1 AL 7 DE SEPTIEMBRE

Eliseo y yo nos miramos. E instintivamente apretamos el paso. A qué negarlo. La duda nos consumía… ¿Seguiría todo igual?

Habían transcurrido dos meses. Dos largos e intensos meses…

¡Dios!… ¡Teníamos que acabar con aquella cruel incertidumbre!

¿En qué estado encontraríamos la nave? Mejor dicho: ¿la encontraríamos?

Mi hermano, perfecto conocedor del blindaje de la «cuna» y de los cinturones que la protegían, rogó calma.

Y con el sol en el cénit divisamos al fin la «zona muerta», en la «popa» del Ravid.

Esperamos al filo del camino. Varias reatas de onagros cruzaron rápidas hacia Migdal. Era viernes, 1 de septiembre, y los burreros deseaban descargar las mercancías antes de la llegada del sábado.

Vía libre…

Atacamos el desnivel y, en segundos, nos situamos en la línea del manzano de Sodoma. Aquellos, probablemente, fueron los instantes más duros…

La dulce pendiente aparecía tranquila y solitaria, como siempre. Pero…

Esta vez fue mi hermano quien apremió.

—¡Vamos!… ¡Las «crótalos»!…

En ello estaba, por supuesto. Y la visión infrarroja fue una bendición.

Aquel suspiro sonó redondo.

Eliseo se dejó caer sobre el terreno y, vencido por la tensión, lloró en silencio. Lo entendí. Yo también hubiera deseado dar rienda suelta a la carga que soportaba. Pero hace mucho que mis lágrimas se secaron…

La nave, apantallada en IR, plata, rojo y naranja, se presentó ante este explorador como la más hermosa de las visiones. Mi hermano no se equivocaba. El sistema funcionó. Y lo hizo como un reloj. Éramos nosotros los que fallábamos, los que dudábamos…

Proseguimos el avance y, ochocientos metros más allá, al irrumpir en el cinturón infrarrojo, el fiel y eficaz «Santa Claus» reaccionó de inmediato, alertándonos a través de la «cabeza de cerilla» [81].

—¡Todo OK!… ¡De primera clase!

Y Eliseo, feliz, me dejó con dos palmos de narices, corriendo como un gamo hacia el vértice del «portaaviones».

A decir verdad, así lo reconocimos, la dilatada ausencia fue una especie de ensayo general para el tercer «salto». Nos sirvió, ya lo creo. En especial, desde un punto de vista estrictamente psicológico. Aprendimos algo que resultaría de gran utilidad: a separarnos de la «cuna» y a no obsesionarnos con su seguridad. «Santa Claus» era un «aliado» que merecía más respeto y confianza…

Y durante dos días —creo que con todo merecimiento— nos negamos a poner en marcha ninguna otra actividad. Fueron cuarenta y ocho horas de absoluto descanso. Necesitábamos un respiro. Era preciso que mente y espíritu hallaran un mínimo de reposo. La Operación Salomón, honradamente, nos dejó exhaustos [82]. Por otra parte, conscientes de que había llegado el gran momento, nos concedimos un margen para la reflexión. Cada uno, por su lado, procuró mentalizarse. Estábamos a punto de estrenar el viejo y añorado sueño: retroceder en el tiempo y unirnos al querido y admirado Jesús de Nazaret… Sí, un ideal que colmaba todas mis aspiraciones en la vida. Y creo no equivocarme si digo que a Eliseo le sucedía lo mismo. Es difícil de exponer. Haber conocido a este Hombre fue lo más grande que nos ocurrió. Y, lógicamente, no desperdiciaríamos aquella ocasión de oro…

Aun así, en el anochecer del sábado, 2 de septiembre, mantuvimos una serena conversación. Fui yo quien lo planteó, ante la sorpresa y el desconcierto de mi hermano.

—Todavía estamos a tiempo —expuse con frialdad—. Si no lo deseas, si no estás seguro, cancelamos el proyecto… Ahora mismo volvemos a «casa»…

No me dejó terminar. Se hallaba preparado y ansioso. No había nada más que hablar…

Insistí, recordando lo que ya sabía. Las nuevas inversiones de masa podían acelerar el mal que nos aquejaba.

Fue inútil. Aquel Hombre tiraba de él como el más poderoso de los imanes.

—Si renunciara —se lamentó—, ¿cómo crees que sería el resto de mi vida?

Me llenó de satisfacción y orgullo.

E implacable, sentenció:

—Agradezco su delicadeza, mayor, pero… ¡a la mierda las neuronas!… ¡Él lo merece!

Yo no lo hubiera expresado mejor.

El Maestro empezaba a dar sentido a mi torpe y vacía existencia. ¿Por qué anteponer ahora la salud cuando me hallaba ante la verdadera «fuente de la vida»?

Apuraríamos la copa. Llegaríamos al final. Nos convertiríamos en su sombra. Nada quedaría oculto. El mundo, las nuevas generaciones, tenían derecho a saber…

A la mañana siguiente —eufóricos— dividimos el trabajo. Mi hermano revisó los preparativos para el tercer «salto» y este explorador consultó de nuevo el instrumental científico que nos acompañó en la Operación Salomón, cargando resultados y mediciones en la base de datos del ordenador.

El lunes, 4, aunque el plan había sido estudiado hasta el agotamiento, nos sentamos frente al monitor de la computadora, chequeando procedimientos y valorando las informaciones de que disponíamos.

En principio, todo se presentó «OK». Mejor dicho, no todo…

La gran duda seguía instalada en la fecha prevista para el retroceso en el tiempo.

Las noticias proporcionadas por Zebedeo padre parecían sólidas. Sin embargo, la confusión de los íntimos respecto al inicio de la vida de predicación de Jesús de Nazaret nos tenía preocupados. Unos señalaban el bautismo en el Jordán como el arranque de dicho ministerio. Otros, en cambio, hablaban del célebre y misterioso «milagro» de Cana. El resto lo asociaba a la muerte del Bautista. En suma, un rompecabezas…

Finalmente, arriesgándonos, elegimos la propuesta del Zebedeo. El anciano de Saidan nunca habló del comienzo de la vida pública. Eso también era cierto. Basándose en lo dictado por el propio rabí, él estimaba que, antes del periodo de predicación, Jesús dedicó unos meses a «otras actividades de gran interés y trascendencia». Aquello, lógicamente, nos intrigó. En los textos de los evangelistas no hay mención alguna a esas «otras actividades». Tampoco era de extrañar. En el desastre de las narraciones evangélicas podía esperarse cualquier cosa…

Lo averiguaríamos. El reto nos entusiasmó. ¿Qué sucedió en esos meses previos al ministerio público? ¿Por qué el Zebedeo los calificó de «especialmente importantes»? Y si así fue, ¿por qué los escritores sagrados lo silenciaron?

Decidido.

De mutuo acuerdo, Eliseo y quien esto escribe fijamos la fecha: «agosto del año 25».

Por cierto, ya que lo menciono, sigo sin saber qué hacer con la valiosa documentación que me facilitó el anciano Zebedeo. ¿La incluyo en este diario? ¿La entierro definitivamente? ¿Por qué dudo? ¿Es que lo acaecido en esos años «secretos» escandalizaría hoy a las personas de buena voluntad?

Pero no debo distraerme. Lo dejaré en «sus manos»…, como siempre.

¡Año 25!

Eso significaba un seguimiento de más de cuatro años…

La misión —así lo determinamos— finalizaría, inexorablemente, en febrero o marzo del 30. De lo contrario nos hallaríamos de nuevo ante el peligroso fenómeno de la «ubicuidad».

Eliseo, inasequible al desaliento, se felicitó ante lo prolongado de la aventura. Este explorador, en cambio, más cauto, guardó silencio. Por supuesto que me fascinaba. La sola idea de vivir junto al Hijo del Hombre durante tanto tiempo me hizo vibrar. Pero la misión debía ser contemplada también en su conjunto. No todo aparecía tan claro y prometedor. Aunque lo intenté, aunque procuré olvidarlo, en la memoria destellaban implacables los preocupantes sucesos vividos como consecuencia de las sucesivas inversiones de masa. Aquella amenaza podía arruinarnos, acabando en un instante con el dorado sueño. Y en mi cerebro, como decía, con una fuerza inusitada —como si de un aviso se tratase—, fueron desfilando los informes de Curtiss, mostrados a estos exploradores poco antes del segundo «salto». En ellos, como ya mencioné, los expertos de la base de Edwards recomendaban la inmediata suspensión del proyecto. En las pruebas sobre ratas de laboratorio detectaron una grave alteración en algunas colonias neuronales, provocadas, al parecer, por el proceso de inversión axial de los swivels. En las microfotografías aparecía con claridad. «Algo» sobreexcitaba dichas neuronas, multiplicando el consumo de oxígeno y destruyéndolas. (Los pigmentos del envejecimiento —«lipofuscina»— en las neuronas y en otras células fijas posmitóticas no ofrecían ninguna duda).

Y «vi» también la misteriosa «caja secreta», instalada por Caballo de Troya en la nave. Una caja abierta por mi hermano que certificaría lo anunciado por el general: nuestro mal era irreversible. Con suerte, nos restaban nueve o diez años de vida… El experimento con las drosophilas (las diminutas moscas de Oregón) fue definitivo: en las décimas de segundo consumidas en la inversión axial, el ADN nuclear sufría una mutación desconocida. Resultado: varias de las redes neuronales envejecían progresivamente y nosotros con ellas.

Esta dramática situación podía deteriorarse mucho más con nuevos retrocesos en el tiempo. Ahí estaba, por ejemplo, el desvanecimiento sufrido por Eliseo el 9 de abril, cuando nos disponíamos a tomar tierra en el monte de las Aceitunas. Ahí estaba la pérdida de sentido experimentada por quien esto escribe, en esa misma jornada, cuando me dirigía al piso superior de la casa de los Marcos, en Jerusalén. Ahí estaba, en fin, la «resaca psíquica» que me asaltó durante los críticos momentos que viví en el subsuelo de la casa de Ismael, el saduceo, en Nazaret…

No…, no todo era tan claro y prometedor.

Pero me tragué los amargos recuerdos. Habíamos aceptado el riesgo. Lo hicimos libre y conscientemente. ¡Adelante! Él, además, nos cubriría…

Martes, 5 de septiembre.

Tensa espera. La meteorología obligó a posponer el lanzamiento. Un inoportuno frente borrascoso, procedente del Mediterráneo, se estancó en la región. Y nos hizo dudar. Pudimos arriesgarnos y levantar la «cuna». El viento racheado no la hubiera desestabilizado excesivamente. Pero tampoco había prisa… Miento. Ambos deseábamos escapar cuanto antes de aquel suplicio. La tensión se hacía insostenible.

Sin embargo, la cautela se impuso. Aguardaríamos.

Eliseo no esperó a los últimos minutos. Se saltó el programa y, con la ayuda de «Santa Claus», desmanteló los cinturones de seguridad que nos custodiaban. Todos menos uno: la barrera de microláseres que peinaba la «popa» del Ravid a razón de un centenar de barridos por segundo. Ésta fue la única protección en aquellas postreras horas.

En cuanto a mí, procuré relajarme, revisando, por enésima vez, la ruta a seguir en el intento de localización del Maestro. Lo conseguí a medias, claro…

Miércoles, 6 de septiembre.

Poco antes del crepúsculo, los barómetros del módulo ascendieron. Fue una subida lenta, pero progresiva.

Aquello, sin embargo, lejos de tranquilizarnos, disparó la ansiedad. Que recuerde, en ninguno de los lanzamientos padecimos un nerviosismo tan acusado. Quizá era lógico. La inminente inversión axial —la cuarta— era crucial. ¿Crucial? Creo que soy muy benevolente. Si las neuronas se desplomaban en este retroceso, quién sabe lo que nos reservaba el Destino… Y la palabra «muerte» rondó de nuevo.

No obstante, sujetando en corto los temores, cada cual procuró evitar el asunto lo mejor que pudo y supo. Paseamos. Oteamos los horizontes. Verificamos la meteorología. Hicimos proyectos. Conversamos y, sobre todo, nos refugiamos en nosotros mismos y en esa espléndida y enigmática «fuerza» que nos asistía…

1020 milibares.

La noche, serena y estrellada, lo intentó. Quiso apaciguarnos. Fue inútil. No hubo forma de conciliar el sueño.

El frente huyó y, una vez consolidada la meteorología, el ordenador central recomendó el despegue para las 6 horas del día siguiente, jueves, 7 de septiembre. El «salto» no debía ser demorado. A partir del mediodía, el molesto maarabit, el viento del oeste, irrumpiría puntual en el yam. Convenía, pues, adelantarse.

1030 mbar.

Respiramos.

La climatología se puso definitivamente de nuestro lado.

A eso de las tres de la madrugada, envarado como una lanza, mi hermano abandonó su litera. Se sentó frente a los controles y tecleó. Así permaneció durante una hora. Después, volviéndose hacia este explorador, mostró una hoja de papel. Sonrió y me invitó a leer.

Al comprobar el contenido le respondí con otra sonrisa. Aquel joven brillante y entusiasta no tenía arreglo…

Al medio centenar de preguntas ya dispuesto anteriormente —todas destinadas a Jesús de Nazaret— sumaba ahora otras cincuenta, a cuál más insólita y comprometedora. La verdad sea dicha, en esos críticos instantes no presté mayor atención a las inquietudes de Eliseo. Pero el piloto iba en serio. Muy en serio…

En cuestión de días tendría la oportunidad de comprobarlo.

5 horas.

Me puse en pie. Y con una mirada, mi hermano me entendió.

Había llegado el momento.

El amanecer, previsto para 37 minutos más tarde, marcaría el comienzo de la cuenta atrás.

Inspiré profundamente y sentí cómo aquella benéfica «fuerza» me empujaba hacia el puesto de pilotaje.

«Bien…, allá vamos».

Y las últimas palabras del Resucitado en el monte de las Aceitunas sonaron «cinco por cinco» (fuerte y claro) en mi memoria:

«Mi amor os cubrirá… ¡Hasta muy pronto!… ¡Hasta muy pronto!… ¡Hasta muy pronto!…».

Jueves, 7 de septiembre.

5.30 horas.

A siete minutos del alba…

Enfundados en los trajes especialmente diseñados para la inversión de masa procedimos al rutinario chequeo de los parámetros de vuelo. «Santa Claus», alertado, ya había efectuado la lectura. Pero quisimos asegurarnos.

—Caudalímetro…

—Leo siete mil doscientos once kilos…

—Roger… Entendí siete mil.

—Ok… Siete mil… ¿Sigues pensando que debe pilotarlo el ordenador?

—Afirmativo… Es mejor así…

La insinuación de Eliseo no me hizo cambiar. Lo medité fríamente. La «cuna» despegaría, haría estacionario, retrocedería en el tiempo y volvería a tomar tierra…, en automático.

No quería correr riesgos. El recuerdo del incidente sobre la cima del monte de los Olivos, en el que mi compañero perdió el conocimiento, me tenía obsesionado. Con «Santa Claus» al mando, si se repetía el desvanecimiento, ni el módulo ni nosotros sufriríamos el menor percance. Ése, naturalmente, era mi deseo… Que la técnica respondiera, o no, era otra cuestión…

Y el Destino —bendito sea— me iluminó.

—Repite combustible…

—Roger… Leo siete mil doscientos once…, sin la reserva.

Aquél era otro problema que no podíamos descuidar. La nave disponía de algo más de siete toneladas de tetróxido de nitrógeno (oxidante) y una mezcla, al cincuenta por ciento, de hidracina y dimetril hidracina asimétrica. Aunque la maniobra prevista era breve, el consumo del carburante debía ser vigilado muy estrechamente. El vuelo de retorno a Masada, con suerte, demandaría casi seis mil novecientos kilos de combustible. En otras palabras: estábamos al límite. El menor fallo, cualquier contingencia, nos colocaría en una situación altamente comprometida.

—«Apéese»… [sistema de propulsión de ascenso].

—OK…

—«Bee mag»… [giroscopio de posición].

—OK…

—«Ces»… [sección de control electrónico].

—Sin banderas…

—«Dap»… [piloto automático digital].

—De primera…

Las primeras luces del amanecer resucitaron los suaves perfiles de la orilla oriental del yam.

La meteorología parecía excelente: viento en calma, visibilidad ilimitada, humedad a un 70 por ciento, temperatura en ascenso (20° en aquellos instantes)…

En resumen: todo auguraba un despegue sin incidentes. Sin embargo…

—«Fait»… [«fuego en el agujero»: aborto del ascenso].

—OK…

—«Imu»… [unidad de medición de inercia].

—OK…

—«Indicadores de velocidad»…

—OK…

5.40 horas.

—«Erre ce ese»… [control de reacción].

—De primera clase…

—¡Atención, Eliseo!… «Esnap»… [pila atómica].

—Adentro…, y OK…

Mi hermano y quien esto escribe respiramos aliviados. La SNAP era el «alma» del módulo. Sin ella, nada hubiera sido posible. No es que dudáramos, pero después de tan largo periodo de inactividad…

—A cinco para ignición…

—Roger…

—Terminemos de una vez…

—Tranquilo…

Mi hermano alzó la mano izquierda, rogándome calma. Procuré concentrarme. Seguía siendo el jefe y no debía empeorar la ya crítica situación.

—Lo siento… Dame «erre eme ene»… [dispositivos de resonancia magnética nuclear].

—Activados…, y en manos de tu «novio»…

Agradecí la broma. Y la tensión aflojó.

«Santa Claus», mi «novio», se hizo cargo de la RMN.

En el primer momento dudamos. ¿Incluíamos este sistema de control en la cuarta inversión axial? [83]. En el segundo «salto», como ya expliqué en otras páginas de este diario, fue decisivo, demostrando que los especialistas de Edwards estaban en lo cierto. Lo medité y, finalmente, estimé que era lo correcto. Nos someteríamos al chequeo de la RMN. Aunque la dolencia era irreversible, cualquier nuevo dato podía resultar de utilidad. Y venciendo el inicial rechazo de mi compañero nos ajustamos las escafandras en las que fueron dispuestos los referidos y miniaturizados dispositivos. La RMN, como creo haber comentado, tenía por objetivo «fotografiar» los tejidos neuronales durante la fracción de tiempo en la que los swivels variaban sus hipotéticos ejes. Estos «cortes», en definitiva, arrojarían más luz sobre el estado de las respectivas masas cerebrales.

6 horas.

—¡Ignición!…

«Santa Claus», frío e inapelable, dio luz verde.

—¡Allá vamos!…

Congelamos la respiración. Y los corazones aceleraron, casi al ritmo del poderoso J 85. Una familiar vibración sacudió el módulo.

—¡Ánimo, «Santa Claus»! ¡Es todo tuyo!…

Un segundo después, la turbina a chorro CF-200-2V elevaba la «cuna» con un empuje de 1585 kilos.

—¡Atento!… Dame caudalímetro…

—Roger… Quemando a cinco coma dos…

—OK… ¡Un poco más!…

El despegue, obligados por la escasez de combustible, concluiría a una altitud máxima de ochenta pies. Eso fue lo programado por el ordenador. Como medida preventiva, cada estacionario fue fijado por los directores de la Operación en ochocientos pies sobre el terreno en el que deberíamos posarnos. Este margen, en principio, soslayaba cualquier posibilidad de choque en el crítico instante del retroceso en el tiempo. En esta oportunidad nos planteamos la anulación del ascenso de la nave. La pelada cumbre del Ravid no parecía haber cambiado en el transcurso de los últimos años. De esta forma, haciendo únicamente estacionario a siete o diez metros de la cima, el gasto habría sido prácticamente nulo. Pero, sinceramente, no nos atrevimos. Era mejor actuar con prudencia y elevarnos a una altitud que ofreciera todas las garantías y, por supuesto, que permitiera un consumo mínimo.

—Tres segundos y subiendo a cuatro…

—OK… Dame combustible…

—Sigue a cinco coma dos… Leo dieciséis…

—Roger… Entendí dieciséis kilos…

—Afirmativo… Dieciséis y subiendo a cuatro por segundo…

—¡Vamos, vamos!… —Preparados auxiliares…

—OK… Tranquilo… Tu «novio» sabe…

—Cinco… Seis…

—Adentro cohetes…

«Santa Claus», infinitamente más sereno, activó los auxiliares, estabilizando el módulo a ochenta pies.

—Leo seis y dos… ¡Bravo!

La nave, en efecto, ascendió lenta y dulcemente, a razón de cuatro metros por segundo y quemando según lo previsto: 5,2 kilos por segundo. Tiempo invertido hasta el estacionario: seis segundos y seis décimas.

—Caudalímetro… Dame caudalímetro…

—Lo previsto… Treinta y cuatro…

—Roger… Entendí treinta y cuatro…

—OK… Afirmativo… Treinta y cuatro coma treinta y dos…

—¡Preparados!…

—Membrana exterior activada…

—¡Incandescencia!… ¡Ya!

Y el ordenador disparó los circuitos de incandescencia que cubrían el fuselaje, destruyendo así cualquier germen vivo que hubiera podido adherirse a la estructura. Esta precaución, como detallé en su momento, resultaba esencial para evitar la posterior inversión tridimensional de los mencionados gérmenes en los distintos «ahora» a los que nos «desplazábamos». Las consecuencias de un involuntario «ingreso» de tales organismos en «otro tiempo» hubieran sido fatales.

—Siete… Ocho…

—¡OK!… ¡Inversión!

A los nueve segundos y dos décimas del despegue —antes, incluso, de lo previsto—, «Santa Claus» nos llevó, al fin, al instante decisivo: la inversión axial de las partículas subatómicas de la totalidad del módulo. E hizo retroceder los ejes del tiempo de los swivels a los ángulos previamente establecidos: los correspondientes a las 6 horas del miércoles, 15 de agosto del año 25 de nuestra era.

E imagino que, como era habitual, la «aniquilación» fue acompañada del inevitable «trueno».