SEGUNDA SEMANA EN EL HERMÓN

En realidad, toda nuestra estancia en las cumbres del Hermón fue un continuo hablar sobre Ab-ba. Era el tema y la palabra favoritos del Hijo del Hombre. Para nosotros fue un descubrimiento. Un hallazgo que nos marcaría para siempre. En mi diario lo definí como el «espíritu del Hermón».

Por supuesto, lo pensamos. Meditamos mucho sobre la insólita «invitación» del Maestro. Eliseo, más audaz e inteligente que quien esto escribe, se decidió rápido. Una mañana, antes de la habitual partida de Jesús hacia los ventisqueros, le salió al paso. Se plantó ante Él y, solemne, le comunicó:

—Señor, lo tengo claro. No comprendo bien algunas de las cosas que dices, pero acepto. A partir de ahora me pongo en sus manos. Es mi voluntad que se haga la voluntad del Jefe…».

El rabí reaccionó con uno de sus familiares gestos. Colocó las manos sobre los hombros del ingeniero y, feliz, sentenció:

—Que así sea… ¡Bienvenido al reino!

Yo, más torpe, dejé pasar el tiempo. Ahora lo sé. Cometí un error. Quise analizar y filtrar. Traté de someter las revelaciones de Jesús de Nazaret a la lógica y el raciocinio. En otras palabras: olvidé las advertencias del Galileo. No tuve en consideración «que la ciencia jamás podrá demostrar la existencia de Dios». No caí en la cuenta del sabio aviso: «El encuentro con el Padre es una experiencia personal». Y fue preciso que asistiera al primer e «involuntario» prodigio del Maestro en la aldea Cana para que, al fin, me rindiera a la evidencia. Como Él afirmó, cada cual es «tocado» en su momento.

Pero sigamos por orden.

Aquella segunda semana en el mahaneh fue igualmente tranquila y benéfica. El Maestro, siguiendo su costumbre, desaparecía al amanecer, regresando poco antes del ocaso. Y cada noche, en las animadas tertulias, hablaba de esos intensos «contactos» con Ab-bā. Lo hacía con una naturalidad que daba miedo. Por lo que acerté a entender, esos «diálogos» con el Jefe eran directos. Algo así como descolgar un teléfono y marcar el número de Dios… Ni que decir tiene que jamás pusimos en duda sus explicaciones, aunque, en ocasiones, resultaban inconcebibles. Y adelantaré algo que entiendo de especial gravedad. Fue justamente esa actitud, esa especie de «hilo directo» con el Padre de los cielos, lo que, poco después, en su vida pública, le enfrentaría a propios y extraños. ¿Hablar directamente con Dios? ¿Conversar con Él de igual a igual? La ortodoxia judía, lógicamente, lo consideró una blasfemia. En cuanto a su familia, y al resto de los ciudadanos de a pie, esa revolucionaria forma de «tratar» al Todopoderoso, a Yavé, provocó de inmediato un abismo. Y el Maestro, naturalmente, fue tachado de loco.

Después, conforme pasaron los días, fui dándome cuenta. Aquel voluntario retiro en el macizo del Hermón constituyó una etapa clave en la vida del Hijo del Hombre. En primer lugar, como ya mencioné, «recuperó lo que era legítimamente suyo». Fue, sin duda, un momento histórico. Jesús de Nazaret, el hombre, «despertó» a la divinidad. Por último, en esas semanas, «ató cabos». Se preparó. Digamos que puso en orden las ideas. Su mente y naturaleza humanas (las palabras no me ayudan) «aprendieron» a convivir con la otra «naturaleza». Y sospecho que se hicieron una, aunque ambas, físicamente, eran independientes. No he podido profundizar en ello. Mi cerebro no da para tanto. Pero así fue.

¡Lástima que nadie mencionara este decisivo aislamiento al norte de la Gaulanitis!

¿Aislamiento? No del todo…

A lo largo de aquella semana recibimos una visita. Una inesperada visita…

Recuerdo que fue el jueves, 30 de agosto. Poco más o menos hacia la hora «décima» (las cuatro de la tarde) vimos aparecer en la meseta a dos casi olvidados personajes.

El Maestro se hallaba ausente.

En un primer momento, Eliseo y yo no supimos qué hacer. Y, recelosos, los dejamos avanzar.

Pero todo fue más fácil de lo que suponíamos…

Los Tiglat, padre e hijo, tirando del onagro, saludaron cordiales. La verdad es que me extrañó. Nuestra despedida junto al refugio de piedra no fue muy cálida…

Tampoco entendí por qué se decidieron a incumplir lo pactado con el «extraño galileo». El joven fenicio, como dije, debía depositar las provisiones en el lugar ya mencionado, sin pisar el campamento. Eso era lo acordado con el Maestro.

La explicación llegó de inmediato. Tiglat padre, sin demora ni rodeos, me miró directamente a los ojos y, con una sombra de tristeza, solicitó disculpas «por el torpe comportamiento de su joven e irreflexivo hijo»:

—Te ruego aceptes mis excusas. Esa reacción no es propia de mi gente…

Sinceramente, había olvidado lo acaecido con Ot. Resté importancia al suceso y, en el mismo tono, afable y sincero, les pedí que lo olvidaran. El cabeza de familia, sin embargo, hizo una señal al jovencito y éste, adelantándose, bajando los ojos, repitió la petición de perdón.

Revolví los negros cabellos del muchacho y, sonriente, le recordé una de sus frases:

—Tenías razón… Tu padre no es un buen hombre. Es el mejor…

Acto seguido, en silencio, procedieron a la descarga de las viandas. Y al concluir, tras un escueto «que Baal os bendiga», hicieron ademán de retirarse. Eliseo y quien esto escribe, casi mudos, no supimos reaccionar.

¿Los dejábamos ir? ¿Qué hacíamos? ¿Los invitábamos a quedarse?

Esa decisión —supusimos— no era de nuestra competencia. Tanto mi hermano como yo, lo sé, deseábamos en esos instantes que permanecieran en el mahaneh. Pero, respetuosos con el Maestro, doblegamos el impulso. Sólo Él podía…

Curioso. Muy curioso. Esa misma noche, Eliseo me lo confesó. Al verlos alejarse —fiel a los consejos del rabí—, pidió al Padre que «hiciera algo», que los detuviera…

Y ocurrió.

De pronto, cuando marchaban cerca del dolmen, alguien gritó desde los cedros, reclamándolos.

¡El Galileo!

El ingeniero, entusiasmado, reconocería que lo revelado por Jesús de Nazaret «funcionaba». La mágica y arrolladora «fuerza» de la que habló el Maestro hizo realidad nuestros deseos. Los Tiglat se detuvieron, dieron media vuelta y pernoctaron con nosotros. Yo, aunque desconcertado, me aferré a lo único que explicaba la súbita y providencial aparición de Jesús: la casualidad…

¡Pobre necio!

Jesús no consintió que los Tiglat colaborasen en la cena. Eran sus invitados. Tomó las truchas recién descargadas —regalo de los fenicios— y las cocinó al estilo del yam. Una receta que provocó encendidos elogios entre los comensales. Tras limpiar media docena de «arco iris», empujó las columnas vertebrales con los dedos medio y pulgar, desprendiendo la carne. De la marinada —siguiendo las indicaciones del «cocinero-jefe»— se responsabilizó el «pinche»: aceite, sal, miel de dátiles, pimienta negra bien molida y vinagre. Concluida la fritura, Jesús puso el toque personal: almendras calientes y una cucharada de mantequilla sobre cada pescado. Y escoltando el apetitoso condumio una ensalada-postre, troceada por Él mismo, a base del dulce mikshak, el melón del Hule, salpicado con otra de sus debilidades: las pasas de Corinto.

Mientras devorábamos las deliciosas truchas, el joven Tiglat sacó a relucir el incidente con «Al» y sus compinches, explicando al Maestro cómo su buen dios Baal nos había protegido, «descargando sus rayos sobre los bandidos». Eliseo y yo nos miramos. La versión del pequeño guía nos tranquilizó. Jesús escuchó atentamente, pero no hizo comentario alguno. Al finalizar la detallada exposición, el Galileo me buscó con la mirada. Sonrió y me hizo un guiño de complicidad.

Entonces, dirigiéndose al «extraño galileo» Tiglat padre, curioso, preguntó:

—Dice mi hijo que eres un hombre rico. ¿Es eso cierto?

El Maestro, sorprendido, no pudo contener la risa y se atragantó.

Instantes después, recuperado, replicó:

—¿Y para qué necesita la riqueza aquel que posee la verdad?

Mi hermano, deseoso de corregir la equivocada interpretación del fenicio, puntualizó:

—No fue eso lo que le dije a tu hijo. Cuando le hablé de nuestro amigo me referí a su corazón… «Un corazón inmensamente rico». Ésas fueron mis palabras.

El jefe de Bet Jenn comprendió. Pero, desconcertado por la respuesta de Jesús, se agarró a la idea expresada por el Maestro.

—¿La verdad? ¿Conoces tú la verdad?

A partir de esos momentos asistiríamos a una parca, pero reveladora conversación con el Hijo del Hombre. Una tertulia de la que todos saldríamos confundidos…

El Maestro, silencioso, nos observó uno por uno. Tuve la sensación de que dudaba. Mejor dicho, de que no deseaba hablar del espinoso asunto. Ahora, en la distancia, le entiendo…

El adolescente intentó forzar al Galileo. Y lo consiguió a medias.

—Mi padre dice que la verdad, si es que existe, está por llegar.

Tiglat, complacido, asintió.

—Y dice también que, cuando llegue, me hará temblar de emoción porque es algo que toca directamente el corazón…

El Maestro, vencido, le sonrió con ternura. Volvió a mirarme y, haciéndome un guiño, exclamó:

—Tu padre es un hombre sabio…

Debería estar acostumbrado, pero no… Esta frase, justamente, fue pronunciada por este explorador al pie del asherat, como respuesta a los comentarios hechos por el guía. ¡Los mismos comentarios expuestos ahora por el joven Tiglat!

¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía conocer y manejar los pensamientos ajenos con semejante soltura? La explicación —también lo sé— era obvia. Pero, terco como una mula, me resistía a aceptarlo…

—Vosotros —prosiguió Jesús dirigiéndose a los Tiglat— no me conocéis. Éstos, en cambio, mis queridos griegos, saben quién soy. Conocen mi palabra y pueden dar fe de que nunca miento.

Dudó. Estaba claro que lo que se disponía a revelar no era sencillo. Suspiró y, supongo, se resignó.

—Sí, amigo mío… Yo conozco la verdad. Tu hijo habla con razón. La verdad existe, pero, de momento, no está al alcance de los seres humanos.

Señaló la luna, casi llena, y matizó:

—Vosotros tenéis una idea de la realidad. Pero es un concepto limitado, propio de una mente finita que apenas acaba de despertar. Para éstos —continuó refiriéndose a Eliseo y a quien esto escribe—, educados en otro lugar, la realidad del universo es distinta a la vuestra…

La sutileza, lógicamente, no fue captada por los Tiglat en su auténtica dimensión. Pero la comparación era válida. Y supimos leer entre líneas…

—… Ellos entienden la luna y las estrellas de una forma. Vosotros de otra. En definitiva, tenéis diferentes conceptos de una misma realidad. Y yo os digo: los cuatro os quedáis cortos. La realidad total, final y completa, es mucho más que todo eso.

Nadie respiraba.

—… Más allá de lo que veis existen otras realidades, tan físicas y concretas como esa luna, que pertenecen al mundo de lo no material. Ese mundo invisible e inconcebible para vosotros constituye en verdad la auténtica «realidad».

Y terminó desembarcando en lo anunciado inicialmente.

—… Pero, como os decía, para alcanzar esa realidad última, la gran verdad, necesitáis tiempo. Mucho tiempo. La verdad, por tanto, existe, pero es del todo imposible que pueda ser abarcada por la mente y la inteligencia de una criatura mortal.

El muchacho, ágil y listo, le abordó sin contemplaciones.

—Tú no hablas como un judío… ¿Quién eres realmente?

Jesús tampoco se parapetó.

—Yo, hijo mío, he venido a tocar tu corazón. Estoy aquí para hacerte temblar de emoción. Para que dudes, para enseñarte un camino que nadie te ha mostrado…

—¿Un camino? ¿Hacia dónde?

—Hacia esa verdad de la que habla tu padre. Pero no te impacientes. Cuando llegue mi hora volverás a verme y tus ojos se abrirán. Entonces te mostraré a Ab-bā y comprenderás que la verdad de la que te hablo es como un perfume. Sencillamente, la identificarás por su fragancia.

El joven Tiglat, hecho un lío, siguió preguntando.

¿Ab-bá? ¿Quién es ese padre?

—Para ti —anunció el Hijo del Hombre categórico—, un Dios nuevo. Para tu padre… un viejo sueño.

—Y tú, ¿cómo sabes eso? —intervino perplejo el padre del joven—. ¿Cómo sabes que dudo de todos los dioses, incluido el tuyo?

No hubo respuesta. Mi hermano y yo comprendimos. No era el momento. Como Él acababa de afirmar, no había llegado su hora. Jesús de Nazaret eligió el silencio.

—¡Un Dios nuevo! —exclamó el jovencito, no menos desconcertado—. ¿Y tú eres judío? ¿Qué pasará con Yavé?

—Te lo he dicho: deja que llegue mi hora… Entonces te hablaré de ese nuevo Padre.

—¡No! —bramó el impetuoso adolescente—. ¡Háblame ahora!

El jefe de los Tiglat reprendió al muchacho. Pero Jesús, solicitando calma, accedió.

—Está bien, mi querido e impulsivo amigo… Lo haré porque es tu corazón el que lo reclama.

»Yavé está bien donde está. Y ahí quedará para los que no comprendan la nueva revelación. Porque de eso se trata: de entregar al hombre un concepto más exacto de Dios… Sí, hijo mío, un Dios nuevo y viejo al mismo tiempo. Un Dios Padre. Un Dios que no precisa nombre. Un Dios sin leyes escritas. Un Dios que no castiga, que no lleva las cuentas de tus obras. Un Dios que no necesita perdonar…, porque no hay nada que perdonar. Un Dios al que puedes y debes hablar de tú a tú. Un Dios que te ha creado inmortal. Que te llevará de la mano cuando mueras. Que te invita a conocerlo, a poseerlo y, sobre todo, a amarlo. Un Dios, como tú haces con tu padre, en el que confiar. Un Dios que te cuida sin tú saberlo. Que te da antes de que aciertes a abrir los labios. Un Dios tan inmenso que es capaz de instalarse en lo más pequeño: ¡tú!

La mágica voz de aquel Hombre, sonora, segura, armada de esperanza, nos rindió a todos.

Tiglat padre sostuvo la penetrante y cálida mirada del «extraño galileo». No había duda. Sus palabras lo hechizaron. Y balbuceó:

—¿Dónde está ese Dios? ¿Dónde podemos encontrarlo?

Jesús tocó su propio pecho con el índice izquierdo y aclaró:

—Te lo he dicho: aquí mismo… dentro de ti.

—Pero ¿cómo es eso? —se adelantó el hijo—. Todos los dioses están fuera.

—Exacto, pequeño. Sólo la verdad está dentro. Por eso, como dice tu padre, cuando la encuentres, cuando descubras a Ab-bā, te hará temblar de emoción…

Y añadió, levantando de nuevo los corazones:

—… Ese Dios se esconde en la experiencia. Y la experiencia es personal. Cada uno vive a Ab-bā a su manera. No hay normas ni leyes. Os lo he dicho. Ese Dios trabaja dentro y lo hace a medida de cada inteligencia y de cada voluntad. No perdáis el tiempo buscando en el exterior. No escuchéis siquiera a los que dicen poseer la verdad. Yo os digo que nadie puede domesticarla y hacerla suya. La verdad, la pequeña parte que ahora podéis distinguir, es libre, dinámica y bella. Si alguien la encadena, si alguien comercia con ella, se aleja.

—Pero tú dices conocer la verdad. Tú también la estás vendiendo y pregonando…

El Maestro volvió a dudar. Nos miró y creí distinguir en sus ojos la sombra de la impotencia. En esta ocasión, sin embargo, no respondió al duro planteamiento del joven Tiglat. Se alzó y, lacónico, exclamó a manera de despedida:

—No ha llegado mi hora…

Acto seguido desapareció en su tienda.

Al día siguiente, viernes, cuando los Tiglat regresaron a Bet Jenn, Eliseo y yo nos enzarzamos en una fuerte polémica. Mi hermano defendía la postura del Maestro. Estaba de acuerdo con su extraña y, en cierto modo, cortante actitud. No era el momento. Nos hallábamos en el final de agosto del año 25. Jesús de Nazaret debía esperar. Yo, en cambio, estimé que los honestos fenicios tenían derecho a saber. Y así nos sorprendió el Galileo a su vuelta de la cumbre del Hermón: atrincherados en posturas radicalmente contrarias.

Fue inevitable. Tras la cena, yo mismo planteé el problema. Y Jesús, más relajado, le dio la razón a mi compañero.

—Jasón, al igual que tu hermano, yo también me he puesto en las manos del Padre. Me limito a hacer su voluntad.

Y, cariñoso, derribando mis presuntuosos postulados, afirmó:

—¿Cómo puedes pensar una cosa así? ¿Crees que mi corazón no arde en deseos de pregonar la nueva nueva?

—Pero, entonces, Señor, ¿por qué estás con nosotros? ¿Por qué nos hablas de Ab-bá?

—Os lo dije en su momento. Vosotros estáis aquí por expresa voluntad del Jefe. Vosotros sois una excepción. Vosotros no contáis para este tiempo. Sois los mensajeros de otros hombres y mis propios embajadores. Sois una de las muchas realidades de mi reino. Él os ha bendecido y yo hago lo mismo.

Eliseo no dejó pasar la oportunidad.

—Ahora estamos solos. Quizá desees hablar con más claridad. ¿Qué es eso de «otras realidades»?

Jesús pareció sorprendido por el abordaje.

—Creí que lo habíais entendido…

El ingeniero, transparente, habló también por mí.

—Sí y no… Por ejemplo: nos dejaste perplejos al asegurar que la verdad no está al alcance de la mente humana.

El Maestro levantó el rostro hacia las estrellas y preguntó:

—¿Veis esa luz?

—Sí, Maestro… Es la luz del universo.

—Decidme: ¿creéis que es la única luz?

Aquellos exploradores, intuyendo una secreta intención, se miraron sin saber qué decir.

—Bueno —expresé celoso—, eso parece…

—Dices bien, Jasón. Eso parece, pero no lo es… Ésa es vuestra realidad. El problema es: ¿se trata de la única realidad?

—¿Estás insinuando que hay otro tipo de luz?

—No, querido «pinche», no insinúo. Afirmo. En el reino de Ab-bā hay tres clases de luces: la que ahora veis, la física, la material; la luz de la mente y la genuina, la luz del espíritu.

—Pero ¿ésas son físicas?

—Mucho más que la de las estrellas…

Eliseo, insatisfecho, remachó:

—Cuando digo «físicas» estoy diciendo «físicas»…

Jesús sonrió. E hizo suyas las palabras de mi amigo.

—Cuando digo «físicas», yo también estoy diciendo «físicas»…

—No puede ser. Yo no veo la luz mental de mi hermano…

Me miró y añadió malévolo:

—He buscado un mal ejemplo… Éste carece de inteligencia.

—Pues yo tampoco veo la tuya, «destrozapatos»…

—¡Calma! —suplicó el Maestro. Y fue derecho al grano—. Ambos tenéis razón. Esas «otras realidades», las luces del intelecto y del espíritu, no son visibles ahora, mientras permanezcáis en esta forma humana. ¿Es que no lo comprendéis? Estáis en el principio. Sois como un bebé. Ni siquiera os habéis puesto en pie…

Entonces, señalando hacia las «cascadas», recordó a nuestros «vecinos», los damanes de las rocas. Y prosiguió:

Estamos ante el mismo caso de la mariposa. Si lograseis atrapar a una de esas criaturas, ¿cómo la convenceríais de que el mundo se extiende mucho más allá del nahal?

—Imposible, Señor…

—Pues en verdad os digo que ése, ni más ni menos, es vuestro caso. Acabáis de nacer a la vida y lo ignoráis todo sobre las realidades que sostiene el Padre. Y os diré más: aunque por razones diferentes a las vuestras, las criaturas espirituales también consideran la materia como algo irreal.

Supongo que percibió nuestro desconcierto. Y se apresuró a concretar:

—Queridos ángeles, conforme vayáis alejándoos de este soporte material, conforme ganéis en perfección y luz espiritual, tanto más difuso aparecerá el recuerdo de esta etapa. De hecho, esas criaturas de luz atraviesan la materia física como si no existiese.

—Entiendo, Señor. Por eso decías que la verdad final no está a nuestro alcance…

—Por el momento, Jasón. Sólo por el momento… Poco a poco, más adelante, irás captando y comprendiendo.

—¿Y seré sabio?

—Más que ahora, sí… Pero no te confundas, mi querido «destrozapatos». Ni siquiera cuando llegues a la presencia del Jefazo estarás en posesión de la verdad absoluta.

—No importa, Señor. Me contento con atravesar paredes…

No pude ni quise silenciar mis pensamientos.

—¡Qué equivocados estamos! En nuestro mundo hay muchos que se consideran en posesión de esa verdad…, empezando por la ciencia».

El Maestro asintió con la cabeza. Y fue a repetir lo expuesto la noche anterior:

—Es gente confundida. ¡Ay de aquellos que intenten monopolizarla! Su fanatismo los volverá ciegos.

»En cuanto a la ciencia, querido Jasón, no desesperes. Algún día descubrirás que sólo es una valiosa compañera de viaje…

—¿De viaje? ¿De quién?

—De la fe.

—Eso tiene gracia —terció el ingeniero—. Siempre creí que la fe era ciega.

—No, son los hombres los que la hacen ciega. La confianza en el Padre, en esas otras realidades que os aguardan, debe ser razonable y científica… hasta donde sea posible. La ciencia, poco a poco, controlará y comprenderá el universo en el que ahora os movéis. Y confirmará el tesoro de vuestra experiencia personal, ganada a pulso y en solitario. Y llegará el día en que la revelación, esta revelación, le dará la mano a ambas: a la fe y a la ciencia.

—Un momento, Señor, ¿es que fe y revelación no son la misma cosa?

—No, Jasón, no son lo mismo. La fe… a mí me gusta más la palabra confianza, es un acto que depende de la voluntad. La revelación es un regalo del Padre. Y llega siempre en el instante oportuno.

—No lo entiendo. Siempre he escuchado y leído que la fe, perdón, la confianza, es un don de Dios…

El Maestro sonrió con benevolencia.

—Lo sé, Jasón, lo sé… En el futuro, muchas de mis palabras y actos serán mal interpretados y, lo que es peor, manipulados. Si fuera como dices, si la confianza en Ab-bā fuera el resultado de una gracia divina, algo fallaría en los cielos. ¿Por qué a unos sí y a otros no? Eso no es justo. Ése no es el estilo del «Barbas». Os lo repito: descubrir al Padre, confiar en Él, ponerse en sus manos y aceptar su voluntad depende únicamente, ¡únicamente!, del hombre.

—Pero antes, Señor, hay que caer en la cuenta…

—Exacto, querido «pinche». Por eso estoy aquí.

El ingeniero musitó casi para sí:

—En el fondo es fácil… Todo consiste en decir: «sí, quiero».

—No… Di mejor «sí, acepto». Entonces, al despertar a la nueva, a la verdadera vida, esa confianza te hará razonable. Después, tras la muerte, tu propia experiencia te hará sabio. Por último, cuando entres en «otras realidades», cuando seas un «hombre-luz», cuando te presentes ante tu querido «Barbas», entonces, querido amigo, sentirás cómo la verdad te roza y te besa…

—Entonces…

—Sí —murmuró el Hijo del Hombre, acariciando las palabras—, sólo entonces…