28 de noviembre

Domus lunae libri

—¿HOY? Pero si no se celebra ninguna festividad.

Marian era la última persona que esperaba ver cuando abrí la puerta de casa, pero la tenía ahí plantada con el abrigo puesto y enseguida me vi sentado junto a Lena en el frío asiento de la vieja furgoneta azul turquesa de Marian de camino a la biblioteca Caster.

—Una promesa es una promesa. Es el Viernes Negro, el día siguiente a Acción de Gracias. Tal vez no parezca un festivo, pero es un día no laborable y no necesitamos más. —Marian estaba en lo cierto. Amma probablemente había hecho cola en la tienda desde antes del alba con un buen montón de cupones. Ya era casi de noche y aún no había regresado—. La biblioteca del condado de Gatlin está cerrada, así que la biblioteca Caster está abierta.

—¿Tienen el mismo horario? —le pregunté a Marian cuando giró y condujo en dirección a Main Street.

Ella asintió.

—De nueve a seis. —Luego, tras un guiño, especificó—: De nueve de la noche a seis de la mañana. No todos mis clientes pueden aventurarse a la luz del día.

—Eso no parece demasiado justo —se quejó Lena—. El horario reservado a los mortales es más amplio y apenas si se pasan por ahí para leer.

La bibliotecaria se encogió de hombros.

—A mí me paga el condado, como ya te dije, así que eso lo arreglas con ellos, pero míralo desde otro punto de vista: piensa cuánto tiempo vas a poder conservar en tu poder los Lunae Libri antes de tener que devolverlos.

Las miré con perplejidad.

Lunae Libri significa más o menos Libros de las Lunas. Podrías llamarlos Pergaminos Caster.

A mí me importaba muy poco el nombre. Me moría de impaciencia por ver qué nos revelaban las obras de esa biblioteca, o más bien uno en particular, porque andábamos muy escasos de respuestas y de tiempo.

No di crédito a mis ojos cuando salimos de la furgoneta y vi dónde nos hallábamos. Marian había aparcado sobre el bordillo a tres metros escasos de la Sociedad Histórica de Gatlin, o como mi madre y Marian preferían llamarla: Sociedad Histérica de Gatlin. La Sociedad Histórica era además la sede de las Hijas de la Revolución Americana. Marian había metido la furgoneta en la acera lo suficiente para evitar la zona de la calzada iluminada por la luz de la farola.

Boo Radley permanecía sentado en la acera, como si estuviera al tanto de nuestra llegada.

—¿Aquí…? ¿Las lunas lo-que-sea están en la sede de las Hijas de la Revolución Americana?

—Esta es la Domus Lunae Libri, la Casa de los Libros de las Lunas, o Lunae Libri para abreviar. Y no, no están aquí, sólo se usa la entrada —aclaró. Me eché a reír—. Tienes el mismo sentido de la ironía que tu madre. —Nos dirigimos hacia el edificio vacío. No podíamos haber elegido una noche mejor—. Ahora bien, no es un chiste. La Sociedad Histórica es el edificio más antiguo del condado, junto con la mansión Ravenwood. Nada más sobrevivió a la Gran Quema —añadió Marian.

—¿Pero qué pueden tener en común las Hijas de la Revolución Americana y los Caster? —preguntó Lena con perplejidad.

—Confiaba en que te dieras cuenta tú sólita de que tienen en común más de lo que te figuras. —La bibliotecaria apretó el paso hacia la vieja edificación de piedra mientras sacaba su ya familiar llavero—. Yo, por ejemplo, soy miembro de ambas sociedades. —Miré a Marian, sin dar crédito a sus palabras—. Yo soy neutral, esperaba haberlo dejado perfectamente claro. No soy como tú, que te pareces más a Lila, estás demasiado implicado… —Fui capaz de terminar la frase de Marian por mi cuenta: «Y mira cómo acabó».

La bibliotecaria se calló de repente, pero sus palabras flotaban en el aire y no había nada que ella pudiera decir o hacer para enmendar eso. Me quedé paralizado, pero mantuve la boca cerrada. Lena alargó el brazo para cogerme de la mano y noté cómo tiraba de mí para que me pusiera a su lado.

¿Estás bien, Ethan?

Marian miró otra vez su reloj.

—Faltan cinco minutos para las nueve. Técnicamente, no debería dejaros entrar aún, pero debo estar en el piso de abajo por si esta noche acude algún otro visitante. Seguidme.

Caminamos hacia el patio trasero del edificio, ya en sombras, y rebuscó a tientas entre sus llaves hasta elegir una que yo siempre había creído que era un llavero, pues no tenía aspecto alguno de llave. Era una arandela de hierro con una junta lateral. Marian la retorció con mano experta hasta abrirla y luego la hizo retroceder sobre sí misma del todo. El círculo se convirtió en una media luna. Una luna Caster.

Introdujo la llave en lo que parecía ser una rejilla metálica en los cimientos traseros del edificio, la empujó y la giró. La verja se deslizó hasta quedar abierta. Detrás de ella había una escalera negra de piedra que descendía hacia una negrura aún mayor: la del sótano ubicado debajo del sótano de la sede de las Hijas de la Revolución Americana. Una hilera de antorchas se encendió por su cuenta cuando nuestra guía giró bruscamente la llave hacia la izquierda otra vuelta más. La luz oscilante de las antorchas iluminaba por completo el hueco de la escalera. Incluso logré atisbar las palabras DOMUS LUNAE LIBRI grabadas en el arco de la entrada del piso inferior. Marian dio otra vuelta a la llave: el tramo de escaleras desapareció y reapareció la verja de hierro una vez más.

—¿Qué ocurre? ¿No vamos a entrar? —Lena parecía asombrada.

La bibliotecaria atravesó los barrotes con la mano, pues la reja era una mera ilusión.

—No soy capaz de lanzar hechizos, como sabéis, pero había que hacer algo. Los vagabundos siguen andando por ahí de noche. Macon hizo que Larkin me pusiera este espejismo y se pasa de vez en cuando para mantenerlo en buen estado.

La bibliotecaria nos miró; de pronto, se le había puesto cara de funeral.

—Está bien, de acuerdo; no puedo deteneros si este es vuestro deseo, pero tampoco puedo guiaros una vez que hayáis bajado las escaleras. No estoy en condiciones de evitar que os llevéis un libro ni obligaros a devolverlo hasta que la Domus Lunae Libri se abra de nuevo. —Me puso una mano en el hombro—. No es un juego. ¿Lo comprendes, Ethan? Ahí abajo hay obras poderosas: libros de Vinculación, pergaminos Caster, talismanes de Luz y de Oscuridad, y otros objetos, cosas que no ha visto mortal alguno, salvo yo y mis predecesoras. La mayoría de los volúmenes están encantados y pesa una maldición sobre los demás. Debes tener cuidado y no tocar nada. Deja que sea Lena quien maneje los libros.

La melena de Lena empezó a agitarse. Sentía la magia de ese lugar. Yo asentí con gesto precavido, pues lo que yo sentía guardaba poca relación con la magia: tenía el estómago igual de revuelto que si hubiera bebido demasiado licor de crema de menta. ¿Con qué frecuencia la señora Lincoln y sus congéneres caminarían de un lado para otro sobre aquel suelo situado encima de nosotros, ajenas a lo que había debajo?

—No importa lo que encontréis. Recordad, debemos estar fuera de aquí antes del amanecer. La biblioteca está abierta al público de nueve a seis y sólo es posible abrir la entrada durante ese horario. El sol asoma a las seis en punto, siempre lo hace. Si no habéis subido esas escaleras cuando salga el sol, os quedaréis atrapados ahí abajo hasta el siguiente día que abra la biblioteca, y no hay forma de saber si un mortal sería capaz de sobrevivir a esa experiencia. ¿Me he explicado con suficiente claridad?

Lena asintió y me cogió de la mano.

—¿Podemos entrar ya? No puedo aguantar más.

—No puedo creer que esté haciendo esto. Tu tío Macon y Amma me matarían si se enteraran. —Marian echó un vistazo a su reloj—. Después de vosotros.

—Marian… ¿Llegó a ver esto mi madre alguna vez?

No podía dejarlo correr. Era incapaz de pensar en otra cosa. Los ojos de la bibliotecaria centellearon de forma extraña cuando me miró.

—Tu madre fue quien me dio este trabajo.

Cruzó la puerta imaginaria nada más decir esas palabras y desapareció tras ella. Boo Radley ladró de forma lastimera, pero ya era tarde para echarse atrás.

Los escalones estaban fríos y cubiertos de moho; el aire era frío y húmedo. No costaba nada imaginar que ahí abajo se encontraran a gusto criaturas viscosas que correteasen y excavasen en el suelo.

Hice lo posible por no pensar en las últimas palabras de Marian. No me imaginaba a mi madre bajando por esas escaleras. No podía hacerme a la idea de que ella había estado al tanto de todo lo relacionado con este mundo en el que yo me había adentrado a trompicones, o más bien, ese mundo se había tropezado conmigo. En todo caso, ella lo conocía, y no dejaba de preguntarme cómo era eso posible. ¿También se había topado con él o alguien la había invitado a entrar? Sin motivo alguno, el hecho de que mi madre y yo compartiéramos un secreto hacía que todo fuera más real, incluso aunque no estuviera allí para vivirlo conmigo.

Y ahora era yo quien estaba ahí, bajando por unos escalones tallados en piedra y más gastados que el suelo de una iglesia antigua. El trazado de la escalera discurría entre unas piedras toscas: los cimientos de una antigua estancia que había existido en el emplazamiento de la sede de las Hijas de la Revolución Americana mucho antes de que esta se hubiera edificado. Miré escaleras abajo, pero en la oscuridad únicamente fui capaz de ver siluetas de contornos imprecisos. Aquello no se parecía en nada a una biblioteca y tenía pinta de ser lo que era y había sido siempre: una cripta.

Al final de los escalones, en las sombras del subterráneo, un sinnúmero de minúsculas cúpulas se curvaban en lo alto, allí donde las columnas se erguían hasta alcanzar el techo. Serían unas cuarenta o cincuenta en total y vi que cada una era diferente en cuanto mis ojos se acostumbraron a la penumbra. Algunas se retorcían, como viejos robles encorvados. La cámara circular parecía un bosque silencioso y oscuro a causa de la sombra proyectada por las pilastras. Estar allí resultaba una experiencia aterradora, pues no había forma de apreciar los límites de la estancia, difuminados en todas las direcciones por efecto de la negrura.

Marian insertó la llave en la primera columna, señalada con una luna, y enseguida las teas de las paredes se encendieron e iluminaron la estancia con su luz vacilante.

—Son preciosas —jadeó Lena.

Advertí que su pelo continuaba rizándose y me pregunté si estar en aquel lugar le afectaría de forma que yo jamás llegaría a apreciar.

Están vivas, son poderosas como la verdad. Y todas las verdades están ahí, en alguna parte.

—Las trajeron del mundo entero mucho antes de mi llegada. Esa es de Estambul. —Marian señaló la parte superior de las columnas, las partes decoradas: los capiteles—. Esa procede de Babilonia. —Señaló otra con cuatro cabezas de halcón, cada una asomando por un lado—. Egipto, el Ojo de Dios. —Palmeó otra decorada con una vivida representación de una cabeza de león—. Asiría.

Pasé la mano por la pared, cuyas piedras también estaban talladas. A veces representaban caras de hombres, criaturas o pájaros con la mirada fija entre el bosque de columnas, como si fueran depredadores. En otras había tallados símbolos irreconocibles para mí, jeroglíficos Caster o procedentes de culturas de las cuales no había oído hablar jamás.

Salimos de la cripta y nos adentramos en la cámara, cuya función parecía ser la de una especie de vestíbulo, y las antorchas volvieron a encenderse solas, una tras otra, como si estuvieran siguiendo nuestro camino. Vi cómo las bóvedas se arqueaban encima de una mesa de piedra ubicada en el centro de la estancia. Las estanterías, o al menos yo las tenía por tales, salían desde un círculo central y se alejaban como los ejes de una rueda. Los muebles llegaban casi hasta el techo, creando un intimidatorio laberinto en cuyo interior un mortal podía perderse con suma facilidad, o eso imaginé. La estancia en sí misma no contenía nada, salvo las columnas y la pétrea mesa circular.

Con calma, Marian cogió una antorcha de un soporte con forma de media luna y me la entregó; luego, le dio otra a Lena; por último, cogió una más para ella.

—Echad un vistazo por aquí. Debo revisar el correo. Tal vez haya recibido alguna petición de traspaso de otra sucursal.

—¿Para la Lunae Libri? —No me había detenido a considerar la posibilidad de que existieran otras bibliotecas Caster.

—Por supuesto.

Marian se dio la vuelta para dirigirse a las escaleras.

—Espera un momento. ¿Cómo te llega el correo hasta aquí?

—Pues igual que a ti. Carlton Eaton me lo entrega, haga frío o calor.

Carlton Eaton estaba en el ajo, claro que sí. Probablemente, eso explicaba por qué había recogido a Amma en plena noche. Me pregunté si también les abriría las cartas a los Caster. ¿Qué más cosas ignoraba de Gatlin y de sus habitantes? No tuve que preguntar.

—No somos demasiados, pero sí más de los que te imaginas. No olvides que Ravenwood lleva aquí más tiempo que este viejo edificio. Este lugar fue un condado Caster antes de ser habitado también por mortales.

—Tal vez por eso sois tan raros todos los de por aquí —bromeó Lena, dándome un codazo.

Yo seguía obcecado con lo de Carlton Eaton.

¿Quién más estaría al tanto de lo que de verdad ocurría en Gatlin? Me refería al otro Gatlin, ese con mágicas bibliotecas subterráneas y chicas capaces de controlar el tiempo o hacerte saltar de un precipicio. ¿Quién más estaba en el círculo de los Caster, como Marian y Carlton Eaton? O como mi madre.

¿Fatty? ¿La señora English? ¿El señor Lee?

El señor Lee no, definitivamente no.

—No te preocupes: los encontrarás cuando los necesites. Así funciona esto, y así ha funcionado siempre.

—Espera. —Sujeté a Marian por el brazo—. ¿Lo sabe mi padre?

—No.

Bueno, al menos había una persona en mi casa que no llevaba una doble vida, aunque estuviera como una cabra.

La bibliotecaria soltó el aviso final.

—Haríais bien en empezar ya. La Lunae Libri es mil veces mayor que cualquier biblioteca que hayáis visto antes. Desandad lo andado inmediatamente si os desorientáis. Ese es el motivo por el cual las estanterías salen en forma radial de esta cámara. Tendréis más posibilidades de no extraviaros si sólo avanzáis o retrocedéis.

—Pero ¿cómo puedes perderte si sólo es posible ir en línea recta?

—Pruébalo tú mismo y verás.

—¿Qué hay al final de las estanterías? —nos interrumpió Lena—. Me refiero al final de los pasillos.

Marian la contempló de manera un tanto rara.

—No se sabe. Nadie ha llegado tan lejos como para averiguarlo. Algunos de los pasillos se adentran en túneles. Existen partes inexploradas en la Lunae Libri. Aquí abajo hay muchas cosas que ni siquiera yo he visto. Tal vez algún día…

—¿De qué estás hablando? Todo termina en alguna parte. No puede haber hileras e hileras de libros. ¿Hay túneles por debajo de todo el pueblo? ¿Qué quieres decir? ¿Que subes por un túnel y te tomas el té en casa de la señora Lincoln, que luego recorres otro a la izquierda y dejas un libro en casa de tía Del, en el siguiente pueblo, y qué al final coges el de la derecha para echar una parrafada con Amma? ¿Es eso?

Me mostré escéptico. Marian me sonrió, divertida.

—¿Cómo piensas que consigue Macon sus libros? ¿Cómo te crees que las Hijas de la Revolución Americana jamás ven entrar o salir a ningún visitante? Gatlin es Gatlin. A la gente le gusta que las cosas sean así, como ellos creen que son. Los mortales sólo ven lo que desean ver. Hay una floreciente comunidad Caster en este condado desde antes de la Guerra de Secesión. Hace varios siglos de eso, Ethan, y no va a cambiar de pronto sólo porque tú te hayas enterado de su existencia.

—No puedo creer que tío Macon jamás me haya hablado de este lugar. Piensa en todos los Caster que han debido de estar aquí. —Lena alzó la tea y sacó un tomo del anaquel. Estaba encuadernado de forma ampulosa y pesaba mucho. Se levantó una nube de polvo y rompí a toser—. Caster. Una breve historia. —Sacó otro—. Debemos de estar en la letra C, me imagino. —Resultó ser una caja de cuero que se abría por arriba. Había un pergamino en su interior. Lena retiró el contenido. Hasta el polvo acumulado encima parecía más viejo y gris—. Conjuros para sembrar confusión. Este es muy antiguo.

—¡Cuidado! Ese tiene más de quinientos años. Gutenberg no inventó la imprenta hasta 1455.

La bibliotecaria cogió el pergamino de manos de Lena con sumo cuidado, como si acunara a un recién nacido. Lena sacó otro tomo encuadernado con tapas de cuero gris.

—Conjurando para la Confederación. ¿Participaron los Caster en la guerra?

Marian asintió.

—Y en ambos bandos. Grises y azules. Fue uno de los peores enfrentamientos que hubo en la comunidad de los Caster, me temo. Igual que entre nosotros, los mortales.

Lena alzó la mirada y contempló cómo Marian guardaba la caja polvorienta en el anaquel.

—Los de nuestra familia todavía seguimos en guerra, ¿verdad?

—Una casa dividida, así lo llamó el presidente Lincoln. —Marian la miró con tristeza—. Sí, Lena, me temo que lo estáis. —La bibliotecaria le acarició la mejilla—. Y por eso estáis aquí, si lo recuerdas. Para encontrar lo que necesitas y poner algo de sentido común donde no lo hay. Ahora, es mejor que empieces.

—No veas la cantidad de libros que hay, Marian. ¿No puedes indicarnos al menos cuál es la dirección correcta?

—A mí no me mires. Como te dije, no tengo las respuestas, sólo los libros. En marcha. Aquí abajo nos regimos por el reloj lunar y se te puede ir el santo al cielo con el tiempo. Las cosas no son como parecen cuando se está en este lugar.

Mi mirada iba de Lena a Marian. Temía perderlas de vista a cualquiera de las dos. La Lunae Libri intimidaba mucho más de lo que se podía imaginar. Tenía poco aspecto de biblioteca y mucho más pinta de, bueno, de catacumba. El Libro de las Lunas podía estar en cualquier parte.

Lena y yo nos situamos ante los interminables pasillos, pero ninguno de los dos dio un paso.

—¿Qué vamos a hacer para encontrarlo? Aquí debe de haber un millón de libros.

—No tengo ni idea. Tal vez…

Supe qué le rondaba en la cabeza.

—¿Y si probamos con el guardapelo?

—¿Lo has traído?

Asentí mientras sacaba un bulto del bolsillo de los vaqueros. Le di la antorcha.

Desenvolví el guardapelo y lo coloqué sobre la mesa redonda de piedra. Percibí una mirada especial en los ojos de Marian, un brillo que mi madre y ella tenían en común cuando encontraban un hallazgo de los buenos.

—¿Quieres ver esto?

—Más de lo que piensas —contestó la bibliotecaria, y me cogió de la mano, y yo cogí la de Lena. Alargué el brazo cuando entrelazamos los dedos y lo toqué.

Un destello cegador me obligó a cerrar los ojos.

Entonces fui capaz de ver el humo y oler el fuego, y nosotros desaparecimos…

Genevieve alzó el Libro para poder leer las palabras en medio de la lluvia. Era consciente de que desafiaba las leyes de la naturaleza si las pronunciaba. Casi podía oír la voz de su madre suplicándole que se detuviera y meditara lo que estaba haciendo.

Pero Genevieve no podía parar. No podía perder a Ethan.

Empezó a entonar una salmodia.

Cruor pectoris mei, tutela tua est.

Vita vitae meae, corripiens tuam, corripiens meam.

Corpus corporis mei, medulla mensque

anima animae meae, animam nostram conecte.

Cruor pectoris mei, luna mea, aestus meus,

cruor pectoris mei, fatum meum, mea salus.

—Detente antes de que sea demasiado tarde, chiquilla. —Ivy estaba fuera de sí a juzgar por la voz.

Llovía a cántaros y los relámpagos atravesaban las columnas de humo. Genevieve contuvo el aliento y esperó, pero no sucedió nada. Debía de haber hecho algo mal. Parpadeó para leer mejor en la oscuridad de la noche, y las dijo en la lengua que mejor conocía.

La sangre de mi corazón te protege,

si tu vida se pierde, la mía con la tuya se va.

Cuerpo de mi cuerpo, mente y tuétano de mis huesos.

Alma de mi alma, que nuestros espíritus enlaza,

sangre de mi corazón, mi luna, mi marea.

Sangre de mi corazón, mi condena y mi salvación.

La joven no se lo podía creer cuando vio que Ethan movía los párpados. Intentaba abrir los ojos.

—¡Ethan!

Sus miradas se encontraron durante una fracción de segundo.

Él hizo un esfuerzo por respirar en un claro intento de decir algo. Genevieve pegó el oído a los labios de su amado y sintió en la mejilla la calidez de su aliento.

—Jamás creí a tu padre cuando dijo que un Caster y un mortal no podían estar juntos. Hemos encontrado una manera. Te quiero, Genevieve.

Le puso algo en la palma de la mano y lo apretó. Era un guardapelo.

Luego, abrió y cerró los ojos repentinamente, y en su pecho cesó el vaivén de la respiración.

Antes de que Genevieve tuviera tiempo para reaccionar, una descarga eléctrica le sacudió el cuerpo y fue capaz de percibir cada pulsación de su propio flujo sanguíneo. Debía de haberle alcanzado un rayo y parecía a punto de desplomarse bajo las oleadas de dolor.

Hizo un gran esfuerzo para mantenerse en pie.

Después, todo se volvió negro.

—Clemente Dios del cielo, no te la lleves a ella también.

Genevieve reconoció la voz de Ivy. ¿Dónde estaba? El olor a limoneros calcinados se lo recordó. Intentó hablar, pero le raspaba la garganta como si hubiera tragado arena. Parpadeó.

—¡Gracias, Señor!

La anciana permanecía arrodillada en el suelo a su lado sin dejar de mirarla.

Genevieve tosió y alargó la mano para atraerla hacia sí y tenerla más cerca.

—Ethan está… —susurró.

—Lo siento, mi niña. Ha muerto.

Genevieve hizo un esfuerzo enorme para abrir los párpados. Ivy se retiró de un salto, como si hubiera visto al mismísimo demonio.

—¡Dios nos ampare!

—¿Qué…? ¿Qué ocurre?

La anciana se devanó los sesos en un intento de encontrar explicación a lo que estaba viendo.

—Sus ojos, pequeña, sus ojos han cambiado.

—¿Cómo dices?

—Ya no son verdes. Se han vuelto amarillos como el sol.

A Genevieve le traía sin cuidado el color de sus pupilas. Todo le daba igual ahora que había perdido a Ethan. Se echó a llorar.

Se puso a llover otra vez. El suelo se convirtió en un barrizal.

—Debe levantarse, señorita Genevieve. Tenemos que entrar en comunión con Ellos en el Más Allá. —La anciana tiró de ella para que se pusiera de pie.

—Lo que dices no tiene sentido, Ivy.

—Sus ojos… Le avisé, le hablé de la luna y de su ausencia. Hemos de averiguar el significado de todo esto. Debemos consultar a los Espíritus.

—Si les pasa algo a mis ojos, estoy convencida de que es cosa del rayo.

—¿Qué vio, señorita? —inquirió Ivy, espantada.

—¿Qué pasa, Ivy? ¿Por qué te comportas de un modo tan raro?

—No le ha alcanzado ningún rayo, fue otra cosa.

La anciana echó a correr de vuelta a los campos de algodón abrasados. Genevieve se quedó atrás, llamándola a gritos, le daban vahídos cuando intentaba levantarse.

Ladeó la cabeza y la apoyó sobre el grueso manto de lodo mientras el aguacero le alcanzaba el rostro. Las gotas de lluvia se mezclaban con sus lágrimas de derrota. Se desmayaba y recobraba el conocimiento de forma intermitente. Escuchaba en la distancia la voz débil de Ivy, que pronunciaba su nombre.

Cuando abrió los párpados, Ivy estaba a su lado otra vez. Sostenía con las manos la parte inferior de su falda y en sus pliegues guardaba algo: varios frasquitos de polvo y unas botellas cuyo contenido tenía un aspecto similar a la arena y a la tierra. Tintinearon al chocar entre sí mientras los depositaba en el suelo empapado, cerca de Genevieve.

—¿Qué estás haciendo?

—Una ofrenda a los Espíritus. Sólo ellos pueden decirnos qué significa esto.

—Ivy, cálmate un poco, no dices más que tonterías.

La anciana sacó un trozo de espejo del bolsillo de su bata y lo situó delante de Genevieve.

Estaba oscuro, pero no había confusión posible en la imagen del cristal: los ojos de Genevieve refulgían. Habían pasado de un verde intenso a un encendido color dorado, y había otra diferencia absolutamente inequívoca. En el centro, donde deberían estar las niñas negras y redondas, había dos hendiduras verticales conforma de almendra, como las pupilas de los gatos. Genevieve lanzó al suelo el trozo de espejo y se volvió hacia Ivy.

Pero la anciana no le prestaba atención. Había mezclado ya los polvos y la tierra y pasaba el amasijo de una mano a otra mientras susurraba en el gullah de sus ancestros, la lengua criolla surgida de la mezcla de varios idiomas africanos.

—Ivy, ¿qué estás…?

—Chitón —siseó la anciana—. Estoy escuchando a los Espíritus. Ellos saben qué has hecho y nos revelarán su significado.

La anciana se hizo un corte en el dedo con el trozo de espejo, dejó caer unas gotas sobre el amasijo de tierra y arena, y entonó:

Sus huesos vienen de la tierra

y la sangre, de mi sangre.

Dejadme escuchar lo que oís.

Dejadme mirar lo que veis.

Dejadme comprender lo que sabéis.

Ivy se incorporó con los brazos abiertos hacia los cielos. El aguacero la empapaba y extendía sobre el vestido las manchas de tierra, dibujando trazos sobre la tela. Al poco, empezó a hablar de nuevo, y entonces…

—No puede ser. Ella no lo sabía… —aulló la anciana al negro cielo de la noche.

—¿Qué ocurre, Ivy?

La anciana se echó a temblar y se abrazó mientras se quejaba.

—No puede ser, no puede ser, no puede ser.

Genevieve la cogió por los hombros.

—¿Qué? ¿Qué ocurre? ¿Qué me pasa?

—Le dije que no metiera la nariz en ese libro. Le avisé de que era una mala noche para hacer hechizos, pero ahora es demasiado tarde, chiquilla. No existe forma de remediarlo…

—¿De qué estás hablando?

—Ahora está maldita, señorita Genevieve. Es usted una Llamada. Se ha Desviado, y nada puede hacerse para subsanar eso. Es un trato. No es posible sacar nada del Libro de las Lunas sin dar algo a cambio.

—¿Qué…? ¿Y qué he dado?

—Su destino, mi niña, su destino y el de todos los Duchannes que vendrán después de usted.

Genevieve no terminaba de entenderlo, pero sí comprendía lo suficiente para saber que no podía deshacer lo que había hecho.

—¿Qué quieres decir?

—En la decimosexta luna, el decimosexto año, el Libro tomará lo que se le ha prometido, lo que usted ha puesto en el trato: la sangre de un Duchannes, y ese niño se volverá Oscuro.

—¿Y eso les ocurrirá a todos mis descendientes?

Ivy inclinó la cabeza. Genevieve no parecía la única derrotada esa noche.

—A todos no.

Genevieve pareció cobrar esperanzas.

—¿A quiénes? ¿Cómo sabremos quiénes son?

—El Libro los elegirá en la decimosexta luna, en el decimosexto cumpleaños.

—No salió bien.

La voz de Lena sonaba lejana y ahogada. Yo sólo podía ver el humo; sólo podía escuchar su voz. No estábamos en la biblioteca ni tampoco en la visión, sino en algún punto intermedio entre ambas. Era espantoso.

—¡Lena!

Entreví su rostro en medio de la humareda durante unos instantes. Sus ojos eran enormes y oscuros, el verde de las pupilas parecía casi negro. Su voz apenas era un susurro.

—Dos segundos. Él estuvo vivo durante dos segundos, y luego le perdió.

Lena cerró los párpados y desapareció.

—¿Dónde estás?

—Ethan, el guardapelo —gritó Marian. Oí su voz como si me hablara desde muy lejos.

Lo entendí al darme cuenta de cómo se me clavaba la cajita en la mano.

Y lo solté.

Abrí los ojos y todo me daba vueltas: la estancia era como un torbellino, estaba borrosa. Tosí como un loco, tenía los pulmones llenos de humo.

—¿Qué diablos están haciendo aquí los chicos?

El contorno de la habitación se quedó quieto cuando fijé los ojos en el guardapelo, que ahora, tirado en el suelo de piedra, parecía inofensivo y minúsculo. Marian me soltó la mano.

Macon Ravenwood estaba en medio de la cripta con los faldones del gabán enroscados en las piernas. Amma permanecía junto a él, arrebujada en su abrigo de botones mal abrochados y con el bolso bien sujeto. No sabía cuál de los dos estaba de más malas pulgas.

—Lo siento, Macon. Conoces las reglas. Si ellos solicitan ayuda, estoy obligada a proporcionársela.

La bibliotecaria parecía acongojada y Amma estaba de lo más enfadada con ella, casi como si hubiera rociado nuestra casa con gasolina.

—Tal y como yo lo veo, tienes la obligación de cuidar del hijo de Lila y de la nieta de Macon, y la verdad, no veo que hagas ninguna de las dos cosas.

Yo esperaba que Ravenwood fuera también a por Marian, pero no dijo ni media palabra. Entendí la razón cuando le busqué con la mirada. Estaba meciendo a su sobrina, cuyo cuerpo yacía sobre la mesa de piedra. Tenía los brazos desmadejados en cruz y el rostro apoyado sobre la piedra. Estaba inconsciente.

—¡Lena!

Tiré de ella para cogerla en brazos, haciendo caso omiso de Macon, que estaba a su lado. Seguía mirándome con aquellos ojos todavía negros.

—No ha muerto. Está inconsciente, a la deriva, pero creo que puedo llegar hasta ella.

Macon trabajaba en silencio. Vi cómo le daba cada vez más vueltas a su anillo. Los ojos le brillaban de una forma muy rara.

—¡Regresa, Lena! —Sacudí su cuerpo inerte en mis brazos y la atraje hacia mi pecho.

Su tío farfullaba no sé qué, no distinguí las palabras, pero vi cómo el pelo de Lena se ensortijaba por influjo de ese viento sobrenatural que ahora me resultaba tan familiar y que ya lo consideraba como la brisa de la magia.

—Aquí, no, Macon. Tus conjuros no van a funcionar en este lugar —le recordó la bibliotecaria con voz trémula mientras pasaba frenéticamente las páginas de un libro polvoriento.

—No está lanzando ningún hechizo, Marian. Está Transportado. Cuando ella se va, sólo alguien como Macon puede seguirla… abajo —le explicó Amma, que hacía lo posible por aparentar aplomo, aunque no parecía demasiado convencida. Sentí cómo el frío inundaba el cuerpo vacío de Lena y comprendí que estaba en lo cierto respecto a una cosa: dondequiera que se hallara, no estaba entre mis brazos. De eso me daba cuenta yo sólito, un simple mortal.

—Insisto, Macon, este es un lugar neutral. No puedes crear una Vinculación dentro de una habitación de tierra —insistía Marian, que paseaba de un lado a otro sin soltar el libro, como si pensara que así iba a ser de alguna ayuda, pero no había respuestas en esas páginas. Ella misma lo había dicho: los hechizos no podían ayudarnos allí dentro.

Me acordé de las pesadillas y de cómo en ellas arrastraba el cuerpo de Lena a través del barro. Me pregunté si sería aquel el lugar donde iba a perderla.

Ravenwood tenía los ojos abiertos cuando habló, pero miraba sin ver. Era como si ambos se hubieran encerrado en su interior o dondequiera que estuviera su sobrina.

—Lena, escúchame. Ella no puede retenerte.

Ella. Clavé la vista en los ojos vacíos de Lena.

Sarafine.

—Eres fuerte, imponte, Lena. Aquí no puedo ayudarte, y ella lo sabe. Te estaba esperando en las sombras. Debes lograrlo tú sola.

Marian reapareció con un vaso de agua. Macon lo vertió sobre el rostro de su sobrina y luego le echó un poco en la boca, pero no se movió.

Fui incapaz de soportarlo durante más tiempo.

La sujeté y la besé con intensidad. El agua chorreaba por nuestros labios como si le estuviera haciendo el boca a boca a una ahogada.

Despierta, L. No puedes dejarme ahora, no de este modo. Te necesito más que ella.

Lena parpadeó.

Estoy agotada, Ethan.

Volvió a la vida entre balbuceos y jadeos, derramando toda el agua por su chaqueta. Le sonreí, pese a todo, y me devolvió la sonrisa. Si los sueños se referían a esto, había cambiado el desenlace. Esta vez la había retenido, pero creí saber la verdad en lo más recóndito de mi mente: este no era el momento final, cuando ella se me escapaba de entre los dedos; únicamente era el principio.

Pero aun cuando eso fuera cierto, yo la había salvado.

Me agaché para estrecharla entre mis brazos. Deseaba sentir la corriente de siempre que fluía entre nosotros, pero se levantó antes de que terminara de envolverla con los brazos y se zafó de mi achuchón.

—¡Tío Macon!

Ravenwood seguía de pie en el otro extremo de la habitación, reclinado sobre la pared de la cripta. Sus piernas apenas eran capaces de soportar su peso. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y la mantenía apoyada sobre el muro de piedra. Sudaba a mares, respiraba pesadamente y estaba blanco como la tiza.

Lena corrió a abrazarle como una niña preocupada por su padre.

—No deberías haber hecho eso. Ella podía haberte matado.

Fuera lo que fuera lo que hubiera hecho mientras estaba Transportado, y cualesquiera que fuera su significado, el esfuerzo se había cobrado su precio.

De modo que eso era Sarafine. Esa cosa, quienquiera que fuera, era la madre de Lena.

Si así había sido el viajecito a la biblioteca, no sabía yo si estaba preparado para lo que pudiera suceder durante los próximos meses.

O en los setenta y cuatro días siguientes a partir de mañana por la mañana.

Lena, envuelta en una manta y todavía chorreando agua, permanecía sentada. Era como si de repente le hubieran caído encima cinco años. Eché una mirada a la vieja puerta de roble situada a sus espaldas y me pregunté si sería capaz de encontrar la salida por mi cuenta. Era muy poco probable. Habíamos avanzado treinta pasos por uno de los pasillos cuando de repente descendimos un tramo de escaleras y después atravesamos una serie de puertas pequeñas hasta llegar a un estudio acogedor con aspecto de ser una sala de lectura. El pasillo parecía no tener fin. Cada pocos metros había una puerta, lo cual le confería la apariencia de un hotel subterráneo.

En cuanto Macon tomó asiento, apareció en el centro de la mesa un juego de té plateado con cinco tazas y una fuente con bollitos. Tal vez Cocina también estuviera aquí.

Miré a mi alrededor. No tenía la menor idea de dónde me hallaba, pero sí sabía una cosa: estaba en algún lugar de Gatlin, en algún punto más allá del Gatlin en el que había estado siempre.

En cualquier caso, aquello era otra liga y me venía grande.

Intenté encontrar un lugar cómodo en un sillón tapizado que a juzgar por el aspecto podía haber pertenecido a Enrique VIII. De hecho, no había forma de descartar que no hubiera sido así. El tapiz de la pared también parecía procedente de un viejo castillo o de la mansión Ravenwood. Tenía bordada con hilo plateado una constelación sobre el cielo azul de medianoche y una luna que, cada vez que se miraba, se hallaba en una fase diferente.

Macon, Marian y Amma se sentaron a la mesa. Decir que Lena y yo estábamos metidos en un lío de primera era una manera suave de decirlo. Macon estaba tan furioso que la taza de té no dejaba de moverse sobre el platillo que sostenía delante de él, y el enfado de Amma era todavía mayor.

—¿Qué te ha hecho pensar que puedes tomar la decisión de que mi muchacho está preparado para el Inframundo? Si Lila estuviera aquí, te arrancaría la piel a tiras ella misma en persona. Qué desfachatez tienes, Marian Ashcroft.

A la bibliotecaria le temblaron las manos cuando levantó la taza de té.

—¿Tu muchacho? ¿Y qué hay de mi sobrina? Por lo que sé, fue a ella a la que atacaron.

Amma y Macon, tras habernos hecho picadillo, empezaban a repartirse leña. No me atreví a mirar a Lena.

—Tú has estado metido en líos desde que naciste, Macon. —Amma se volvió a Lena—. Pero no puedo creer que arrastraras a esto a mi chaval, Lena Duchannes.

Ella no pudo contenerse.

—Claro que le metí en esto. Sólo perpetro maldades. ¿Cuándo vas a comprenderlo? ¡Y las cosas van a ir a peor! —Cada pieza del juego de té salió volando por su lado y se quedó suspendida en el aire. Era un desafío. Luego, el juego entero se ordenó por sí mismo y regresó a su posición sobre la mesa—. Voy a volverme Oscura, y no puedes hacer nada por evitarlo.

—Eso no es cierto.

—Ah, ¿no? Al final terminaré por volverme como… —Fue incapaz de terminar la frase. La manta se le cayó de los hombros y me cogió de la mano—. Debes alejarte de mí antes de que sea demasiado tarde.

Su tío la contempló con irritación.

—No vas a volverte Oscura. No seas tan crédula. Ella desea que creas eso y solamente eso. —La forma de pronunciar «ella» me recordaba mucho a cómo decía la palabra «Gatlin».

—Todo es apocalíptico para los adolescentes —arguyó Marian mientras dejaba la taza y el platillo sobre la mesa.

—Algunas cosas pasan porque han de pasar y otras requieren un empujoncito. Esta es una donde todavía está por ver qué ha sucedido.

Percibí cómo la mano de Lena se estremecía en la mía.

—Tienen razón, Lena. Todo va a salir bien.

Ella retiró la mano de repente.

—¿Que todo va a salir bien? Mi madre, una Cataclyst, intenta matarme. Una visión de hace cien años acaba de dejarme bien clarito que toda mi familia lleva maldita desde la Guerra de Secesión. Cumplo dieciséis dentro de dos meses… ¿Y no se te ocurre nada mejor?

Volví a cogerle la mano con suavidad, porque ella me lo permitió.

—He presenciado la misma visión. El libro elige a quien toma. Quizá no te escoja a ti. —Me aferraba a un clavo ardiendo, ya, pero no tenía otra cosa.

Amma miró a Marian mientras daba un porrazo al dejar el plato sobre la mesa, haciendo sonar la taza.

—¿El libro?

Macon me traspasó con la mirada. Hice lo posible por sostenérsela, pero no fui capaz.

—El libro de la visión —repuse.

No digas nada más, Ethan.

Deberíamos contárselo. No podemos manejar esto nosotros solos.

—No es nada, tío Macon. Ni siquiera conocemos el significado de las visiones.

Lena no iba a dar su brazo a torcer y después de esta noche yo tenía la sensación de que era necesario. Los dos debíamos ceder. Todo se nos estaba yendo de las manos, descontrolándose. Me sentía como si estuviera ahogándome y yo mismo fuera incapaz de salvarme, así que mucho menos podía salvar a Lena.

—Tal vez el significado de las visiones sea que no todos los de tu familia se convierten en Oscuros cuando son Llamados. ¿Qué me dices de tu tía Del? ¿Y de Reece? ¿Crees que la pequeña y encantadora Ryan pasará al lado oscuro cuando es capaz de curar a la gente? —dije, acercándome a ella.

Se echó hacia atrás en la silla para esquivarme.

—Tú no sabes nada de mi familia.

—Pero no anda desencaminado, Lena. —Su tío la miró con exasperación.

—No eres Ridley y tampoco eres tu madre —insistí con toda la convicción de que fui capaz.

—¿Y cómo lo sabes? No has conocido a mi madre, y por cierto, yo tampoco, salvo cuando he sufrido esos ataques psíquicos que nadie ha podido prever.

—No estábamos preparados para ese tipo de ataques. Yo no sabía que ella podía Transportarse ni que compartía algunos de mis poderes. No es un don común a todos los Caster.

—Nadie parece saber nada ni de mí ni de mi madre.

—Por eso necesitamos el libro. —Esta vez me las arreglé para mirar a los ojos a Macon.

—Ese libro del que no paráis de hablar… ¿cuál es? —Macon estaba perdiendo la paciencia.

No se lo digas, Ethan.

Debo hacerlo.

—El que maldijo a Genevieve. —Macon y Amma se miraron el uno al otro. Ya sabían qué iba a decir—. El Libro de las Lunas. Si a través de sus páginas se lanzó la maldición, habrá algo en él que nos diga cómo romperla, ¿no?

En la habitación reinó un silencio sepulcral. La bibliotecaria miró a Ravenwood.

—Macon…

—Mantente fuera de esto, Marian. Ya has intervenido de sobra, y el sol va a asomar en cuestión de minutos.

Marian sabía dónde estaba el Libro de las Lunas y Macon deseaba asegurarse de que mantenía la boca cerrada.

—¿Dónde está el libro, tía Marian? —La miré a los ojos—. Tienes que ayudarnos. Mi madre lo hubiera hecho y se supone que tú no estás de parte de nadie, ¿verdad?

Yo no estaba jugando limpio, pero todo eso era cierto.

Amma alzó las manos y luego las dejó caer sobre su regazo en un gesto inusual de rendición.

—Lo hecho, hecho está. Los chicos ya han empezado a tirar del ovillo, Melquisedec. Sea como sea, ese viejo jersey está condenado a deshilacharse.

—Existen protocolos, Macon. Estoy obligada a contestar si ellos me formulan una pregunta. —Luego, se volvió hacia mí—. El Libro de las Lunas no está en la Lunae Libri.

—¿Cómo lo sabes?

Macon se puso en pie para marcharse, pero antes se volvió hacia nosotros con la mandíbula apretada y echando chispas por sus ojos negros. Cuando por fin habló, todos oímos su voz con claridad; esta retumbó por toda la sala.

—Porque este archivo debe su nombre a ese volumen, el más poderoso de cuantos hay de este mundo hasta el Más Allá. Además, es el libro que maldijo a nuestra familia para toda la eternidad… Y lleva perdido más de cien años.