoyadas sobre el regazo. Me reconcomía verla hecha un manojo de nervios.
—No tienes por qué entrar ahí. Doy media vuelta y te llevo a casa ahora mismo.
—No, voy a entrar.
—¿Por qué quieres pasar por esto? Tú misma has dicho que era puro teatro.
—No voy a dejarles creer que me asusta enfrentarme a ellos. Me fui de mi última escuela, pero esta vez no voy a huir.
Inspiró profundamente.
—Esto no es salir corriendo.
—Lo es para mí.
—¿Va a venir tu tío al final?
—No puede.
—¿Y por qué demonios no puede? —Ella iba a pasar sola aquel trago, aunque yo estuviera a su lado.
—Es demasiado temprano. Ni siquiera se lo he dicho.
—¿Demasiado temprano? ¿De qué va esto? ¿Está encerrado en una cripta o algo así?
—Más o menos, algo por el estilo.
No merecía la pena hablar de ello. Ya iba a tener que comerse un marrón bastante gordo en cosa de unos minutos.
Empezó a chispear mientras nos encaminábamos al edificio. La miré.
Hago lo que puedo, créeme. Si no me contengo, se convertirá en un tornado.
La gente la miraba fijamente y la señalaba con la mano, lo cual había dejado de sorprenderme a pesar de que sólo fuera una cuestión de mera educación. Miré a mi alrededor con la esperanza de ver sentado junto a la puerta a Boo Radley, pero esta tarde no se le veía por ninguna parte.
Entramos en el gimnasio por una de las puertas laterales, la reservada al equipo visitante. Se le había ocurrido a Link, y había resultado ser una idea de primera, ya que una vez dentro me di cuenta de que la gente de la puerta no estaba esperando fuera para entrar, se habían apiñado allí sólo para escuchar la sesión. Dentro, ya sólo quedaba sitio para estar de pie.
Aquello parecía una versión cutre de un gran jurado en una de esas series de abogados que echan por la tele. Una gran mesa plegable presidía la parte delantera de la estancia. Sentados en torno a ella había algunos profesores: el señor Lee, por supuesto, con su corbata roja y sus prejuicios provincianos; el director Harper y un par de tipos, miembros de la junta escolar probablemente. Parecían incómodos, como si estuvieran deseosos de estar en el sofá viendo el canal de compras QVC Network o algún programa religioso.
En las tribunas descubiertas se agolpaba lo más selecto del condado. La señora Lincoln y su banda de linchadoras, todas miembros de las Hijas de la Revolución Americana, ocupaban las tres primeras filas. Miembros de las Hermanas de la Confederación, el coro de la iglesia metodista y la Sociedad Histórica se sentaban a su lado en los escasos huecos libres. Detrás de ellas estaban los Ángeles Guardianes del Instituto Jackson, formado por las chicas que querían ser como Emily y Savannah y los chicos a los que les gustaría bajarles las bragas a estas. Llevaban serigrafías recién estampadas en las camisetas: la pintura de un ángel enfundado en una camiseta de las Wildcats del Instituto Jackson, con un sospechoso parecido a Emily Asher, que extendía dos enormes alas blancas y lucía, cómo no, la camiseta de las animadoras. En la parte posterior sólo llevaban las dos mismas alas diseñadas para que parecieran brotar de la espalda y el grito de guerra de los Ángeles: «Os estamos vigilando».
Emily estaba sentada al lado de la señora Asher; apoyaba la pierna escayolada sobre una de las sillas de la cafetería. La señora Lincoln entrecerró los ojos cuando nos miró y la señora Asher rodeó a Emily con ademán protector, como si uno de los dos fuéramos a coger una porra, echar a correr y apalearla como a una indefensa cría de foca. Vi a Emily sacar el móvil del bolsillo, con los dedos preparados para ponerse a teclear a toda pastilla. Probablemente, esa tarde nuestro gimnasio era el epicentro de todos los cotilleos de, al menos, cuatro condados.
Amma estaba sentada varias filas detrás, jugueteaba con el amuleto colgado del cuello. Con un poco de suerte, eso haría que a la señora Lincoln le aparecieran esos cuernos que había estado ocultando con éxito durante tantos años. Mi padre no estaba, por descontado, pero las Hermanas se habían acomodado junto a Thelma, en los asientos situados al otro lado del pasillo. La cosa debía de pintar mucho peor de lo que yo me pensaba, pues no habían salido de casa a esas horas desde 1980, cuando la tía Grace comió su Hoppin’ John, el típico plato sureño de arroz con judías, panceta, cebolla, apio y salsa picante de ají, demasiado picante y pensó que sufría un ataque al corazón. La tía Mercy me vio y me saludó con el pañuelo.
Acompañé a Lena hasta el asiento situado en la zona frontal del pabellón, obviamente reservado para ella. Estaba situado enfrente del pelotón de fusilamiento, justo delante.
Va a salir bien.
¿Lo prometes?
Escuché el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado.
Te prometo que esto no me importa, que esta gente es idiota y que nada de cuanto digan va a cambiar mis sentimientos hacia ti.
Tomaré esa respuesta por un no.
El aguacero golpeó con mayor dureza el tejado, lo cual era un muy mal presagio. Le cogí de la mano y puse en ella el pequeño botón plateado de la chaqueta que llevaba puesta la lluviosa noche en que nos conocimos. Lo había encontrado en la tapicería agrietada del Cacharro. Parecía un cachivache viejo, pero lo llevaba en el bolsillo de los vaqueros desde entonces.
Toma, es algo así como un amuleto de la buena suerte. Al menos, a mí me la trajo.
Entonces me di cuenta del gran esfuerzo que estaba haciendo para no venirse abajo. Se quitó la cadena en silencio y lo añadió a su propia colección de cachivaches.
Gracias.
Me habría sonreído de haber sido capaz.
Después me dirigí hacia la fila en la que estaban sentadas las Hermanas y Amma. La tía Grace se ayudó del bastón para ponerse de pie.
—Aquí, Ethan. Te hemos guardado un asiento, cielo.
—¿Por qué no te sientas, Grace Statham? —siseó una anciana de pelo teñido de azul situada junto a las Hermanas.
La tía Prue se giró como movida por un resorte.
—Ocúpate de tus propios asuntos, Sadie Honeycutt, o vas a lamentarlo.
La tía Grace se volvió hacia Sadie Honeycutt y le dedicó una sonrisa antes de decir:
—Ven a sentarte aquí a mi lado, Ethan.
Me senté encajonado entre la tía Mercy y la tía Grace.
—¿Cómo lo llevas, dulzura mía? —Thelma me sonrió y me dio un pellizco en el brazo.
Los truenos retumbaron en el exterior y las luces parpadearon, levantando un coro de gritos entrecortados entre las ancianas.
En el centro de la mesa plegable estaba sentado un hombre algo tenso a juzgar por su aspecto. Carraspeó antes de tomar la palabra.
—Es una leve caída de la potencia, sólo eso. ¿Por qué no tienen todos ustedes la amabilidad de ocupar sus asientos para que podamos empezar? Me llamo Bertrand Hollingsworth y soy el presidente de la junta escolar. Esta sesión se ha convocado en respuesta a una petición de expulsión, la de la alumna Lena Duchannes, ¿es eso correcto?
El director Harper se giró sobre su asiento en la mesa central para dirigirse hacia el señor Hollingsworth, el instructor del expediente, o para ser más precisos con el lenguaje, el verdugo títere de la señora Lincoln.
—Sí, señor. Varios progenitores preocupados me presentaron dicha petición y está firmada por unos doscientos padres, entre quienes figuran los ciudadanos más respetados de Gatlin y un nutrido grupo de estudiantes.
Por descontado que sí.
—¿Cuáles son los cargos para solicitar la expulsión?
El señor Harper pasó varias páginas de su libro de notas amarillo, de tamaño similar al de los letrados, como si estuviera leyendo un expediente de antecedentes penales.
—Asalto y destrucción de la propiedad escolar. Además, la señorita Duchannes estaba en periodo de prueba.
¿Asalto? ¿A quién he asaltado?
Sólo es una acusación. No pueden demostrar nada.
Me puse en pie antes de que hubiera terminado de hablar.
—¡Nada de eso es cierto! —grité.
En el extremo opuesto de la mesa se sentaba otro hombre de rostro nervioso, que alzó la voz para hacerse oír por encima del aguacero y de los susurros de veinte o treinta ancianas provocados por mis malos modales.
—Tome asiento, jovencito, que aquí no hay permiso para hablar todos a la vez.
El señor Hollingsworth hizo caso omiso al barullo y prosiguió con la sesión.
—¿Existe algún testigo que corrobore dichas acusaciones?
Un montón de asistentes se pusieron a cuchichear en ese momento, preguntándose unos a otros para ver si alguien conocía el significado del verbo corroborar.
El director Harper se aclaró la garganta con desazón.
—Sí, y acabo de ser informado de que esta alumna ha tenido problemas parecidos en la escuela en la que había estado matriculada antes de venir a nuestro instituto.
¿A qué se refieren? ¿Cómo se han enterado de nada de mi antigua escuela?
No lo sé. ¿Qué sucedió allí?
Nada.
Una mujer de la junta escolar tenía unos papeles delante de ella y los hojeó antes de comentar:
—Nos gustaría escuchar en primer lugar a la presidenta de la asociación de padres del instituto, la señora Lincoln.
La madre de Link se puso en pie con teatralidad y recorrió el pasillo central en dirección al gran jurado de Gatlin. Tenía pinta de haberse tragado unas cuantas pelis de juicios.
—Buenas tardes, damas y caballeros.
—Usted fue una de las denunciantes iniciales, señora Lincoln, ¿puede decirnos qué sabe acerca de esta situación?
—Por supuesto, la señorita Ravenwood, perdón, la señorita Duchannes, quería decir, se mudó a nuestra localidad hace unos meses y desde entonces hemos tenido una serie de problemas en el Instituto Jackson. En primer lugar, rompió una ventana en clase de inglés…
—Estuvo a punto de hacer pedazos a mi niña —gritó la señora Snow.
—Muchos alumnos se salvaron por poco de sufrir graves lesiones y muchos de ellos se cortaron con los cristales.
—¡Eso fue un accidente y sólo resultó herida Lena! —gritó Link desde su posición, al fondo de la sala.
—Wesley Jefferson Lincoln, vete a casa ahora mismo si no quieres enterarte de lo que es bueno —siseó la señora Lincoln. Luego, recobró la compostura y se volvió hacia los miembros del comité de disciplina—. Los encantos de la señorita Duchannes parecen tener gran efecto en el sexo débil —repuso con una sonrisa—. Como iba diciendo, rompió una ventana en clase de inglés, lo cual asustó tanto a un número significativo de alumnas que sintieron la necesidad cívica de crear los Ángeles Guardianes del Instituto Jackson, un grupo cuyo único propósito es proteger a los estudiantes del centro realizando una especie de vigilancia ciudadana.
Los Ángeles Guardianes asintieron al unísono en las gradas, como si fueran marionetas y alguien manejara los hilos para que todas se movieran a la vez, algo que, al menos en cierto modo, era cierto.
El señor Hollingsworth garabateó algo en el bloc de notas y a continuación preguntó:
—¿Es ese el único incidente en el que se ha visto envuelta la señorita Duchannes?
La testigo simuló una gran sorpresa.
—¡Cielos, no! Pulsó la alarma antiincendios, arruinando el baile y causando daños en el equipo de audio por valor de cuatro mil dólares. Por si eso no fuera suficiente, empujó fuera del escenario a la señorita Asher, que se rompió una pierna. Sé de buena tinta que tardará meses en recuperarse.
Lena se mantuvo erguida, negándose a mirar a nadie.
—Gracias, señora Lincoln.
La madre de Link se dio la vuelta y sonrió a Lena. No era una sonrisa de verdad, ni siquiera sarcástica, sino una de esas de significado claro: voy-a-arruinarte-la-vida-y-disfruto-haciéndolo.
La presidenta de la asociación de padres se dirigió a su asiento, pero, de pronto, se detuvo para mirar directamente a Lena.
—Casi lo olvido —añadió—. Obra en mi poder el expediente de la señorita Duchannes en su anterior instituto, en Virginia, aunque tal vez sería más exacto llamarlo sanatorio.
Jamás he estado en un psiquiátrico. Era una escuela privada.
—Esta no es la primera vez que la señorita Duchannes protagoniza episodios violentos, tal y como ha mencionado el director Harper.
El tono de la voz de Lena en mi mente indicaba que se hallaba al borde de la histeria. Intenté tranquilizarla.
No te preocupes.
Pero quien se estaba intranquilizando era yo. La señora Lincoln no iba de farol: si lo soltaba delante de todos, significaba que tenía algún tipo de prueba.
—La señorita Duchannes es una joven perturbada. Sufre una enfermedad mental, déjeme ver… —La señora Lincoln se detuvo, sacó un papel de la carpeta y lo repasó con el dedo como si buscara algo. Me mantuve a la espera para saber qué enfermedad mental padecía Lena capaz de justificar, según ella, el hecho de que era diferente—. Ah, sí, aquí está. Parece que la señorita Duchannes padece un trastorno bipolar, lo cual, como puede explicarles a todos el doctor Asher, es una afección mental muy seria. Quienes la padecen son propensos a estallidos de violencia y tienen un comportamiento impredecible. Esta dolencia es hereditaria, su madre también la padecía.
Esto no puede estar pasando.
La tromba de agua martilleaba con fuerza el tejado y el viento había subido en intensidad, castigando con saña la puerta de la entrada.
—De hecho, su madre asesinó a su padre hace catorce años.
Los asistentes profirieron gritos de asombro.
Juego, set y partido.
Los asistentes empezaron a hablar, todos a la vez.
—Damas y caballeros, por favor —clamó el director Harper en un intento de calmar los ánimos, pero aquello era como acercar una cerilla encendida a un arbusto seco: resultaba imposible sofocar el fuego una vez prendido.
Se necesitaron diez minutos para que las aguas volvieran a su cauce en el gimnasio, pero Lena no se calmó. Su corazón latía tan desbocado como el mío, lo presentía, y se le había formado un nudo en la garganta de tanto contener las lágrimas, aunque lo estaba pasando mal con eso a juzgar por el diluvio desatado en el exterior. Me sorprendía que todavía no hubiera salido corriendo de allí, pero o era muy valiente o se había quedado paralizada por la sorpresa.
La madre de Link mentía. No me creía que Lena hubiera estado en un sanatorio, no más de lo que aceptaba que el propósito de los Ángeles era proteger a los estudiantes del instituto. Ahora bien, ignoraba si se había inventado lo otro, eso de que la madre de Lena había matado a su padre.
También sabía que quería matar a la señora Lincoln. Toda mi vida la había conocido como la madre de Link, pero ya no era capaz de verla de ese modo. No parecía la mujer que arrancaba de la pared la caja decodificadora de la tele por satélite y nos leía durante horas sermones sobre las virtudes de la castidad. Aquello no guardaba relación alguna con esas causas tan fastidiosas como inocentes. Era algo vengativo, personal. No lograba imaginarme por qué odiaba tanto a Lena.
El señor Hollingsworth intentó recobrar el control.
—De acuerdo, guarden silencio todos. Le agradezco su declaración de esta tarde, señora Lincoln. Me gustaría examinar esos papeles, si usted no tiene inconveniente.
—¡Todo esto es ridículo! —grité, poniéndome de pie—. ¿Por qué no enciende una hoguera y la quema en ella?
El señor Hollingsworth se esforzó otra vez por reconducir la situación, que amenazaba con caer a los niveles de los peores programas de telebasura, como El show de Jerry Springer.
—Tome asiento, señor Wate, o me veré obligado a pedirle que se marche. No quiero más salidas de tono durante esta sesión. He revisado los testimonios escritos sobre lo sucedido en el baile y todo parece bastante claro, por lo tanto sólo queda tomar una decisión sensata.
Las enormes puertas metálicas de la parte posterior se abrieron en medio de un gran estruendo, dando paso a un soplo de viento y a un aguacero de impresión.
Y a algo más.
Macon Ravenwood caminó por el pabellón con desenvoltura. Vestía un lujoso traje oscuro de raya diplomática debajo de su abrigo negro de cachemira. Marian Ashcroft venía de su brazo y llevaba un pequeño paraguas a cuadros del tamaño justo para no quedar empapada bajo el aguacero. Macon estaba seco a pesar de no llevar protección alguna. Boo avanzaba con paso pesado detrás de ellos. Tenía erizado su negro pelaje empapado, lo cual acentuaba su aspecto, más próximo al de un lobo que al de un perro.
Lena se revolvió en su asiento de plástico naranja y durante un segundo pareció tan vulnerable como se sentía. Percibí en sus ojos un alivio inmenso y también cuánto se estaba esforzando por seguir sentada en vez de arrojarse llorosa a los brazos de su tío.
Los ojos de Macon volaron en dirección a su sobrina y Lena se irguió en la silla. Luego, avanzó entre el público, recorriendo el pasillo hasta llegar ante los miembros de la junta escolar.
—Lamento mucho el retraso. Esta noche hace un tiempo de perros. Siga, siga, no deseo interrumpirle, estaba a punto de tomar una decisión sensata, si le he oído correctamente.
El señor Hollingsworth se había quedado a cuadros, como el resto de los presentes en el gimnasio. Ninguno de ellos había visto a Ravenwood jamás en carne y hueso.
—Disculpe, señor, no sé quién se cree usted que es, pero estamos en mitad de una instrucción… Ah, y no puede traer aquí a ese chucho. En el recinto del instituto sólo se admiten animales de servicio.
—Oh, le comprendo a usted perfectamente, pero sucede que Boo Radley es mi perro guía. —No pude reprimir una sonrisa. Supuse que técnicamente era cierto. Boo agitó su corpachón para sacudirse la lluvia del pelaje y acabó duchando a cuantos se sentaban cerca del pasillo.
—Bien, señor…
—Ravenwood, Macon Ravenwood.
Los ocupantes de las gradas profirieron otra exclamación contenida e ipso facto se levantó un rumor de cuchicheos. Todo el pueblo había esperado ese momento desde antes de que yo naciera. Se palpaba en el ambiente cómo se había reavivado el interés a raíz de esa aparición, pues no había nada, absolutamente nada, que Gatlin adorase más que el espectáculo.
—Damas y caballeros del condado de Gatlin. ¡Cuánto me agrada conocerlos por fin! Confío en que todos ustedes conozcan a mi buena amiga, la hermosa doctora Ashcroft, que ha tenido la bondad de acompañarme esta noche, pues yo no conocía bien el camino hacia este nuestro hermoso pueblo. —Marian hizo un ademán de saludo—. Permítame que me disculpe otra vez por llegar tarde. Por favor, continúe, caballero. Estoy convencido de que estaba usted a punto de explicar que las acusaciones contra mi sobrina eran infundadas e iba a animar a todos estos muchachos a volver a casa y dormir bien para acudir a clase mañana.
Durante un minuto dio la impresión de que Hollingsworth se mostraba dispuesto a hacer lo que le había dicho Macon, lo cual me llevó a preguntarme si Macon tenía el Poder de Persuasión, como Ridley, pero el presidente de la junta escolar retomó el hilo original de sus pensamientos cuando una mujer le susurró al oído algo que sonó como el zumbido de un panal.
—No, señor, no es eso lo que iba a hacer, en absoluto. De hecho, pesan sobre su sobrina serias acusaciones y parece haber varios testigos de los hechos aquí contemplados. Basándome en las declaraciones escritas y en la información expuesta durante esta sesión, me temo que sólo tenemos una alternativa: la expulsión.
—¿Son esas sus testigos? —inquirió Macon al tiempo que con un gesto de la mano abarcaba a Emily, Savannah, Charlotte y Edén—. ¿Un grupito de niñas imaginativas con un grave problema de inmadurez?
La señora Snow se levantó de un salto.
—¿Insinúa usted que mi hija está mintiendo?
—En absoluto, mi querida señora —replicó Macon con esa sonrisa suya de actor de cine—. No lo insinúo, lo afirmo. Seguro que usted es capaz de apreciar la diferencia.
—¡Cómo se atreve! —La madre de Link se revolvió como un lince—. No tiene derecho a estar aquí, entorpeciendo el desarrollo de esta instrucción.
Marian esbozó una sonrisa antes de adelantarse.
—«La injusticia en cualquier lugar es una amenaza para la justicia en todas partes», como dijo un gran hombre. Y no veo en esta sala atisbo alguno de justicia, señora Lincoln.
—No me salga ahora con esa verborrea de Harvard.
Marian cerró el paraguas con un golpe seco antes de replicar:
—No creo que Martin Luther King fuera a Harvard.
El señor Hollingsworth retomó la palabra y habló de forma autoritaria.
—Persiste el hecho de que, según los testigos, la alumna Duchannes pulsó la alarma de incendios, ocasionando daños por valor de miles de dólares a la propiedad del Instituto Jackson, y también echó del escenario a la señorita Asher de un empujón, causándole heridas. Tenemos motivos para expulsarla basándonos sólo en estos hechos.
—«Es difícil liberar a los tontos de las cadenas que veneran» —suspiró Marian, y miró de forma harto significativa a la madre de Link—. La cita es de Voltaire, y él tampoco pisó Harvard.
Ravenwood no perdió la compostura, lo cual pareció sacar de quicio aún más a todos.
—Señor… ¿Cómo se llamaba usted?
—Hollingsworth.
—Señor Hollingsworth, sería una verdadera lástima que continuara por ese camino. Como usted sabe, en este gran estado de Carolina del Sur es ilegal impedir la asistencia a clase de un menor. La escolaridad es obligatoria, es decir, forzosa. No puede expulsar a una chiquilla inocente sin cargos. Esos días han terminado, incluso aquí, en el sur.
—Ya le he explicado, señor Ravenwood, que sí existen acusaciones y actuamos en el ámbito de nuestras funciones al expulsar a su sobrina.
La señora Lincoln se levantó de un salto.
—No puede aparecer de la nada e interferir en el buen funcionamiento del pueblo. ¡No ha salido de esa mansión en años! ¿Qué derecho tiene a meter baza en los asuntos de esta localidad o de nuestros hijos?
—¿Se refiere usted a esa colección de marionetas vestidas de… unicornios? —Macon señaló con un gesto a los Ángeles—. Tendrán que perdonarme, muchachos, pero ando mal de la vista.
—Son ángeles, señor Ravenwood, no unicornios, aunque tampoco cabe esperar que reconozca a los enviados de Nuestro Señor, dado que no recuerdo haberle visto jamás en misa.
—Que tire la primera piedra quien esté libre de pecado, señora Lincoln. —El tío de Lena hizo una pausa durante un instante, como si pensase que su interlocutora necesitaría un respiro para poner en orden sus ideas—. Tiene usted razón en lo referente a su primera afirmación: paso mucho tiempo en mi mansión, y no me importa, pues la propiedad es maravillosa, pero tal vez debería pasar más tiempo en el pueblo, sí, quizá deba venir aquí con más frecuencia, y sacudir un poco las cosas, si me permite la frase a falta de otra mejor.
La posibilidad espantó a la señora Lincoln y a las Hijas de la Revolución Americana, que se revolvieron en sus asientos y se miraron entre sí, horrorizadas ante semejante idea.
—De hecho, si Lena no vuelve al instituto, deberá recibir instrucción en casa. Entonces, tal vez deba invitar a alguna de sus primas, pues no desearía descuidar mis obligaciones en la vertiente social de su educación. Algunas son cautivadoras, como, de hecho, creo que alguno de ustedes tuvo ocasión de comprobar en el baile de máscaras del solsticio de invierno.
—No era un baile de disfraces.
—Acepte mis disculpas. Di por hecho que eran disfraces a juzgar por la apariencia tan chillona de esas ropas horrorosas.
La señora Lincoln se sonrojó. Ya no era una mujer intentando prohibir los libros, era alguien con quien convenía no enzarzarse en una pelea. Me preocupé por Macon, y por todos nosotros.
—Seamos claros, señor Ravenwood. Ni usted forma parte de este lugar ni hay lugar para usted en este pueblo, y está claro que tampoco para su sobrina. No creo que esté en posición de exigir nada.
La expresión del hombre cambió levemente mientras le daba vueltas a su anillo.
—Aprecio su franqueza, señora Lincoln, y voy a intentar ser con usted tan sincero como usted lo ha sido conmigo. Empecinarse en este asunto sería un grave error para todos los habitantes de este pueblo. Soy un hombre adinerado, lo saben, y un tanto despilfarrador, pero si persisten en expulsar a mi sobrina del Instituto Stonewall Jackson, me veré obligado a gastar algo más de dinero. ¿Quién sabe? Tal vez abra un autoservicio Wal-Mart.
—¿Es eso una amenaza?
—En absoluto, pero da la casualidad de que la finca ocupada por el hotel Southern Comfort es de mi propiedad. Su cierre sería un gran inconveniente para usted, ¿verdad, señora Snow? Su esposo tendría que conducir mucho más para reunirse con esas señoritas tan amigas suyas y estoy seguro de que lo de llegar tarde a cenar va a convertirse en una costumbre. No podemos consentir eso, ¿a que no? —El señor Snow se puso colorado como un tomate y se agachó para esconderse detrás de un par de tipos grandotes del equipo de fútbol, pero Macon no había hecho más que comenzar—. Me resulta usted extremadamente familiar, señor Hollingsworth, usted y esa hermosa flor confederada que se sienta a su izquierda. —Macon señaló con un ademán a una señorita de la junta escolar sentada junto a él—. ¿No los he visto a ustedes juntos en alguna parte…? Yo juraría que…
—No, en absoluto, soy un hombre casado, señor Ravenwood.
Macon centró su atención en el calvo sentado junto a Hollingsworth.
—Ay, señor Ebitt, si yo rescindiera el arrendamiento de Waydard Dog, ¿dónde se iba a pasar usted las tardes emborrachándose mientras su esposa cree que está en un grupo de estudio de las Sagradas Escrituras?
—¡Wilson! ¿Cómo has podido usar a Nuestro Señor Todopoderoso como coartada? ¡Arderás en las llamas del infierno tan seguro como que yo estoy aquí!
La señora Ebitt echó mano al bolso y se marchó precipitadamente hacia el pasillo.
—¡No es cierto, Rosalie!
—¿Ah, no? —Macon sonrió—. No logro imaginarme la de cosas que podría contar Boo si fuera capaz de hablar. Ya saben ustedes, va y viene por todas partes, se mete en los patios y en los garajes de este pueblo suyo tan bonito. Apostaría a que ha visto un par de cositas curiosas.
Reprimí una carcajada.
El perro levantó las orejas al oír su nombre y bastantes asistentes se revolvieron inquietos en sus asientos, temerosos de que Boo abriera las fauces y resultase tener el don del habla, lo cual no me habría sorprendido después de la noche de Halloween, ni a mí ni a nadie en el condado, considerando la reputación de Macon Ravenwood.
—El número de personas no del todo honestas en este pueblo es grande, como pueden ver ustedes mismos. Por eso, han de comprender mi preocupación cuando supe que las terribles acusaciones contra mi propia familia se sustentaban en el testimonio de cuatro adolescentes. ¿No sería mejor para todos dejarlo correr? ¿Acaso no sería lo más… caballeroso, señor?
Hollingsworth tenía toda la pinta de estar a punto de sufrir un ataque, la mujer sentada junto a él parecía desear que se le tragara la tierra, el señor Ebitt, cuyo nombre jamás se había mencionado antes de que Macon lo pronunciara, ya había salido detrás de su mujer. Los restantes miembros del comité estaban acongojados, temiendo que Ravenwood o su chucho empezasen a contar a todo el pueblo sus trapos sucios.
—Considero que tal vez esté usted en lo cierto, señor Ravenwood. Quizá debamos investigar esas acusaciones un poco más antes de seguir con una instrucción que, probablemente, presente algunas inconsistencias.
—Una sabia elección, señor Hollingsworth, una muy sabia elección. —Macon caminó hacia el pupitre donde se sentaba Lena y le ofreció el brazo—. Vamos, Lena. Es tarde, y mañana tienes clase. Lena se incorporó y permaneció más erguida de lo habitual. El golpeteo de la lluvia en el techo había aminorado hasta convertirse en un débil tamborileo. Marian le anudó un pañuelo en torno al cuello y los tres recorrieron el pasillo con Boo avanzando detrás de ellos.
No miraron a nadie más en el recinto.
La señora Lincoln se puso de pie, señaló a Lena con el dedo y bramó:
—¡Su madre es una asesina!
Macon se dio media vuelta y hubo un cruce de miradas. Había algo peculiar en su expresión, y era la misma que cuando le mostré el guardapelo de Genevieve. Boo gruñó de forma amenazante.
—Cuidado, Martha, jamás sabes cuándo pueden volver a cruzarse nuestros caminos.
—Pero se cruzarán, Macon —replicó con una sonrisa que era todo menos eso. Ignoraba qué había sucedido entre ambos, pero no parecía un simple rifirrafe.
A pesar de que aún no habían salido al exterior, Marian abrió de nuevo el paraguas y sonrió a todos con sumo tacto.
—Espero veros a todos en la biblioteca. No lo olvidéis, estamos abiertos hasta las seis de lunes a viernes. —Indicó la dirección de esta con la cabeza—. «Sin bibliotecas, ¿qué nos quedaría? No tendríamos pasado ni futuro». Preguntádselo a Ray Bradbury, o id a Charlotte y leedlo con vuestros propios ojos en la pared de la biblioteca pública. —Macon cogió a Marian del brazo, pero ella aún no había terminado—. Ah, y él tampoco fue a Harvard, señora Lincoln. Ni siquiera pudo asistir a la universidad.
Y dicho esto, se fueron.