15 de septiembre

Una bifurcación en el camino

APENAS NOS DIRIGIMOS la palabra mientras conducía de vuelta hacia mi casa. Yo no sabía qué decir y Lena parecía agradecida de que yo no dijera nada. Me dejó conducir, lo cual era bueno porque necesitaba algo que me distrajera hasta que se me tranquilizara el pulso. Nos pasamos mi calle, pero no me importó, pues aún no estaba preparado para ir a casa. No sabía qué estaba pasando con Lena, su casa, su tío, pero ella tenía que contármelo.

—Te has pasado la calle. —Era la primera cosa que había dicho desde que nos habíamos ido de Ravenwood.

—Ya lo sé.

—Tú crees que mi tío está loco, como todo el mundo. Dilo de una vez. El Viejo Ravenwood. —Su voz sonaba amarga—. Tengo que irme a casa.

No despegué los labios mientras girábamos en torno a General Green, un parterre redondo de hierba descolorida que rodeaba la única cosa de Gatlin que salía en las guías: el general, una estatua del general de la Guerra de Secesión Jubal A. Early. El general seguía como si nada, como siempre había hecho, y me sentó mal. Todo había cambiado; de hecho, nada dejaba de cambiar. Yo era diferente y veía, sentía y hacía cosas que apenas una semana antes me habrían parecido imposibles. Me parecía que el general debía ser distinto también.

Giré hacia abajo, hacia Dove Street y aparqué el coche al lado del bordillo, justo bajo el cartel que decía: «Bienvenidos a Gatlin, el lugar con las mansiones sureñas históricas más originales y el mejor pastel de crema del mundo». No veía nada claro lo del pastel, pero el resto era verdad.

—¿Qué estás haciendo?

Apagué el motor.

—Tenemos que hablar.

—Yo no me meto en coches con chicos. —Era una broma, cosa que percibí en su voz. Estaba paralizada.

—Empieza a hablar.

—¿De qué?

—Estás de broma, ¿no? —Intentaba no gritar.

Se llevó la mano hacia el collar, torciendo la lengüeta de una lata de refresco.

—No sé qué quieres que te diga.

—Pues empieza por explicar lo que acaba de pasar.

Ella se quedó mirando por la ventana, hacia la oscuridad.

—Estaba enfadado. Algunas veces pierde los estribos.

—¿Perder los estribos? ¿Te refieres con eso a lanzar cosas de un lado para otro de la habitación sin tocarlas y encender velas sin cerillas?

—Ethan, lo siento. —Su voz sonó serena.

Pero la mía, no. Cuanto más evitaba mis preguntas, más enfadado estaba.

—No quiero que lo sientas. Quiero que me cuentes qué está pasando.

—¿Con qué?

—Con tu tío y esa casa extraña que parece haber redecorado en dos días. Con la comida que aparece y desaparece. Y con toda esa charla de límites y protegerte. Escoge la que quieras.

Ella sacudió la cabeza.

—No puedo hablar de eso. Y, de todas formas, no lo entenderías.

—¿Y cómo lo sabes si no me das la oportunidad?

—Mi familia es diferente de las demás. Confía en mí, no podrás soportarlo.

—¿Y qué se supone que significa eso?

—Sé realista, Ethan. Tú dices que no eres como los demás, pero sí lo eres. Tú quieres que yo sea diferente, pero sólo un poco, no diferente del todo.

—¿Sabes qué? Estás tan loca como tu tío.

—Te plantaste en mi casa sin que te invitara y ahora estás enfadado porque no te ha gustado lo que has visto.

No contesté. No podía ver más allá de las ventanillas del coche y tampoco podía pensar con claridad.

—Y estás enfadado porque tienes miedo. Todos lo tenéis. En lo más profundo de vuestro ser, sois todos iguales. —La voz de Lena sonaba cansada, como si se hubiera rendido.

—No. —La miré—. Eres tú la que tiene miedo.

Se echó a reír, con amargura.

—Ah, sí, claro. Las cosas de las que yo tengo miedo no te las puedes ni imaginar.

—Tienes miedo de confiar en mí.

No dijo nada.

—Tienes miedo de conocer a alguien tanto como para darte cuenta de si falta o no a clase.

Deslizó el dedo por el vaho de la ventana hasta formar una línea temblorosa, como un zigzag.

—Tienes miedo de quedarte en un sitio y ver qué sucede.

El zigzag se convirtió en algo parecido al trazado de un relámpago.

—Tú no eres de aquí, vale, llevas razón. Y no sólo eres algo diferente.

Siguió mirando a la nada a través de la ventanilla, porque no se podía ver otra cosa. Pero yo sí la veía a ella. Podía verlo todo.

—Tú eres increíble, absoluta, extremada, suma y totalmente diferente. —Le rocé el brazo con la punta de los dedos e inmediatamente sentí el calor de la electricidad—. Y yo lo sé, porque en lo más profundo de mí, creo que yo también soy como tú. Así que cuéntamelo. Por favor. ¿Diferente en qué sentido?

—No quiero contarte nada.

Una lágrima se deslizó por su mejilla. La toqué, quemaba.

—¿Por qué no?

—Porque esta podría ser mi última oportunidad para ser una chica normal, incluso aunque sea en Gatlin. Porque aquí eres mi único amigo. Porque si te lo digo, no me creerás, o peor aún, sí que lo harás. —Abrió los ojos y los clavó en los míos—. Sea como sea, jamás querrás volver a hablarme en tu vida.

Alguien dio un golpecito en la ventanilla y ambos dimos un respingo. A través del vaho del cristal brilló el haz de luz de una linterna. Alargué la mano y la bajé, jurando para mis adentros.

—Chicos, ¿os habéis perdido de camino a casa? —Era Fatty. Sonreía como si se hubiera encontrado dos donuts a un lado de la carretera.

—No, señor. Justo íbamos de camino a casa.

—Este no es su coche, señor Wate.

—No, señor.

Dirigió el haz de luz hacia Lena y se detuvo allí durante un buen rato.

—Pues entonces en marcha y a casa. No hagas esperar a Amma.

—Sí, señor.

Giré la llave. Cuando miré por el retrovisor, pude ver a su novia, Amanda, en el asiento delantero del coche de policía, riéndose entre dientes.

Cerré el coche de un portazo. Miré a Lena por la ventanilla del conductor.

—Te veo mañana.

—Vale.

Pero yo sabía que no nos veríamos mañana. Sabía que sería así si conducía hasta el final de la calle. Era como un camino, justo como la bifurcación que llevaba a Ravenwood o a Gatlin. Tenías que escoger uno u otro. Si no se detenía, el coche fúnebre tomaría la otra dirección hacia la bifurcación, dejándome atrás. Igual que la primera mañana que la vi.

Si ella no me escogía a mí.

No puedes tomar dos caminos a la vez. Una vez que coges uno, ya no puedes volver atrás. Sentí que el motor aceleraba para ponerse en marcha, pero seguí caminando hacia la puerta de mi casa. El coche se marchó.

Y ella no me escogió a mí.

Estaba tumbado en la cama, mirando hacia la ventana. La luz de la luna se derramaba dentro, lo cual era un fastidio porque no me dejaba dormir, cuando lo único que quería es que ese día se terminara de una vez.

Ethan. Su voz sonaba tan baja que apenas pude oírla.

Miré hacia la ventana. Estaba cerrada, me había asegurado de ello.

Ethan, ven.

Cerré los ojos. El cerrojo de la ventana traqueteó.

Déjame entrar.

Los postigos de madera se abrieron de golpe. Habría supuesto que era el viento, pero ni siquiera soplaba una ligera brisa. Salté de la cama y miré hacia fuera.

Lena estaba de pie en el césped que había delante de mi casa en pijama. Los vecinos iban a estar de fiesta y a Amma le iba a dar un ataque al corazón.

—Baja o subo yo.

Primero un ataque al corazón y luego una apoplejía.

Nos sentamos en el primer escalón. Me había puesto los vaqueros porque no dormía con pijama y si Amma hubiera salido y me hubiera encontrado con una chica en calzoncillos, habría amanecido enterrado en el césped de la parte de atrás.

Lena se acomodó en el escalón y alzó la mirada hacia la pintura blanca que se desprendía del porche.

—Estuve a punto de dar la vuelta cuando llegué al final de tu calle, pero me dio demasiado miedo hacerlo. —A la luz de la luna, su pijama parecía de color verde y púrpura, una especie de túnica china—. Y cuando llegué a casa, me daba demasiado miedo no hacerlo. —Se estaba quitando el pintauñas de los dedos de los pies, desnudos, y me di cuenta de que esta vez sí que iba a contarme algo—. Realmente no sé cómo empezar. Nunca he contado nada de esto antes, así que no sé qué pasará.

Me revolví el pelo despeinado con una mano.

—Me puedes contar lo que sea. Yo ya sé lo que es tener una familia de locos.

—Tú crees que sabes el significado de la palabra «loco» y no tienes ni idea.

Inhaló una gran bocanada de aire. Fuera lo que fuera a decir, le estaba costando mucho. Parecía estar debatiéndose para encontrar las palabras adecuadas.

—La gente de mi familia, y yo, tenemos poderes. Hacemos cosas que la gente normal no puede hacer. Hemos nacido así y no lo podemos evitar. Somos lo que somos.

Me llevó unos segundos comprender lo que estaba diciendo o, al menos, de lo que creía que me estaba hablando.

De magia.

¿Dónde estaba Amma cuando la necesitaba?

Me daba miedo preguntar, pero tenía que saber más.

—¿Y qué es, exactamente, lo que sois? —Aquello sonaba tan de locos que casi no fui capaz de pronunciar las palabras.

Caster —dijo ella en voz muy baja.

¿Caster?

Ella asintió.

—¿Te refieres a Caster de los que formulan hechizos?

Afirmó de nuevo con la cabeza.

Me quedé mirándola fijamente. A lo mejor de verdad estaba loca.

—¿Te refieres a brujas y demás?

—Ethan, no seas ridículo.

Solté aire, momentáneamente aliviado. Estaba claro que era un idiota. ¿En qué había estado pensando?

—En realidad no es más que una estúpida palabra. Es como cuando dices «musculitos» o «cretino». Sólo es un absurdo estereotipo más.

Se me encogió el estómago. Parte de mí quería subir las escaleras a todo trapo, cerrar la puerta y esconderme en la cama. Pero otra parte de mí, la parte más importante, quería quedarse. Porque… ¿no había una parte en mí que lo había sabido desde el principio? Tal vez sabía lo que ella era, pero me había dado cuenta de que había algo en ella distinto, algo mucho más importante que un collar con un montón de chatarra colgada y aquellas viejas Converse. ¿Qué me iba a esperar de alguien que podía provocar un aguacero, hablarme sin estar en la habitación, controlar las nubes del cielo y abrir los postigos de mi ventana desde el porche?

—¿Y no podríais buscaros un nombre mejor?

—No hay una sola palabra que describa a toda la gente de mi familia, ¿hay alguna que describa a la tuya?

Quería romper la tensión, simular que todo era igual que con cualquier otra chica y convencerme a mí mismo de que tampoco pasaba nada.

—Ah, claro. Lunáticos.

—Pues nosotros somos Caster. Esa es la definición más apropiada. Todos tenemos poderes. Es una especie de don, igual que otras familias son guays, y otras son ricas, guapas o deportistas.

Sabía cuál sería mi siguiente pregunta, pero no quería hacerla. Ya sabía que podía romper una ventana sólo con pensarlo. No sabía si estaba preparado para averiguar qué otras cosas podía destrozar.

De cualquier forma, estaba empezando a sentirme como si estuviéramos hablando de cualquier otra familia sureña de locos, como las Hermanas. Los Ravenwood llevaban aquí tanto tiempo como cualquier otra familia de Gatlin ¿Por qué iban a estar menos chiflados que los demás? O, al menos, eso era de lo que quería convencerme a mí mismo.

Lena se tomó el silencio como una mala señal.

—Ya sabía que no tenía que haberte contado nada. Te dije que me dejaras en paz. Ahora seguramente pensarás que soy un bicho raro.

—Creo que tienes talento.

—Pensaste que mi casa era extraña. Eso ya lo has admitido.

—Es que la redecorasteis demasiado.

Estaba intentando hacerme una composición de lugar y que ella no dejara de sonreír. Sabía que debía de haberle costado mucho contarme la verdad y yo no la iba a dejar tirada ahora. Me volví y señalé el estudio iluminado sobre los arbustos de azalea, escondido detrás de unos gruesos postigos de madera.

—Mira, ¿ves esa ventana que hay allí? Es el estudio de mi padre. Trabaja durante toda la noche y duerme durante el día. Desde que murió mi madre, no ha salido de casa. Ni siquiera me ha enseñado lo que está escribiendo.

—Qué romántico —dijo ella con voz queda.

—No, es una locura. Pero nadie habla de ello, porque nadie tiene permiso para hacerlo. Excepto Amma, que esconde hechizos mágicos en mi cuarto y me grita cuando traigo joyas antiguas a esta casa.

Estaba casi seguro de que estaba sonriendo.

—A lo mejor eres un bicho raro.

—Yo lo soy y tú también. Tu casa hace que desaparezcan habitaciones y en la mía desaparece la gente. Tu tío el recluso es un chiflado y mi padre el recluso es un lunático, así que no veo en qué crees que somos diferentes tú y yo.

Lena sonrió, aliviada.

—Estoy intentando ver si hay alguna manera de tomarse eso como un cumplido.

—Lo es. —La miré mientras sonreía bajo la luz de la luna, una sonrisa de verdad. Había algo especial en su aspecto justo en ese momento que me hizo imaginarme inclinándome hacia delante un poco más para besarla. Pero me controlé y subí un escalón más arriba de donde ella estaba.

—¿Estás bien?

—Sí, claro, estoy bien, un poco cansado, quizás.

Pero no era así.

Nos quedamos hablando en las escaleras durante horas. Yo me tumbé en el escalón de arriba, ella en el de abajo. Observamos el oscuro cielo nocturno, luego el oscuro cielo del alba, hasta que comenzaron a cantar los pájaros.

Cuando el coche se marchó, el sol comenzaba a salir. Observé a Boo Radley trotar lentamente detrás de él hacia casa. Al ritmo que iba, no llegaría antes del crepúsculo. Algunas veces me preguntaba por qué se molestaba en ir detrás de Lena.

Qué perro tan estúpido.

Puse la mano en el pomo de bronce de la puerta de casa, pero casi no me sentí capaz de abrirlo. Todo estaba patas arriba y no había nada capaz de cambiar eso. Mi mente estaba hecha un revoltijo, con cada cosa por un lado, como los huevos de Amma en su enorme sartén, aunque esa era la forma en que me había sentido por dentro desde hacía días.

T.I.M.O.R.A.T.O., así era como me habría llamado Amma. Ocho horizontal, «otro nombre para cobarde». Estaba asustado. Le había dicho a Lena que lo de su familia no era para tanto, eso de que fueran… ¿qué? ¿Brujas? ¿Caster? Y no de la clase convencional de los que me había hablado mi padre.

Sí, claro, tampoco era para tanto.

En qué grandísimo mentiroso me había convertido. Habría apostado que hasta aquel perro estúpido se habría dado cuenta.