¿Desilusión?
Sí, en parte…
A la mañana siguiente, al despertar, el Maestro no se hallaba en el mahaneh. Frente a la tienda había situado una de las escudillas de madera. En el interior, garrapateado con un tizón, se leía:
«Estoy con el «Barbas». Regresaré al atardecer».
Pronto nos acostumbraríamos. Mejor dicho, nos resignaríamos. La verdad es que, una vez conocido, era difícil vivir sin su compañía. Pero, como digo, no tuvimos opción. Debíamos respetarlo y respetar sus ausencias. Y así ocurrió a lo largo de aquellas cuatro inolvidables semanas en el Hermón. La mayor parte de las veces desaparecía del campamento con el amanecer. Desayunaba algo y, feliz, tomaba el senderillo que atravesaba los bosques de cedros, rumbo a los ventisqueros. Poco antes del ocaso le veíamos retornar y, siempre, siempre aparecía alegre, renovado, casi transfigurado… ¿Explicación?: Ab-bā. Según Él, ese tiempo en íntima comunión con el Padre era esencial. En varias oportunidades, obedeciendo sus deseos, tuvimos ocasión de acompañarlo. Y, como iré relatando, descubrimos algunas nuevas facetas de aquel increíble Hombre…
El prolongado descanso —a qué negarlo— fue providencial. No sólo nos llenó de fuerza y optimismo —vitales para los intensos días que aguardaban— sino que, por encima de todo, nos permitió profundizar en el pensamiento y en los objetivos del Hijo del Hombre. Y, por añadidura, nuestros ojos se abrieron, disipando dudas y oscuridades.
Hoy, en la distancia, agradecido y maravillado, doy gracias. Aquella aventura modificó nuestras vidas, dándole sentido. ¡Cuánto aprendimos!
No puedo pensar otra cosa: todo estuvo delicada y magistralmente «programado».
En cuanto al día a día de estos pictóricos exploradores, fue simple y espartano.
Quien esto escribe se ocupaba en el repaso de las notas. Atendía junto a mi hermano los modestos quehaceres domésticos, nos relajábamos en la «piscina» o caminábamos por los alrededores, siempre sorprendidos por la magnífica naturaleza. Y cada jornada, con el ocaso, el instante culminante: el retorno de Jesús de Nazaret. Después, tras la cena, las ansiadas tertulias…
Aquel martes, sin embargo, 21 de agosto, sería diferente. Veamos por qué…
Recuerdo que, tras asearnos y fregotear los cacharros en la «piscina de yeso», al penetrar de nuevo en la tienda y disponerme a escribir, «algo» me llamó la atención. Revisé apuntes y memoria y, efectivamente, caí en la cuenta…
Busqué a Eliseo y, entre aturdido y alborozado, anuncié:
—¿Sabes qué día es hoy?
El ingeniero, burlón, replicó:
—¿De qué tiempo? ¿Del nuestro o del actual?
Le mostré uno de los pergaminos y leyó:
—«Veintiuno de agosto»… ¿Y qué?
—¿No lo recuerdas?… Hoy es su cumpleaños».
—¿Hoy?
El rostro del amigo se iluminó.
—Su cumpleaños… Y hace…».
—Creo que treinta y uno… ¿Se te ocurre algo?».
Permaneció pensativo. Después, prosiguiendo con la limpieza del hogar, soltó un lacónico «puede ser…».
No le saqué una sola palabra más. Y, encogiéndose de hombros, regresé a lo mío. A decir verdad, no me quedé tranquilo. Conocía a Eliseo y sabía que su calenturienta imaginación no descansaría…
Al poco, sin embargo, estas reflexiones se vieron súbitamente interrumpidas.
Allí estaba otra vez…
Salí intrigado. Mi hermano, en pie, con las manos sobre los ojos y a manera de visera, oteaba el flanco oriental de la meseta. Pero el sol, frontal y rasante, no nos permitió ver con claridad.
—¿Estás oyendo? —preguntó el ingeniero a media voz—. Esto es de locos…
Asentí.
¡Eran «disparos»!… ¡Auténticas ráfagas!
Y el eco jugueteó en las cumbres, asustando a los inquilinos del cedro gigante. No había duda. «Aquello» era real.
Tomé la «vara de Moisés» y, decidido a despejar la irritante incógnita, me encaminé hacia las «cascadas». Eliseo, detrás, siguió con la cantinela.
—Jasón, estamos alucinando…
En la última fila de cedros nos detuvimos. Y, ocultos, fuimos a descubrir el origen del increíble «tableteo».
¿«Tableteo»?
Sí y, además, toses, silbidos, ronquidos y un agudo y no menos desconcertante ruido. Algo así como un «je-je-je-je»…
Eliseo y yo nos miramos. Y poco faltó para que le diera con la vara en la cabeza…
—¿Alucinados…? ¡Tú sí que estás loco!
—Pero ¿qué son?
No supe responder. La verdad es que nunca los había visto. Más tarde, al retornar al Ravid y consultar a «Santa Claus», recibimos puntual información. Los responsables de los «disparos», silbidos, etc., eran en realidad una pacífica «tribu» de damanes de las rocas [140] asentada en los peñascos que emergían en la «piscina» y entre los saltos de agua. Unos simpáticos y muy sociables animalitos, relativamente similares a las liebres y conejos, con un rostro «casi humano», en continuo ejercicio sobre las piedras. Algo así como bolas de pelo, marrones, negras y naranjas, agilísimas, casi al margen de la ley de la gravedad. En otras oportunidades, al cruzar las montañas de Neftalí, al oeste del Hule, volvimos a encontrarlos en las orillas del nahal Kedesh, entre las peñas de yeso cenozoico. Los judíos los llamaban tafna, en arameo, o safan, en hebreo, por su costumbre de vivir casi ocultos (safan: estar escondidos) [141]. A decir verdad pasamos muy buenos ratos observándolos. Jesús el primero. Y allí, frente a los cuarenta o cincuenta damanes, fuimos a descubrir otra peculiar costumbre del Maestro. Llevado de su inagotable sentido del humor terminaba siempre por colgar un apodo a cosas, animales o personas. Así, por ejemplo, dependiendo de los rasgos o actitudes, algunos de los tafna fueron «bautizados» por Jesús como malku (rey), behilu (prisa), hasok (oscuridad) o gemir (perfecto), entre otros.
En cuanto a la explicación de los intensos «tiroteos», al mirar a lo alto comprendimos. Una rapaz —posiblemente la misma águila perdicera del día anterior planeaba de nuevo sobre la familia. Se hallaba alta, a unos quinientos metros, y, sin embargo, fue rápidamente detectada por los damanes «vigías». La vista de nuestros «vecinos» era portentosa. Y al instante sonó la alarma, en forma de gritos cortos, secos y estridentes, idénticos a disparos. Algunos de los machos se unieron presurosos a los «centinelas» e, incorporándose sobre las patas traseras, buscaron la silueta del águila, acompañando las «ráfagas» con silbidos, ronquidos y aquel inconfundible y desconcertante «je-je-je-je». Las hembras, con la numerosa prole, desaparecieron de inmediato entre las fisuras del roqueo. Y allí quedaron los inquietos y desconfiados tafna, pendientes de las evoluciones de la perdicera. Minutos después, al descender y sobrevolar la «piscina», el «tiroteo» se intensificó. Y, al punto, la colonia entera se esfumó. La rapaz, burlona, se dirigió entonces hacia el bosquecillo de robles, buscando un almuerzo menos esquivo. La enorme y silenciosa sombra «peinó» el ramaje y una descompuesta escuadrilla de cerrojillos de Orfeo, de Upcher, torcecuellos con traje de camuflaje, alondras de pecho negro, collalbas rubias, gorriones chillones de cola blanca, roqueros de cuellos azules y carpinteros sirios uniformados en blanco y negro emprendió una escandalosa y desordenada fuga hacia el cedro gigante y bosques próximos. La perdicera no perdió un segundo. Y en un quiebro impecable atrapó en el aire a una de las alondras «laponas», atravesándola con las afiladas garras. La víctima sólo tuvo tiempo de emitir un chillido, similar al tañido de una campana. Segundos después, al alejarse, el lugar recobró su habitual aspecto. Y los damanes, tímidamente, ocuparon posiciones, disfrutando del sol y de sus continuos juegos.
La jornada, lenta y apaciblemente, fue extinguiéndose.
Y ojos y corazones continuaron fijos en la muralla de cedros que nos aislaba y protegía. El Maestro no podía tardar…
Hacia la «décima» (las cuatro), puntual, Jesús de Nazaret irrumpió en el campamento. Lo escuchamos en mitad de la espesura, cuando cruzaba las últimas hileras de cedros. Venía cantando. Y lo hacía a voz en grito.
«Te doy gracias, Padre mío, de todo corazón… Cantaré tus maravillas…».
Al principio no estuve seguro. Parecía un salmo.
Al reunirse con estos boquiabiertos exploradores soltó el caldero que portaba y, sonriendo, alzó brazos y rostro hacia el azul del cielo, rematando el canto con voz grave y templada:
«Escucha mi ley, pueblo mío, tiende tu oído a las palabras de mi boca… Voy a abrirla en parábolas…».
Esta vez lo identifiqué. Salmo 78.
Eliseo, curioso, se asomó al recipiente de hierro.
—¡Nieve!
El Maestro, en efecto, aprovechó la visita a la cumbre para hacer acopio del inmaculado y siempre gratificante cargamento. Esa noche, sobre todo, resultaría especialmente útil.
—Regalo del Jefe —intervino el Galileo, refiriéndose a la nieve—. Hoy, queridos ángeles, es un día señalado…
Mi hermano y yo nos miramos. Y creímos captar el sentido de las enigmáticas palabras. Entonces, desolado, hice una señal al ingeniero. Y éste, comprendiendo, respondió con una rápida sonrisa y un guiño.
Debí suponerlo. Eliseo maquinaba algo. Naturalmente, no había olvidado el aniversario del rabí.
—¿Qué tramáis?
Mi compañero, pillado in fraganti, se escurrió como pudo.
—Nada, Señor…, cosas de ángeles…
El Maestro, divertido, indicó la dirección de las «cascadas», animándonos a seguirlo. Era el momento del baño.
Una hora después, el imprevisible Jesús volvió a sorprendernos. En esta ocasión, sin embargo, el suceso nos llenó de sonrojo…
Fue un fallo, sí. Pero aprendimos la lección.
Al vestirnos, cuando nos disponíamos a retornar al mahaneh, el Galileo, siempre discreto y delicado, rogó que me adelantara. Entendí. Por alguna razón deseaba hablar a solas con mi compañero.
Minutos después, mientras avivaba el fuego, los vi aparecer en la explanada. Caminaban despacio. Al llegar a la altura del dolmen se detuvieron. El Maestro era el único que hablaba. Eliseo, con la cabeza baja, se limitaba a escuchar, asintiendo una y otra vez.
Intuí algo. La actitud de mi hermano no era normal. ¿Qué sucedía?
Por último, Jesús lo abrazó.
Avanzaron y, al reunirse con este intrigado explorador, cada uno tiró hacia sus respectivas tiendas. Eliseo ni me miró. Estaba pálido. Poco faltó para que saliera tras él, pero me contuve. El asunto, evidentemente, no era de mi incumbencia. ¿O sí?
—¿Qué demonios pasaba?
Al poco, Eliseo regresó. Traía una escudilla en las manos. La reconocí al instante. Era el cuenco de madera en el que el rabí había escrito el breve mensaje:
«Estoy con el «Barbas». Regresaré al atardecer».
Y seguí hecho un lío…
La verdad es que, tras la lectura del «aviso», no presté mayor atención a la dichosa escudilla. Sencillamente, la perdí de vista. Y un súbito pensamiento me desconcertó todavía más: ¿Por qué Eliseo la guardó en nuestra tienda?».
El ingeniero continuó mudo, esquivando mi mirada. Lo noté hundido. Desmoralizado. Y me asusté.
Algo grave, sin duda, acababa de ocurrir…
Jesús se situó frente al hogar. Presentaba un rostro sereno y relajado, como si nada hubiera sucedido. Aquella actitud, francamente, terminó confundiéndome del todo. No entendía nada de nada…
Y al punto, entregándole el pequeño cuenco de sopa, Eliseo, con la voz quebrada, se excusó:
—Te pido perdón, Señor… No volverá a repetirse…
El Maestro tomó la escudilla y, aludiendo a lo escrito en el interior, quitó hierro al asunto, tratando de animar al decaído ingeniero:
—Compréndelo, mi queridísimo hijo… Vosotros tenéis unas normas. Mi Padre y yo, otras…
Entonces, aproximándose al muchacho, fue a posar las manos sobre sus hombros y, agitándolo cariñosamente, gritó:
—¡Despierta!… ¡Tampoco es para tanto!
Eliseo, remontando con dificultad, movió la cabeza afirmativamente y replicó con un amago de sonrisa.
—Eso está mejor… Y ahora, escucha. Escuchad los dos…
Tomó los ánades. Se sentó frente a la fogata y, entregando uno de los patos a mi compañero, le sugirió que lo desplumase. Él, con el suyo, hizo otro tanto. Y, mientras limpiaba el cebado «silbón», fue a desvelarnos algo de especial interés, que aclaró la mente de este confuso y confundido explorador. Algo que tampoco figura en los evangelios y que, no obstante, como digo, despejaba varias e importantes incógnitas relacionadas con la encarnación del Hijo del Hombre. Unas incógnitas que, de haber sido resueltas por los escritores sagrados, habrían evitado mucha confusión e infinitos ríos de tinta…
Según sus palabras, de acuerdo a los planes divinos, el hecho físico de su experiencia humana se hallaba «limitado» por una serie de «condiciones», absolutamente inviolables. Esas «prohibiciones» —autoimpuestas por el propio Jesús de Nazaret durante su estancia en el Hermón— resultaban casi de sentido común…
En primer lugar, el Hombre-Dios no debería dejar escrito alguno. Escritos —entendimos— de su puño y letra. De ningún tipo. Llevaba razón. Si el Maestro hubiera puesto por escrito su doctrina y filosofía, los seguidores, muy probablemente, habrían convertido semejante tesoro en un «artículo» de veneración y, lo que podía ser más lamentable, en un motivo de permanentes disputas e interpretaciones de todo tipo.
En ese instante se hizo la luz. Miré a mi hermano y, avergonzado, bajó los ojos. Comprendí y, en cierto modo, lo justifiqué. Fue una travesura. Un impulso infantil. Eliseo, saltándose las rígidas normas de Caballo de Troya, escondió la escudilla de madera, deseoso de conservar el pequeño-gran «mensaje», con la letra del Maestro. Después de todo, él era el «inventor» del calificativo (el «Barbas») que tanta gracia había hecho al Maestro. En cuanto a cómo lo averiguó, después de lo que llevaba visto, ni me lo planteé.
Y tomé buena nota. Eliseo no era el único tentado por algo así…
En segundo lugar —movido por ese mismo sentido común—, el Hijo del Hombre tomaría otra no menos importante decisión: su imagen, su figura, no podría ser dibujada por manos humanas. Es curioso. Cuando algunos, a lo largo de su vida pública, intentaron «retratarlo», Él siempre se opuso, provocando el desconcierto de propios y extraños. En mi opinión, era igualmente lógico. Esas pinturas, en el fondo, sólo habrían causado problemas. En especial, de índole idolátrico.
«… No podría ser dibujada por manos humanas».
Al pronunciar esta frase, Jesús de Nazaret interrumpió la limpieza del ánade. Me traspasó con aquellos ojos rasgados, incisivos y limpios como la atmósfera del Hermón y, haciéndome un guiño de complicidad, prosiguió.
El corazón aceleró. Entendí perfectamente.
Su imagen sí quedaría en este mundo, pero «confeccionada» por otras manos…
Como decía con regularidad, «quien tenga oídos…».
La tercera autolimitación —de mayor calado si cabe— nos dejó perplejos. Alguna vez lo pensé, pero, francamente, no imaginé a qué obedecía su firme y decidido celibato. Pues bien —de acuerdo con sus palabras—, la decisión de no contraer matrimonio y no dejar descendencia formaba parte también de la rígida «normativa» divina. Eso —dijo— era lo aconsejado por su Padre. Y como Creador no podía infringir la ley. Una ley, obviamente, que escapaba a nuestra comprensión. Pero lo aceptamos. No había, pues, «razones» oscuras, ni tampoco religiosas, en dicha actitud. Sencillamente, eso era lo dispuesto, antes, incluso, de su encarnación. Ése era el «orden» establecido por lo Alto. Y no le faltaba razón. Si un escrito de su puño y letra, o bien un dibujo de aquel hermoso rostro, hubieran originado auténticas conmociones en el futuro, ¿qué se supone que habría ocurrido con unos hijos, nietos, etc., del Hijo de Dios?
Por supuesto, no dejé pasar la excelente ocasión y pregunté:
—Señor, ¿significa esto que prefieres el celibato al matrimonio?
Jesús, leyendo en mi corazón, se apresuró a corregirme.
—Sabes que no he dicho eso. Y sé igualmente por qué lo planteas. Pues toma buena nota: el matrimonio es tan digno como la decisión de permanecer célibe. En el reino de mi Padre no hay matrimonios, tal y como vosotros lo entendéis. Pero eso no importa ahora. Aquí, en la fraternidad humana, tanto uno como otro tiene su papel y su justificación. Pero ¡ojo, mi querido «mensajero»!, transmite bien mis palabras… Ningún célibe deberá considerarse superior, ni más capacitado, a la hora de pregonar o practicar mi mensaje…
Y añadió rotundo y sin contemplaciones.
—… Buscar al «Barbas», y hacer su voluntad, no depende de la categoría social, de las riquezas y, mucho menos, del estado civil. Y te diré más: ni siquiera está sujeto a la inteligencia… El gran secreto de la existencia humana, descubrir al «Jefe», sólo puede ser desvelado con la voluntad. Si lo deseas, sólo si lo deseas, hallarás al Padre y habrás triunfado en la vida…
El Maestro, entonces, atravesando el ánade con un largo palo, lo sometió al fuego, flameándolo y purificándolo. Y así permaneció unos instantes, con la vista fija en las llamas. Después, como si despertara, proclamó solemne:
—Queridos hijos… ¿Veis las lenguas de fuego?… Pues ése, en cierto modo, es el trabajo que le aguarda al Hijo del Hombre…
Eliseo, recompuesto, le interrumpió, alegrando el corazón del Maestro y no digamos el de este explorador. Ambos, creo, echábamos de menos sus bromas…
—¡Bombero!… ¿Piensas ejercer como la militia vigilum?
Jesús, atónito, rompió a reír. Y casi chamuscó el pato. Mi hermano, echando mano de la expresión latina, se refería al cuerpo de bomberos de Roma, fundado por Augusto en el año 22 antes de Cristo, dependiente desde el 6 d. J.C. de un praefectus vigilum, y que alcanzaría gran fama en todo el imperio.
Al unirme a las carcajadas del Galileo, mi compañero nos observó perplejo. Finalmente, feliz, intuyendo que las risas eran mucho más que una consecuencia de sus palabras, espontáneo como siempre, soltó el «silbón» y fue a arrodillarse frente al divertido Maestro. Le sonrió y, sin previo aviso, se abrazó a Él. Y así permaneció varios minutos.
Jesús de Nazaret, conmovido, hizo un esfuerzo. Muy leve, la verdad. Y un par de lágrimas terminaron traicionándolo. Y rodaron solitarias por las mejillas.
—¡El pato, Señor!
Mi grito puso en guardia al Maestro. El sufrido ánade, en efecto, ardía por los cuatro costados…
—¿Será posible?…
El Galileo, desconcertado, intentó apagar las llamas. Y lo logró, claro. Pero el pobre pato, negro y humeante, estaba en las últimas…
—¿Será posible? —repitió Jesús contemplando la carbonizada cena—. ¡Vaya Dios más torpe!
Eliseo, desconsolado, pidió disculpas.
—¡Perdón, Señor!… ¡Perdón!
Y el Maestro, atrapado en otro ataque de risa, le exigió:
—¡No, por favor!… ¡No más perdón!… ¡Sólo nos queda un pato!
Así era aquel maravilloso Hombre…
Cuando los ánimos se calmaron, el rabí, absolutamente perdido, preguntó:
—¿Por dónde iba?
Quise responder, pero la risa, incontenible, me zancadilleó. Eliseo, entonces, muy serio, trató de socorrer a Jesús, aclarando:
—Por los bomberos…
Imposible. Las carcajadas, de nuevo, se hicieron dueñas y señoras del mahaneh, llegando claras hasta un Hermón igualmente enrojecido.
—Queridos hijos —respiró al fin el Maestro—, ¿sabéis qué es lo más hermoso y reconfortante de la risa?
Eliseo contempló el malogrado ánade, pero, prudentemente, guardó silencio.
—… Lo más atractivo del sentido del humor —prosiguió el Maestro— es que sólo es practicado por gente segura y confiada.
Y dirigiéndose al ingeniero remachó:
—No cambies nunca, mi querido ángel…, «destroza-patos»…
Era inútil. El Hijo del Hombre, cuando se lo proponía, era peor que Eliseo…
No fue fácil sujetar el nuevo ataque de risa. Y desde esa tarde, mi hermano recibiría el sobrenombre de «destroza-patos». Naturalmente, supo encajar la broma del Galileo y aceptó el apodo con deportividad.
—… ¿Sabéis que el humor —reveló Jesús— es un invento del Padre?
—Entonces —proclamó Eliseo con los ojos muy abiertos—, el Jefe se ríe…
—Sobre todo cuando el hombre piensa…
—Señor —intervine reconduciendo la conversación—, ¿por qué decías que tu trabajo es similar al de las lenguas de fuego?».
El Maestro agradeció el cable. Se puso nuevamente serio y matizó:
—El Hijo del Hombre ha venido también para sanear la memoria humana. Ahora, no por vuestra culpa, se halla enferma. Dominada por la oscuridad. Sujeta al error y a la desesperación. Yo soy el fuego que purifica. Yo os traigo la esperanza. Yo os anuncio que, a pesar de las apariencias, todo está por estrenar. Dios, el Padre, está por «estrenar»…
Hizo una pausa y, señalando el perfil grana de los bosques, nos dejó nuevamente en suspenso:
—Y hablando de estrenar…, ¿qué hay de la cena? Hoy, queridos ángeles, como os dije, es un día especial… Ataquemos… ¡El pato es nuestro! Después seguiremos con el «Barbas»…
Pato asado. El Maestro se esmeró.
Con el socorro del resucitado «pinche» puso a punto una jugosa salsa a base de cebolla rallada, ajo machacado, dos o tres buenos pellizcos de jengibre, pimienta en abundancia, sal y aceite. Y sin dejar de canturrear pinceló el ánade por dentro y por fuera, dorándolo despacio.
Nos supo a gloria.
Después, fruta picada, ligeramente emborrachada con arac y vino helado, cuidadosamente enterrado en la nieve del Hermón.
Al final, un brindis. El Maestro alzó la humilde copa de madera. Repasó las estrellas y, descendiendo feliz a nuestros corazones, pronunció una de sus palabras favoritas:
—Lehaim!
—Lehaim! —replicamos al unísono.
—¡Por la vida!, repitió con voz imperativa.
Supongo que era el momento esperado por Eliseo. Se levantó y, en silencio, se perdió en el interior de la tienda. Jesús, impasible, continuó con la vista anclada en el tumultuoso firmamento. Venus, Marte y Regulus, casi en línea, destellaron con más fuerza. Parecían cómplices. El Halley, ahora más al norte y al oeste, también fue testigo de la siguiente, emotiva… y absurda escena.
Eliseo reapareció. Se plantó frente al rabí y le miró sonriente. Tenía las manos a la espalda. Después, buscándome con la mirada, intensificó la sonrisa. Creí entender. Pero ¿qué ocultaba?
Jesús le observó curioso. Desvió la vista hacia quien esto escribe y me interrogó sin palabras. Me encogí de hombros.
La verdad es que me hallaba al margen.
Finalmente, ceremonioso, el ingeniero fue a mostrarle lo que había ido a buscar. Y, al entregárselo, exclamó despacio y solemne:
—¡Felicidades!… Un regalo de otro mundo para el «gordo» de todos los mundos…
El Maestro, perplejo, no supo qué decir.
Mi hermano, sin querer, equivocó una de las palabras. En lugar de utilizar el arameo mare' (Señor) pronunció merí', que en hebreo significa «cebado» o «gordo». Y arruinó la bien estudiada frase.
—Mare', le corregí aturdido.
Pero el voluntarioso ingeniero que, al parecer, ensayó el momento una y otra vez, no se percató del lapsus y siguió en sus trece.
—Sí, eso, merí'… Un regalo de otro mundo para el «gordo» de todos los mundos…
El Maestro, comprendiendo el baile de letras, sonrió benevolente, tomando el vástago de olivo. Pero, incapaz de resistir la tentación, volvió a echar mano de aquel incombustible sentido del humor, replicando:
—¡Gracias!… ¡Gracias, mi querida «reina»!
No pude contenerme y solté una carcajada.
Siguiendo el involuntario juego de Eliseo, el rabí alteró el término nialak (ángel), cambiándolo por mal… kah (reina).
Mi hermano, sin embargo, feliz con el obsequio, no percibió el doble lenguaje.
Jesús terminó alzándose y, tras observar el retoño tan celosamente conservado, colocó su mano derecha sobre el hombro de mi amigo, exclamando:
—Un regalo de otro mundo para el Señor de todos los mundos… No podías definirlo mejor…
—… Lo plantaremos como símbolo de la paz… La paz interior: la más ardua…
Acto seguido se retiró a la tienda, guardando el vástago que nos entregara el general Curtiss. Al quedarnos solos le felicité. Fue una idea excelente. En el fondo, el mejor de los destinos para el humilde olivo… Algún tiempo después, aprovechando una «especialísima circunstancia», el rabí cumpliría su palabra, plantando el vástago en otro no menos «entrañable lugar». Y allí creció. Y allí se encuentra, aunque muy pocos conocen su mágica y verdadera historia…
Pero de eso hablaré en su momento.
Aquella noche, verdaderamente, sería histórica e inolvidable. También el Hijo del Hombre se reservaba una sorpresa. Algo insinuó a su llegada al campamento, pero, sinceramente, tras el incidente de la escudilla, la ruina del ánade y la entrega del obsequio, lo olvidamos por completo.
El Maestro se aproximó a las llamas. Nunca olvidaré su expresión. Nos miró en silencio. Se hallaba serio, pero los ojos, de nuevo, hablaron. Fue un «discurso» breve y elocuente. Pocas veces, hasta ese instante, había percibido en su mirada tanto amor y comprensión. Fue como una marea. Intensa. Arrolladora. Y nos invadió, erizándonos el cabello.
No movimos un músculo. Algo estaba a punto de suceder. Lo sabía. Podía palparlo…
Jesús parpadeó. Relajó los corazones con una amplia y sostenida sonrisa y, dulcemente, fue levantándonos hasta las estrellas.
—Hoy, en mi treinta y un cumpleaños en esta forma humana, voy a pedir al Padre que os convierta en mis primeros discípulos… Y quiero hacerlo solemnemente… Como corresponde a unos auténticos embajadores y mensajeros…
Levantó los brazos y fue a depositar sus manos sobre nuestras cabezas. Fue instantáneo. No sé cómo describirlo…
Una especie de fuego frío, una llamarada helada, me recorrió en décimas de segundo. Aquella mano era y no era humana…
Guardó silencio. Después, con gran voz, prosiguió:
—¡Padre!… ¡Ellos son los primeros!… ¡Protégelos!… ¡Guíalos!… ¡Dales tu bendición!…
Entonces, intensificando la presión de las manos, añadió solemne y vibrante:
—¡Ellos, al buscarme, ya te han encontrado! ¡Bendito seas, Ab-bā, mi querido «papá»…!
Nuevo silencio.
Y el Maestro, retirando las manos, nos atravesó de parte a parte. Aquellos ojos eran y no eran humanos…
—Mis queridos ángeles… ¡Bienvenidos!… ¡Bienvenidos a la vida!… ¡Bienvenidos al reino!… Y recordarlo siempre: este «viaje» hacia el Padre no tiene retorno…
Acto seguido, uno por uno, nos abrazó. Fue un abrazo sólido. Incuestionable. Prolongado. Un abrazo que ratificó la inesperada y cálida «consagración».
¡Sus primeros embajadores!
¿Y por qué no?
Éramos observadores, sí, pero observadores «atrapados» por un Dios. ¿Qué podíamos hacer?
Yo, personalmente, me sentí feliz y agradecido. Mi trabajo fue el mismo. Continué analizando y valorando.
Me mantuve siempre en la sombra, a cierta distancia, pero, en lo más íntimo, compartiendo y aprendiendo.
¿Las normas de la operación?
Fueron respetadas, sí. Palabras y sucesos figuran en este diario con escrupulosa objetividad. En cuanto a los sentimientos —igualmente prohibidos por Caballo de Troya—, siguieron su inevitable curso: sencillamente le amamos. Y jamás me sentí culpable.
Como apuntó el ingeniero, ¡a la mierda Curtiss y su gente!
Jesús de Nazaret llenó de nuevo las copas y, entusiasmado, gritó:
—¡Por el «Barbas»!
Arrojó una carga de leña al fuego y, frotándose las manos, se sentó frente a las sorprendidas llamas. Las vio danzar. Chisporrotear. Después entró en materia. En su materia favorita: el Padre.
Y aquellos perplejos exploradores siguieron aprendiendo.
—¿Dónde estábamos?
Eliseo, adelantándose, le refrescó la memoria.
—Decías que tu trabajo ha sido culminado. Decías que ahora conoces al hombre, que podrías regresar, si lo desearas, y asumir la soberanía de tu universo…
Jesús fue asintiendo con la cabeza.
—… Decías también que, sin embargo, habías optado por someterte a la voluntad del Jefe… Y yo te pregunté: ¿y qué ha dicho?
—En palabras simples: que siga con vosotros, que cumpla el segundo gran objetivo de esta experiencia humana… ¡Que os hable de El!… ¡Que encienda la luz de la verdad!
Este explorador, más pragmático y prosaico que el ingeniero, intervino de inmediato.
—Señor, si vas a hablarnos del Padre, bueno será que lo definas, que nos digas qué o quién es…
E intentando justificarme añadí:
—… No olvides que, en el fondo, somos hombres escépticos…
Jesús sonrió malévolo. Y preguntó:
—¿Escépticos?
Me atrapó. Después de lo visto en la anterior experiencia, después de haber sido testigos de su resurrección, la definición, por supuesto, no era correcta. Y rectifiqué.
—Ignorantes…».
—Eso sí, querido Jasón… Pero no te alarmes. Ignorancia y escepticismo tienen arreglo. Recuerda: para dar sentido a tu vida, para saber quién eres, qué haces aquí y qué te aguarda tras la muerte, sólo precisas de la voluntad. Si quieres, puedes «saber»… Y ahora vayamos con tu pregunta.
Meditó unos instantes. Supuse que no era fácil. Me equivoqué. La definición del Padre era casi imposible. Imposible para las bajísimas posibilidades de percepción humana.
—Recordad siempre —arrancó con un preámbulo decisivo— que, en el futuro, cuando llegue mi hora, hablaré como un educador. Ése será mi papel. En consecuencia, tomad mis palabras como una aproximación a la realidad…
Buscó nuestra comprensión y prosiguió.
—… ¿Por qué digo esto? Sencillamente, porque lo finito, vosotros, no puede entender, abarcar o hacer suyo lo infinito. Y eso es Ab-bā: una luz, una presencia espiritual, una realidad infinita que, de momento, no está al alcance de las criaturas materiales.
Sonrió y, optimista, redondeó:
—… Pero lo estará.
—¡Una luz! —comentó mi compañero intrigado—. ¡Una energía que, obviamente, piensa!
—Obviamente…
—¡Lástima! —lamentó el ingeniero—… Lo de «Barbas» me gustaba…
El Maestro negó con la cabeza. Y corrigió a Eliseo.
—No, mi querido ángel. Eso está bien. ¿Por qué crees que utilizo la palabra «Padre»?
No esperó respuesta.
—Porque lo es. El Jefe, como tú lo llamas, y muy acertadamente, por cierto, no tiene un cuerpo físico y material… Pero es una persona. Es un Ab-bā, en el sentido literal de la expresión. Él es el principio, el generador, la fuente, el que sostiene la Creación… Podéis imaginarlo como queráis. Podéis definirlo como gustéis. Y yo os digo que siempre os quedaréis cortos…
—¿Una persona? —intervine—. No entiendo… Una persona sin cuerpo…
El Maestro parecía estar esperando aquella duda.
—Es lógico que te lo preguntes. Mis pequeñas y humildes criaturas del tiempo y del espacio, las más limitadas, tienen dificultad para imaginar una personalidad que carezca de soporte físico visible. Pero yo te digo que la personalidad, incluso en vuestro caso, es independiente de la materia donde habita. Más adelante, cuando sigáis ascendiendo hacia el Padre, tu personalidad, Jasón, continuará viva. Más viva que nunca, a pesar de haber perdido el cuerpo que ahora tienes. Serán tu mente y espíritu quienes forjarán y sujetarán esa personalidad. Así, de hecho, ocurre ahora mismo.
Sonrió levemente y nos hizo otra revelación.
—Es pronto para que lo entendáis con plenitud, pero en verdad os digo que la personalidad humana no es otra cosa que la sombra del Padre, proyectada en los universos. El problema, insisto, está en vuestra finitud. Estudiando esa «sombra» jamás llegaréis a descubrir al «propietario» y causante de la misma.
Quedamos en silencio, pensativos. Tenía razón. Si alguien pretendiera estudiar a un ser humano a través de su sombra, sencillamente, perdería el tiempo…
—Pero no os desaniméis. Todo en su momento. Llegará el día en que estaréis en la presencia de Ab-bā. Entonces, sólo entonces, empezaréis a comprender y a comprenderle. Si Él careciese de esa personalidad, el gran objetivo de todos los seres vivientes sería estéril. Es su personalidad, a pesar de la infinitud, lo que hace el «milagro»…
Y recalcó, deseoso de que entendiéramos.
—Al igual que un padre y un hijo se aman y comprenden, así sucede con el gran Padre y todos sus hijos… Él es persona. Vosotros sois personas. Pero, como os digo, dejad que se cumplan los designios de Ab-bā…
—¿Sus designios? —clamó Eliseo contrariado—. ¿Y por qué no habla con más claridad? ¿Qué quiere? "
—En primer lugar —replicó el Maestro al instante—, que sepas que existe. Para eso estoy aquí. Para revelar al mundo que Ab-bā no es un bello sueño de la filosofía. ¡Existe!
Hizo una pausa y la palabra «existe» quedó flotando, rotunda, sólida, incuestionable. Alzó la voz y repitió, haciendo retroceder cualquier vestigio de escepticismo:
—¡Existe!
A estas alturas, algo estaba muy claro para estos exploradores. Jesús de Nazaret jamás mentía o inventaba. Y aunque resultaba difícil de entender, lo aceptamos.
—En segundo lugar, el Padre, tu Padre, desea que lo busques, que lo encuentres…
—¿Cómo, Señor? Tú mismo acabas de reconocerlo… Somos finitos, limitados, lo último de lo último… Parece que el Jefe se descuidó al pensar en nosotros…
El Maestro acogió la broma con dulzura.
—No, querido «pinche»… En el reino de Ab-bā no hay descuidos. Todo se halla minuciosamente planificado. Y, aunque no lo creas, vosotros, los «destrozapatos», sois y seguiréis siendo la admiración de los universos.
—¿Nosotros?
—¿Imagina por qué?
—Ni idea…
—Vosotros, lo más denso y limitado, poseéis algo de lo que no disfrutan otras criaturas, creadas en perfección: tenéis la maravillosa virtud de ascender y progresar…, sin saber, sin haber visto. Tenéis la envidiable capacidad de creer, de confiar…, sin pruebas.
—Exageras…
El Galileo negó con la cabeza.
—No, no exagero. Y ése es el «cómo». Ésa es la respuesta a tu pregunta. Al Padre, de momento, sólo puedes buscarlo con la ayuda de la confianza. Ése es el plan. Eso es lo establecido. Progresar. Progresar. Progresar…
—¿Aquí? ¿En este basurero?
—Aquí, en este atormentado mundo —le corrigió—, en los que te reservo después y siempre… Ya me has oído. Para llegar a la presencia de Ab-bā, primero debes recorrer un largo, muy largo, camino. Ése es el objetivo. Ésa es la única razón de tu existencia: una aventura fascinante…
—Un largo camino… Muchos, en nuestro mundo, piensan que el «Barbas» los estará esperando al otro lado de la muerte…
Jesús, divertido, escuchó los razonamientos de mi amigo.
—… Dicen y creen que los justos serán recibidos de inmediato en su presencia. Tú, en cambio, hablas de un largo recorrido…
En esos instantes —¿casualidad?—, una enorme y hermosa mariposa cuadriculada en blanco y negro, una Euprepia oertzeni, atraída por la luz de la fogata, fue a posarse en el extremo de la rama con la que jugueteaba el Maestro. Y Jesús, aludiendo al bello ejemplar, respondió así:
—Dime, querido ángel, ¿crees que esa criatura está en condiciones de comprender que un Dios, su Dios, la está sosteniendo?
—No, Señor. Hay demasiada distancia…
Entonces, agitando el palo, la obligó a volar.
—Tú lo has dicho. Hay demasiada distancia… Pues bien, la que ahora te separa de Ab-bā es infinitamente mayor… Si un mortal fuera transportado, tras la muerte, ante la presencia del Padre, en verdad te digo que reaccionaría como esa mariposa. No sabría, no tendría conciencia de dónde está ni de quién lo sostiene…
Y añadió feliz.
—Afortunadamente, vosotros sois mucho más que una mariposa. Y podéis estar seguros de lo que afirmo: llegará el día, cuando hayáis crecido espiritualmente, cuando hayáis progresado, que veréis al Jefe y comprenderéis.
Mi hermano, espontáneo, clamó:
—Pero ¿tan grande es?
Jesús se vació.
—No hay palabras, querido «pinche». Sostiene y contempla los universos en el hueco de su mano. Es todo presente, pero está en el futuro. Es el único santo, porque es perfecto. Es indivisible y, no obstante, se multiplica sin cesar. Él te imagina y apareces…
Eliseo negó con la cabeza. Y comentó casi para sí:
—Hermoso, muy hermoso, pero la ciencia…
El Maestro, percibiendo la dirección de Eliseo, le salió al paso con contundencia:
—No te equivoques… Ni la ciencia, ni la razón, ni tampoco la filosofía podrán demostrar jamás la existencia del Padre.
El ingeniero le miró perplejo.
Y el rabí, penetrando sin piedad en sus pensamientos, sentenció:
—Tu Jefe es más listo, imaginativo y amoroso de lo que supones. Él no está a merced de hipótesis o postulados. Él sólo está a merced del corazón…
Entonces, señalando el revoloteo de la Euprepia, afirmó:
—En eso le lleváis ventaja… Vosotros sí podéis experimentar a Dios.
Nos miró intensamente y remachó:
—He dicho experimentar, no demostrar… En esa búsqueda, cuando el hombre persigue y ansia a Dios, su alma, al encontrarlo, nota, percibe, experimenta su presencia. Eso es suficiente…, por ahora.
—¿Experimentar al Padre? Y eso, ¿cómo se hace?, ¿Cómo se sabe?
—No has escuchado mis palabras, querido «destrozapatos». Cuando un ser humano «toca» al Padre, cuando Él te «toca», el alma se pone en pie. Es una sensación única. Clamorosa. Y una magnífica seguridad te acompaña de por vida… Pero ese benéfico sentimiento es personal e intransferible. Es difícil de explicar, pero tan real como la visita de la ternura, de la compasión o de la alegría.
Y desviando la mirada hacia este absorto explorador me previno:
—Por eso, Jasón, porque se trata siempre de una experiencia, de un sentimiento personal, no escribas para convencer. Hazlo para insinuar. Para ayudar. Para iluminar…
Mensaje recibido.
—… No «vendas», querido ángel. No grites el nombre del Padre. No obligues. No discutas. Cada cual, según lo establecido, recibirá el «toque» a su debido tiempo. No hay prisa. Ab-bā sabe. Ab-bā reparte.
—Un Dios sin prisas —terció el «destrozapatos»—. Eso me gusta…
—Un Dios amor que ya está en ti…
Y el Maestro, dirigiendo la vara hacia Eliseo, fue a tocar su pecho. El ingeniero, sorprendido, bajó la cabeza, observando el punto señalado por el Galileo. Después, nunca supe si en broma o en serio, exclamó:
—¿El Jefazo está aquí?… ¡Y yo con estos pelos…!
—¿No me crees?
Eliseo, incapacitado para la mentira o el disimulo, negó con la cabeza y puntualizó:
—Tú lo has dicho, Maestro. Somos materia finita… El Padre, si quisiera entrar en mí, se sentiría muy incómodo.
Jesús lo acarició con la mirada. Mi amigo era como un niño.
—Escucha atentamente. Escuchad los dos… Lo que ahora os anuncio formará parte del mensaje cuando llegue mi hora.
El rostro, iluminado por la fogata, cobró una especial gravedad. E intuí que se disponía a confesar algo trascendental. No me equivoqué.
—Decidme: ¿os he mentido alguna vez?
Él «no» fue instantáneo.
—Pues bien, yo os digo que el Padre ya está en vosotros…
—Sí —concedí—, hace un momento lo has invocado. Has sido muy generoso al convertirnos en tus embajadores.
—No —se apresuró a corregirme—, eso ha sido una consagración formal. Pero Ab-bā ya estaba en vuestras mentes.
—Claro —terció Eliseo—, muchas veces hemos pensado en Él…
El Maestro volvió a negar con la cabeza.
—No comprendéis. Os estoy hablando de uno de los grandes misterios de la Creación. El Padre, en su infinita misericordia, en su indescriptible amor, hace tiempo que se instaló en vosotros…
Notó nuestra confusión y profundizó.
—Cada criatura del tiempo y del espacio recibe una diminuta fracción de la esencia divina. El Padre, como os dije, aunque único e indivisible, se fracciona y os busca. Se instala en cada uno de vosotros, los más pequeños del reino.
—¿Se trata de una parábola?
—No, Jasón, esto es real. Y no me preguntes cómo lo hace porque nadie lo sabe. Es una de sus grandes prerrogativas. Él, así, «sabe». Él, así, «está». Él, así, se comunica con la creación y se hace uno con cada mortal inteligente.
—Pero ¿cómo es eso?, ¿cómo un Dios puede habitar en mi interior?
El Maestro no respondió a las lógicas cuestiones formuladas por mi hermano. Se limitó a remover las brasas, levantando un fugaz chisporroteo. Después, llamando nuestra atención, prosiguió:
—¿Veis las chispas?… Pues en verdad os digo que algo similar sucede con el Padre. Una «chispa» divina, una parte de Él mismo, vuela hasta cada criatura y la hace inmortal.
Supongo que captó la perplejidad de aquellos exploradores. Sonrió amorosamente y exclamó:
—A esto, justamente, he venido. A revelar al mundo que sois hijos de un Dios… Y lo sois por derecho propio.
—Pero, Señor, yo no percibo nada raro… Si el Jefazo estuviera en mi interior tendría que notarlo.
—Lo percibes, querido «pinche», lo percibes… El problema es que, hasta ahora, no lo sabías. Podías intuirlo, pero nadie te lo había confirmado.
—¿Lo percibo? ¿Tú crees?
—Os diré algo. ¿Qué opinas de esa bella mariposa? ¿Por qué se siente atraída por la luz?
—Eso es algo instintivo…
—Correcto. Ella no es consciente, pero «algo» la empuja…
Asentimos en silencio.
—Pues bien, con vosotros, los humanos, ocurre lo mismo. «Algo» que no podéis, que no sabéis definir, os impulsa a pensar en Dios. «Algo» desconocido os proporciona la capacidad intelectual suficiente como para plantearos el problema de la divinidad. «Algo» sutil os arrastra hacia el misterio de Dios. Nadie se ve libre de esas inquietudes. Tarde o temprano, en mayor o menor medida, todos se hacen las mismas preguntas: «¿quién soy yo?, ¿existe Dios?, ¿qué quiere de mí?, ¿por qué estoy aquí?».
Volvió a introducir el palo entre las llamas y una nueva columna de chispas se agitó brevemente en el increíble y solemne silencio de la noche y de nuestros corazones. Finalmente, dirigiéndose al ingeniero, preguntó:
—¿Nunca has percibido esa inquietud?
Eliseo reconoció que sí. Muchas veces…
—Ahora lo sabes. Ese impulso, esa necesidad de conocer, de saber de Dios, está animado por la «chispa» que te habita. Esa «presencia» del Jefe en tu interior es la que verdaderamente te hace distinto. La que te inquieta. La que perfecciona y corrige tus pensamientos. La que, a veces, escuchas en voz baja. La que siempre tiene razón. La que, en definitiva, «tira» de ti hacia El.
—Y la mariposa, Señor, ¿también es habitada por el «Barbas»?
Jesús, soltando una carcajada, negó con la cabeza. Mi compañero, sin embargo, hablaba en serio.
—No, querido niño… Te lo he dicho: vosotros sois mucho más que una mariposa. Los animales se mueven por instinto. En ocasiones pueden demostrar sentimientos, pero ninguno, jamás, se plantea la necesidad de buscar a Dios. Ni siquiera tienen conciencia de sí mismos. La «chispa» del Padre, como te dije, es un regalo exclusivo a los humanos…
Eliseo, inquieto, lo interrumpió.
—¿Y tus ángeles? ¿Reciben también la «chispa» del Jefe?
—No, querido… No me escuchas cuando hablo. Esa magnífica y divina presencia del Creador os alcanza únicamente a vosotros, las criaturas del tiempo y del espacio. Las más humildes…
—¡Qué lujo! ¿Y por qué a nosotros?
—Eso lo irás comprendiendo poco a poco, conforme asciendas… El Padre es así: un padrazo…
Entonces, dirigiéndose a este explorador, comentó:
—Estás muy callado…
—Es demasiado para mi torpe y corto conocimiento, Señor… Pero, ya que lo planteas, dime: ¿tiene esa «chispa» algo que ver con la famosa frase…?
No me dejó concluir.
—Sí, Jasón… «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza».
—Ahora lo entiendo —clamó Eliseo—, ahora lo entiendo…
El rabí sonrió satisfecho. Y manifestó:
—Tú, mi querido «pinche», eres igual a Dios porque lo llevas en lo más profundo. Y no son meras palabras… Tú eres su imagen. Más aún: ¡tú eres Dios!
—Yo, Señor —escapó como pudo el ingeniero—, sólo soy un pobre «destrozapatos»…».
—¡Tú eres Dios!
—Y yo te digo que no.
—¡Y yo te digo que sí!
—¡Que no!
—¡Que sí!
Tercié conciliador:
—¡Haya paz!…
—Bueno —admitió Eliseo—, si tú lo dices…
—Lo digo y lo mantengo. Y te diré más: algún día «trabajarás» a su lado, creando y sosteniendo…, como Él.
—¿Yo, un Jefazo?
—¿Por qué crees que Ab-bā ha pensado en ti?
—Buena pregunta —intervine—, ¿por qué, Señor?
—Porque el amor no es posesivo. El amor del Padre, como la luz, sólo se mueve en una dirección: hacia adelante. Él, aunque ahora no podáis comprenderlo, os necesita. Él será Él cuando toda su creación sea Él.
—Veamos si te he comprendido. ¿Estás insinuando que el ser humano es inmortal?
Esta vez sonrió picaro. Dejó correr una bien estudiada pausa y, cuando la tensión rozó las estrellas, exclamó rotundo. Sin contemplaciones. Con una seguridad que nos convirtió en estatuas:
—No insinúo… ¡Afirmo!… ¡Sois inmortales! Así lo ha querido el Padre.
Yo, incapaz de reaccionar, permanecí mudo. El ingeniero, en cambio, estalló:
—Señor, con el debido respeto, ¡no te burles!
El semblante cambió. Fue una de las pocas veces que lo vi serio. Muy serio. Casi enojado…
—¿Crees que he venido a este mundo para burlarme?
Mi hermano, asustado, echó marcha atrás.
—No, Señor, pero…
—Estoy aquí para revelar al Padre. Para decirle al confuso y confundido hombre que la esperanza existe… ¡Que sois hijos de un Dios! ¡Que habéis sido elegidos por el infinito amor de Ab-bá! ¡Qué estáis, simplemente, en el principio!
Tembló la voz y, más sereno, añadió:
—… Si Él no os hubiera hecho inmortales…, todo esto sí sería una burla. Una trágica burla…
—Entonces —intervine tímidamente—, eso de ganar o merecer el cielo…
El Maestro recuperó su habitual sonrisa, pero, de momento, no dijo nada. Me miró sin pestañear. Y la fuerza de aquella mirada me sofocó. A continuación, solemne, pronunció una sola palabra:
—Mattenah.
¡Un «regalo»! Eso significaba mattenah.
Y simulando que no había comprendido repetí:
—¿Un regalo? ¿La inmortalidad es un regalo?
—Sí, Jasón. Y recuerda bien el término que he utilizado. Recuérdalo y escríbelo. El hombre debe saber que es inmortal por expreso deseo de mi Padre. Haga lo que haga o diga lo que diga…
Supongo que volvió a adivinar nuestros pensamientos.
—De eso no os preocupéis. Ésa es otra historia. Para los que hacen daño o, sencillamente, se equivocan, hay otros prodecimientos… En verdad os digo que nadie escapa al amor de Ab-bā. Tarde o temprano, hasta los más inicuos son «tocados»…
—Pero, Señor —se desbordó Eliseo—, ¡eso que dices es magnífico!
—No, muchacho, ¡el Padre es magnífico! ¡Es tu Padre el verdaderamente grande y generoso!
—¿De verdad es tan grande?».
Jesús abrió los brazos y gritó a las estrellas:
—¡Tan inmenso que se pone en pie en lo más pequeño!
Eliseo, entonces, exaltado, alzándose, exclamó:
—¡Pues viva la madre que lo parió!
Y feliz añadió:
—¿Sabes una cosa? Aunque fuera más pequeño, también me caería bien…
Y antes de que el Maestro saliera de su asombro se aferró a sus mangas y, tirando de Él, le apremió:
—¡Vamos, Señor!… ¡Salgamos de aquí!… ¡Todo el mundo debe saberlo!… ¡Vamos!».
Necesitamos unos minutos para calmarlo y sentarlo. Por último, el Galileo, echando mano de una familiar frase, aclaró:
—Deja que el Padre señale mi hora… De todas formas, gracias. Ya veo que has comprendido…
Y redondeó burlón:
—¿Percibes o no percibes la «chispa»?
No pude contenerme y solté algo que pujaba por salir.
—Señor, ese nuevo Dios, ese magnífico Padre…, no va a gustar a tu pueblo.
—No he venido a imponer. Sólo a revelar. A recordar cuál es el verdadero rostro de Dios y cuál la auténtica condición humana. Mi mensaje es claro y fácil de entender: Ab-bā es un Padre entrañable, amoroso, que no precisa de leyes escritas, ni tampoco de prohibiciones. El que lo descubre sabe qué hacer… Sabe que todo consiste en amar y servir, empezando por el prójimo. ¿Sabéis por qué? ¿Sabéis por qué se debe auxiliar y querer a vuestros semejantes?
—¿Por ética? —replicó Eliseo.
—No.
—¿Por solidaridad? —me aventuré.
—No.
—¿Por lógica? —apuntó el ingeniero sin demasiada seguridad.
—¡Caliente, caliente!
Nos rendimos. A decir verdad, nunca me había planteado la, aparentemente, tonta cuestión.
—Por sentido común —manifestó el Galileo con naturalidad.
—¿Por sentido común?
—¿Recordáis la «chispa» divina? Pensad… Si Ab-bā es el Padre de todos los humanos, si Él reside en cada hombre, si él os imagina y aparecéis, ¿qué sois en realidad?
—Hermanos… en la fe —replicó el ingeniero.
—No.
—¿No?
Jesús subrayó el «no» con un lento y negativo movimiento de cabeza.
—No sois hermanos en la fe. ¡Sois hermanos… físicamente! ¡Sois iguales!
Entonces aclaró:
—Segunda parte del mensaje del Hijo del Hombre: si Ab-bā es vuestro Padre, el mundo es una familia. Por eso debéis amaros y ayudaros. Por sentido común. Todos tenéis el mismo destino: llegar a Él.
—Lo dicho, Señor —intervine con desaliento—, eso no va a gustar. Ricos y pobres… ¿iguales? ¿Esclavos y dueños? ¿Necios y sabios? ¿Judíos y gentiles?
Mi hermano se unió a quien esto escribe, añadiendo:
—¿Y qué dices, Señor, de ese nuevo rostro del Padre? ¿Un Dios amoroso? A las castas sacerdotales no les gustará…
—Acabo de manifestarlo. El Hijo del Hombre no viene a imponer. Sólo a inspirar. Mi trabajo no consiste en demoler, sino en insinuar. Yo soy la verdad y todo aquel que escuche mi palabra será tocado y removido. Dejad que la «chispa» interior haga el resto…
—Pero Yavé no es Ab-bā. Yavé castiga, persigue…
—Os lo repito. Dejad que se cumplan los planes del Padre. Tienes razón, mi querido «pinche». Yavé no es Ab-bā, pero ha cumplido con lo dispuesto: el hombre respeta la Ley. Ahora es el turno de la revelación. Por encima de la Ley está siempre la verdad. Y la verdad es sólo una: sois hijos de un Dios-Amor.
Empecé a intuir y a comprender. Cambiar el rostro de Yavé. Modificar sus procedimientos y normativas. Dulcificar al severo juez. Casi humanizarlo. Inyectar la esperanza en un pueblo resignado y adormecido. Levantarlo hasta las estrellas. Decirle que es inmortal por la generosidad de un Dios. Gritarle que esa «chispa» no es una utopía. Hacerle ver que el mundo es una familia…
Y desde esos instantes supe también el por qué del trágico final de aquel extraordinario Hombre. Su filosofía, su mensaje, eran revolucionarios. Peligrosamente revolucionarios.
Eliseo, una vez más, rebajó la tensión. Se aferró a una de las últimas frases de Jesús y solicitó detalles.
—¿Dejad que la «chispa» interior haga el resto? No sabía que el Jefazo trabajase…
El Maestro se doblegó encantado.
—¿Qué pensabas? ¿Creías que esa presencia divina era un adorno?
—¿Y qué hace?
—Te lo dije: «tira» de ti… Esa misteriosa criatura se ocupa, entre otras cosas, de preparar tu alma para la vida futura, para la verdadera vida. En cierto modo, te entrena…
—Pues yo no me entero».
—Es lógico. El Jefazo es muy silencioso. Tampoco le gustan los gritos. Se limita a pulir y rectificar tus pensamientos. Pero lo hace en la sombra de tu mente. Escondido. Casi prisionero.
—¿Y cómo puedo ayudarle?
Jesús sonrió complacido.
—Ahora lo haces. Basta con tu buena voluntad. Basta con el deseo de querer, de prosperar en conocimientos, de aceptar que Ab-bā es tu Padre. Él, poco a poco, estrechará esa comunicación. Y llegará el día en que no precise de símbolos para decirte: «¡Ánimo! Estoy aquí. Escucha mi voz. Sube. Búscame…».
—Pero, Señor, no entiendo… El Jefazo debería ser más claro. ¿Por qué no habla un poco más alto?
¡Dios santo! ¡Cómo disfrutaba el Galileo con aquellas preguntas de mi hermano!
—No quiere y no debe. Además, tú mandas…
—¿Yo?, ¿un «destrozapatos»?».
—Así es. Eso es lo establecido. Te pondré un ejemplo: tu mente es un navío, Ab-bā, la «chispa» interior, el piloto y tu voluntad, el capitán. Tú mandas…
—¿Un navegante?
—¡El mejor! ¡Lástima que no os dejéis guiar por Él! Con frecuencia, su rumbo es alterado por vuestra torpe naturaleza humana y, sobre todo, por los miedos, ideas preconcebidas y el qué dirán…
—¡Los miedos! —exclamó Eliseo convencido—. ¡Cuánta razón tienes! ¿Por qué el hombre siente tanto miedo?
—Muy simple. Porque no sabe, no es consciente de cuanto os estoy revelando. El día que despierte, y no os quepa duda de que lo hará, y comprenda que es hijo de un Dios, que es inmortal y que está condenado a ser feliz, ese día, mis queridos ángeles, el mundo será diferente. El ser humano sólo tendrá un temor: a no parecerse a Él…
Y al instante matizó:
—… Pero ese «miedo» también desaparecerá. La «chispa» lo sofocará.
—Veamos —intervine sin demasiada seguridad—, si no he comprendido mal, el buen gobierno de esa «chispa» interior no depende de lo que uno crea o deje de creer, sino de la voluntad, del deseo de hallar al Padre. ¿Me equivoco?».
—No, Jasón. Has hablado acertadamente. El éxito de mi Padre está íntimamente asociado a tu poder de decisión. Si tú confías, Él gana. Poco importa lo que creas. Si lo buscas, si lo persigues, la «chispa» controla el rumbo. Y tú, poco a poco, te vas haciendo uno con «ella».
Guardó silencio. Creo que entendió. Sus palabras eran hermosas, esperanzadoras, pero, a veces, de difícil comprensión.
—Os diré un secreto…
Agitó de nuevo las llamas y, en tono reposado, con una elocuencia estremecedora, afirmó:
—Observad la madera. Se hace uno con el fuego y ambos, sin remedio, ascienden. Al fin son verdaderamente libres… ¡Mirad!
Y señaló la temblorosa espiral de humo, escapando hacia la noche.
—¡Mirad bien! Ahora, fuego y madera son uno… ¿Me habéis comprendido?
—Por supuesto…
—Pues bien, éste es el secreto. El hombre, la madera, que consigue identificarse, hacerse uno con Ab-bā, el fuego… ¡no morirá! Su envoltura mortal será consumida por la «chispa», por el Amor, y no necesitará ser resucitado… “Quise intervenir, pero Eliseo me atropello con una cuestión que, en efecto, había quedado rezagada.
—¿Por qué, al mencionar la «chispa», la has llamado «misteriosa criatura»?
—Porque lo es…
El Maestro suspiró. Evidentemente, como a nosotros, las palabras también lo limitaban. E intentó simplificar.
—Recordad la mariposa… Por mucho empeño que pongáis no os entenderá. Si le dices quién eres, ni siquiera te escuchará. Tu pregunta, querido «Elisa» [Eliseo], me coloca en la misma situación. Aunque te revelara la verdadera naturaleza de esa «chispa»… no comprenderías. Admite, pues, mi palabra.
El ingeniero, asintiendo con la cabeza, lo animó.
—La presencia divina que te habita es una luz, un destello del Padre… con su propia personalidad. Es, por tanto, una criatura, aunque desgajada del Creador. Y no preguntes más… Te lo dije: también Ab-bā tiene sus secretos…
—¿Y cuándo se instala en el ser humano?
Jesús de Nazaret, complacido con la insaciable curiosidad de mi compañero, sonrió condescendiente.
—Eso depende de Él… Pero, generalmente, cuando el niño es capaz de tomar su primera decisión moral.
—¿Y le acompaña hasta la muerte?
—Y más allá de la muerte. Recuerda: sois inmortales. El Padre, cuando da, no lo hace a medias…
Eliseo quedó pensativo. Jesús le observó y, sorprendiéndonos, exclamó:
—Dilo… Ésa es una buena pregunta…
Mi hermano, descompuesto, balbuceó:
—Pero ¿cómo lo haces? ¿Cómo sabes lo que estoy pensando?
El Maestro señaló el blanco y dormido rostro del Hermón y recordó algo que olvidábamos con frecuencia.
—Ha llegado mi hora. Tú lo sabes. Aquí y ahora he recuperado lo que es mío…
Pregunta. ¿Qué sucede con la «chispa» cuando alguien mata a su hermano o se suicida?
El ingeniero, nervioso, esbozó una sonrisa.
—Eso… ¿Qué pasa con la «criatura» si termino con una vida?
—Lo más triste y lamentable, querido ángel, no es únicamente que atentes contra la vida, patrimonio exclusivo de la divinidad, sino que, súbitamente, sin previo aviso, suspendas la labor de la «chispa». Literalmente: la dejas huérfana…
—En otras palabras: una patada en el trasero del Jefe…
—Correcto —rió Jesús—… admitiendo que el «Barbas» tenga trasero.
Y matizó:
—Con una acción así se demora, no se suspende, la escalada hacia el Padre. Dejadme que insista: sois inmortales. Nadie puede privaros de esa herencia. Ab-bā os la ha entregado por adelantado.
—¡Inmortales!
—Sí, Jasón… como suena. Ése es mi mensaje. A eso vengo… ¿Te parece importante?
Y le abrí el corazón:
—Para gente como yo, perdida y sin horizonte, lo más importante.
Pero necesitado de concreción, de objetivos físicos y palpables, pregunté:
—Está bien, Señor. Te hemos entendido. Todo consiste en descubrir, en buscar al Jefe. Pero ¿qué más?, ¿cómo lo materializo?
El Maestro —lo sé— esperaba ansioso esta cuestión. Y pronunció la frase clave: —Abandónate en sus manos.
Le miré atónito.
—¿Nada más?
—Nada más. Eso es todo.
—Pero…».
El Maestro tenía esa virtud. Hacía fácil lo difícil. Y se apresuró a vaciar las dudas.
—Él se ha sometido a tu voluntad. Él está en tu interior, humilde, silencioso y pendiente de tus deseos de prosperar mental y espiritualmente. Haz tú lo mismo. Entrégate a él. No seas tonto y aprovecha: abandónate en sus manos. Deja que se haga su voluntad.
No fui capaz de reaccionar. ¿Cómo era posible? ¿Eso era todo?
Jesús entró de nuevo en mis atropelladas ideas e intentó apaciguarlas.
—Os haré otra revelación…
Alimentó el suspense con unas gotas de silencio y, finalmente, cuando nos tuvo en la palma de la mano, anunció:
—Yo conozco al Padre. Vosotros, todavía no… Os hablo, pues, con la verdad. ¿Sabéis cuál es el mejor regalo que podéis hacerle?
Eliseo y yo nos miramos. Ni idea…
—El más exquisito, el más singular y acertado obsequio que la criatura humana puede presentar al Jefe es hacer su voluntad. Nada le conmueve más. Nada resulta más rentable…
Mi hermano, tan perplejo como yo, confundió el sentido de estas palabras.
—¿Quieres decir que debemos negarnos a nosotros mismos?».
Jesús de Nazaret, comprendiendo, se apresuró a enmendar el error de Eliseo.
—No, yo no he dicho eso. Hacer la voluntad del Padre no significa esclavitud ni renuncia. Tus ideas son tuyas. También tus iniciativas y decisiones. Hacer la voluntad de Ab-ba es confiar. ¡Es un estilo de vida! Es saber y aceptar que estás en sus manos. Que Él dispone. Que Él dirige. Que Él cuida.
—Entiendo. Estás diciendo: «es mi voluntad que se haga su voluntad».
—Exacto, Jasón. Tú lo has dicho. Cuando un hijo adopta esa suprema y sublime decisión, el salto hacia la fusión con la «chispa» interior es gigantesco. Ésa es la clave. A partir de ahí, nada es igual. La vida cambia. Todo cambia. Y el Jefe responde…
Nueva pausa. Inspiró profundamente. Con ansiedad. Y dijo algo que jamás olvidaríamos. Algo que, poco a poco, iríamos verificando.
—El Padre responde y una fuerza benéfica, arrolladora, se pone al servicio de esa criatura. Cuando el hombre dice «estoy en tus manos» lo da todo. Y Ab-ba convierte a ese hijo en un gigante. Ni él mismo llega a reconocerse. Es mucho más de lo que aparentemente es.
—¿Una fuerza arrolladora?
De pronto recordé. ¿Qué ocurrió en lo alto del Ravid? Un día, sin previo aviso, sin razón aparente, nos sentimos llenos, inundados, de una extraña y singular «fuerza». ¿Era esto a lo que se refería el Galileo?
El Maestro me miró y volvió a negar con la cabeza.
—No, mi perplejo ángel, esa «fuerza» tiene otro origen y otro nombre…
Lo había hecho de nuevo. Acababa de colarse en mi mente…
Sonrió burlón y continuó:
—Esa «fuerza» que tanto os intriga descendió sobre los hombres por expreso deseo del Creador de este universo. Se llama Espíritu de la Verdad. Pero de ello, si os parece, hablaremos en su momento.
Eliseo no aceptó.
—¿Tú enviaste a ese Espíritu?
—Así lo prometí. Y creo que lo sabéis de sobra: siempre cumplo.
No permití que mi amigo desviara al Maestro del tema inicial. Y repetí la pregunta:
—¿Una fuerza arrolladora?
—Sí, Jasón… Ese hombre, el que decide hacer la voluntad del Padre, se llena. Hasta sus más pequeños deseos se ven cumplidos. Sencillamente, como os he dicho, despierta a la gloria y al Amor de Ab-ba. Es el gran hallazgo. Su vida, a partir de ahí, es una continua y gratificante sorpresa. Es el principio de la más fascinante de las aventuras…
Y remachó con aquella inquietante seguridad:
—Ponerse en sus manos, hacer la voluntad de Ab-ba significa, además, saber…
—¿Saber?
—Sí, saber. Obtener respuestas… Por ejemplo, ¿quién soy? En ese momento es fácil. Eres un hijo del Amor. Un «regalo» del Jefe. Un ser inmortal. Una criatura nacida en lo más bajo… destinada a lo más alto. Un hombre que empieza a correr. A correr hacia Él. Por ejemplo: ¿qué hago aquí? Al descubrir al Padre también es fácil… Estás en este mundo para VIVIR.
El ingeniero no pudo contenerse.
—Claro, Señor. Obvio…
—No…
Jesús me señaló y prosiguió:
—Escríbelo con mayúsculas… VIVIR… No he dicho vivir, tal y como vosotros lo entendéis. Si el Padre os ha puesto aquí es por algo realmente interesante… Interesante para vosotros. Escuchadme: ¡sois inmortales! Ahora os encontráis sujetos en esa envoltura carnal pero, en breve, cuando entréis en los mundos que os tengo reservados, este cuerpo sólo será un recuerdo. Un recuerdo cada vez más difuso… ¡VIVID, pues, la presente experiencia! ¡VIVID con intensidad! ¡VIVID con amor! ¡Con sentido común! ¡Con alegría! Y recordad que sólo tenéis esta oportunidad. Después, tras la muerte, VIVIRÉIS de otra forma…
Mi hermano y yo, impulsados por mil preguntas, nos pisamos las palabras. Pero Jesús, haciendo caso omiso, siguió a lo suyo.
—Por ejemplo: ¿cuál es mi futuro? Supongo que ya lo habéis adivinado. Lo sé, comentó, riéndose de sí mismo, me repito mucho… Insisto: vuestro destino es Él. No hay otra dirección. Vuestro futuro es llegar a Él. Ser como Él. Ser perfectos. Conocerle. Trabajar hombro con hombro…
—¿Seremos socios?
—Querido «destrozapatos», si decides ponerte en sus manos, si optas por hacer su voluntad… ¡ya eres su socio! Él hará en ti maravillas. Él te cubrirá con un Amor que te levantará del suelo. Y tus miedos, escucha bien, desaparecerán…
La noche, como nosotros, se quedó quieta. Absorta. Entusiasmada. Más aún: yo diría que esperanzada… Sencillamente, nos tenía atrapados. Él lo sabía y cerró el círculo.
—… Si tu corazón se abre y se hace aliado de la vida, si te abandonas a su voluntad, nada, dentro o fuera de ti, te hará temblar. Como un prodigio, tu alma caminará segura. Nada, querido ángel, ¡nada te hará retroceder! Y esa sensación, ese sentimiento de seguridad te escoltará hasta el fin de tus días. «Pero no os equivoquéis. Al mismo tiempo que ese afortunado hombre crece, así desaparece…
—No entiendo.
—Es fácil, querido «pinche». El Amor que se derrama desde el Padre es turbulento. No sabe del reposo. Y deberás irradiarlo. Compartirlo. Catapultarlo. No es de tu propiedad. Pues bien, un día, sin previo aviso, caerás en la cuenta de algo igualmente maravilloso: ¡no existe! ¡Has desaparecido para ti mismo! ¡No cuentas! ¡No exiges! ¡No precisas! ¡No reclamas!
Y rubricó la revelación con la mejor de sus sonrisas.
—¡Habrás triunfado! En ese momento, al fin, habrás comprendido, querido «socio»…
—¿Y qué pasa si me guardo ese Amor para mí mismo?
—Se escurriría, sin remedio, por la sentina del buque. Sería una lástima. Tendrías que empezar de nuevo… Aquel que intenta encarcelar la verdad…, la pierde. Sois hermanos. Y te diré más: eso que propones no sucede jamás en un auténtico «socio». Te lo dije: se trata de un viaje sin retorno. Si Él te «toca»… nada es igual.
—¡Socios de un Dios!
—En efecto, Jasón. Y todo depende de tu voluntad… Si dices «sí», si te abandonas en sus manos, si te dejas gobernar por ese «piloto» interior, romperás las barreras que te limitan. Y tu capacidad de asombro será desbordada una y otra vez. Todo, a tu alrededor, estará a tu servicio. Tu «sí» es el «sí» de Ab-bā. En palabras sencillas: habrás encontrado una mina de oro…
El ingeniero, eufórico, le interrumpió.
—¡Aunque sea de carbón, Maestro!
Jesús rió con ganas. Después, terminando la inconclusa frase, nos dejó boquiabiertos.
— …Habréis encontrado una mina de oro… ¡que funciona sola!
Y preguntó:
—¿Os animáis?… ¡Es gratis!
Entonces, señalando la casi extinguida fogata, se apresuró a comentar:
—Pensadlo. Ya me diréis… Mejor dicho, se lo diréis a Él… Y ahora… descansad.
Y añadió socarrón:
—Si podéis…