7 de diciembre
Exhumación
SE LE OCURRIÓ A LENA. Era el cumpleaños de la tía Del y en el último minuto decidió organizar una cena familiar en la mansión. También fue suya la gracia de invitar a Amma, sabiendo a ciencia cierta que se necesitaba poco menos que la intervención del Todopoderoso en persona para que franqueara el umbral de Ravenwood. Amma reaccionaba a la presencia de Macon sólo una pizquita mejor que ante el guardapelo. Prefería tenerle lo más lejos posible.
Esa misma tarde, Boo Radley asomó el hocico por casa con un pergamino entre los dientes. Estaba manuscrito con una elegante caligrafía. Amma no lo tocó, por mucho que fuera una invitación, y estuvo a punto de no dejarme ir. Lo bueno del asunto fue que no me vio meterme en el coche fúnebre con la pala que mi madre usaba en el jardín. Eso la habría puesto sobre aviso.
Estaba contento de salir de casa, el motivo me daba igual, aunque este fuera a saquear una tumba. Mi padre se había confinado en el estudio desde el día de Acción de Gracias, y Amma no me quitaba la vista de encima desde que ella y Macon nos pillaron en la Lunae Libri.
Nos habían prohibido volver a la biblioteca, al menos durante los próximos 68 días. Macon y Amma no tenían el menor interés en que encontráramos la más mínima información que ellos no tuvieran intención de contarnos primero.
—Podrás obrar a tu antojo después del 11 DE FEBRERO —me había asegurado entre carraspeos—. Hasta ese momento puedes hacer lo mismo que cualquier chico de tu edad: escuchar música y ver la tele, pero mantén la nariz lejos de esos tomos.
Esa prohibición de leer un libro hubiera hecho reír a mi madre. Las cosas habían empeorado de forma considerable.
Aquí es peor, Ethan. Ahora, Boo duerme incluso a los pies de mi cama.
Eso no me suena tan mal.
Me espera en la puerta del baño.
Eso es cosa de Macon.
Parece un arresto domiciliario.
Lo era, y ambos lo sabíamos.
Necesitábamos encontrar el Libro de las Lunas y seguro que estaba en la tumba de Genevieve. Lo más probable era que estuviera enterrada en Greenbrier. Había unas lápidas de letras desgastadas en un claro del jardín. Se veían desde la roca donde solíamos sentarnos. Era nuestro hogar de piedra, nuestro sitio, así era como yo lo veía, aunque jamás lo había dicho en voz alta. Genevieve debía de estar enterrada allí, a no ser que se hubiera mudado después de la guerra, pero nadie se había marchado de Gatlin.
Siempre había pensado que yo sería el primero.
Vale, y ahora que había salido de casa, ¿cómo iba a encontrar un libro perdido de magia que tal vez fuera capaz de salvarle la vida a Lena, o tal vez no, que podría estar en la tumba de una Caster ancestral y maldita, o quizá no, que a lo mejor estaba enterrada junto a la mansión, pero no necesariamente? ¿Cómo iba a hacerlo sin que su tío me viera, me lo impidiera o me matara antes?
El resto dependía de Lena.
—¿Qué trabajo de historia os obliga a visitar una tumba de noche? ——preguntó la tía Del poco antes de engancharse el pie en una zarza—. Ay, Dios.
—Ve con cuidado, mamá.
Reece rodeó a su madre con un brazo para ayudarla a pasar por aquella zona de maleza. La tía Del se las veía y se las deseaba para no tropezarse con nada cuando caminaba a la luz del día, pero pedirle lo mismo en plena oscuridad ya era demasiado.
—Debemos frotar la lápida de un antepasado para ver su nombre. Estamos estudiando genealogía. —Bueno, eso era una verdad a medias.
—¿Y por qué ha de ser Genevieve? —inquirió Reece con recelo, y buscó el rostro de Lena con la mirada, pero esta la evitó.
Lena me había avisado: no debía dejar que me mirase la cara, pues, al parecer, a una Sybil le bastaba echar una ojeada para saber si alguien mentía, y soltarle una trola a una de ellas era casi tan peligroso como engañar a Amma.
—Es la del cuadro del vestíbulo. Se me ocurrió que sería una idea estupenda utilizarla a ella. No somos como la gente de por aquí, con un gran panteón familiar donde escoger.
El crujido de las hojas secas bajo nuestros pies acallaba la hipnótica música Caster de la fiesta, sofocada en la distancia. Habíamos recorrido un buen trecho y estábamos a punto de adentrarnos en Greenbrier. Era de noche, pero la luna llena brillaba tanto que resultaba innecesario el uso de linternas. Recordé lo que Amma le había dicho a Macon en el patio: «La media luna es para la magia blanca y la luna llena para la negra». Nosotros no íbamos a hacer magia alguna, o al menos eso esperaba yo, pero no por eso sentía menos miedo.
—No estoy muy segura de que Macon apruebe esto de andar paseando por la noche. ¿Le dijiste adónde íbamos? —inquirió la tía Del mientras se estiraba el cuello del jersey de encaje. Estaba inquieta.
—Le dije que íbamos a dar un paseo y él sólo me ordenó que no me apartara de tu lado.
—No estoy para estos trotes, he de admitirlo: estoy sin resuello. —Le faltaba el aire y tenía el pelo por la cara, se le había deshecho ligeramente el moño.
Entonces, distinguí un olor familiar.
—Hemos llegado.
—Gracias a Dios.
Nos encaminamos hacia el desmoronado muro de piedra del jardín, donde encontré a Lena llorando el día que se rompió la ventana. Me agaché para cruzar el arco cubierto de hiedra. Tenía un aspecto diferente por la noche: no era un lugar para contemplar las nubes y sí para inhumar a una Caster maldita.
Es este sitio, Ethan. Está enterrada aquí. Lo percibo.
Yo también.
¿Dónde crees que está la tumba?
Mientras pasábamos por delante de la piedra donde había encontrado el guardapelo atisbé otra roca en el claro a pocos metros de allí. Era una lápida y sobre ella estaba una figura de contornos borrosos.
Percibí el jadeo de Lena, no muy alto, pero sí lo suficiente como para oírla.
¿Puedes verla, Ethan?
Sí.
Era Genevieve, materializada sólo en parte, una mezcla de luz y neblina, cuya silueta vaporosa iba y venía en el aire cada vez que se movía la figura espectral. No había lugar a dudas: se trataba de Genevieve, la dama del cuadro. Tenía los mismos ojos dorados y la ondulada melena pelirroja. El viento le alborotaba los cabellos y tenía más aspecto de ser una mujer sentada en el banco de una parada de autobús que una aparición acomodada sobre la lápida de un camposanto. En su estado actual era hermosa, pero también terrorífica. Se me pusieron los pelos de punta.
Después de todo, venir aquí quizá había sido un error.
La tía Del se quedó en su sitio, clavada como una estaca, en cuanto la descubrió, pero era evidente que pensaba que sólo ella podía verla. Probablemente, había llegado a la conclusión de que esa visión era el efecto de contemplar la misma figura repetida muchas veces; las imágenes resultantes de veinte décadas distintas se habían entremezclado hasta resultar borrosas.
—Creo que deberíamos volver a casa. No me encuentro muy bien.
Era obvio que a la tía Del no le apetecía ni pizca meterse en líos con un espectro de ciento cincuenta años en un cementerio.
Lena tropezó con una raíz de enredadera y se tambaleó. Alargué la mano para sujetarla, pero no reaccioné lo bastante deprisa.
—¿Te encuentras bien?
Se agarró para no caerse y me miró. Fue sólo un segundo, pero esa fracción de tiempo era cuanto necesitaba Reece. Clavó sus ojos en los de Lena y descifró la expresión de su rostro y de sus pensamientos.
—¡Están mintiendo, mamá! No han venido hasta aquí para ningún trabajo de historia, buscan algo. —Reece se llevó la mano a la sien e hizo como si estuviera ajustando un tornillo—. ¡Buscan un libro!
La tía Del parecía confusa, más de lo habitual.
—¿Qué clase de libro buscáis en un cementerio?
Lena apartó la mirada del escrutinio de Reece y rompió la conexión entre ellas.
—Uno que perteneció a Genevieve.
Me había traído la mochila; la abrí y saqué la pala. Luego, me dirigí hacia la tumba lentamente, intentando ignorar que el fantasma de la mujer no me quitaba los ojos de encima. ¿Y si me partía un rayo o algo por el estilo? No me habría sorprendido, la verdad, pero no iba a echarme atrás después de haber llegado tan lejos, así que empujé la pala contra el suelo, la hundí y empecé a amontonar tierra.
—Ay, madre mía. ¿Qué haces, Ethan? —Al parecer, la exhumación había devuelto a la tía de Lena al presente.
—Estoy buscando el libro.
—¿Ahí dentro? —La tía Del estaba a punto de desmayarse—. ¿Qué clase de libro puede haber ahí?
—Uno de hechicería muy, muy, muy antiguo. No sabemos siquiera si está ahí. Es sólo un presentimiento —contestó Lena mientras miraba a Genevieve, situada a poco más de treinta centímetros de ella, todavía encaramada sobre la lápida.
Intenté no mirar al fantasma. Su silueta aparecía y desaparecía de una forma turbadora, y encima nos miraba fijamente con esos aterradores ojos de pupilas gatunas, tan vacíos y sin chispa que parecían de cristal.
El suelo no era duro, en especial si se tenía en cuenta que estábamos en el mes DE DICIEMBRE. Al cabo de unos minutos, ya había excavado a treinta centímetros de profundidad. La tía Del tenía semblante de preocupación y paseaba de un lado a otro. De vez en cuando miraba a su alrededor para asegurarse de que ninguno de nosotros la estábamos mirando y luego observaba de reojo a Genevieve. Por lo menos no me inspiraba pánico sólo a mí.
—Haríamos bien en regresar. Esto es repugnante —se quejó Reece mientras intentaba establecer contacto visual conmigo.
—No te pongas en plan girl scout —le atajó Lena, arrodillándose al borde de la fosa.
¿Reece la ve?
No creo. El espectro no tiene ojos con los que ella pueda establecer contacto.
¿Y si lo lee todo en el rostro de la tía Del…?
No puede. Nadie puede. Ella ve demasiadas cosas a la vez. Sólo un Fulimpsest es capaz de procesar tanta información, y no lograría encontrarle sentido.
—Mamá, ¿de verdad vas a dejarles exhumar la tumba?
—Por amor de Dios, esto es ridículo. Parad ya con esta tontería y regresemos a la fiesta.
—No sin saber si el libro está ahí abajo. —Lena se volvió hacia la tía Del—. Tú podrías enseñárnoslo.
¿De qué hablas?
Ella puede revelarnos qué hay ahí abajo. Es capaz de proyectar cuanto ve.
—No sé, no sé. A Macon no le gustaría —repuso ella, incómoda, mientras se mordía el labio.
—¿Acaso crees que él preferirá que desenterremos el cuerpo? —arguyó Lena.
—Vale, vale. Sal de ese agujero, Ethan.
Subí, me aparté de la fosa y me sacudí el polvo de los pantalones. Luego, contemplé la aparición, cuyo rostro ofrecía un aspecto peculiar, era como si le interesase contemplar lo que estaba a punto de suceder, o tal vez sólo iba a pulverizarnos de un momento a otro.
—Sentaos. Esto podría causaros un cierto mareo. Si os sentís mal, poned la cabeza entre las piernas. —Las instrucciones de la tía Del sonaban como las de una azafata, pero en este caso se referían a un vuelo sobrenatural—. La primera vez siempre es la más dura.
Luego, extendió los brazos para que pudiéramos cogerle las manos.
—Todavía no me creo que estés participando en esto, mamá.
La tía Del se quitó la horquilla del moño y dejó que la melena le cayera sobre los hombros.
—No te me pongas en plan girl scout, Reece.
Reece puso los ojos en blanco y me cogió la mano. Yo alcé la mirada para ver a Genevieve. Esta me observó directamente a mí y sólo a mí, y se llevó un dedo a los labios como si pidiera silencio.
El aire comenzó a diluirse a nuestro alrededor. Entonces, empezamos a dar vueltas como en una de esas atracciones donde te sujetan a la pared y todo empieza a moverse tan deprisa que piensas que vas a terminar vomitando.
Después hubo unos fogonazos de luz, como si a cada momento alguien abriera y cerrara puertas por cuyos huecos entraran las imágenes.
Dos jóvenes risueñas de enaguas blancas y lazos amarillos en el pelo corren por la pradera cogidas de la mano.
Se abrió otra puerta…
Una muchacha de tez acaramelada pone a secar ropa blanca en un tendedero. Tararea en bajo mientras el viento mueve las sábanas. La mujer se vuelve hacia una gran casa blanca de estilo federal y llama a voz en grito:
—¡Genevieve, Evangeline!
… y otra más.
Una muchacha cruza el claro en medio de la oscuridad. Mira hacia atrás para asegurarse de que nadie la sigue. Su melena pelirroja flota tras ella como una crin. Es Genevieve. Corre a los brazos de un chico alto y larguirucho, un joven tan parecido a mí que bien podría haber sido yo mismo. Él se inclina y la besa.
—Te quiero, Genevieve, y un día voy a casarme contigo. No me importa lo que diga tu familia. No puede ser imposible.
—Calla. —Ella le roza los labios con suavidad—. No tenemos mucho tiempo.
Esa puerta se cerró y se abrió otra.
Lluvia, humo y el chisporroteo del fuego, que exhala bocanadas devoradoras. Genevieve permanece de pie en medio de la oscuridad con el rostro surcado por las lágrimas y manchurrones de hollín. En la mano sujeta un libro con tapas de cuero negro. Le falta el título en la cubierta, en la que sólo hay estampada una luna en cuarto creciente. Ella mira a la mujer, la misma que había visto tender la colada. Es Ivy.
—¿Por qué no tiene nombre?
Los ojos de la anciana están llenos de temor.
—Sólo porque un libro carezca de título no significa que no tenga nombre. Ese de ahí es el Libro de las Lunas.
La puerta se cerró de golpe.
Ivy permanece junto a una sepultura en cuyo profundo interior descansa una caja de pino. «Aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré». Sostiene en la mano ese libro con tapas de cuero negro y una media luna grabada en la portada.
—Llévese esto con usted para que no haga daño a nadie más, señorita Genevieve.
Suelta el tomo sobre la fosa y este cae sobre el ataúd.
Una nueva puerta.
Nosotros cuatro estamos sentados alrededor de un hoyo a medio abrir, y debajo, en el suelo, donde nuestra vista no podría llegar sin la ayuda de Del, se halla el ataúd de pino, encima del cual descansa el ejemplar. Y aún más hondo, en la oscuridad, dentro del cajón, se halla el cuerpo tendido de Genevieve. Tiene los ojos cerrados y su piel pálida de porcelana se conserva con una perfección inimaginable en ningún otro cadáver. Parece respirar todavía. La melena alborotada le cae en cascada sobre los hombros.
La visión retrocede dando vueltas hasta salir del subsuelo, sube hasta situarse a nuestro nivel, donde primero se fija en el agujero a medio abrir, y luego asciende hasta la lápida y la figura apagada de Genevieve, que no nos quita la vista de encima.
Reece soltó un alarido. La última puerta se cerró de golpe.
Intenté abrir los ojos, pero estaba mareado. Del había estado en lo cierto. Tenía el cuerpo revuelto. Hice lo posible por orientarme, pero no lograba fijar la vista en nada. Me di cuenta de que Reece me soltaba la mano y me daba la espalda para alejarse de Genevieve y la mirada aterradora de sus ojos dorados.
¿Estás bien?
Eso creo.
Lena mantenía la cabeza entre las rodillas.
—¿Os encontráis todos bien? —inquirió la tía Del con calma y aplomo. Ya no me parecía tan torpe ni tan confusa. Si yo tuviera que estar todo el tiempo viendo algo por el estilo, o enloquecería del todo o me moriría.
—No puedo creer que sea eso lo que ves siempre —le dije a Del cuando al fin pude volver a fijar la vista.
—El don de los Palimpsésticos es un gran honor, y una carga aún mayor.
—El libro está ahí abajo —afirmé.
—Así es, pero parece ser propiedad de esa mujer —puntualizó Del, haciendo un gesto hacia el espectro de Genevieve—. Su aparición no os ha sorprendido a ninguno de los dos.
—La hemos visto antes —admitió Lena.
—Bueno, en tal caso, es ella quien ha elegido manifestarse ante vosotros. Ver a los muertos no es un don propio de un Caster, ni siquiera cuando se es un Natural, y sin duda no figura dentro de los talentos de los mortales. Sólo es posible ver a un difunto si este lo desea.
Yo estaba aterrorizado. No como cuando pisé los escalones de Ravenwood o cuando Ridley me dio tal susto que casi no lo cuento. Esto era algo más intenso. Guardaba mucha más similitud con el miedo que me embargaba cuando me despertaba de mis sueños y me agobiaba la posibilidad de perder a Lena. Era un terror paralizante. La clase de terror que se experimenta al comprender que el espectro poderoso de una Caster Oscura y maldita te contempla en mitad de la noche mientras te dedicas a cavar con el propósito de robar un libro puesto encima de su ataúd. ¿En qué estaría yo pensando para venir hasta aquí y ponerme a saquear una tumba en una noche de luna llena?
Intentas enmendar un error, contestó una voz en mi mente, y no era la de Lena.
Me giré hacia Lena. Tenía el semblante demudado. Tanto Reece como la tía Del miraban fijamente a la izquierda de Genevieve, a quien también podían oír. Alcé la vista hacia los ojos refulgentes de la aparición, cuyos contornos seguían borrosos. Daba la impresión de saber el propósito de nuestra excursión.
Cógelo.
Miré a Genevieve, inseguro. Ella cerró los párpados y asintió de forma apenas perceptible.
—Quiere que nos llevemos, el libro —declaró Lena. Supuse que no se me estaba yendo la olla del todo.
—¿Cómo sabemos que podemos confiar en ella? —pregunté. Después de todo, era una Caster Oscura y tenía los ojos dorados como Ridley.
Lena me devolvió la mirada con un destello de entusiasmo en las pupilas.
—No lo sabemos.
Únicamente cabía hacer una cosa.
Cavar.
El libro tenía la misma apariencia que en la visión: tapas de cuero agrietadas y la media luna grabada en relieve. Olía como huele la desesperación y era pesado no sólo en sentido físico, sino también psíquico. Era un libro Oscuro. Lo supe en cuanto me las arreglé para ponerle la mano encima, y me abrasé las yemas de los dedos. Tenía la sensación de que aquel objeto me arrebataba una pizca de aliento cada vez que inspiraba.
Alargué el brazo todo lo posible para sacarlo fuera del agujero y lo sostuve en alto por encima de la cabeza. Lena se hizo cargo de él y yo me apresuré a salir de allí, deseaba estar fuera cuanto antes. En ningún momento había olvidado que me encontraba encima del féretro de Genevieve.
—Madre mía, jamás pensé que vería el Libro de las Lunas —exclamó tía Del con voz entrecortada—. Obrad con cuidado. Es viejo como el tiempo, tal vez incluso más. Macon jamás creerá lo que hemos…
—No va a saberlo —la atajó Lena mientras sacudía con suavidad el polvo de las tapas.
—Ya está bien. ¿Os habéis vuelto locas? Si por un minuto se os ha pasado por la cabeza que no vamos a decírselo al tío Macon… —empezó Reece, cruzándose de brazos con pose de niñera enfurruñada.
Lena alzó aún más el libro, hasta sostenerlo frente al rostro de la Sybil.
—Decirle… ¿Decirle el qué?
Lena la miraba tal y como Reece había fisgado en los ojos de Ridley durante el Encuentro, con una intención deliberada. La expresión de la Sybil cambió. Parecía confusa, casi desorientada. Observaba fijamente el libro, pero daba la impresión de que no lo veía.
—¿Qué hay que decir, Reece?
Reece cerró los ojos con fuerza, como si intentase escaparse de una pesadilla, y abrió la boca para decir algo, pero luego, de pronto, juntó los labios. Vislumbré un amago de sonrisa en los labios de Lena cuando se volvió lentamente hacia su otra pariente.
—¿Tía Del?
La tía Del parecía tan ofuscada como su hija. Ese aturdimiento era su estado natural, cierto, pero había algo diferente en esta ocasión, y tampoco ella contestó a Lena.
Lena se giró levemente y dejó caer el libro sobre mi mochila. Cuando lo hizo, vi el destello verde de sus ojos y cómo el viento de la magia le ondulaba la melena bañada por la luna. Era como si en medio de la oscuridad mis ojos fueran capaces de advertir cómo la magia se arremolinaba a su alrededor. No sabía qué estaba pasando, pero las tres parecían haber emprendido una ininteligible conversación sin palabras que yo no era capaz de escuchar ni de entender.
Y entonces terminó todo, y la luz de la luna volvió a ser luz de luna y la noche se apagó hasta ser sólo noche. Dirigí la vista más allá de la Sybil, hacia la tumba de Genevieve, pero esta había desaparecido, si es que alguna vez había estado allí.
Reece se revolvió en su sitio y una expresión mojigata volvió a dominar su semblante.
—Si pensáis por un momento que no voy a decirle al tío Macon que nos habéis arrastrado hasta un cementerio sin más motivo que un estúpido trabajo del instituto que ni siquiera habéis concluido, lo lleváis claro.
¿De qué rayos hablaba? Pero Reece parecía que hablaba en serio. No recordaba nada de lo que había sucedido, igual que yo no entendía nada de lo que había pasado.
¿Qué le has hecho?
Tío Macon y yo hemos estado practicando.
Lena metió el libro en mi mochila y la cerró.
—Lo sé, lo siento. Es verdad, este lugar es horrible por la noche. Vámonos de aquí.
Reece se volvió hacia la mansión y arrastró a su madre con ella.
—Eres como una niña.
Lena me guiñó un ojo.
¿Qué has practicado? ¿Control mental?
Nada, cuatro cosillas. Desplazar guijarros por telequinesis. Generar ilusiones con la mente. Hacer Vínculos temporales, aunque esto es más difícil.
¿Y esto ha sido fácil?
Desplacé el libro de sus mentes. Supongo que podría decirse que lo borré. Ninguna de las dos va a acordarse porque en su mente esto jamás ha sucedido.
Necesitábamos el libro, lo sabía, y conocía también las razones de su comportamiento, pero intuía que Lena había traspasado la frontera. Yo ignoraba dónde estábamos ahora y también si ella podría echarse atrás, donde yo estaba, y volver ser la de antes.
La Sybil y su madre estaban ya de vuelta en el jardín. No hacía falta ser adivino para saber que Reece estaba como loca por alejarse de allí. Lena hizo ademán de seguirlas, pero algo me detuvo.
Lena, espera.
Me dirigí hacia el agujero y me llevé la mano al bolsillo. Abrí el pañuelo con las iniciales, cogí el guardapolvo por la cadena y lo alcé. Nada. No hubo visión alguna. Algo dentro de mí me indicó que no iba a haber ni una sola más. El guardapelo nos había conducido hasta enseñarnos lo que necesitábamos ver.
Lo sostuve encima de la tumba y estaba a punto de soltarlo, pues me parecía lo más correcto, casi un gesto de justicia, cuando escuché de nuevo la voz de Genevieve, pero esta vez me habló con más dulzura.
No. Eso no me pertenece.
Miré hacia la lápida. Genevieve estaba de nuevo allí. Lo que quedaba se fue desvaneciendo en la vaciedad de la noche con cada ráfaga de viento. Ya no resultaba tan aterradora.
Parecía rota, con el aspecto propio de quien ha perdido al único amor de su vida.
Entonces entendí todo.