13 de octubre
Marian la bibliotecaria
HABÍAN PASADO YA tres días y todavía seguía pensando en ello. Habían disparado a Ethan Cárter Wate y seguramente estaba muerto. Lo había visto con mis propios ojos. Bueno, técnicamente, todos los que habían participado en aquella historia ahora estaban muertos. Pero, de Ethan a Ethan, estaba teniendo problemas para superar la muerte de este soldado confederado en particular. O más bien, de ese desertor confederado. Mi retataratío.
Estuve pensando en ello durante la clase de matemáticas, mientras Savannah metía la pata en la ecuación delante de toda la clase. El señor Bates estaba demasiado ocupado leyendo el último número de Guns and Ammo para darse cuenta. Seguí pensando en ello durante la reunión de los Futuros Granjeros Americanos, ya que no pude encontrar a Lena y terminé sentándome con la banda. Link se había puesto con los chicos unas cuantas filas a mis espaldas, pero no me di cuenta hasta que Shawn y Emory comenzaron a hacer ruidos de animales. Al cabo de un rato dejé de escucharlos, pues mi mente regresó a Ethan Cárter Wate.
No sólo era porque era confederado. Todo el mundo en el condado de Gatlin estaba emparentado con alguien del lado perdedor en la Guerra de Secesión. A estas alturas, ya estábamos acostumbrados a eso. Era como haber nacido en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, en Japón después de Pearl Harbor o en América tras Hiroshima. A veces, la historia es un asco y uno no puede cambiar el lugar de donde es. Aun así, uno no tiene que quedarse en ese sitio. No hay por qué aferrarse al pasado, como las señoras de las Hijas de la Revolución Americana, de la Sociedad Histórica de Gatlin o las Hermanas. Y no hay por qué aceptar que las cosas son como tienen que ser, tal como hacía Lena. Ethan Cárter Wate no lo hizo y yo tampoco podía hacerlo.
Todo cuanto sabía, ahora que conocía al otro Ethan Wate, era que teníamos que averiguar más cosas de Genevieve. En primer lugar, quizás había alguna razón por la que nos hubiéramos encontrado el guardapelo. Y a lo mejor también había otra para que nos hubiéramos tropezado el uno con el otro en un sueño, incluso aunque fuera algo más parecido a una pesadilla.
Si las cosas hubieran sido normales y mi madre viviera, le habría preguntado qué hacer. Pero ella ya no estaba y mi padre se hallaba demasiado perdido en su mundo para servir de alguna ayuda, del mismo modo que Amma no estaría dispuesta a ayudarnos con nada que tuviera que ver con el guardapelo. Lena seguía tomándose mal lo de su tío Macon; la lluvia que caía fuera la delataba. Se suponía que tenía que hacer los deberes, lo que significaba que necesitaba más o menos un litro y medio de batido de chocolate y tantas galletas como me cupieran en la otra mano.
Caminé pasillo abajo hacia la cocina y me detuve frente al estudio. Mi padre estaba duchándose. Ese era apenas el único rato que solía estar fuera de allí, de modo que la puerta seguramente estaría cerrada. Siempre lo estaba desde el incidente del manuscrito.
Me quedé mirando el pomo de la puerta y eché un vistazo a ambos extremos del pasillo. Coloqué las galletas como pude encima del batido y alargué la mano. Antes de que llegara a tocar el picaporte siquiera, escuché el sonido de la cerradura abriéndose. La puerta se abrió ella sola, como si alguien la hubiera abierto desde dentro. Se me cayeron las galletas al suelo.
Hacía casi un mes no me lo habría podido creer, pero ahora sabía más cosas. Esto era Gatlin. No el Gatlin que yo pensé que conocía, sino algún otro que aparentemente había estado escondido desde siempre. Un pueblo donde la chica que me gustaba pertenecía a una larga saga de Caster, la asistenta de mi casa era una Vidente que leía huesos de pollo en el pantano y llamaba a los espíritus de sus ancestros muertos e incluso mi padre actuaba como un vampiro.
No había nada que fuera lo bastante increíble en este nuevo Gatlin. No deja de ser gracioso que uno pueda estar viviendo toda la vida en un lugar y no lo conozca en absoluto.
Empujé la puerta, con lentitud, tímidamente. Apenas atisbé el estudio, la esquina con las estanterías empotradas, atestadas con los libros de mi madre y los restos de la Guerra de Secesión que solía recoger por todas partes. Respiré. No me extrañaba que mi padre hubiera salido del estudio.
Casi podía verla allí, acurrucada en su viejo sillón para leer al lado de la ventana. O también podría haber estado escribiendo a máquina al otro lado de la puerta. Todo estaba como siempre, y si abría la puerta un poco más, tendría incluso la sensación de su presencia en aquel lugar. Pero no se oía a nadie escribiendo y sabía que ella no estaba allí y que no volvería a estar nunca más.
Los libros que necesitaba estaban en las estanterías. La única que sabía más de la historia del condado de Gatlin que las Hermanas era mi madre. Di un paso hacia delante, empujando la puerta sólo unos centímetros más.
—Por la Sagrada Forma del Cielo y de la Tierra, Ethan Wate, si osas poner un pie en esa habitación, tu padre te va a dejar fuera de combate hasta la semana que viene.
Casi se me cayó el batido. Amma.
—No estoy haciendo nada. La puerta se ha abierto.
—Debería darte vergüenza. No hay un fantasma en Gatlin que se atreva a poner el pie en el estudio de tu padre y de tu madre, salvo el de ella misma. —Me miró desafiante. Había algo en sus ojos que me hizo preguntarme si estaba intentando decirme algo, posiblemente la verdad. A lo mejor era mi madre la que había abierto la puerta.
Porque una cosa estaba clara: algo o alguien quería que yo entrara en aquel estudio, del mismo modo que otro quería mantenerme alejado.
Amma cerró de un portazo. Sacó una llave del bolsillo y la giró en la cerradura. Escuché el clic y comprendí que mi oportunidad se había pasado tan rápidamente como había aparecido. Se cruzó de brazos.
—Es un día normal de clases. ¿No tienes que estudiar?
La miré, fastidiado.
—¿No tienes que volver a la biblioteca? ¿Habéis terminado Link y tú el trabajo?
Y entonces caí en la cuenta.
—Ah, sí, claro, la biblioteca. De hecho, es adónde iba. —La besé en la mejilla y me marché corriendo.
—Saluda a Marian de mi parte, y no llegues tarde a cenar.
La vieja Amma. Siempre tenía respuestas para todo, lo supiera o no, quisiera darlas o no.
Lena me estaba esperando en el aparcamiento de la biblioteca del condado de Gatlin. El hormigón resquebrajado todavía estaba mojado y brillante después de la lluvia. Aunque todavía faltaban dos horas para que se cerrara, su coche era el único que había en el aparcamiento, a excepción de una vieja camioneta color turquesa. Baste decir que no era una gran biblioteca como las de la ciudad. No había muchas cosas que quisiéramos saber, salvo que fuera algo relativo a nuestro pueblo, y si tu abuelo o tu bisabuelo no te lo podían contar, seguro que no merecía la pena saberlo.
Lena estaba apoyada en una pared del edificio, escribiendo en su cuaderno. Llevaba unos vaqueros rotos, unas katiuskas grandes y una suave camiseta negra. Entre los rizos, le colgaban alrededor de la cara pequeñas trencitas. Casi parecía una chica normal y yo no estaba seguro de querer que lo fuera. Sí estaba seguro de que quería volver a besarla, pero eso tendría que esperar. Si Marian nos ayudaba, tendría muchas más oportunidades de besarla.
Volví a repasar el cuaderno de juego. Bloqueo directo.
—¿De verdad crees que aquí hay algo que pueda interesarnos? —Lena alzó la vista de su cuaderno hacia mí.
Tiré de ella.
—No algo. Alguien.
La biblioteca era preciosa. Había pasado muchas horas en ella cuando era pequeño y había heredado de mi madre la idea de que una biblioteca era una especie de templo. Esta en particular era uno de los pocos edificios que habían sobrevivido a la marcha de Sherman y a la Gran Quema. Este edificio y el de la Sociedad Histórica eran los más antiguos del pueblo, aparte de Ravenwood. Era una venerable casa victoriana de dos plantas, vieja y erosionada por el tiempo, con la pintura cayéndose a pedazos y sus buenas décadas de parras durmiendo alrededor de sus puertas y ventanas. Olía a madera envejecida y a creosota, al forro de plástico de los libros y a papel viejo. El de papel viejo, a decir de mi madre, era en sí el olor del tiempo.
—No lo pillo. ¿Por qué la biblioteca?
—No sólo es la biblioteca, sino Marian Ashcroft.
—¿La bibliotecaria? ¿La amiga del tío Macon?
—Marian era la mejor amiga de mi madre y su colega de investigación. Aparte de mi madre, es la persona que mejor conoce el condado de Gatlin y la tía más lista del pueblo en este momento.
Lena se me quedó mirando, escéptica.
—¿Más inteligente que el tío Macon?
—Vale. La mortal más inteligente de Gatlin.
Nunca conseguí imaginarme qué hacía una persona como Marian en un pueblo como Gatlin. «Aunque vivas en mitad de la nada», me dijo un día, mientras se comía un sandwich de atún con mi madre, «no significa que no sepas nada de ese lugar». No tenía ni idea de lo que quería decir con eso, aunque lo cierto era que la mitad de las veces tampoco me enteraba mucho de lo que estaba hablando. Quizás ese era el motivo por el cual Marian se llevaba tan bien con mi madre. La otra mitad del tiempo tampoco pillaba mucho de lo que decía mi madre. Como ya he dicho, era probablemente la mejor cabeza del pueblo o tal vez la que tenía más personalidad.
Mientras caminábamos por la biblioteca vacía, Marian deambulaba entre las estanterías descalza, lamentándose como un loco sacado de una tragedia griega, la cual era aficionada a declamar. Como la biblioteca era como una ciudad fantasma, salvo por la visita ocasional de alguna señora de las Hijas de la Revolución Americana para consultar algún dato genealógico poco claro, Marian tenía todo el lugar a su disposición.
—¿En tu conocimiento está?
Seguí su voz profunda entre las estanterías.
—¿A tus oídos ha llegado?
Giré donde ponía Ficción y allí estaba, balanceándose, sujetando una pila de libros en sus brazos y mirando hacia mí pero sin verme.
—¿O te ha sido ocultado…?
Lena dio un paso detrás de mí.
—¿… que nuestros seres queridos han sido amenazados…?
Marian miró hacia Lena con sus gafas rojas y cuadradas.
—¿… con la maldición de nuestros enemigos?
Marian estaba allí y no estaba. Conocía bien esa mirada y sabía que, como siempre tenía una cita para todo, no las solía escoger al azar. ¿Qué maldición de mis enemigos me amenazaba a mí o a mis amigos? Si esa amiga era Lena, no estaba seguro de querer saberlo.
Yo leía mucho, pero, desde luego, no tragedia griega.
—¿Edipo rey?
Abracé a Marian sobre la pila de libros. Me devolvió el abrazo con tanta fuerza que apenas podía respirar y una pesada biografía del general Sherman se me clavó en las costillas.
—Antígona —dijo Lena a mi espalda.
Fantasma.
—Muy bien. —Sonrió Marian por encima de mi hombro.
Le hice una mueca a Lena, que se encogió de hombros.
—Lo sé por los deberes.
—Siempre me impresiona conocer a un joven que haya leído Antígona.
—Todo lo que recuerdo es que quería enterrar a un muerto.
Marian nos sonrió. Luego puso la mitad de los libros en mis brazos y la otra mitad en los de Lena. Su rostro al sonreír era tan espectacular que bien podría haber aparecido en la portada de una revista. Su dentadura era perfecta y su piel de un precioso color marrón, de modo que parecía más una modelo que una bibliotecaria. Era muy guapa y de aspecto exótico, una mezcla de tantas sangres que observarla era como contemplar la historia del sur: tenía antepasados de las Indias Occidentales, las Antillas Menores, Inglaterra, Escocia, e incluso nativoamericanos. Su árbol genealógico sería en realidad todo un bosque de árboles para que pudieran reflejar su ascendencia.
Aunque nosotros estábamos al sur de algún sitio y al norte de ninguna parte, como diría Amma, Marian Ashcroft vestía como si estuviera aún dando clases en Duke. Su ropa, sus joyas, todo tenía su toque personal; sus preciosos y coloridos pañuelos parecían ser de otro sitio y le sentaban fenomenal con su pelo tan corto, supermodemo, aunque esa no era su intención.
Marian no parecía del condado de Gatlin, igual que Lena, y eso que ella había vivido aquí tanto tiempo como mi madre. Ahora, incluso más tiempo que ella.
—Te he echado mucho de menos, Ethan. Y tú, tú debes de ser la sobrina de Macon, Lena. Nuestra infame recién llegada al pueblo. La chica de la ventana. Oh, sí, claro que he oído hablar de ti. Las señoras hablan de ello.
Seguimos a Marian hasta el mostrador principal. Puso los libros en un carrito para colocarlos en su sitio.
—No se crea nada de lo que oiga, doctora Ashcroft.
—Por favor, Marian.
Casi se me cayó uno de los libros. Marian era la doctora Ashcroft para casi todo el mundo, exceptuando mi familia. Le estaba ofreciendo a Lena entrar en su círculo más íntimo y no tenía ni idea de por qué.
—Marian. —Lena sonrió. Esta era su primera prueba de nuestra famosa hospitalidad sureña, quitándonos a Link y a mí, y procedía de otra persona ajena a la comunidad.
—La única cosa que yo quiero saber es, cuando rompiste la ventana con el palo de tu escoba, ¿no te cargaste a la generación futura de las Hijas de la Revolución Americana? —Marian comenzó a cerrar las persianas y nos hizo un gesto para que le ayudáramos.
—Claro que no. Si lo hubiera hecho, ¿de dónde habría sacado toda esa publicidad gratis?
Marian echó la cabeza hacia atrás y se rio, pasando el brazo por el hombro de Lena.
—Un buen sentido del humor, Lena. Eso te hará mucha falta para sobrevivir en este pueblo.
Lena suspiró.
—He escuchado muchas burlas y casi todas sobre mí.
—Ah, pero… «Los monumentos elevados al ingenio sobreviven a los elevados al poder».
—¿Es de Shakespeare? —Me sentía un poco marginado de la conversación.
—Casi, sir Francis Bacon. Aunque claro, si eres de los que piensan que fue él quien escribió las obras de Shakespeare, supongo que has acertado a la primera.
—Me rindo.
Marian me revolvió el pelo.
—Has crecido casi medio metro desde la última vez que te vi, E.W. ¿Con qué te alimenta Amma? ¿Pastel para desayunar, almorzar y cenar? Tengo la sensación de que no te he visto desde hace un siglo.
La miré.
—Ya lo sé, lo siento. Simplemente, no me apetecía mucho… leer.
Marian sabía que estaba mintiendo, pero me entendió. Se acercó a la puerta y cambió el letrero de Abierto por el de Cerrado. Echó el cerrojo y sonó un chasquido seco. Me recordó al del estudio.
—¿Pero la biblioteca no está abierta hasta las nueve? —Si no era así, perdería una excusa estupenda para poder salir a escondidas con Lena.
—Hoy no. La bibliotecaria jefe ha declarado que hoy es la Fiesta de la Biblioteca del Condado de Gatlin. Es bastante espontánea en estas cosas. —Guiñó un ojo—. Para ser bibliotecaria, claro.
—Gracias, tía Marian.
—Ya sé que no estarías aquí si no tuvieras una razón y sospecho que tiene toda la pinta de referirse a la sobrina de Macon Ravenwood. Así que, ¿por qué no nos vamos a la habitación de atrás, hacemos un té e intentamos ser razonables? —A Marian le gustaban los juegos de palabras.
—Es más que una pregunta, la verdad. —Lo sentía en mi bolsillo, donde el guardapelo seguía envuelto en el pañuelo de Sulla la Profetisa.
—«Cuestiónalo todo. Aprende algo. Pero no esperes respuestas».
—¿Homero?
—Eurípides. Y mejor será que aparezcan algunas respuestas, E.W., o la verdad es que vamos a tener que ir a una de esas reuniones del consejo escolar.
—Pero has dicho que no esperemos respuestas.
Abrió una puerta con un letrero donde ponía ARCHIVO PRIVADO.
—¿He dicho eso?
Como Amma, Marian siempre parecía tener respuestas para todo. Como cualquier buena bibliotecaria.
Como mi madre.
Nunca había pisado antes el archivo privado de Marian, la habitación de atrás. Ahora que lo pensaba, no conocía a nadie que hubiera estado allí, salvo mi madre. Era el espacio que ellas compartían, el lugar donde escribían e investigaban y quién sabía qué más cosas. Ni siquiera mi padre podía entrar. Me acordé de Marian deteniéndole en la puerta, mientras mi madre examinaba un documento histórico:
—Privado quiere decir privado.
—Es una biblioteca, Marian. Las bibliotecas se han creado para democratizar el conocimiento y hacerlo público.
—Por aquí las bibliotecas se han creado para que los Alcohólicos Anónimos tengan un lugar donde reunirse cuando los baptistas les dan la patada.
—Marian, no seas ridícula. Sólo es un archivo.
—No pienses en mí como una bibliotecaria. Piensa en mí como en una científica pirada y este es mi laboratorio secreto.
—Estás loca de verdad. Sólo estáis mirando viejos papeles destrozados.
—«Si revelas nuestros secretos al viento, no culpes al viento de que se los cuente a los árboles».
—Khalil Gibran —le espetó como respuesta.
—«Tres pueden mantener un secreto siempre que dos estén muertos».
—Benjamín Franklin.
Al final, mi padre abandonó todo intento de entrar en el archivo. Así que nos volvimos a casa y nos comimos un helado de chocolate con nueces. Después de aquello siempre pensé en mi madre y en Marian como en dos imparables fuerzas de la naturaleza. Dos científicas piradas, como ella había dicho, encadenadas al laboratorio. Escribían libros como salchichas, uno detrás de otro; incluso habían llegado a ser finalistas de los Premios Voice of the South, el equivalente sureño del Pulitzer. Mi padre estaba extremadamente orgulloso de mi madre, de las dos, aunque nos arrollaban un poco a nosotros en su camino. «Una mente llena de vida», así es como él describía a mi madre, especialmente cuando se encontraba en mitad de un proyecto. Entonces era cuando parecía más ausente y, de alguna manera, cuando él parecía amarla más.
Y ahora, aquí estaba yo, en el archivo privado, sin mi padre ni mi madre, y sin el helado de chocolate con nueces a mano. Las cosas estaban cambiando rápidamente, teniendo en cuenta que Gatlin era un pueblo que no cambiaba en absoluto.
La habitación estaba revestida en madera y era seguramente la más oscura del tercer edificio más antiguo de Gatlin, pues estaba aislada y ni siquiera tenía ventanas. En el centro de la estancia había cuatro grandes mesas de roble dispuestas en paralelo. Cada centímetro de las paredes estaba cubierto de libros. Municiones y artillería de la Guerra de Secesión. El rey algodón: el oro blanco del sur. Había varios manuscritos en unas gavetas metálicas y diversos archivadores atestados se alineaban en una estancia más pequeña que había al final del archivo.
Marian se ocupó de poner la tetera en el hornillo. Lena se encaminó hacia una pared en la que había colgados varios mapas del condado de Gatlin, bastante estropeados, tan antiguos como las mismas Hermanas.
—Mira, Ravenwood. —Lena movió el dedo por el cristal—. Y aquí está Greenbrier. En este mapa se ve mucho mejor la línea que separa las dos propiedades.
Avancé hasta la esquina más alejada de la habitación, donde había una mesa solitaria cubierta por una fina capa de polvo y alguna ocasional tela de araña. Unos viejos estatutos de la Sociedad Histórica yacían abiertos, con nombres rodeados por círculos y un lápiz todavía metido en el lomo. Al lado, había un papel de calco con un mapa superpuesto sobre un plano del actual Gatlin, parecía alguien había intentado excavar mentalmente el viejo pueblo bajo el nuevo. Y encima de todo estaba una foto del cuadro que había en el vestíbulo de la casa de Macon Ravenwood.
La mujer con el guardapelo.
Genevieve. Tiene que ser Genevieve. Tenemos que contárselo, Lena. Tenemos que preguntarle si sabe algo.
No podemos. No podemos confiar en nadie. Ni siquiera sabemos por qué tenemos estas visiones.
Lena, confía en mí.
—¿Qué es todo esto que hay por aquí, tía Marian?
Me miró y su rostro se nubló ligeramente.
—Ese era nuestro último proyecto. De tu madre y mío.
¿Por qué tenía mi madre una foto del cuadro de Ravenwood?
No lo sé.
Lena se acercó también a la mesa y cogió la foto del cuadro.
—Marian, ¿qué hacíais aquí con esta pintura?
Nos dio a cada uno una taza de té con su platito. Esta era otra cosa típica de Gatlin, se usaba un platito a todas horas, daba igual para qué.
—Seguro que la has reconocido, Lena, pertenece a tu tío Macon. De hecho, esa foto me la envió él.
—Pero ¿quién es la mujer?
—Genevieve Duchannes, pero suponía que ya lo sabrías.
—Pues la verdad es que no.
—¿No te ha enseñado tu tío nada de tu genealogía?
—No me cuenta nada de mis parientes muertos. Nadie quiere sacar el tema de mis padres.
Marian se dirigió hacia una de las gavetas y rebuscó algo.
—Genevieve Duchannes era tu trastatarabuela, un personaje muy interesante, la verdad. Lila y yo estuvimos reconstruyendo el árbol genealógico de los Duchannes para un proyecto en el que nos estaba ayudando tu tío Macon, justo hasta… —Bajó la mirada—, el año pasado.
¿Mi madre conocía a Macon Ravenwood? Creí que él había dicho que sólo conocía sus trabajos.
—¿Te gustaría ver tu árbol genealógico? —Marian sacó unos cuantos pergaminos amarillentos. Extendió el árbol familiar de Lena al lado del de Macon.
Señalé el de Lena.
—Qué raro. Todas las mujeres de tu familia se apellidan Duchannes, incluso las casadas.
—Es algo típico de mi familia. Las mujeres mantienen su apellido de soltera, incluso aunque se casen. Siempre ha sido así.
Marian miró a Lena.
—Suele ocurrir en linajes de sangre donde las mujeres se consideran particularmente poderosas.
Yo quería cambiar de tema. No deseaba abundar mucho en el asunto de las mujeres poderosas de la familia de Lena con Marian, especialmente considerando que no cabía duda de que Lena era una de ellas.
—¿Por qué estabais haciendo mamá y tú el árbol genealógico de los Duchannes? ¿Cuál era el proyecto?
Marian removió su té.
—¿Azúcar?
Ella apartó la mirada mientras yo me echaba el azúcar.
—En realidad, estábamos interesadas sobre todo en este guardapelo. —Señaló una fotografía de Genevieve en la que ella lo llevaba puesto—. Es una historia especial. En realidad, es una historia sencilla, una historia de amor. —Sonrió con tristeza—. Tu madre era una romántica empedernida, Ethan.
Lena y yo intercambiamos una mirada. Ambos sabíamos lo que Marian iba a contar.
—Esto os interesa a los dos en particular, puesto que esta historia de amor implicó a un Wate y a una Duchannes. Un soldado confederado y una bella señora de Greenbrier.
Las visiones del guardapelo. El incendio de Greenbrier. El último libro de mi madre trataba sobre todo lo que había ocurrido entre Genevieve y Ethan, la trastatarabuela de Lena y mi trastataratío.
Mi madre estaba trabajando en ese libro cuando murió. Todo me daba vueltas. Gatlin era así, aquí nada sucedía por casualidad.
Lena estaba pálida. Se inclinó hacia delante y me tocó la mano, que descansaba sobre la mesa polvorienta. De repente, sentí la familiar punzada de la descarga eléctrica.
—Aquí. Este es el documento que puso en marcha todo el proyecto.
Marian extendió dos hojas de pergamino en la mesa de roble de al lado. Me alegré para mis adentros de que no alterara la mesa de trabajo de mi madre. Pensé en ello como en una especie de tributo a su memoria, más apropiado para su forma de ser que los claveles que cualquiera hubiera puesto en su lápida. Incluso las Hijas de la Revolución Americana, cuando fueron al funeral, soltaron claveles como locas, aunque mi madre lo habría odiado. Todo el pueblo, los baptistas, los metodistas, incluso los pentecostalistas acudían cuando había una muerte, un nacimiento o una boda.
—Puedes leerlo, pero no lo toques. Es uno de los documentos más antiguos que hay en Gatlin.
Lena se inclinó sobre el papel, sujetándose el pelo hacia atrás para que no rozara la superficie del viejo pergamino.
—Ellos estaban desesperadamente enamorados, pero eran demasiado distintos. —Escrutó el documento—. Él dice que eran Especies Diferentes. La familia de ella estaba intentando separarles y él se alistó, a pesar de que no creía en esa guerra, con la esperanza de que luchar por el sur le valiera la aceptación de la familia.
Marian cerró los ojos y recitó:
—«Me daría igual ser un mono que un hombre, para lo que me va a servir en Greenbrier. Aunque sea un mero mortal, se me rompe el corazón de pena ante el pensamiento de pasar el resto de mi vida sin ti, Genevieve».
Sonaba a poesía, y me lo imaginé como algo que Lena hubiera podido escribir.
Marian abrió los ojos de nuevo.
—Como si fuera Atlas acarreando el peso del mundo sobre sus espaldas.
—Todo es muy triste —dijo Lena, mirándome.
—Estaban enamorados y había una guerra. Odio tener que decíroslo, pero todo terminó mal, o eso parece —dijo Marian, terminándose su té.
—¿Y qué pasó con el guardapelo? —Señalé la foto, casi con miedo de preguntar.
—Se supone que Ethan se lo dio a Genevieve como una promesa de compromiso secreto. Nunca sabremos lo que pasó con él. Nadie lo volvió a ver después de la noche de la muerte de Ethan. El padre de la chica la obligó a casarse con otro, pero la leyenda dice que ella conservó el guardapelo y fue enterrada con él. También se dice que el vínculo destrozado de un corazón roto es un talismán poderoso.
Me estremecí. Aquel amuleto poderoso no había sido enterrado con Genevieve, sino que estaba en mi bolsillo y, según Amma y Macon, se había convertido en un talismán Oscuro. Lo sentía latir, como si estuviera envuelto en brasas.
Ethan, no lo hagas.
Tenemos que hacerlo. Ella puede ayudarnos. Mi madre también podría haberlo hecho.
Metí una mano en el bolsillo, aparté el pañuelo para tocar el estropeado camafeo y a la vez cogí la mano de Marian, esperando que fuera una de esas veces en las que funcionase. Se le cayó la taza de té al suelo y la habitación comenzó a girar.
—¡Ethan! —gritó Marian.
Lena le cogió la mano también. La luz de la habitación se diluyó en la oscuridad.
—No te preocupes, estaremos contigo todo el tiempo. —La voz sonó muy lejana y escuché a lo lejos el estruendo de los disparos.
En apenas unos instantes, la lluvia inundó la biblioteca…
La lluvia caía torrencialmente sobre ellos. El viento se agitó y comenzó a sofocar las llamas, aunque ya era demasiado tarde.
Genevieve observó lo que quedaba de la gran casa. Lo había perdido todo: a su madre, a Evangeline. No podía perder a Ethan también.
Ivy atravesó el lodo corriendo hasta llegar a su lado, usando la falda para llevar las cosas que ella le había pedido.
—Llego demasiado tarde, Dios de los cielos, es demasiado tarde —gritó Ivy y luego miró a su alrededor con nerviosismo—. Vámonos, señorita Genevieve, aquí ya no hay nada que podamos hacer.
Pero estaba equivocada. Aún quedaba algo por hacer.
—Todavía no es demasiado tarde. Todavía no es demasiado tarde —repetía una y otra vez.
—Está diciendo tonterías, niña.
Ella le devolvió la mirada a la criada, desesperada.
—Necesito el libro.
Ivy retrocedió, sacudiendo la cabeza.
—No, no puede usted andar con ese libro. Usted no sabe lo que está haciendo.
Genevieve cogió a la anciana por los hombros.
—Ivy, es la única manera. Tienes que dármelo.
—No sabe usted lo que pide. No sabe usted nada de ese libro…
—Dámelo o lo encontraré yo misma.
El humo negro surgía a sus espaldas y el fuego chisporroteaba al devorar lo que quedaba de la casa.
Ivy transigió. Se recogió las faldas destrozadas y la llevó más allá de lo que había sido el limonero de su madre. Genevieve jamás había traspasado ese punto. Allí no había nada más que campos de algodón o, al menos, eso era lo que le habían dicho. Y nunca había tenido motivos para adentrarse en esos campos salvo en aquellas raras ocasiones en que Evangeline y ella habían jugado al escondite.
Pero el itinerario de Ivy seguía una dirección definida. Sabía exactamente hacia dónde iban. En la distancia, Genevieve aún podía escuchar el sonido de los disparos y los gritos penetrantes de sus vecinos mientras veían cómo se quemaban sus casas.
Ivy se detuvo cerca de una maraña de parras silvestres, romero y jazmín abriéndose camino hasta llegar al lado de un viejo muro de piedra. Allí había una arcada antigua, escondida bajo la maleza. Ivy se inclinó y caminó al amparo del arco, seguida por Genevieve. El arco debía de pertenecer a un muro más largo, puesto que toda la zona estaba cerrada hasta conformar un círculo perfecto, con los muros oscurecidos por los años en que lo habían cubierto las parras silvestres.
—¿Qué es este lugar?
—Un lugar del cual su madre no quería que usted supiera nada, ni siquiera lo que era.
A lo lejos, Genevieve distinguió una serie de piedrecitas que emergían entre las cañas. Era el cementerio familiar. Recordó haber estado allí una vez cuando era muy pequeña, al morir su bisabuela. El funeral tuvo lugar por la noche y su madre había permanecido entre las cañas a la luz de la luna, susurrando palabras en un idioma que ni ella ni su hermana reconocieron.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
—Quería usted ese libro, ¿no?
—¿Está aquí?
Ivy se detuvo y miró a Genevieve, confusa.
—¿Y en qué otro sitio podría estar?
Más allá había otra estructura, escondida a su vez entre las parras silvestres. Una cripta. Ivy se detuvo ante la puerta.
—¿Está usted segura de que quiere…?
—¡No tenemos tiempo para esto! —Genevieve alargó la mano hacia el pomo, pero no había ninguno—. ¿Cómo se abre esto?
La mujer se puso de puntillas, tanteando por encima de la puerta. Allí, iluminada a la luz lejana de los incendios, había una pequeña pieza de piedra pulida tallada con una luna creciente. Ivy la presionó y empujó. La puerta comenzó a deslizarse con el sonido del roce de las piedras. La criada rebuscó una vela al otro lado del umbral.
La luz de la candela iluminó la pequeña habitación. Apenas medía unos cuantos metros, pero los laterales estaban forrados de estanterías de madera donde se apilaban toda clase de diminutos frasquitos y botellas, llenos de flores, polvos y líquidos turbios. En el centro de la habitación había una desgastada mesa de piedra con una vieja caja de madera encina, una caja modesta desde todos los puntos de vista, su único adorno era una diminuta luna creciente tallada en la tapa, similar a la que había en la puerta.
—Yo no lo pienso tocar —anunció Ivy en voz muy baja, como si pensara que la caja pudiera oírla.
—Ivy, es sólo un libro.
—Esa cosa no es sólo un libro, y menos aún para su familia.
Genevieve abrió la tapa con delicadeza. La cubierta del tomo era de agrietada piel negra, cuyo aspecto ahora era más gris que otra cosa y no tenía título alguno, sólo la misma luna creciente repujada en la parte delantera. Genevieve alzó el volumen con vacilación. Sabía que Ivy era muy supersticiosa y aunque se había burlado de la anciana, también sabía que era una mujer sabia. Leía las cartas y las hojas del té que su madre consultaba casi para todo, desde el mejor día para plantar hortalizas y evitar las heladas hasta para saber las hierbas apropiadas para curar un resfriado.
El libro tenía un tacto cálido, como si estuviera vivo y respirara.
—¿Por qué no tiene título? —preguntó la joven.
—El que un libro no tenga título no quiere decir que no tenga nombre. Se llama El libro de las lunas.
No había más tiempo que perder. Siguió el resplandor de las llamas a través de la oscuridad hasta lo que quedaba de Greenbrier y Ethan.
Lo hojeó. Había cientos de hechizos, ¿cómo iba a encontrar el apropiado? Y entonces lo vio; estaba en latín, una lengua que conocía bien. Su madre había traído del norte a un tutor para asegurarse de que tanto Evangeline como ella lo aprendían. Para su familia, era la lengua más importante de todas.
El hechizo Vinculante, para Vincular la muerte a la vida.
Genevieve apoyó el libro sobre el suelo, al lado de Ethan, recorriendo con el dedo el primer verso del conjuro.
Ivy le cogió la muñeca y se la sujetó con fuerza.
—Esta noche no es apropiada para esto. La media luna es para la magia blanca y la luna llena para la negra. Si no hay luna, eso es otra cosa.
La chica se soltó de un tirón del puño de la anciana.
—No tengo elección. Es la única noche que tenemos.
—Señorita Genevieve, ha de entenderlo. Esas palabras son más que un hechizo, son un trato. No puede usar El libro de las lunas sin dar algo a cambio.
—No me importa el precio. Estamos hablando de la vida de Ethan. Ya he perdido todo lo demás.
—Este chico ya no tiene vida alguna. Le han disparado y la ha perdido. Lo que intenta hacer es algo contra natura y de ahí no saldrá nada bueno.
Genevieve sabía que la criada tenía razón. Tanto su madre como Evangeline la habían advertido a menudo de que debía obedecer siempre las Leyes Naturales. Iba a cruzar una línea que ninguno de los hechiceros de su familia había cruzado jamás.
Pero todos habían desaparecido y ella era la única que quedaba.
Tenía que intentarlo.
—¡No! —Lena se soltó de nuestras manos, rompiendo el círculo—. Se convirtió en Oscura, ¿no lo entendéis? Genevieve estaba usando magia negra.
Le sujeté las manos, pero ella intentó soltarse y apartarme. Generalmente lo que percibía en Lena era una especie de alegre calidez, pero en ese momento parecía un tornado.
—Lena, tú no eres ella, y yo no soy él. Todo eso ocurrió hace más de cien años.
Se puso histérica.
—Ella soy yo, por eso el guardapelo quiere que vea esto. Es un aviso para que me aparte de ti, y así no te haré daño si me vuelvo Oscura.
Marian abrió los ojos y me parecieron más grandes de lo que jamás los había visto. Su pelo corto, generalmente bien peinado, parecía revuelto por el viento. Tenía aspecto de estar cansada, pero llena de júbilo. Ya conocía esa mirada, era la misma de mi madre, como si se la hubiera robado, especialmente en torno a los ojos.
—Todavía no te han Llamado, Lena. No eres buena ni mala. Así es tal y como uno se siente cuando se tienen quince años y medio en la familia Duchannes. Conocí a un montón de Caster en mis tiempos y entre ellos a una buena cantidad de Duchannes, tanto Oscuros como Luminosos.
Lena, aturdida, se quedó mirando a Marian, que intentaba recuperar el aliento.
—No te vas a convertir en Oscura. Eres tan melodramática como Macon. Así que ahora cálmate.
¿Cómo sabía ella lo del cumpleaños de Lena? ¿Cómo sabía ella que existían los Caster?
—Tenéis el guardapelo de Genevieve. ¿Por qué no me lo habíais dicho?
—No sabíamos qué hacer, cada uno nos dice cosas distintas.
—Dejadme verlo.
Metí la mano en el bolsillo. Lena puso la mano en mi brazo y vacilé. Marian había sido la mejor amiga de mi madre y era como de la familia. Sabía que no tenía que preguntarle por qué, pero ya me había pasado algo parecido con Amma, y se había encontrado con Macon Ravenwood en la ciénaga, cosa que jamás me hubiera podido imaginar.
—¿Cómo sabemos que se puede confiar en ti? —pregunté, sintiéndome mal por plantear la pregunta.
—«La mejor manera de averiguar si puedes confiar en alguien es hacerlo».
—¿Elton John?
—Casi. Ernest Hemingway, a su manera, una especie de estrella del rock de su época.
Sonreí, pero Lena no parecía muy dispuesta a disipar sus dudas.
—¿Por qué deberíamos confiar en ti cuando todo el mundo nos ha estado ocultando cosas?
Marian se puso seria.
—Precisamente porque ni soy Amma ni el tío Macon. Tampoco soy tu abuela o tu tía Delphine. Soy mortal, alguien neutral. Entre la magia blanca y la negra, entre los Oscuros y los Luminosos, ha de haber alguien en medio que sirva de punto de equilibrio… y ese alguien soy yo.
Lena retrocedió, apartándose de ella. Eso era inconcebible para ambos. ¿Cómo podía Marian saber tantas cosas sobre la familia de Lena?
—¿Qué eres tú? —En la familia de Lena, esa no era una pregunta cualquiera.
—Soy la bibliotecaria jefe del condado de Gatlin, lo mismo que he sido desde que me mudé aquí, y lo mismo que siempre seré. Yo no soy una Caster, sólo guardo los archivos y protejo los libros. —Marian se atusó el pelo—. Soy la Guardiana, una más en una larga lista de mortales a los que se les ha confiado la historia y los secretos de un mundo del que nunca seremos parte del todo. Siempre ha de haber uno y, ahora, soy yo.
—Tía Marian, ¿de qué estás hablando? —Me había perdido.
—Para que nos entendamos, hay bibliotecas y, además, otro tipo de bibliotecas distintas. Yo doy servicio a todos los buenos ciudadanos de Gatlin, tanto si son Caster como mortales. Y todo funciona bastante bien, ya que este segundo tipo es más bien un trabajo nocturno.
—¿A qué te refieres…?
—A la biblioteca Caster del condado de Gatlin. Y, evidentemente, yo soy la bibliotecaria también. La bibliotecaria jefe Caster.
Me quedé mirando fijamente a Marian como si estuviera viéndola por primera vez. Me devolvió la mirada con sus mismos ojos marrones y la misma sonrisa sabia de siempre. Tenía el mismo aspecto, pero, de alguna manera, era totalmente distinta. Siempre me había preguntado por qué Marian se había quedado en Gatlin todos esos años. Pensé que se debía a mi madre, y ahora comprendía que había otra razón.
No sabía qué era lo que sentía, pero fuera lo que fuera, Lena iba en la dirección contraria.
—Entonces, puedes ayudarnos. Debemos averiguar qué les sucedió a Ethan y a Genevieve, si eso tiene que ver con nosotros, y hay que averiguarlo antes de mi cumpleaños. —Lena la miró con expectación—. La biblioteca Caster tiene que tener archivos y a lo mejor guarda El libro de las lunas. ¿Crees que podríamos encontrar respuestas ahí?
Marian apartó la mirada.
—Quizá sí, quizá no, pero me temo que no puedo ayudaros, lo siento mucho.
—¿De qué estás hablando? —No tenía sentido lo que decía. Jamás había visto a Marian decir que no a alguien, especialmente a mí.
—No puedo implicarme aunque quiera. Es parte de las obligaciones del trabajo. Yo no escribo los libros ni las reglas, simplemente las protejo. No puedo interferir.
—¿Y el trabajo es más importante que ayudarnos? —Di un paso hacia delante, de modo que tuvo que mirarme a los ojos cuando contestó—. ¿Incluso más importante que yo?
—No es tan sencillo, Ethan. Debe haber un equilibrio entre el mundo de los mortales y los Caster, entre los Luminosos y los Oscuros. La Guardiana es parte del equilibrio, parte del Orden de las Cosas. Si desafío las Leyes por las que estoy Vinculada, el equilibrio queda en peligro. —Me devolvió la mirada, con la voz temblorosa—. No puedo interferir, aunque eso me duela. Aunque haga daño a la gente a la que quiero.
No sabía qué estaba diciendo, pero sí sabía que Marian me quería, al igual que había querido también a mi madre. Si ella no podía ayudarnos, había una razón.
—Estupendo. No puedes ayudarnos. Pues llévanos entonces a la biblioteca Caster, y allí me las apañaré como pueda.
—Tú no eres un Caster, Ethan. No puedes tomar esa decisión.
Lena dio un paso a mi lado y me cogió la mano.
—Es la mía y yo quiero ir.
Marian asintió.
—Vale, os llevaré la próxima vez que abra. La biblioteca Caster no tiene el mismo horario que la biblioteca del condado de Gatlin. Es un poco más irregular.
Ya lo creo que lo era.