2 de septiembre
Sueño modo on
CAÍA.
Iba en caída libre, precipitándome en el vacío.
—¡Ethan! —me llamaba ella, y el sonido de su voz bastaba para acelerar mi corazón.
—¡Ayúdame!
También ella se desplomaba en el vacío. Estiré el brazo para cogerla, pero aunque lo alargué cuanto pude, mi mano se cerró vacía. No había tierra alguna bajo mis pies, aunque intentaba abrirme camino en el fango. Nos tocamos con la punta de los dedos y vislumbré chispazos verdes en la oscuridad.
Ella se deslizó entre mis dedos y percibí una sensación de pérdida.
Aún retenía ese olor suyo a limones y tomillo, pese a que no había podido sujetarla.
Y no podía vivir sin ella.
Me senté de golpe, intentando recuperar el aliento.
—¡Ethan Wate! ¡Levántate! No me vayas a llegar tarde a clase el primer día —escuché gritar a Amma desde el piso de abajo.
Concentré la mirada en un parche de tenue luz que destacaba en la oscuridad. Se oía el tamborileo lejano de la lluvia contra los viejos postigos de estilo colonial. Seguramente llovía y ya era por la mañana. Debía de estar en mi cuarto.
Hacía calor y humedad en el dormitorio a causa de la tormenta. ¿Por qué tenía la ventana abierta?
El corazón me iba a cien. Permanecí tumbado de espaldas en la cama y el sueño se diluyó, como ocurría siempre. Estaba a salvo en mi habitación, en nuestra vieja casa, en la misma chirriante cama de caoba donde habían dormido por lo menos seis generaciones de Wate antes que yo y donde la gente no se caía por agujeros negros de fango, y nunca jamás pasaba nada.
Me quedé mirando el techo de escayola, pintado de color azul cielo para que los abejorros carpinteros no anidaran allí. ¿Qué me estaba pasando? Ese sueño se me repetía desde hacía meses, aunque no conseguía recordarlo entero nunca. Siempre me acordaba de la misma parte. La chica caía y yo también, debía sujetarla, pero me resultaba imposible, y le iba a ocurrir algo terrible si se me escapaba, pero ahí estaba la cosa: no se me podía escapar y no podía perderla. Era como si estuviera enamorado de ella aunque no la conociera. Una especie de amor antes de la primera vista.
Y todo esto parecía una locura, ya que sólo era una chica en un sueño, y ni siquiera conocía su aspecto. No tenía ni la menor idea de cómo era. Tenía este sueño desde hacía meses, pero en todo ese tiempo no había visto su rostro ni una sola vez o no podía recordarlo. Mi única certeza era ese sentimiento de angustia en mi interior cuando la perdía. Cuando se me escapaba entre los dedos, el estómago me daba un salto, como cuando uno va en una montaña rusa y el cochecito se hunde en el vacío.
Mariposas en el estómago. Vaya metáfora de mierda. Más bien parecían abejas asesinas.
Quizá se me estaba yendo la bola o a lo mejor es que me hacía falta ducharme. Llevaba los auriculares puestos y al echarle una ojeada a mi iPod descubrí allí una canción que no reconocí.
Dieciséis lunas.
¿Qué era eso? La pulsé. Era una melodía evocadora e inquietante. No podía identificar la voz, pero tenía la sensación de haberla escuchado antes.
Dieciséis años, dieciséis lunas,
dieciséis de tus miedos más íntimos.
Dieciséis veces soñaste con mis lágrimas
cayendo, cayendo a lo largo de los años…
Era un poco deprimente, espeluznante… y algo hipnótica.
—¡Ethan Lawson Wate! —volvió a gritar Amma por encima de la música.
Apagué el iPod y me senté en la cama, echando hacia atrás la colcha. Las sábanas parecían llenas de arena, pero yo sabía qué era, era polvo, y tenía las uñas manchadas de fango negro, como la última noche que había tenido el sueño.
Arrugué las sábanas y las escondí en la cesta de la ropa para lavar bajo la sucia sudadera de entrenamiento que me había puesto el día anterior. Me metí en la ducha e intenté olvidar mientras me frotaba las manos y las últimas briznas de mi sueño desaparecían por el sumidero. Si no pensaba en ello, era como si no hubiese ocurrido. Esa había sido mi actitud ante las cosas durante los últimos meses.
Pero no en lo referente a ella. Eso no podía evitarlo, siempre estaba pensando en ella. Volvía una y otra vez al sueño, incluso aunque no pudiera explicarlo. Esto se había convertido en mi secreto y no había más que hablar. Tenía dieciséis años y me había enamorado de una chica que no existía, estaba perdiendo la cabeza poco a poco.
Daba igual con cuanta fuerza me frotara, no podía reprimir el latido alocado de mi corazón. Y seguía oliendo a limones por encima del aroma del jabón Ivory y el champú Stop & Shop. Sólo un poco, pero ahí estaban.
Limones y tomillo.
Bajé las escaleras hacia la tranquilizadora cotidianeidad de las cosas. En la mesa del desayuno, Amma había colocado delante de mí un plato de la misma vieja vajilla de porcelana azul y blanca —la porcelana de los dragones, como la llamaba mi madre— lleno de huevos fritos, beicon, tostadas con mantequilla y sémola de maíz. Amma, nuestra asistenta, era para mí un poco como una abuela, salvo porque era más lista y tenía peores pulgas que mi abuela de verdad. Prácticamente me había criado y se había tomado como una misión personal hacerme crecer otros treinta centímetros más, a pesar de que ya medía cerca de metro noventa. Sin embargo, esta mañana, cosa extraña, tenía mucha hambre, como si no hubiera comido en una semana. Engullí un huevo y dos trozos de beicon y me sentí mejor. Le sonreí con la boca llena.
—No me agobies, Amma. Es sólo el primer día de instituto. —Me plantó delante con un golpe un vaso gigante de zumo de naranja y otro aún más grande de leche, leche entera, la única que bebíamos por allí—. ¿No queda batido de chocolate?
Yo consumía batidos de chocolate con la misma facilidad que otra gente bebía Coca Cola o café. Ya desde por la mañana ansiaba pegarme mi siguiente chute de azúcar.
—A.C.O.S.T.Ú.M.B.R.A.T.E. —Amma tenía una entrada de crucigrama apropiada para cualquier cosa, cuanto más larga mejor, y le gustaba usarlas. La manera en que las deletreaba letra por letra hacía que las sintiera en la cabeza como un golpe tras otro, una y otra vez—. Ya sabes, mejor será que te hagas a la idea. Y no te vayas a creer que pondrás un pie fuera de esa puerta sin antes haberte bebido la leche.
—Sí, señora.
—Ya veo lo elegante que vas.
Pero eso no era cierto. Llevaba unos vaqueros desgastados y una camiseta deslucida, como la mayoría de los días. Eso sí, todas tenían leyendas diferentes y en esta ponía: «Harley Davidson». Y llevaba las mismas Chuck Taylors negras que usaba desde hacía ya tres años.
—Pensé que ibas a cortarte ese pelo —lo dijo como echándomelo en cara, pero yo me di cuenta de lo que era en realidad: nada más y nada menos que sincero cariño.
—¿Y cuándo he dicho yo eso?
—¿Acaso no sabes que los ojos son la ventana del alma?
—A lo mejor es que yo no quiero que nadie mire dentro de la mía.
Me castigó con otro plato de beicon. Amma apenas alcanzaba el metro y medio, y probablemente era más vieja que la misma porcelana de los dragones, a pesar de lo cual insistía en todos sus cumpleaños en que sólo había cumplido cincuenta y tres. Pero no era sólo una afable señora mayor, sino que constituía la máxima autoridad en mi casa.
—Bueno, no creas que te vas a ir con el pelo mojado con el tiempo que hace. No me gusta el aspecto de esta tormenta. Es como si flotara algo maligno en el viento y no hay forma de cambiar un día así. Tiene voluntad propia.
Puse los ojos en blanco. Amma tenía una visión peculiar de las cosas. Cuando estaba de ese estado de ánimo, mi madre solía decir que se había puesto «oscura», ya que mezclaba la religión con la superstición, de ese modo tan particular del sur. Así que cuando se ponía «oscura», lo mejor era no cruzarse en su camino. También era conveniente dejar sus hechizos en los alféizares de las ventanas y las muñecas que hacía en sus cajones correspondientes.
Me metí en la boca otro tenedor cargado de huevo y me acabé aquel desayuno de campeón: huevos, jamón y beicon, todo aplastado dentro de un sándwich tostado. Mientras me lo metía en la boca, eché una ojeada pasillo abajo, como de costumbre. La puerta del estudio de mi padre todavía estaba cerrada. Solía escribir por la noche y dormía en su viejo sofá de allí durante todo el día. Así había sido desde la muerte de mi madre en abril. Igual podría haberse convertido en vampiro; al menos, eso era lo que había dicho la tía Caroline cuando pasó con nosotros la primavera. Probablemente había perdido la oportunidad de verle hasta la mañana siguiente. Una vez que se cerraba esa puerta, no volvía a abrirse.
Escuché un bocinazo procedente de la calle. Era Link. Cogí mi raída mochila negra y salí disparado por la puerta hacia la lluvia. Lo mismo podían haber sido las siete de la tarde que de la mañana, así de oscuro estaba el cielo. El tiempo llevaba así de chungo desde hacía unos cuantos días.
El coche de Link, el Cacharro, estaba en la calle, con el motor petardeando y la música a toda leche. Había ido a la escuela con Link desde que íbamos al jardín de infancia, cuando nos hicimos muy amigos a raíz de que él me diera la mitad de su Twinkie en el autobús. Sólo más tarde me di cuenta de que antes se le había caído al suelo. Aunque los dos nos habíamos sacado el carné de conducir ese verano, Link era el único que tenía coche, si se le podía llamar coche a aquello.
Al menos, el ruido del motor ahogaba el estruendo de la tormenta. Amma permaneció en el porche con los brazos cruzados en un gesto desaprobador.
—Aquí no pongas esa música tan alta, Wesley Jefferson Lincoln. No te creas que voy a dejar de llamar a tu madre para contarle lo que hiciste durante todo el verano en el sótano cuando tenías nueve años.
Link se estremeció. No había mucha gente que le llamara por su nombre completo, salvo su madre y Amma.
—Sí, señora.
La contrapuerta se cerró de un portazo. Link se echó a reír e hizo patinar las ruedas en el asfalto mojado mientras nos separábamos del bordillo. Era como si estuviéramos fingiendo una fuga, que era como solía conducir él, pero eso era algo que jamás habíamos hecho.
—¿Qué fue lo que hiciste en mi sótano cuando tenías nueve años?
—¡Qué fue lo que no hice en tu sótano cuando tenía nueve años! —Link bajó el volumen de la música, lo cual estuvo bien, pues era espantosa, seguramente para preguntarme si me gustaba, cosa que hacía todos los días. La tragedia de su banda, Quién disparó a Lincoln, consistía en que ninguno sabía tocar un instrumento ni cantar. Sin embargo, Link no hacía más que hablar de tocar la batería con el grupo y marcharse a Nueva York después de la graduación para intentar conseguir cosas que probablemente no llegarían a suceder nunca. Tenía más posibilidades de colar una canasta de tres puntos borracho y con los ojos vendados desde el aparcamiento del gimnasio.
Link no tenía pensado ir a la universidad; sin embargo, me llevaba ventaja. Sabía qué quería hacer, aun cuando fuera a largo plazo. Todo lo que yo tenía era una caja de zapatos llena de folletos de universidades que jamás podría enseñarle a mi padre. No me importaba dónde estuvieran esas facultades, mientras fuera al menos a varios miles de kilómetros de Gatlin.
No quería terminar como mi padre, viviendo en la misma casa, en el mismo pueblo donde me había criado, con la misma gente que no soñaba siquiera con salir de aquí.
Flanqueaban la calle dos largas hileras de casas victorianas que chorreaban agua; tenían el mismo aspecto que cuando las construyeron hacía más de cien años. A mi calle le habían puesto el nombre de Cotton Bend porque estas viejas casonas daban la espalda a miles y miles de plantaciones de algodón. Ahora daban la espalda a la Route 9, que era prácticamente casi lo único que había cambiado por aquí.
Cogí un donut rancio de la caja que estaba en el suelo del coche.
—Oye, ¿anoche me subiste una canción muy rara al iPod?
—¿Qué canción? ¿Podría ser esta? —Link puso la última maqueta que habían grabado.
—Creo que tendrías que trabajarla un poco más. Como todas las demás. —Eso era lo que le decía todos los días, más o menos.
—Oye, tú, lo mismo te tienes que arreglar un poco la cara después de que te dé un buen par de guantazos. —Y esto era lo que solía responderme todos los días, más o menos.
Pasé las canciones de la lista de reproducción.
—La canción creo que se llama Dieciséis lunas.
—No sé de lo que me estás hablando.
No estaba allí. La canción había desaparecido pese a que la había escuchado justo esa mañana. Estaba seguro de no haberla imaginado, pues aún la tenía en la cabeza.
—Si quieres escuchar una canción, espera a oír esta nueva. —Link bajó la vista para buscarla.
—Oye, tío, mantén los ojos en la carretera.
Pero él no alzó la mirada y por el rabillo del ojo vi pasar un extraño coche justo delante de nosotros…
Durante un segundo los sonidos de la calle, la lluvia y Link se diluyeron en el silencio y pareció como si todo sucediera a cámara lenta. No podía apartar los ojos del vehículo. Era sólo una sensación, nada que pudiera describirse con exactitud. Y entonces nos adelantó, girando en dirección contraria.
No reconocí el coche, jamás lo había visto antes. Es imposible imaginarse lo raro que es eso, porque conocía todos y cada uno de los automóviles del pueblo. No había ningún turista en esa época del año. A nadie se le ocurriría correr el riesgo durante la época de huracanes.
Era largo y negro como un coche fúnebre. En realidad, estaba casi seguro de que lo era.
A lo mejor era un mal presagio. Quizás este año todavía iba a ser peor de lo esperado.
—Aquí la tienes: Bandana negra. Esta canción me va a convertir en una estrella.
El coche ya había desaparecido cuando él alzó la vista.