1 de diciembre

Rima con bruja

EL LUNES POR LA MAÑANA, Link y yo cogimos la Route 9 y nos detuvimos en el desvío de la carretera para recoger a Lena. Ella le caía bien, pero no había forma humana de que mi amigo se acercase a la mansión Ravenwood. A sus ojos, seguía siendo una casa encantada.

Si él supiera… El paréntesis de Acción de Gracias sólo había sido un puente, pero a mí se me había hecho eterno después de esa cena salida de un capítulo de La dimensión desconocida, los floreros que Lena le había lanzado a Macon y nuestro viaje al centro de la Tierra, y todo eso sin abandonar los límites del condado. Algo muy diferente al fin de semana de Link, que se había pasado los días devorando partidos de fútbol, pegándose con sus primos e intentando determinar si este año le habían puesto cebolla en el pastel de queso.

Pero de hacerle caso, se estaba cociendo otro problemón y tenía pinta de ser bastante peligroso. La madre de Link no había soltado el teléfono durante las últimas veinticuatro horas. Se había puesto el manos libres y había cerrado a cal y canto la cocina, el cuartel de operaciones donde se había encerrado con las señoras Snow y Asher, que habían hecho acto de presencia después de comer. No había podido enterarse de mucho cuando entró allí con el pretexto de coger una lata de Mountain Dew, pero sí lo bastante para averiguar el propósito final de la jugada materna. «Debemos echarla de nuestro instituto como sea». Y también a su chucho.

Aunque no mucho, yo conocía a la señora Lincoln lo suficiente como para preocuparme. Jamás debía subestimarse hasta dónde eran capaces de llegar las mujeres como ella para proteger a sus hijos y a su pueblo de lo que más odiaba en este mundo: cualquiera diferente a ellos. Mi madre me había contado historias de sus primeros años en Gatlin. Por el modo en que me lo decía, la tuvieron por una criminal de tal calibre que se cansaron de hablar mal de ella hasta las damas temerosas de Dios y de misa diaria, pues hacía la compra en domingo, entraba en cualquier iglesia que le gustara o no pisaba ninguna, era feminista (a veces, la señora Asher confundía el término con comunista), votaba a los demócratas (palabra que prácticamente significaba «demonio» en el diccionario de la señora Lincoln) y lo peor de todo: era vegetariana, lo cual la excluyó de todas las invitaciones para comer de la señora Snow. Aparte de todo eso, más allá de no ser feligresa de la iglesia adecuada ni miembro de las Hijas de la Revolución Americana ni de pertenecer a la Asociación Nacional del Rifle, estaba la cosa de que mi madre era una forastera.

Pero mi padre había crecido en este lugar y se le consideraba hijo de la localidad, por lo cual, a la muerte de mi madre, todas esas señoras que habían sido tan severas con ella en vida se presentaron en casa a modo de venganza con cacerolas llenas de sus comistrajos, ollas con estofado y espaguetis con guindillas. Esa fue la primera vez que mi padre se metió en su estudio y mantuvo cerrada la puerta durante días. Amma y yo dejamos que esos pucheros se amontonaran en el porche hasta que ellas mismas se los llevaron y empezaron a juzgarnos otra vez, como hacían siempre.

Ellas tenían siempre la última palabra. Tanto Link como yo lo sabíamos, aunque Lena no estuviera al corriente.

Lena quedó apretujada entre Link y yo en el asiento delantero del Cacharro y se puso a escribir algo en la mano. Sólo vi algunas palabras: Destrozado, como todo lo demás. Se pasaba escribe que te escribe todo el rato, igual que otros mastican chicle o se toquetean el pelo. Yo creo que ni se daba cuenta. A veces me preguntaba si alguna vez me dejaría leer sus poemas o si alguno iría sobre mí.

Link la miró de refilón.

—¿Cuándo vas a hacerme una canción?

—En cuanto termine la que estoy escribiendo para Bob Dylan.

—¡Mierda!

Link pisó el freno a la entrada del aparcamiento. No podía echarle la culpa de nada. La visión de su madre en el parking a las ocho de la mañana resultaba de lo más terrorífica, pero ahí estaba.

El lugar era un hervidero de gente, estaba más concurrido de lo habitual, y había muchos padres. Muy pocos se habían pasado por allí después del incidente de la ventana, pero no se había visto a ninguno en el aparcamiento desde que la madre de Jocelyn Walker acudió para sacarla a rastras del instituto durante la proyección de un documental sobre el ciclo reproductivo en el desarrollo humano.

Algo sucedía, eso estaba claro.

La madre de nuestro amigo dio una caja a Emily. Esta tenía a las animadoras, tanto a las de cursos superiores como a las de los primeros cursos, poniendo algún tipo de folleto de color fosforito en todos los coches que estaban aparcados. El viento se había llevado alguno de ellos y fui capaz de leerlos desde la relativa seguridad del coche. Era como si hubieran puesto en marcha una especie de campaña electoral, pero sin candidato.

Di no a la violencia en el Jackson.

¡Tolerancia cero!

Link se puso colorado.

—Lo siento, tíos, pero tenéis que bajaros. —Resbaló tanto sobre el asiento que parecía que el vehículo iba sin conductor—. Como mi madre os vea en el coche, me corre a gorrazos delante de todo el equipo de animadoras. Y no me mola nada.

Yo me deslicé hacia el respaldo y me estiré para abrirle la puerta a Lena.

—Te vemos dentro.

Cogí a Lena de la mano y se la apreté.

¿Lista?

Hasta donde sea posible.

Agachamos la cabeza entre los vehículos de un lado del aparcamiento para darles esquinazo. No vimos a Emily, pero sí oímos su voz por detrás de la camioneta de Emory.

—Mírate esto. —Emily se aproximó a la ventanilla de Carrie Jensen—. Estamos haciendo un club: los Ángeles Guardianes del Instituto Jackson. Vamos a informar de los actos violentos o de cualquier comportamiento inusual que veamos por aquí para que el instituto sea un lugar seguro. Personalmente, creo que la seguridad es responsabilidad de todos los alumnos. Si deseas unirte, ven después de clase al mitin de la cafetería.

Cuando la distancia sofocó la voz de Emily, Lena me apretó la mano.

¿Qué significa eso?

No tengo la menor idea, pero están como cabras. Vamos.

Tiré de ella en un intento de alejarla de allí, pero Lena me obligó a agacharme otra vez y ella se escondió detrás de una rueda.

—Dame sólo un minuto.

—¿Estás bien?

—Míralas. Creen que soy un monstruo. Han formado un club.

—No soportan a los forasteros y tú eres la chica nueva. Y luego está lo de ventana rota. Necesitan echar la culpa a alguien, es sólo una…

—… caza de brujas.

No iba a decir eso.

Pero lo estabas pensando.

Se me puso el pelo de punta cuando le cogí la mano.

No tienes por qué hacer eso.

Sí, sí tengo. Permití que gente como ellos me echaran de mi última escuela. No voy a dejar que la historia se repita.

Mientras nos alejábamos de la última fila de coches, la señorita Asher y Emily preparaban más cajas con folletos en la parte de atrás de sus coches. Iban a dar panfletos a las animadoras de Edén y Savannah y a todos los chavales que quisieran alegrarse los ojos viendo el escote y las buenas piernas de esta última.

La señora Lincoln se hallaba a pocos metros de allí, hablando con las demás madres. Seguramente estaba prometiendo añadir sus casas al Tour del Patrimonio Histórico del Sur si presionaban por teléfono al director Harper. Le dio a la madre de Earl Petty un bloc con boli incluido. Me llevó casi un minuto comprender qué era, pero no había otra explicación posible.

Aquello tenía toda la pinta de ser una recogida de firmas.

La madre de Link nos localizó en nuestra posición y nos convirtió en el blanco de su atención. Las demás madres siguieron la dirección de su mirada. No dijeron nada durante unos segundos. Pensé que tal vez les diera corte todo aquello por mí y que recogerían sus papeles y se llevarían sus coches. Yo había dormido en casa de la señora Lincoln tantas veces como en la mía. Técnicamente, la señora Snow era mi prima tercera o algo así. Cuando tenía diez años y me hice un corte impresionante en la mano mientras pescaba, la señora Asher me la vendó. La señorita Ellery fue la artífice de mi primer corte de pelo digno de tal nombre. Todas esas mujeres me conocían desde crío. No se me metía en la cabeza que fueran capaces de hacerme aquello, a mí no. Tenían que echarse atrás.

Quizá se cumpliría si lo repetía muchas veces.

Todo va a salir bien.

Ya era tarde cuando descubrí mi error: se recobraron enseguida de la sorpresa de vernos a Lena y a mí.

—El director Harper… —La señora Lincoln entrecerró los ojos al vernos. Nos miró alternativamente, y luego sacudió la cabeza. Link no iba a invitarme a cenar a su casa durante una buena temporada, por decirlo de algún modo. Luego, alzó la voz y retomó su discurso—: El director Harper nos ha prometido todo su apoyo. No toleraremos en el Jackson la oleada de violencia que campa a sus anchas por las escuelas de este condado. Vosotros, los jóvenes, hacéis lo correcto al proteger vuestra escuela. —Nos miró—. Y en cuanto a nosotros, los padres, os apoyaremos en todo lo que sea necesario.

Lena y yo pasamos frente a ellas cogidos de la mano. Emily se encaminó hacia nosotros y me plantó en las manos uno de sus folletos, haciendo luz de gas a mi acompañante.

—Acude al mitin de la cafetería. Los Ángeles Guardianes podrían serte de gran ayuda.

Era la primera vez que me hablaba desde las últimas semanas y le pillé la intención a la primera: «Tú eres uno de los nuestros. Es tu última oportunidad».

Le aparté la mano.

—Jackson necesita precisamente eso, un poco más de vuestro comportamiento angelical. ¿Por qué no vas a atormentar a algunos chicos, arrancar alas a las mariposas o pegar a los pajarillos en sus nidos?

Empujé a Lena para que pasara delante de ella.

—¿Qué diría tu pobre madre, Ethan Wate? ¿Qué pensaría ella de esas compañías tuyas? —Al darme la vuelta me encontré a la señora Lincoln junto a mí. Iba vestida como esas bibliotecarias diligentes de las pelis y llevaba unas gafas baratuchas de las que se venden en las tiendas. No era fácil saber si ese pelo despeinado que le hacía parecer fuera de sí era castaño o gris. ¿De dónde sale un tío tan majo como Link?—. Yo te diré cuál sería la reacción de tu madre: se echaría a llorar. Debe de estar revolviéndose en su tumba.

Se había pasado de la raya.

La señora Lincoln no tenía la menor idea de cómo era mi madre. Ignoraba que había sido mi madre quien había enviado al supervisor del instituto una copia de todas las reglas vigentes en Estados Unidos contra la prohibición de libros. Tampoco sabía que cada una de sus invitaciones a los encuentros de Damas Auxiliares del Ejército de Salvación o de las Hijas de la Revolución Americana le hacían pensar «tierra, trágame». Y no porque mi madre odiase a las Damas Auxiliares ni a las Hijas de la Revolución Americana, sino porque aborrecía todo cuanto representaba la señora Lincoln. Ese pequeño grupo de mujeres de Gatlin, como las señoras Lincoln y Asher, se habían hecho famosas por sus ínfulas de superioridad y su estrechez de miras.

Mi madre solía decir: «Lo correcto y lo fácil nunca es lo mismo». Y en ese preciso instante supe qué tenía que hacer, aunque no fuera nada fácil, y desde luego, las consecuencias de mis palabras no iban a serlo.

Me giré hacia la señora Lincoln y la miré a los ojos.

—«Bien hecho, Ethan». Eso es lo que habría dicho mi pobre madre, señora.

Me volví hacia la puerta del edificio de la administración y me dirigí hacia allí. Tiré de Lena para mantenerla junto a mí. No parecía asustada, pero seguía temblando, aunque estábamos a varios metros de distancia. No dejé de apretarle la mano para reconfortarla. Los mechones de su melena negra se ondulaban y alisaban como si estuviera a punto de explotar, y tal vez era así.

Jamás en la vida pensé que iba a alegrarme pisar los pasillos del instituto, pero eso duró hasta que vi al director en la entrada. Nos miraba fijamente con cara de tener muchas ganas de no ser el director y poder distribuir otros panfletos de su propia cosecha.

El pelo de Lena le caía en cascada sobre los hombros cuando pasamos junto a él, pero Harper ya no nos prestaba atención. Estaba demasiado ocupado contemplando la escena que dejábamos atrás.

—¿Qué demonios…?

Me giré justo a tiempo para ver volar centenares de esos folletos de color verde fosforito. Habían salido despedidos de los parabrisas de los coches, de los montones apilados, de las cajas guardadas en los coches, incluso de las manos. El repentino golpe de viento los hizo volar a todos, como si fueran una bandada de pájaros que remontaran el vuelo hasta las nubes. Fugitivos, hermosos, libres. Era un poco como Los pájaros de Hitchcock, pero al revés: subían en vez de bajar en picado.

Escuchamos el griterío hasta que las puertas de metal se cerraron violentamente a nuestras espaldas.

El pelo de Lena se alisó.

—Qué locura de tiempo tenéis aquí.