13 de diciembre

Difuminarse

NO SÉ POR QUÉ no puede venir aquí. Esperaba ver a la sobrina de Melquisedec emperifollada con sus mejores galas.

Yo permanecía quieto delante de Amma para que me hiciera el nudo de la corbata. Era tan bajita que tenía que subirse tres escalones para llegar a mi cuello. De niño, todos los domingos solía peinarme y anudarme la corbata antes de ir a misa. Siempre parecía sentirse orgullosa de mí cuando me observaba, y ahora me miraba con esa misma satisfacción.

—Lo siento, pero no hay tiempo para una sesión de fotos. Voy a recogerla a su casa. Se supone que el chico recoge a la chica, ¿no?

Había un buen trecho si teníamos en cuenta que debía ir hasta Ravenwood en el Cacharro. Shawn iba a llevar a Link. Los chicos del equipo le seguían reservando un asiento en su nueva mesa incluso a pesar de que por lo general solía sentarse con Lena y conmigo.

Amma tiró de la corbata y se echó a reír. No supe qué le hacía tanta gracia, pero se me pusieron los nervios a flor de piel.

—La has apretado demasiado y me estoy asfixiando. —Intenté meter un dedo entre la garganta y el cuello de mi chaqueta de esmoquin alquilada.

—No es la corbata, son los nervios. Tranquilo. Lo harás bien. —Me examinó de los pies a la cabeza con gesto de aprobación, como imaginé que habría hecho mi madre de haber estado allí—. Ahora, déjame ver esas flores.

Alargué el brazo detrás de mí en busca de una cajita con una rosa roja envuelta en muguet. A mí me parecía horrorosa, pero era imposible conseguir mucho más en Jardines del Edén, la única floristería de Gaflin.

—Son las flores más espantosas que han visto mis ojos. —Amma sólo les echó un vistazo antes de lanzarlas a la papelera, situada al pie de las escaleras, y darse media vuelta en dirección a la cocina.

—¿Por qué has hecho eso?

Abrió el frigorífico y sacó un ramillete de los que se colocan en la muñeca con flores delicadas y menudas. Jazmín estrella y romero silvestre sujetos con una cinta plateada. Plata y blanco, los colores del baile de invierno. El ramillete era perfecto.

Amma había hecho eso a pesar de lo poco que le gustaba mi relación con Lena. Lo había hecho por mí. Sólo tras la muerte de mi madre comprendí cuánto dependía de Amma y cuánto había dependido siempre. Era lo único que me había mantenido con la cabeza fuera del agua. Probablemente, sin ella me habría ahogado, igual que mi padre.

—Todo tiene un significado. No pretendas amansar lo indomable.

Acerqué el ramillete a la luz de la cocina. Me percaté de lo larga que era la cinta y la fui tanteando con los dedos hasta encontrar debajo un huesecito.

—¡Amma!

Se encogió de hombros.

—¿Qué? ¿Vas a ponerte tiquismiquis porque haya sacado de una tumba ese huesecito de nada? Después de haber crecido en esta casa y de haber visto cuanto has visto, ¿dónde tienes el sentido común? Una proteccioncita de nada no hace daño a nadie, ni siquiera a ti, Ethan Wate.

Suspiré y puse el ramillete en la caja.

—Yo también te quiero, Amma.

Me abrazó con tanta fuerza que no me rompió los huesos de casualidad. Bajé las escaleras del porche a la carrera y salí al exterior. Ya era de noche.

—Ten cuidado, ¿me oyes? No te entusiasmes demasiado.

No tenía ni idea de a qué se refería, pero de todos modos le contesté con una sonrisa.

—Sí, señorita.

Al alejarme al volante del Cacharro vi todavía encendida la luz en el estudio de mi padre. Me pregunté si acaso se habría enterado de que esa noche se celebraba el baile de invierno.

Mi corazón estuvo en un tris de pararse cuando Lena abrió la puerta de la mansión, lo cual ya es decir, si se tenía en cuenta que ella ni siquiera me había tocado. Iba vestida como jamás lo hubiera hecho ninguna otra chica, y yo lo sabía. Sólo había dos sitios para elegir ropa en el condado de Gatlin: Little Miss, proveedor de ropa para las representaciones locales, y Southern Belle, la tienda de trajes de novia, a dos pueblos de distancia.

Las chicas vestidas en Little Miss llevaban descocados modelos de sirena con demasiadas aberturas y escotes, y muchas lentejuelas. Amma jamás habría dejado que me vieran en compañía de ese tipo de chicas en un picnic, y menos aún en un baile formal. A veces eran ganadoras de concursos locales de belleza o hijas de alguna antigua miss local, como Edén, cuya madre había sido primera finalista en el concurso Miss Carolina del Sur, y en la gran mayoría de las ocasiones, eran hijas de madres a las que les hubiera gustado ganar esos certámenes. En cuestión de un par de años podría verse a todas esas chicas acudiendo con sus bebés a las fiestas de graduación del Instituto Jackson.

En Southern Belle vendían vestidos con forma de campana a lo Scarlett O’Hara. Las Damas Auxiliares del Ejército de Salvación y de Hijas de la Revolución Americana equipaban allí a sus niñas, como era el caso de Emily Asher o Savannah Snow. Te las encontrabas en todas partes y era fácil sacarlas a bailar si tenías suficientes tragaderas para soportarlas a ellas y al hecho de que, con ese aspecto, era como bailar con una novia el día de su boda.

Comoquiera que sea, todo era brillante, colorido y lleno de adornos, y estaba omnipresente un tono naranja conocido popularmente como «naranja Gatlin». Probablemente, en el resto del mundo estaría reservado para las novias horteras, pero no en este condado.

La presión era menos manifiesta para los chicos, pero tampoco era moco de pavo. Debíamos ir a juego con nuestra pareja, o sea, lidiar con aquel temido color naranja. Este año, el equipo de baloncesto iba a ir con corbatas y fajines plateados, lo cual les ahorraba la humillación de llevar corbatas de color rosa, púrpura o naranja.

Lena jamás en la vida se hubiera puesto una prenda de color naranja Gatlin, sin duda, pero cuando la vi me entró un tembleque en las piernas, lo cual empezaba a convertirse en algo habitual, porque estaba tan guapa que sólo mirarla hacía daño.

Vaya.

¿Te gusta?

Se giró sobre sí misma para que pudiera verla. La melena ensortijada le caía por los hombros, pero se había sujetado la parte de delante hacia atrás con unos pasadores centelleantes de ese modo casi mágico que tienen las chicas de lograr que el pelo parezca estar sujeto en alto y al mismo tiempo caiga hacia abajo. Quise recorrer su melena con los dedos, pero no me atreví a tocarle ni un solo pelo. El vestido, de hebras plateadas, se le ceñía al cuerpo, resaltando todas sus curvas, sin parecerse a ninguno de los modelitos de Little Miss. Era un atuendo delicado como una telaraña, parecía tejido en plata por arañas.

¿Qué es? ¿Tejido de plata hilado por arañas?

¿Quién sabe? A lo mejor. Me lo ha regalado el tío Macon.

Se echó a reír y me arrastró al interior de la casa. Incluso la mansión Ravenwood parecía reflejar el tema invernal del baile. Esa noche, el vestíbulo de la entrada tenía un aire al viejo Hollywood: el suelo estaba ajedrezado por baldosines blancos y negros y por encima de nuestras cabezas flotaban copos de nieve. Había una antigua mesa negra lacada delante de unas centelleantes cortinas irisadas y más lejos acerté a ver algo que rielaba como el sol sobre el mar, aunque no logré acertar qué era. Encima de los muebles había velas de luces parpadeantes que creaban halos de luz dondequiera que se mirase.

—¿De verdad? ¿Arañas?

La luz de las velas arrancaba destellos a los labios de Lena. Procuré no detenerme en su contemplación y me contuve para no besar la pequeña media luna de su pómulo. El más sutil de los brillos refulgía sobre sus hombros, su rostro, su pelo. Esa noche parecía de plata incluso su lunar.

—Sólo bromeaba. Probablemente lo compró en alguna tiendecilla en París, en Roma o en Nueva York. Mi tío se pirra por las cosas bonitas. —Acarició la media luna plateada que descansaba sobre su escote. Debía de ser otro regalo de Macon.

—Exacto, pero, aparte de eso, lo encontré en Budapest, no en París —dijo una voz procedente del oscuro pasillo. Esa forma de arrastrar las palabras me resultaba familiar. La afirmación vino acompañada por el brillo de una vela. Macon apareció ataviado con chaqueta de esmoquin, unos pulcros pantalones negros y una camisa de vestir blanca. Los gemelos centelleaban a la luz de la vela—. Ethan, te agradecería en grado sumo que esta velada extremaras las precauciones con mi sobrina. Como sabes, prefiero que de noche permanezca en casa. —Me entregó para que se lo diera a Lena un ramillete de jazmines estrella—. Toda precaución es poca.

—¡Tío Macon! —saltó Lena, asombrada.

Miré el ramillete de cerca. Un alfiler sujetaba las flores y de este pendía un anillo plateado en el que advertí una inscripción escrita en un lenguaje ininteligible, pero que reconocí por ser similar al del Libro de las Lunas. No tuve que examinarlo de cerca para apreciar que se trataba del anillo que él no se quitaba jamás, hasta esa noche. Cogí el ramillete que me había hecho Amma. Era casi idéntico.

Entre los cientos de Caster ligados al anillo y los innumerables Notables de Amma, no habría espíritu en el pueblo con valor para meterse con nosotros, o en eso confiaba yo.

—Entre usted y Amma conseguirán que Lena sobreviva al baile de invierno del Instituto Jackson, señor —comenté con una sonrisa.

Él no me la devolvió.

—No es el baile lo que me preocupa, pero se lo agradezco igualmente a Amarie.

Lena torció el gesto y nos miró alternativamente. Seguramente no parecíamos las dos personas más felices del pueblo.

—Tu turno. —Cogió una flor de la mesa del vestíbulo y me la puso en el ojal; era una sencilla rosa blanca con un tallo de jazmín—. Me gustaría que todo el mundo dejara de preocuparse por un rato. Esto se está volviendo de lo más embarazoso. Sé cuidar de mí misma.

Macon no parecía demasiado convencido.

—En cualquier caso, no me gustaría que nadie resultase herido.

No sabía si se estaba refiriendo a las brujas del instituto o a Sarafine, la poderosa Caster Oscura. De todos modos, en los últimos meses había visto demasiadas cosas como para pasar por alto un aviso tan serio.

—Ha de estar de vuelta a medianoche.

—¿Esa hora es más poderosa para la magia?

—No. No tiene permiso para llegar más tarde a casa.

Reprimí una sonrisa.

Lena parecía nerviosa mientras íbamos de camino al pabellón de gimnasia. Permanecía sentada muy envarada en el asiento de delante, jugueteando con el dial de la radio, el vestido y el cinturón de seguridad.

—Relájate.

—¿Es una locura lo que vamos a hacer esta noche? —preguntó, mirándome con expectación.

—¿A qué te refieres?

—Todos me odian. —Mantuvo la vista fija en las manos.

—Querrás decir que todos nos odian.

—De acuerdo, todo el mundo nos odia.

—No estamos obligados a ir.

—No, quiero ir. Ese es el asunto… —Hizo girar el ramillete alrededor de la muñeca varias veces—. Ridley y yo habíamos planeado ir juntas el año pasado, pero entonces…

No fui capaz de oír el resto, ni siquiera en mi mente.

—Las cosas ya se habían estropeado para entonces. Ridley cumplió dieciséis. Ella se… fue, y yo tuve que dejar la escuela.

—Bueno, no es más que un baile y este no es el último año. Tampoco ha pasado nada malo.

Frunció el ceño.

Por el momento.

El consejo estudiantil había trabajado de lo lindo durante el fin de semana y hasta yo me quedé impresionado cuando entramos en el gimnasio y vi cómo lo habían dejado. Cualquier atisbo del instituto había desaparecido dominado por el tema de la fiesta: el sueño de una noche de invierno.

Habían colocado en sedales de pesca colgados del techo cientos de copos de nieve minúsculos. Muchos eran blancos y estaban hechos con papel, y otros centelleaban, pues los habían confeccionado con papel de estaño, purpurina, lentejuelas y todo tipo de material brillante. En las esquinas del pabellón habían amontonado esponjosa nieve en polvo y refulgentes luces blancas colgaban de la escalera.

—Ethan, Lena, hola. ¡Tenéis un aspecto estupendo! —nos saludó la entrenadora Cross mientras nos daba unas copas con ponche de melocotón. Lucía un vestido negro que, a mi juicio, enseñaba demasiado muslamen para el bien de Link.

Al mirar a mi novia recordé los dorados copos de la mansión Ravenwood suspendidos en el aire sin necesidad de sedal de pesca ni papel de estaño, pero, aun así, los ojos de Lena brillaban y me apretó la mano con más fuerza, como una niña en su primera fiesta de cumpleaños. Jamás había creído a Link cuando afirmaba que las fiestas del instituto ejercían un efecto inexplicable sobre las chicas, pero parecía evidente que era cierto, incluso aunque fueran unas Caster.

—Es precioso.

En realidad, no lo era. Aquello era lo que era: otro baile más del instituto, pero supuse que para Lena sí era precioso. Quizás la magia no sea una cosa mágica cuando has crecido con ella.

Entonces oí una voz conocida. Imposible, no podía ser.

—Que empiece la fiesta.

Ethan, mira

Me di la vuelta y casi se me atragantó el ponche cuando vi a Link con algo similar a un traje jaspeado debajo del cual llevaba una de esas camisetas negras con la imagen de un esmoquin estampada por delante. Llevaba unas deportivas tipo bota de color negro. Parecía un bailarín callejero de Charleston.

—Eh, Perdedor, eh, prima.

Oí de nuevo esa voz inconfundible por encima del runrún del gentío, el pinchadiscos, el golpeteo machacón del bajista y las parejas en la pista de baile. Miel, azúcar, melaza y piruletas de cereza todo en uno. Por primera vez en mi vida pensaba que algo era demasiado dulce.

La mano de mi acompañante se tensó entre mis dedos. Era increíble: del brazo de Link iba Ridley, ataviada con el vestido de lentejuelas más pequeño que nadie hubiera llevado en un baile de etiqueta del Instituto Jackson. Yo ni siquiera sabía dónde mirar, porque era todo curvas, piernas y una gran melena rubia. Sentí cómo subía la temperatura de la sala cuando todos la miraban y no debía de ser el único, a juzgar por el alto número de chicos que habían dejado de bailar con sus parejas, vestidas como las figuritas de un pastel de boda; ahora estaban que trinaban. En un mundo donde todos los vestidos del baile procedían de dos tiendas, Ridley hacía pasar por puritanos los descocados vestidos de Little Miss y hacía que la entrenadora Cross pareciera una monja. En otras palabras: Link estaba condenado.

Descompuesta, la mirada de Lena iba de su prima a mí.

—¿Qué haces aquí, Ridley?

—Vaya, al final, después de todo, hemos venido al baile. ¿No estás eufórica? ¿No es fantástico?

Observé cómo el pelo de Lena empezaba a agitarse bajo el soplo de un viento inexistente. Bastó un parpadeo suyo para que se fundieran la mitad de las luces blancas. Tenía que meter baza lo antes posible. Arrastré a Link hasta la fuente de ponche.

—¿Qué haces con ella?

—¿Puedes creértelo, tío? Es la tía más ardiente de todo el condado, y no te ofendas. Provoca quemaduras de tercer grado. Me la encontré merodeando por Stop & Steal cuando iba a por algo de picar mientras venía hacia aquí. Tenía ya puesto ese vestido y todo.

—¿Y no lo encuentras un poco raro?

—¿Te crees que me importa?

—¿Y si resulta ser una psicópata pirada?

—¿Te refieres a que va a atarme o algo así? —quiso saber, sonriendo mientras se imaginaba la escena.

—No estoy de coña.

—Siempre lo estás… ¿Qué pasa…? Ah, ya caigo: estás celoso, pues, según creo recordar, te metiste en su coche a las primeras de cambio. No me digas que lo intentaste con ella o algo así…

—En absoluto, es la prima de Lena.

—Me importa un bledo. Todo lo que sé es que he venido al baile con la tía más cañón de tres condados. Es como… ¿cuántas posibilidades hay de que caiga en el pueblo un meteorito? Esto no va a volver pasar. Pórtate guay, ¿vale? No me lo chafes.

Ya estaba hechizado, aunque es cierto que con Link tampoco era necesario esforzarse mucho. Ahora daba igual lo que yo le dijera. Aun así, con poca convicción, hice otro intento.

—No es trigo limpio, tío. Va a licuarte el seso, te lo sorberá y lo escupirá cuando se vaya.

Me agarró por los hombros:

—Pasa de mí —dijo.

Link pasó el brazo en torno a la cintura de Ridley y se dirigió a la pista de baile sin mirar siquiera a la entrenadora Cross cuando pasaron junto a ella.

Me llevé a Lena en la dirección opuesta, hacia el rincón donde el fotógrafo estaba retratando a las parejas delante de un falso ventisquero con un muñeco de nieve aún más falso mientras los miembros del consejo estudiantil se turnaban para tirar nieve de pega sobre la escena. Me di de bruces con Emily.

Ella miró a mi novia.

—Lena, estás… flamante.

—Emily… pareces hinchada —repuso Lena nada más verla.

Y era cierto. El vestido de Southern Belle que llevaba Emily Anti-Ethan parecía un buñuelo de color melocotón plateado, relleno de crema, espachurrado y arrugado como un tafetán. El pelo le caía en gruesos tirabuzones que parecían trozos de cinta amarilla retorcida. Daba la impresión de que le habían estirado la cara más de la cuenta mientras le hacían el peinado en la peluquería Snip’n’Curl y que se habían hartado de pincharle la cabeza con las horquillas.

¿Qué había visto yo alguna vez en ella?

—No sabía que las de tu estilo bailaran.

—Lo hacemos. —Lena la miró fijamente.

—¿Alrededor de la hoguera? —inquirió Emily con una sonrisa maliciosa.

—¿Por qué? —El pelo de Lena volvió a ensortijarse—. ¿Buscas un buen fuego para quemar ese vestido?

La otra mitad de las parpadeantes luces blancas saltaron y pude ver cómo el consejo estudiantil en pleno echaba a correr para revisar los plomos y las conexiones eléctricas.

No la dejes ganar. Ella es la única bruja aquí.

No es la única, Ethan.

Savannah apareció detrás de Emily con Earl pegado a su espalda. Ambas tenían las mismas pintas, salvo que el vestido de una era de color rosa plateado y el de la otra melocotón plateado. Su falda se asemejaba a un peluche. No costaba nada imaginarse sus bodas si cerrabas los ojos. ¡Qué horror!

Earl clavó la vista en el suelo para no mirarme a los ojos.

—Vamos, Em, están anunciando la corte regia. —Savannah lanzó una mirada significativa a Emily.

—No me dejes con la duda —añadió Savannah con ironía haciendo un gesto hacia la cola de gente que aguardaba para hacerse una fotografía—. ¿Aparecerás en la imagen, Lena?

Luego se marchó haciendo aspavientos y agitando el enorme buñuelo que llevaba por vestido.

—¡Siguiente!

El pelo de Lena seguía encrespado.

Son idiotas. No importa. No me importa ninguna de las dos.

—¡Siguiente! —oí repetir al retratista.

Cogí a Lena de la mano y la arrastré hacia el falso ventisquero. Había nubarrones de tormenta en sus ojos cuando me miró, pero enseguida se disiparon y volvió a ser ella. Noté cómo amainaba el temporal.

—Echad la nieve —ordenó alguien al fondo.

Tienes razón. No importa.

Me incliné para besarla.

Tú eres lo único que importa.

Nos besamos y el flash de la cámara se disparó. Durante un segundo, un segundo perfecto, pareció que no había nadie más en el mundo. No nos importaba nada.

El destello de luz nos cegó cuando empezó a caernos de todas partes una blanquecina masa pringosa, y acabó cayendo del todo sobre nosotros.

¿Qué demonios…?

Lena profirió un grito ahogado. Intenté quitarme aquel pringue de la cara, pero estaba por todas partes y fue peor cuando vi a Lena. Le cubría el pelo, el rostro y su hermoso vestido. Le habían estropeado su primer baile.

Desde un cubo situado encima de nuestras cabezas, el que se suponía que estaba destinado a verter copos de pega para que aparecieran en la foto como si se movieran empujados por el viento, chorreaba una sustancia de consistencia jabonosa, muy semejante a la mezcla de harina para hacer tortitas. Cuando alcé la vista, sólo me encontré con otro rostro cubierto por aquella viscosidad. El cubo cayó al suelo dando tumbos.

—¿Quién le ha echado agua a la nieve?

El fotógrafo estaba fuera de sí. Nadie dijo ni pío y yo estaba dispuesto a apostar cualquier cosa a que los Ángeles Guardianes del Instituto no habían visto nada, ¿a que no?

—Ella se está derritiendo —gritó alguien.

Permanecimos en medio de un charco de sopa blancuzca o pegamento o lo que fuera, dominados por el deseo de poder empequeñecer hasta desaparecer, o al menos esa imagen debíamos de dar a las numerosas personas congregadas a nuestro alrededor, que se tronchaban de risa a nuestra costa. Savannah y Emily permanecían apartadas en un lateral, disfrutando de cada minuto de lo que tal vez fuera el momento más humillante de la vida de Lena.

—Os deberíais haber quedado en casa —gritó un chico por encima de la algarabía.

Habría identificado esa voz de necio en cualquier parte. La había oído un montón de veces en la pista, el único lugar donde solía abrir el pico. Earl estaba susurrándole algo al oído a Savannah, sobre cuyos hombros había pasado el brazo.

Eso me hizo saltar. Crucé la sala tan deprisa que Earl ni siquiera me vio ir a por él. Le propiné un derechazo en la mandíbula con el puño pringado y se cayó, arrastrando a Savannah, que se hundió en su falda de aro.

—¿Qué rayos…? ¿Te falta algún tornillo, Wate?

Earl hizo ademán de levantarse, pero le planté el pie encima e hice fuerza para que no se moviera.

—Más te vale no ponerte de pie.

Earl se medio incorporó y se estiró el cuello de la camisa, como si eso le hiciera tener mejor aspecto a pesar de estar en el suelo del gimnasio.

—Espero que sepas lo que haces —masculló, pero no se levantó.

Podía decir lo que quisiera, los dos sabíamos quién iba a acabar otra vez en el suelo si intentaba levantarse de verdad.

—Lo sé.

Luego, regresé y tiré de Lena para sacarla de esa especie de nieve fangosa medio derretida en que se habían convertido los copos de pega.

—Vámonos, Earl. Oigamos a la corte… —le instó Savannah, sorprendida. Earl se levantó y se quitó el polvo.

Me froté los ojos y me sacudí el pelo húmedo para quitarme aquella porquería. Lena seguía ahí, temblorosa, goteando esa nieve falsa con aspecto de ser yeso. A pesar del gentío congregado a su alrededor, seguía habiendo un espacio vacío delante de ella. Nadie se atrevió a acercarse mucho, excepto yo. Intenté limpiarle el engrudo con la manga, pero retrocedió.

Siempre es así.

—Lena.

Debería tener bien aprendida la lección.

Ridley apareció junto a ella, con Link justo detrás. Estaba furiosa, y mucho, por lo que fui capaz de apreciar.

—No lo pillo, primita, no veo por qué quieres estar con esta clase de chusma —espetó. Pronunció las palabras con el mismo desprecio que Emily—. Nadie nos ha tratado nunca así, seamos de la Luz o de la Oscuridad. ¿Dónde está tu amor propio, Lena Beana?

—No merece la pena. Esta noche no. Sólo quiero irme a casa. —Lena estaba demasiado avergonzada como para enfadarse con Ridley. Era luchar o huir, y en ese instante, Lena elegía lo segundo—. Llévame a casa, Ethan. Link se quitó la chaqueta plateada y se la echó al hombro.

—Menudo alboroto.

Pero Ridley no podía o no quería calmarse.

—Todos estos son unos pringados, prima, todos salvo Perdedor y mi nuevo novio, Encogido.

—Link, ya te lo he dicho, me llamo Link.

—Cállate, Ridley. Lena ya ha tenido bastante —intervine. Su magia de Siren no iba a surtir efecto alguno en mí.

—Ahora que lo pienso, también yo he tenido bastante —replicó ella. Ridley miró a mis espaldas y esbozó una sonrisa malévola.

Seguí la dirección de su mirada. La Reina de los Hielos y su corte subían al escenario y sonreían desde su posición privilegiada. Savannah era la reina una vez más. Nada había cambiado. Sonreía en señal de bienvenida a Emily, que volvía a ser la Princesa de los Hielos, como el año pasado.

Ridley levantó un poquito sus gafas de sol en plan estrella de cine. Sus ojos empezaron a refulgir y casi era posible percibir las oleadas de calor procedentes de ella. Luego, apareció una piruleta en su mano y en el aire flotó un olor demasiado dulzón.

No lo hagas, Ridley.

Esto no va contigo, prima. Es más que eso. Las cosas están a punto de cambiar en este pueblucho del culo del mundo.

Sacudí la cabeza, sorprendido, escuchaba en mi mente la voz de Ridley con la misma claridad que la de Lena.

Déjalo estar, Ridley. Sólo vas a empeorar las cosas.

Abre los ojos, no pueden ir peor… O tal vez sí. Le dio una palmada a Lena en el hombro. Observa y aprende.

Chupó un par de veces la piruleta de cereza mientras observaba a la corte regia. Yo confiaba en que todo estuviera lo bastante oscuro para que nadie pudiera apreciar el iris ovalado de sus ojos gatunos.

¡No! Se limitarán a echarme la culpa a mí, Ridley. No hagas nada.

Este estercolero necesita aprender una lección y yo voy a enseñársela.

Ridley se acercó al estrado con grandes zancadas y haciendo repiquetear los tacones contra el suelo.

—Eh, nena, ¿adónde vas? —Link corrió detrás de ella.

Envuelta en un brillante vestido de tafetán azul lavanda dos tallas menor que la suya, Charlotte subía los escalones en dirección a su centelleante corona plateada de plástico y su habitual cuarto puesto en la corte regia, detrás de Edén (la Doncella de los hielos, supuse). El vestido, un enorme engendro que a juzgar por el diseño parecía sacado de uno de esos talleres donde los trabajadores cobraban el mínimo salario, se le enganchó en el último escalón y la débil costura se rasgó del todo cuando siguió andando. Charlotte tardó un par de segundos en darse cuenta, pero para entonces, medio instituto estaba mirando sus pantis de lycra rosa, más grandes que el estado de Tejas entero. La desdichada soltó un alarido de helar la sangre cuyo significado era claro: «Ahora todos saben lo gorda que estoy».

Ridley esbozó una ancha sonrisa.

¡Ups! ¡Detente, Ridley!

Acabo de empezar.

Charlotte todavía seguía gritando cuando acudieron al quite Emily, Edén y Savannah, que intentaron ocultarla con sus vestidos de novia adolescente. El sonido del disco chirrió por los altavoces y la grabación cambió de forma brusca, pasando a sonar un tema de los Stones.

Sympathy for the Devil.

Como tema para Ridley, la canción le venía como anillo al dedo. Se estaba presentando en sociedad a lo grande.

Los bailarines de la pista dieron por hecho que se trataba de otra pifia más de Dickey Wix en su meteórica carrera para, a sus treinta y cinco años, convertirse en el pinchadiscos más famoso de bailes de instituto, pero faltaba lo peor. Nadie se acordaba ya del cortocircuito cuando, al cabo de unos segundos, estallaron una tras otra, como fichas de dominó, todas las bombillas situadas sobre el escenario y las luces de la pista, adonde Ridley había arrastrado a Link. Este empezó a contonearse alrededor de ella mientras los estudiantes se ponían a gritar y se abrían paso a empujones en medio de una lluvia de chispas. Yo estaba seguro de que pensaban que era algún fallo masivo de la instalación eléctrica perfectamente imputable a Red Sweet, el único electricista de Gatlin. Ridley echaba hacia atrás la cabeza entre carcajadas mientras se contoneaba en torno a Link con su cuerpo vestido tan escasamente que parecía que llevaba poco más que un cinturón.

Ethan, tenemos que hacer algo.

¿El qué?

Era demasiado tarde para cualquier reacción. Lena se dio la vuelta y echó a correr, y yo salí disparado detrás de ella. Antes de que ninguno de los dos llegáramos a las puertas del gimnasio se activaron los aspersores del techo y empezó a caer agua, el equipo de audio hizo el típico ruido de cortocircuito y se puso a echar chispas como si estuviera a punto de electrocutarse. Los copos falsos despachurrados en el suelo cómo crepés empapuciadas habían formado un revoltijo burbujeante. Todo el mundo se había puesto a vociferar y las chicas, con sus vestidos de fiesta empapados, el peinado lleno de agua y el rímel corrido, se precipitaban hacia la salida. Era imposible saber quién se había vestido en Little Miss y quién en Southern Belle. Todas parecían ratas ahogadas con pelajes de colores pastel.

Oí un fuerte estrépito cuando llegué a la puerta. Me di la vuelta para mirar hacia el escenario justo cuando se vino abajo el gigantesco telón de fondo nevado. Emily perdió el equilibrio en el escurridizo escenario y se dio un trompazo. Hizo un intento de ponerse en pie sin dejar de saludar con la mano a la gente, pero resbaló y cayó sobre el pavimento del pabellón, donde se derrumbó en un revuelo de tafetán amelocotonado. La entrenadora Cross acudió en su auxilio a la carrera.

No me dio ni pizca de pena, aunque sí lo sentí por las personas que iban a pagar el pato de toda aquella pesadilla: el consejo estudiantil por montar un escenario tan inestable, Dickey Wix por poner de relieve la desgracia de una animadora adolescente en ropa interior y Red Sweet por su falta de profesionalidad al instalar en el gimnasio del Instituto Stonewall Jackson un cableado de iluminación potencialmente mortal.

Luego te veo, prima. Esto es mucho más divertido que un baile del colegio.

Empujé a Lena para que cruzara la puerta.

—Vamos.

Estaba tan helada que apenas era capaz de soportar el contacto con su piel. Boo Radley se nos había unido cuando llegamos al coche.

Macon no iba a tener que preocuparse nada de nada por la hora de regreso de Lena.

No eran ni las nueve y media pasadas.

No acertaba a saber si Macon estaba enfadado o preocupado, pues yo apartaba la vista cada vez que me observaba. Ni siquiera Boo se atrevía a mirarle, descansaba a los pies de Lena y aporreaba el suelo con el rabo.

La casa ya no recordaba para nada el escenario del baile y apostaba cualquier cosa a que Macon no permitiría jamás que un copo de nieve atravesara las puertas de Ravenwood. Todo había vuelto a su ser, todo, los suelos, los muebles, los techos, las cortinas, salvo el fuego que ardía vivamente en el hogar e iluminaba por completo la estancia. Tal vez la mansión reflejara los cambios de humor y él estaba taciturno.

—¡Cocina!

Una taza de chocolate apareció en la mano de Macon. Se la dio a su sobrina. Lena se sentó frente al fuego envuelta en una áspera manta de lana y sostuvo la taza con ambas manos mientras el pelo húmedo se le metía detrás de las orejas como si buscase la calidez de ese refugio.

Se plantó delante de Lena.

—Deberías haberte ido en cuanto la viste.

—Estaba muy ocupada siendo el hazmerreír de todo el instituto después de que me hubieran empapuciado con esa mezcla pringosa.

—Bueno, ya no vas a volver a estar ocupada. No vas a salir de casa hasta el día de tu cumpleaños. Es por tu propio bien.

—Lo de mi propio bien no termina de estar tan claro. —Temblaba de los pies a la cabeza, pero si antes pensaba que era a causa del frío, ahora ya no.

Macon clavó sus fríos ojos negros en mí. Lo sabía a ciencia cierta: estaba furioso.

—Deberías habértela llevado de allí.

—No sabía qué hacer, señor. No tenía ni idea de que Ridley iba a destruir el gimnasio y Lena jamás había asistido a un baile.

Me pareció una estupidez en cuanto terminé de decirlo.

Él se dio la vuelta y se limitó a mirarme mientras se servía el whisky en un vaso.

—Conviene señalar que ni siquiera ha bailado.

—¿Cómo lo sabes? —Lena alejó la taza de sus labios.

Ravenwood echó a andar por la habitación.

—No tiene importancia.

—Eso dices tú, pero para mí sí la tiene.

Macon se encogió de hombros.

—A través de Boo. A falta de un término más preciso, digamos que él se convierte en mis ojos.

—¿Qué…?

—Veo lo que él ve y él ve lo que yo veo. Es un perro Caster, ya lo sabes.

—¡Tío Macon, me has estado espiando!

—No a ti en particular. ¿Cómo te crees que me las he arreglado siendo el recluso del pueblo? No habría llegado muy lejos sin el mejor amigo del hombre. Boo lo ve todo, y, por tanto, yo también.

Miré al perro a los ojos y me di cuenta: eran los de un hombre. Debería haberlo sabido, tal vez lo había sabido siempre. Tenía los ojos de Macon.

Y había algo más: llevaba una cosa en las fauces, algo similar a una pelota. Me acuclillé para cogerla. La bola de papel resultó ser una empapada y arrugada instantánea de Polaroid. Había venido desde el gimnasio con ella en la boca.

Era la fotografía del baile. Lena y yo aparecíamos en medio de la nieve falsa. Emily se equivocaba por completo. Las de la estirpe de Lena sí aparecían en el negativo, sólo que su contorno titilaba translúcido de cintura para abajo, como si fuera una aparición espectral y hubiera empezado a desvanecerse, como si se estuviera fundiendo antes de que le alcanzase la nieve.

Le di una palmada a Boo en la cabeza y me metí la foto en el bolsillo. No había necesidad alguna de que Lena la viera en ese preciso momento, dos meses antes de su cumpleaños. Y yo no necesitaba esa instantánea para saber que se nos acababa el tiempo.