Fue la más dura. La más tensa y angustiosa. Fue, prácticamente, una semana sin Él.
Es curioso. Teóricamente —según las normas— éramos meros observadores de otro «ahora». Caballo de Troya lo prohibía terminantemente: nada de afectos, nada de lazos con los naturales de aquel tiempo histórico. Pues bien, no lo conseguimos. Jesús de Nazaret nos atrapó. Aquel Hombre-Dios se coló en nuestros corazones y, sencillamente, le amamos. Poco importó la operación. Nunca nos arrepentimos.
Fue por esto que aquellos postreros días en la cumbre de la montaña santa representaron un suplicio extra. Y no porque el Maestro, o nosotros, sufriéramos percance alguno, sino, justamente, como digo, por su repentina salida del mahaneh.
Según consta en mi diario, sucedió al amanecer del domingo, 9 de septiembre. El Galileo nos reunió y, con el rostro severo, anunció:
—Escuchad atentamente. Ahora debo dejaros por unos días. Es preciso que siga ocupándome de los asuntos de mi Padre…
Nos alarmamos. Ni el tono ni el semblante eran los habituales. Parecía preocupado. Muy preocupado…
—… Esperad tranquilos.
Y concluyó con unas palabras que no entendimos:
—… Es la hora del rebelde y del príncipe de este mundo…
Punto final.
Le vimos cargar algunas provisiones, tomó su manto color vino y, sin despedirse, desapareció entre los cedros, rumbo a los ventisqueros.
¿Qué sucedía? ¿A qué obedecía aquel brusco cambio? Unas horas antes, mientras departíamos al amor del fuego, el Maestro se había mostrado alegre y comunicativo.
Eliseo y yo discutimos. Pasamos horas intentando despejar el enigma. ¿Éramos los responsables de la súbita partida? ¿Qué habíamos hecho? ¿Qué pudimos decir para que, a la mañana siguiente, se mostrara tan grave y distante?
Quien esto escribe se negó a aceptar que fuéramos nosotros los causantes de tan extraña actitud. Sus palabras, además, apuntaban en otra dirección.
No, aquél no era el estilo del rabí. A decir verdad, por lo que llevaba visto y por lo que veríamos a lo largo de su intensa y apasionante vida de predicación, Jesús de Nazaret difícilmente se enfadaba. Que recuerde, sólo una vez se alteró y con razón. Fue en el atrio de los Gentiles, en el Templo de la Ciudad Santa, cuando abrió las puertas del ganado destinado a los sacrificios, provocando una catástrofe entre los mercaderes y cambistas de monedas.
Mi hermano dudó. Y llegó a culparse, atribuyendo lo sucedido a sus «torpes e infantiles preguntas».
Hice lo que pude. Le recordé las frases del Galileo una y otra vez:
«Esperad tranquilos… Ahora debo dejaros por unos días».
Fue inútil.
Eliseo vivió aquella semana en una continua tensión. Apenas dormía. Ascendía a lo alto del dolmen e intentaba divisar a su ídolo. En dos ocasiones lo sorprendí preparando el petate, dispuesto a salir tras el Maestro. Discutimos de nuevo. Y necesité de todo mi poder de persuasión para retenerlo. Aun así, a escondidas, se aventuraba por los bosques cercanos, siempre a la búsqueda de Jesús.
En cuanto a mí, poco que contar. Alivié la ansiedad escribiendo con frenesí y, naturalmente, vigilando al aturdido ingeniero.
Y la vida en el campamento continuó sin incidentes dignos de reseñar, excepción hecha de lo ya mencionado y de un par de inesperadas «visitas»…
La primera tuvo lugar en la noche del miércoles, 12. La verdad es que nos asustó.
De pronto fuimos despertados por unos gruñidos. Salimos y, en mitad de la oscuridad, distinguimos unas sombras. Merodeaban alrededor de la tienda del Maestro.
Eché mano del cayado y, al aproximarnos, dos de los bultos huyeron veloces hacia las «cascadas». El fugaz blanco mate de unos largos y curvados colmillos avisó. Nos detuvimos indecisos. ¡Jabalíes!
Una familia, en efecto, había penetrado en el mahaneh. Advertí a Eliseo. Algo se movía en el refugio de Jesús de Nazaret.
Y los hechos se precipitaron…
Mi hermano, ofuscado por su deseo de reencontrarse con el rabí, interpretó la inusual agitación en el interior de la tienda como una inesperada vuelta del Maestro. Y gritó desarmado:
—¡Ha regresado!… ¡Jasón, lo atacan los jabalíes! No acerté a detenerlo. Y corrió hacia la entrada, bramando:
—¡Maestro!
Fue inevitable. Al punto, casi en el umbral, se vio materialmente arrollado por el único y auténtico «visitante»: un chazir de enorme cabeza que, alertado por los gritos del ingeniero, salió en estampida topando con el cuerpo que le cerraba el paso. Y el no menos sorprendido Eliseo cayó de espaldas, siendo pisoteado por el ariete. Afortunadamente, la «piel de serpiente» cumplió su cometido y mi amigo escapó con bien del encontronazo. Lo peor llegaría después…
A la mañana siguiente, al inspeccionar el lugar, nos vinimos abajo. Los voraces jabalíes habían dado buena cuenta de muchas de las provisiones. Pero el Destino, compasivo, acudió en auxilio de estos desolados exploradores. Ese mismo jueves, 13, el joven Tiglat reponía la maltrecha despensa, aliviando la penosa situación. A partir del incidente con el chazir decidimos montar guardia durante las noches, iluminando el paraje con la fogata.
Por un lado me alegré. La incursión de los jabalíes nos obligaría a unos turnos de vigilancia que, en cierto modo, hicieron la espera más corta y distraída.
Pero el infortunio siguió rondando el mahaneh…
Poco después, en el transcurso de la penúltima noche en el Hermón, recibiríamos una segunda «visita». Una sigilosa y destructora «visita».
Aparentemente, todo discurrió con normalidad. Ni Eliseo ni yo detectamos nada extraño. Sin embargo, con las primeras luces del domingo, 16, descubrimos el nuevo desastre.
Apagué el fuego y, siguiendo la costumbre, antes de retirarme a descansar, entré en el refugio de pieles del Maestro, inspeccionándolo.
¡Dios santo!
No supe si reír o llorar. También era mala pata…
Reclamé a gritos a mi compañero y, señalando el rincón donde almacenábamos las viandas, le invité a examinarlas. Y así lo hizo. Al ver «aquello», desconcertado, retrocedió y, pálido, preguntó:
—¿Qué es eso?
El ingeniero sabía muy qué era lo que cubría materialmente las provisiones. Lo que lo descompuso fue el número y la ferocidad de los «visitantes». Sinceramente, yo tampoco supe explicarlo. ¿Cómo demonios llegaron allí?
Era increíble. ¡Las había a miles!
Días más tarde, «Santa Claus» ofrecería cumplida respuesta.
La comida, lisa y llanamente, apareció infestada por una constelación de Camponotus sanctus, una insaciable hormiga arbórea, dueña y señora de los bosques de cedros. Estos insectos, especialmente activos durante la noche, se las ingeniaron para penetrar en la tienda, arrasando carnes, pescados y cuanto hallaron desprotegido.
Como es fácil de imaginar, el resto de la mañana fue consumido en un vano batallar contra las rojizas y tercas camponotus. Y la despensa, nuevamente, quedó «bajo mínimos». Sólo se salvaron los huevos y los recipientes que contenían sal, aceite, vinagre y miel.
Y en ello estábamos cuando, de improviso, escuchamos un lejano y familiar canturreo.
Sería, poco más o menos, la hora «nona» (las tres de la tarde).
¡El Maestro!
La verdad sea dicha. El recibimiento fue casi cómico.
Jesús avanzó hasta nosotros y nos contempló en silencio. Nos quedamos como estatuas. Eliseo, perplejo, con la boca abierta, sostenía entre las manos unas hortalizas plagadas de hormigas. Yo, por mi parte, intentaba limpiar un manojo de tilapias curadas, igualmente conquistadas por las frenéticas camponotus.
Era un Jesús distinto. Radiante. La habitual y penetrante luz de sus ojos aparecía ahora multiplicada. Aquella estampa nada tenía que ver con la del Galileo que nos había dejado una semana antes. Más aún: la luminosidad era infinitamente más acusada que la irradiada durante toda la estancia en el Hermón.
¿Qué ocurrió en los ventisqueros?
El rabí sonrió al fin y, señalando las hormigas que empezaban a correr por brazos y túnicas, exclamó socarrón:
—¡Vaya par de ángeles! No os puedo dejar solos. Un día más y acabáis con mi reino…
Acto seguido, abrazándonos, susurró:
—Se ha hecho la voluntad de Ab-bā… Ahora soy yo el Príncipe de este mundo.
Esa misma noche —la última en el Hermón—, cálido y eufórico, explicó el por qué de su repentino y dilatado aislamiento en la cumbre de la montaña santa.
En un primer momento apenas entendimos. ¡Era tanto lo que ignorábamos…!
Después, conforme lo seguimos y escuchamos, fuimos comprendiendo.
La cena, aunque frugal, resultó divertida, como siempre. El «cocinero-jefe» se hallaba feliz y se esmeró, echando mano de otra receta familiar: tortilla con miel, al estilo de la Señora, la de «las palomas». Y al final, el brindis favorito del Maestro:
—Lehaim!
—¡Por la vida!
Y el Galileo, ansioso por compartir su aventura en la soledad de las nieves, inició así sus aclaraciones:
—Os contaré un cuento…
»Hace tiempo, mucho tiempo, el gran Dios encomendó a uno de sus Hijos la creación de un nuevo universo. Y ese Hijo construyó un magnífico reino, repleto de estrellas y mundos. Era un universo inmenso.
»Y aquel Hijo gobernó con amor y sabiduría durante miles y miles de años.
»Pero ocurrió algo…
»Cierto día, en una apartada región, varios de los príncipes a su servicio, jefes de otros tantos mundos, decidieron rebelarse contra la autoridad del Hijo y soberano. No creyeron en su forma de gobierno e incitaron a otros príncipes próximos a manifestarse contra lo establecido. E intentaron formar su propio reino, rechazando al monarca y, en definitiva, al gran Dios.
»El Hijo, echando mano del amor y la misericordia, trató de restablecer el orden. Fue inútil. Los rebeldes, empeñados en el error, despreciaron todo intento de reconciliación.
«Finalmente, ese Hijo divino tomó una decisión: viajaría de incógnito hasta los lejanos mundos de los infractores, haciéndose pasar por tan modesto carpintero. Escogió uno de los planetas y allí nació como un hombre más. Y así vivió, sujeto a la carne, y enseñando la verdad a las gentes. Les mostró quién era en realidad el gran Dios. Habló del espléndido futuro que les aguardaba y, sobre todo, recordó que eran hijos de ese maravilloso Padre.
»Pero la fama de aquel Hombre-Dios terminó llegando a oídos de los príncipes rebeldes. Y sucedió que, en cierta ocasión, cuando el carpintero oraba en lo alto de una montaña nevada, dos de los traidores se presentaron ante él, sometiéndolo a toda clase de preguntas.
«¿Quién eres…? ¿Cómo te atreves a hablar de ese Dios?… ¿Quién te envía?».
»Por último, convencidos de que se hallaban ante el Hijo y soberano del universo, le hicieron una proposición:
«¡Únete a nosotros!».
»Y el Hijo replicó:
«Hágase la voluntad del Padre».
«Los rebeldes, derrotados, se retiraron. Y todo el universo, pendiente de aquella entrevista, elogió la misericordia del Hijo y soberano.
«Desde entonces, el Dios disfrazado de hombre y carpintero ostentaría también el título de Príncipe de la Tierra.
Terminada la historia, el Maestro descendió a los detalles, revelando algo que, con el paso de los siglos, resultaría igualmente deformado.
Esto fue lo que acertamos a intuir:
Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, en una minúscula región de su universo (en la nuestra), tuvo lugar una insurrección, más o menos similar a la expuesta en el cuento. Mejor dicho, en el supuesto cuento.
Un viejo conocido de los humanos —Luzbel—, jefe de esa casi insignificante parcela de la galaxia, se alzó contra el orden establecido, protestando por el largo camino exigido para llegar al Paraíso. Al parecer, calificó esa «marcha» de «fraude total», dudando, incluso, de la existencia de Ab-bā. La rebelión, sin embargo, no alcanzó excesivo éxito. Sólo 30 o 40 mundos la secundaron. La Tierra fue uno de ellos.
Pues bien, no deseando acudir a métodos más severos —a los que tenía legítimo derecho—, el magnánimo Hijo Creador de este universo optó por encarnarse y «camuflarse» entre las más modestas de sus criaturas. Justamente entre las que habitaban en uno de esos mundos en rebeldía. Y se hizo hombre. Y vivió como tal, anunciando a los infelices súbditos de los príncipes rebeldes dónde estaba la verdad y quién era Ab-bā.
Pero la naturaleza divina del humilde carpintero no pasó desapercibida para los jefes planetarios que encabezaban la insurrección. Y dos de ellos —un alto representante de Luzbel y el propio príncipe del mundo seleccionado por el Hijo divino— acudieron a su presencia. Y lo hicieron en aquellos días de septiembre y en aquel lugar. Ésta, probablemente, fue la razón del súbito ensombrecimiento del Hijo del Hombre cuando se alejó del mahaneh. Él sabía lo que le aguardaba en la soledad de los ventisqueros. Sabía que estaba a punto de ofrecer una nueva oportunidad a sus hijos descarriados.
Y se sometió, dócil, a los interrogatorios y proposiciones.
Pero, como decía el «cuento», sólo se sometió a la voluntad de su Padre.
Por último, estos seres no materiales —creados por el propio Hijo divino en luz y perfección— se retiraron derrotados.
Y el universo de Jesús de Nazaret —según sus palabras— asistió perplejo y conmovido a la «batalla dialéctica».
En esos momentos —y sigo transmitiendo sus explicaciones—, el Hijo del Hombre, por expresa voluntad de Ab-bā, fue investido como Príncipe de este mundo. Un título especialmente importante, según Él.
A partir de ese suceso —afirmó—, la rebelión quedó «lista para sentencia». Al rechazar, una vez más, su misericordia, la suerte de todos ellos depende ahora de «otras instancias». Y así sigue [144].
Esto, ni más ni menos, fue lo acaecido en el Hermón en aquellos días. Unas jornadas trascendentales en las que, no obstante, no llegamos a percibir nada extraño, salvo la ya referida y grave actitud del Maestro. La explicación era simple: esa «batalla» no se desarrolló a nivel físico. En otras palabras: aunque lo hubiéramos acompañado a los ventisqueros, nada habríamos visto, ni tampoco oído…
Como decía, no fue fácil asimilar tan intrincadas y misteriosas explicaciones. Lentamente, sin embargo, iríamos divisando una «luz» que centraría el espinoso problema y, sobre todo, que despejaría otras no menos interesantes incógnitas.
Por ejemplo, según el Maestro, una de las razones de la violencia y primitivismo de la Tierra hay que buscarla, justamente, en las consecuencias de esa desgraciada rebelión. Al traicionar las leyes divinas, nuestro mundo, como el resto de los planetas que se levantó contra Ab-bā, quedó automáticamente incomunicado y sumido en la oscuridad y la barbarie. Y, «técnicamente», así continúa. Sólo cuando la «cuarentena» sea levantada, la humanidad —esta infeliz humanidad— recuperará la normalidad.
Naturalmente, le preguntamos: ¿cuándo llegará ese venturoso día? La respuesta fue rotunda:
—Cuando los rebeldes sean juzgados… Pero eso no está en mis manos.
Lo que sí estaba al alcance del Hijo del Hombre era consolar e iluminar a las criaturas que padecen —y padecerán— este aislamiento. Y escogió uno de esos mundos en rebelión, sembrando la semilla de la esperanza: Ab-bā existe. Ab-bā espera. Ab-bā os ama…
Lamentablemente, estos acontecimientos, registrados, como digo, en septiembre del año 25, no fueron bien entendidos por los últimos seguidores del rabí de Galilea. Tal y como verificaríamos más adelante, Jesús los detalló con toda la claridad de que fue capaz. Sin embargo, fueron tergiversados. Salvo Juan, que no los menciona, los evangelistas y Pablo de Tarso (Hebreos, 2-14) terminarían confundiendo asunto y escenarios, ubicando el encuentro del Maestro con los rebeldes (el Diablo) al otro lado del río Jordán, tras el bautismo por Juan, el Anunciador. Del Hermón, ni palabra. De la trascendental y definitiva toma de conciencia, por parte del Hijo del Hombre, de su naturaleza divina, ni palabra. De sus intensas comunicaciones con Ab-bā en la cumbre de la montaña sagrada, ni palabra. En suma: otro desastre literario de los supuestos escritores sagrados…
Como espero tener ocasión de relatar, lo sucedido en el célebre «desierto», tras el bautismo en el Jordán, fue mucho más importante que lo narrado por los evangelistas. Y lo adelanto ya: en dicho retiro no hubo tentación alguna…
Creo haberlo mencionado. El Hijo del Hombre fue tentado, sí, pero no por el Diablo. Lo ocurrido en el Hermón no fue una tentación propiamente dicha. Fue un acto de amor. Otro más de aquel magnífico Hombre…
Y llegó el final de nuestra estancia en las cumbres de la Gaulanitis. Esa noche, cercano el lunes, 17 de septiembre, antes de retirarnos a descansar, Jesús de Nazaret dio una última orden:
—Preparaos. Mañana partiremos. La hora del Hijo del Hombre está próxima…
Y así fue. Su hora —la de su vida pública— se acercaba. Y estos exploradores fueron testigos de excepción.
Sí, la aventura acababa de empezar…».
En Ab-bā (Cabo de Plata), siendo las 11.55 horas del martes, 27 de abril de 1999.