19 DE MAYO, VIERNES

Eliseo, prudente, me dejó dormir. Fue un sueño dilatado. Profundo. Vivificador. Un descanso que hizo el prodigio. ¿O no fue el sueño? Veamos si soy capaz de explicarme…

La nueva mañana se presentó espléndida. Luminosa. Los sensores de la «cuna» ratificaron lo que teníamos a la vista. Temperatura, a las 9 horas, 18° centígrados. Humedad relativa a un 47 por ciento. Visibilidad ilimitada. Viento en calma.

Sí, una jornada primaveral…, y distinta. Al principio, como venía diciendo, atribuí el cambio al sereno y reconfortante sueño. Pero, al poco, al asomarme a la plataforma rocosa del «portaaviones», empecé a intuir que allí ocurría algo más… Las palabras, una vez más, me frenan y limitan.

Era una sensación. ¿O debería hablar de un estado? Casi no recordaba al Jasón del día anterior. Aquella fogosidad, aquel ciego empeño por abordar el tercer «salto», parecían ahora una lejana pesadilla. Algo irreal.

¡Dios, cómo explicarlo!

Por supuesto, lo contrasté con mi hermano. Y estuvo de acuerdo conmigo. Él también lo había percibido. Fue aparentemente súbito, aunque sigo teniendo serias dudas…

Era, sí, como si «algo» invisible, superior, benéfico y sutil se hubiera derramado en nuestros corazones. «Algo» que, obviamente, en esos instantes, no supimos definir.

Era, sí, una sólida e implacable sensación de seguridad. Una seguridad distinta a cuanto llevaba experimentado. Una seguridad en mí mismo y, en especial, en lo que llevaba entre manos. Una extraña e inexplicable mezcla de seguridad, paz interior y confianza. Todo se nos antojó distinto. Y al principio, quizá por un estúpido pudor, ninguno de los dos nos atrevimos a mencionar la palabra, el espíritu —no sé cómo describirlo—, que aleteaba en mitad de aquella «sensación». Fue mi hermano quien, valientemente, abrió su corazón…

—No consigo entenderlo —manifestó—, pero ahí está… Algo o alguien ha abierto mi mente… Y sé que mi vida ya no será igual… Su espíritu, sus palabras y sus obras se han instalado en todo mi ser…

Entonces, arrodillándose, exclamó:

—¡Bendito seas…, Jesús de Nazaret!

Días después, al reanudar las misiones que habían quedado en suspenso, al saber, en definitiva, lo ocurrido y vivido por los íntimos del Maestro en Jerusalén, empecé a sospechar. Y hoy sé quién fue el responsable de aquella cálida y poderosa «sensación». Hoy sé que también fuimos partícipes del magnífico «regalo» del Maestro. Un «obsequio» varias veces prometido y que llevaba un nombre mágico: el Espíritu de la Verdad. Pero no adelantemos los acontecimientos…

No había tiempo que perder. Así que, ante mi propio desconcierto y la estampa feliz y radiante de Eliseo, procedimos a un reposado y minucioso análisis de la situación. Y de forma espontánea arrancamos por lo prioritario. Mi alocada fuga de la Ciudad Santa acababa de arruinar uno de los objetivos de la misión oficial: el seguimiento de los discípulos tras la mal llamada «ascensión». ¿Qué fue lo ocurrido durante la célebre fiesta de Pentecostés? ¿Se produjo realmente el advenimiento del Espíritu? Más aún: ¿qué era exactamente esa misteriosa entidad? ¿Podíamos dar credibilidad a los fantásticos sucesos narrados por Lucas? ¿Qué sucedió en el cenáculo? ¿Vieron los allí reunidos las increíbles lengua de fuego? ¿Hablaron los íntimos del Maestro en otros idiomas?

Para intentar despejar estas incógnitas sólo quedaba un único medio: hacer acto de presencia en Jerusalén y, con paciencia y tacto, reunir toda la información posible.

Segundo y no menos delicado asunto: la denominada Operación Salomón. Aquélla, justamente, era otra de las claves de este segundo «salto». No podíamos fallar. Pero el arranque de la misma se hallaba sujeto a mi retorno a la «base-madre-tres». Eliseo y quien esto escribe repasamos y valoramos una y otra vez el tiempo de permanencia de este explorador en la Ciudad Santa. Finalmente nos rendimos. No había forma de precisar. Todo dependía de un cúmulo de factores, a cual más endeble e inseguro. Pero, guiados por esa férrea y recién estrenada «fuerza» que nos invadía en manos de Ab-bā, el Padre de los cielos…

Curioso. ¡Vaya par de científicos!

Eliseo y yo nos miramos, estupefactos. ¿Desde cuándo confiábamos en el criterio y en la voluntad Ab-bā? Lo increíble es que ninguno se sintió incómodo. Todo lo contrario. Lucharíamos, sí. Eso estaba claro. Pero, a partir de un punto, si la inteligencia o las fuerzas flaqueaban, el asunto pasaría a su jurisdicción. Sí, no cabe duda. Algo habíamos aprendido del Maestro…

Tercer problema. Mejor dicho, doble tercer problema: la amenaza de Poncio y el irritante asunto de la escasez de fondos.

El gobernador, como anunciara el prímipilus, no descansaría hasta capturar al «poderoso mago» que había osado dejarle en ridículo. La verdad es que poco podía hacer. Amén de las ya habituales y conocidas medidas personales de seguridad, sólo me restaba extremar la prudencia y confiar…

Eliseo, discreto, no deseando cargar mi ánimo, aligeró de hierro el conflicto, recordándome algo que ya sabía:

—Resistiremos… Con el tercer «salto», todo eso desaparecerá.

Otra cuestión fue el enojoso dilema planteado por el ópalo blanco. En principio, yo había perdido una primera oportunidad de canjearlo en Jerusalén. Sin embargo, contemplando las sensatas recomendaciones del anciano Zebedeo, advirtiéndome sobre las torcidas intenciones y la rapacidad de banqueros y cambistas, ya no estuve tan seguro. Es más: Eliseo se congratuló ante la aparentemente loca huida de la Ciudad Santa. ¿Qué hacer entonces con aquella valiosa gema? Como se recordará, según Claudia Procla, gobernadora, la pieza fue tasada en unos dos millones de sestercios (algo más de trescientos treinta mil denarios-plata). Toda una fortuna…

Podía arriesgarme a viajar a Jerusalén con ella. Podía, incluso, negociar la venta. Pero ¿era aconsejable el transporte de tan abultado y pesado cargamento de monedas hasta la «cuna»?

Mi hermano se negó en redondo. El sentido común le dictaba cautela. Esperaríamos.

Fue entonces, al llevar a cabo el recuento de las menguadas reservas existentes en la bolsa de hule, cuando aquellos exploradores, lejos de caer en un más que lógico desánimo, rompieron a reír.

Otro indicio, sí, de que «algo» espléndido y prometedor estaba naciendo en lo más profundo…

Eliseo acarició las monedas y cantó por segunda vez:

—Diez denarios y veinte ases…

Y al mirarnos, inexplicable e irrefrenable, una risa contagiosa se desbordó de nuevo, colocándonos al filo de las lágrimas.

¿Desconcertante? No del todo. Hoy creo saber el porqué de tan paradójica reacción. En parte, la explicación fue apuntada por mi amigo en el siguiente y certero comentario:

—Tu «Jefe» tiene un problema…

Y la risa regresó, poniendo en fuga cualquier vestigio de pesimismo.

Insisto. Hoy lo sé. Allí se había producido un «milagro». Aquellos hombres empezaban a comprender. Mejor aún: aquellos locos aventureros empezaban a confiar en «algo» aparentemente poco científico…, pero sublime.

En efecto, Ab-bā, nuestro «Jefe», tenía un problema.

Por último, maravillados ante nuestra propia actitud, repasamos los detalles del más que estudiado tercer «salto». Eliseo me observó con complacencia. Aquel Jasón, tranquilo y sensato, midió y calculó con mesura. Lo teníamos todo, sí, pero convenía esperar y cumplir primero con lo establecido. Y aquella atmósfera de paz, confianza y seguridad llenó la «cuna»…

Eliseo, en silencio, fue a sentarse entonces frente al ordenador central. Tecleó y, al punto, el fiel «Santa Claus» iluminó la pantalla y nos iluminó.

La lectura de las frases —pronunciadas por el Resucitado el 22 de abril en su aparición en la colina de las Bienaventuranzas— redondeó la inolvidable mañana.

«… Cuando seáis devueltos al mundo y al momento de donde procedáis, una sola realidad brillará en vuestros corazones: enseñad a vuestros semejantes, a todos, cuanto habéis visto, oído y experimentado a mi lado. Sé que, a vuestra manera, terminaréis por confiar en mí. Sé también que no teméis a los hombres, ni a lo que puedan representar, y que proclamaréis mi Verdad. Y otros muchos, gracias a vuestro esfuerzo y sacrificio, recibirán la luz de mi promesa…».

No hubo comentarios. Ignoro si mi hermano lo tenía preparado. Poco importa. Ambos estábamos de acuerdo: aquél sí era el auténtico, el más sagrado objetivo de esta dura, extraña y fascinante experiencia. Por supuesto que confiábamos en Él. Cómo no hacerlo después de lo que habíamos visto y experimentado… Lo haríamos, sí. No dejaríamos en blanco un solo minuto, un solo suceso relacionado con el Maestro. El mundo debía, tenía derecho a saber…

¡Poseidón!

Al asomarnos a las escotillas comprendimos nuestra torpeza. El noble caballo blanco, proporcionado por Civilis en la fortaleza del gobernador, en Cesárea, reclamaba un mínimo de atención. Los reiterados y breves relinchos, rematados con un sonido grave, casi con la boca cerrada, no dejaban lugar a dudas. El animal protestaba. Llamaba. Pero ¿cómo podía saber que estábamos allí? El módulo, protegido por la radiación IR (infrarroja), era invisible a sus ojos… Debíamos tomar una decisión. ¿Nos quedábamos con él? Mi hermano, cargado de razón, se opuso. Ciertamente, pensando en los viajes que nos aguardaban, el concurso de Poseidón podía ser de gran utilidad. Sin embargo, mientras la amenaza de Poncio siguiera pesando sobre este explorador, la presencia del llamativo bruto constituía un riesgo añadido. Traté de disuadirle, argumentando que, al montarlo, no había reparado en marca alguna. Ni de raza, ni tampoco de propiedad.

Eliseo me perforó con la mirada. Y supo la verdad: la única, la verdadera razón de peso que me movía a defender al nuevo compañero…, era el afecto. Pero no protestó. Se encogió de hombros y me dejó hacer.

Lo primero era lo primero. Pretender alimentar al equino en lo alto de aquella pedregosa y reseca planicie era poco menos que imposible. El agua, quizá, era lo de menos. La «cuna» estaba en condiciones de suministrársela. El forraje, en cambio, era otra cuestión. La vegetación que medio prosperaba en el lugar la formaba tan sólo los heroicos corros de cardos perennes (la ya mencionada Gundelia de Toumefort).

Así que, de mutuo acuerdo, opté por descender hasta la plantación situada al nordeste del Ravid, al pie del camino que unía Migdal con Maghar. Entre los huertos, con un poco de suerte, podía encontrar lo que buscaba. Lo que no imaginé, naturalmente, es que el Destino —cómo no— también me aguardaba entre aquellos laboriosos felah

Eché mano de la «vara de Moisés» y de los últimos denarios y, con el sol en el cenit, tiré de las riendas del hambriento Poseidón, cruzando la suave pendiente. Todo se hallaba en calma. Sujeté al paciente animal al frondoso manzano de Sodoma y, despacio, extremando las precauciones, fui a asomarme a lo que denominábamos la «zona muerta», la rampa de un seis por ciento de desnivel que moría en la pista de tierra negra y volcánica.

El camino aparecía despejado. A lo lejos, a la altura de la plantación, distinguí una reata de onagros, los duros y altivos asnos asiáticos de vientre blanco y grandes orejas. Me tranquilicé. Trotaban rápidos hacia el yam.

Aquél era el momento. Me hice de nuevo con el caballo y, sin pérdida de tiempo, irrumpimos en la senda. Minutos después, sin saber hacia dónde tirar, me introduje decidido en el laberinto de huertos y frutales. No tuve que caminar gran cosa. A la sombra de unos almendros en flor, una pareja de felah (campesinos) se afanaba en la recogida de enormes y suculentos hatzir (los afamados puerros de la Galilea). Desconfiado, me obligaron a repetir la pregunta. Necesitaba adquirir cebada. A ser posible, cocida, y también algunos efa [1] de buen heno [2], así como la pequeña y nutritiva pol (haba) que empezaba a recogerse en las riberas del yam.

Supongo que me entendieron pero, con desgana, dándome casi la espalda, se limitaron a señalar hacia el oeste, mascullando algo sobre un tal Camar. No intenté aclarar el confuso término. Aquello no parecía arameo. Y no deseando crear problemas innecesarios di por buena la indicación, situándome de nuevo en el arranque de la plantación. Allí, al pie del montículo que protegía el vergel por su flanco norte, medio oculta entre algarrobos, higueras, alfóncigos y palmeras datileras, distinguí una choza de adobe con techo de palma.

Y avancé.

A corta distancia de la casa, sentado sobre la hierba y recostado contra la negra pared de basalto de un pozo, me observaba un viejo. Decidí probar. Tiré del animal y, al llegar a la altura del individuo, empecé a comprender.

Respetuoso, respondió a mi saludo, pero en un arameo galilaico roto y descompuesto. Se alzó, extendió su mano derecha y, tras entonar un «que Dios fortalezca tu barba», fue a colocar dicha mano sobre el corazón. Me hallaba, en efecto, ante un badawi [3] (un beduino).

El anciano, que podría rondar los sesenta años, vestía una cumplida túnica blanca (algo similar al dishasha de los nómadas de Arabia), con amplias mangas recogidas por encima de los codos. Se tocaba con un turbante (un keffiyeh), también de lana y de un blanco igualmente inmaculado. Y bajo dicho keffiyeh, desplomado sobre los estrechos hombros, un largo y estropajoso cabello, teñido en un rojo rabioso.

Nos observamos con curiosidad.

El rostro, afilado, cargado de esquinas y trabajado por decenas de arrugas, presentaba unos ojos pequeños, oscuros y arrogantes. Y al pie de aquel semblante verdinegro, una perilla cana y deshilachada.

Sonrió, mostrando unas encías ulceradas y sin un solo diente. Y aferrándose a la gran mano de plata que colgaba del cuello [4] indicó que me aproximara y que tomara posesión de su humilde hogar.

Dudé. Ni siquiera había preguntado quién era o por qué me encontraba allí. Poco a poco, conforme fuimos avanzando en el seguimiento de Jesús de Nazaret, el roce con estos numerosísimos badu —«el pueblo que habla claramente»— fue proporcionándonos un más completo y riguroso conocimiento de sus modos y costumbres. Y la hospitalidad, como espero tener oportunidad de relatar, era una de sus normas más sagradas. Lástima que los evangelistas no hicieran prácticamente mención de los numerosos momentos en los que el Maestro departió y convivió con los a'rab… Pero demos tiempo al tiempo.

Al poco, en silencio, el amable anciano regresaba de la oscuridad de la choza, depositando en el suelo una escudilla de madera y un ibríg (una especie de jarra de piedra). Y ceremonioso, me animó a probar.

No haberlo hecho hubiera sido un insulto. Así que, correspondiendo con idéntica teatralidad, llevé a los labios la jarra, descubriendo con placer que el modesto «aperitivo» no era otra cosa que el raki, una suerte de «mosto» ligeramente fermentado y sabiamente mezclado con yogur batido en zumo de frutas. A continuación, ante la atenta mirada de mi anfitrión, como dictaban las buenas costumbres, introduje tres dedos de la mano derecha en la escudilla, haciéndome con una de las delicadas y doradas tortas de pan.

Exquisita…

El hombre, feliz ante mis elogios, aclaró que algo inexplicable —«puede que la mano de Dios»— lo había empujado esa mañana a preparar el lizzaqeh, un pan especial, elaborado con harina de trigo y empapado en mantequilla y miel.

Me llamó la atención que hablara de Dios y no de dioses… Estos pueblos preislámicos adoraban y veneraban a toda una legión de genios benéficos (los wely) y maléficos (los ginri), así como a numerosos fenómenos de la Naturaleza, planetas y meteoritos. Pero no me pareció prudente profundizar en un tema tan personal.

Tal y como especificaba la buena educación entre los badu repetí el raki por tres veces y, finalmente, agitando la jarra, procedí a depositarla en las finas e interminables manos del complacido anciano. Fue entonces cuando —de acuerdo con esas mismas costumbres— el gentil beduino se decidió a comer. Y lo hizo en un reverencial mutismo.

No tuve opción. Si realmente deseaba comprar el forraje para el paciente Poseidón era menester ajustarse a las normas y armarse de paciencia. No me equivoqué. ¿O sí?

Concluida la colación, como suponía, ignorando la razón o razones de mi presencia en su propiedad, tomó la palabra y en aquel detestable arameo comenzó a hablar de sus ancestros y de su glorioso origen. Me resigné, simulando un vivo interés y asintiendo en silencio a cada una de sus más que dudosas afirmaciones.

De esta forma supe que se llamaba Gofel, aunque todo el mundo, en la comarca, lo conocía por un apodo: Camar, que en árabe significa «luna». El alias del antiguo nómada —procedente, según él, de las lejanas mesetas de Moab— se hallaba, al parecer, perfectamente justificado. Pero de eso tendríamos cumplidas noticias en el tercer «salto»…

Dijo pertenecer al muy noble clan o tribu de los Beni Saher, oriundos de los pastos de Madaba. Y enardecido se refirió a su estirpe como los «hijos del peñasco», una leyenda que situaba el nacimiento de dicho pueblo en una roca o saher situada en los límites de la actual Bel-qa. Y tras enumerar los nombres de los varones hasta la quinta generación, agotado, fue a concluir maldiciendo —como era de esperar— a los Adwan, los Mogally, los Hamaideh, los Atawne y, naturalmente, a los odiados Sararat [5]. Todos ellos, según el encendido Camar, «perros rabiosos y ancestrales enemigos de su gente».

Era el ritual y, como digo, no tuve más remedio que escuchar y esperar.

Finalmente, como lo más natural, preguntó a qué se debía el honor de mi visita. Fui directo y escueto. Pero Camar, tras comprender mis prosaicas intenciones, no respondió. Dirigió una mirada al caballo y, alzándose, caminó hacia él. No supe qué hacer, ni qué decir.

Se encaró a Poseidón y acarició la negra estrella de la frente. El equino, con las orejas en punta y hacia adelante, se mostró dócil y tranquilo. Buena señal. El fino instinto del animal parecía coincidir con mis iniciales apreciaciones: Camar era de fiar… Rodeó despacio al bruto y fue palpando y examinando. Y escuché algunos elogios relativos a los excelentes aplomos, a la fina e inmaculada capa plateada, a la cabeza rectilínea y al cuello de cisne de mi «amigo».

Por último retornó junto a mí. Siguió observando la montura y, solicitando mi aprobación, fue a separar los labios del caballo. Soportó el cabeceo con destreza y energía. El badawi sabía…

Lo dejé hacer. A buen seguro, aquel personaje podía resultar de utilidad. Aún nos restaban muchas jornadas de obligada permanencia en el Ravid…

«Quién sabe —reflexioné—. Puede que la despensa se vea beneficiada».

Acerté, pero no como imaginaba.

Inspeccionó los dientes y, una vez más, se mostró satisfecho. La verdad es que, hasta ese momento, no había reparado en la edad de mi compañero. Los incisivos de leche aparecían definitivamente reemplazados, presentando las correspondientes concavidades en las puntas. Poseidón, con toda probabilidad, estaba a punto de cumplir los cinco años.

—Bien —susurró al fin, reforzando las palabras con una picara sonrisa—, en mi juventud fui sais y sé lo que digo…

¿Sais? Debí suponerlo. Un especialista en el pelaje de los caballos…

—… Te ofrezco cuarenta piezas…

Fue tan súbito e inesperado que permanecí con la boca abierta, incapaz de reaccionar. Y Camar, admitiendo el silencio como una lógica negativa —divertido ante lo que presumía como una forzosa ceremonia de regateo— elevó la suma.

—Cuarenta y cinco y que mis ancestros me perdonen…

—Pero…

Rápido y astuto, adoptó una postura tan falsa como obligada en aquella suerte de negocios entre los badu.

—¿Crees que te engaño?

—Es que…

No me permitió terminar. Y abordó la siguiente y teatral puesta en escena, golpeándose el pecho e invocando al supuesto fundador de su tribu.

—¡Oh, padre Sahel!… ¡Protégeme de este munayyil!

No me inmuté. A pesar de la crudeza del insulto (munayyil, entre los a’rab, es sinónimo de cobarde [6] y hombre sin honor), yo sabía que lamentos e improperios formaban parte del ritual.

—¿Qué pretendes? —elevó el tono, desconcertado ante la aparente resistencia de aquel extranjero—. ¿Quieres mi ruina?… ¿Tratas de ensuciar mi cara?… [7] ¿Es que no ves que estoy jurando por lo más santo?… ¡Juro por mí y por mis cinco!… ¿Me tomas por un perro sararat?

La comedia, en efecto, llegaba a su final. Al jurar por sí mismo y por sus cinco generaciones, Camar defendía su honor en el límite de lo permitido por los escrupulosos badu. En cuanto a la despectiva alusión al clan de los sararat, el viejo no hacía otra cosa que ayudarse con una muletilla, una expresión común y corriente en aquel tiempo. Los sararat, nómadas entre los nómadas, habían caído en desgracia, siendo calificados por judíos, gentiles y a'rab como ladrones, asesinos y «perros del desierto» [8]. No por casualidad, a lo largo de su vida de predicación, Jesús de Nazaret se referiría en diferentes oportunidades a estos infelices, tan injustamente marginados y despreciados.

Francamente, no sé qué ocurrió. Supongo que el Destino, atento, me salió al encuentro…

Mientras asistía perplejo a la escenificación de Camar, «algo» me empujó a meditar la propuesta. Me resistí, pero fue inútil. «Aquello» resultó implacable.

Valoré pros y contras y, desconcertado, tuve que reconocer que la oferta nos aliviaría en un doble sentido. Por un lado zanjaba el asunto de la comprometida presencia de Poseidón. Me dolía, sí, pero, tarde o temprano, tendría que seguir los consejos de mi hermano. Al mismo tiempo —y no era cuestión de esquivar la magnífica ocasión—; la venta del caballo nos proporcionaría un respiro…

—De acuerdo.

Ni yo mismo podía creerlo.

—… Pero dejémoslo en cincuenta…

Camar palideció. Sin embargo, no le di cuartel.

—… Cincuenta denarios —rematé autoritario— y un regalo.

Los ojillos del badawi se entornaron. Besó la mano de plata y, sonriendo forzadamente, negó con la cabeza.

No insistí. Debía aparentar firmeza. Así que, tirando de Poseidón, simulé una retirada en toda regla, encaminándome a la pista.

El viejo truco dio resultado. Al poco, un Camar gesticulante y lloroso se interponía en mi camino, repitiendo la consabida letanía de juramentos.

El resto fue sencillo. Y el trato se cerró en cuarenta y siete piezas de plata y un abultado saco con las primicias de la huerta: ajos en abundancia, cebollas, las suculentas adashim (lentejas), puerros, huevos y diez log (seis kilos) de tiernas pol (habas).

Me negué a mirar atrás. Y con el corazón en un puño huí literalmente de la plantación. Acababa de vender a un «amigo»… por un puñado de monedas.

Curioso y demoledor Destino…

Naturalmente, Eliseo aplaudió la operación. Yo, en cambio, permanecí silencioso y taciturno el resto de la jornada, refugiándome en los preparativos para la inminente partida hacia la Ciudad Santa y en la puesta al día de notas y recuerdos.

Repasé, en especial, los trascendentales sucesos vividos por este explorador en las primeras horas de la mañana del jueves, 18 de ese mes de mayo, en la casa del fallecido Elías Marcos y en el monte de los Olivos [9].

Volví a estremecerme, pero, conforme escribía, poniendo en pie la última e increíble aparición del Maestro, un creciente y, supongo, inevitable disgusto me dominó.

¿Cómo era posible? Caí de nuevo sobre los textos evangélicos y, como digo, mi ánimo fue incendiándose.

Marcos y Lucas, los únicos que refieren el prodigio, sencillamente, no daban una… ¿Cómo era posible?

El primero, en el capítulo 16, versículo 19, dice textualmente:

«Y el Señor, después de haberles hablado, fue llevado al cielo, y está sentado a la diestra de Dios».

¿Es que la prolongada «presencia» del Resucitado entre sus íntimos —alrededor de hora y media— no fue estimada como importante? ¿Es que el joven Juan Marcos —el futuro escritor sagrado— no supo o no quiso informarse a fondo?

Esta lamentable parquedad, para colmo, terminaría provocando, con el tiempo, una absurda polémica entre exégetas y escrituristas. Y la mayoría ha tratado de justificar el texto de Marcos, argumentando, poco más o menos, que el evangelista se inspiró en la historia de Elías y en el Salmo 110 [10]. En otras palabras; algo así como si la «ascensión» hubiera sido una licencia poética.

Me sublevé, claro. Él lo dijo. El Maestro lo repitió dos veces. Primero en el cenáculo y, por último, en la falda oeste del monte de las Aceitunas: «… Os pedí que permanecierais aquí, en Jerusalén, hasta mi ascensión junto al Padre…».

¿Leyenda? ¿Licencia poética?

Marcos dijo la verdad, pero no fue fiel a la totalidad de lo acaecido aquella memorable mañana. Si hubiera relatado los sucesos con detalle, nadie tendría por qué dudar. Pero ¿de qué me extrañaba? Las mutilaciones, silencios y cambios en los textos —que me niego a aceptar como revelados— apenas si habían comenzado.

¿Estoy siendo realmente objetivo? Me temo que no…

Quizá simplifico demasiado. Quizá el bueno y voluntarioso de Marcos no tuvo toda la culpa. Me explicaré. Según mis noticias, aunque el joven Juan Marcos, como vengo relatando, conoció al Maestro y le siguió durante algunos periodos de la vida de predicación, su evangelio, en realidad, debería llevar el nombre de Pedro o de Pablo. Fueron éstos quienes, al parecer, le empujaron a escribir. Pero eso no fue lo peor. Lo lamentable es que ambos —Pedro y Pablo— influyeron decisivamente en la redacción, tergiversando y suprimiendo según los intereses de las cabezas visibles de la casi recién estrenada iglesia de Roma [11]. Como decía el Maestro, «quien tenga oídos…».

¿Y qué decir de Lucas?

No conoció a Jesús. Al parecer, la casi totalidad de su información sobre el Maestro procedía del, para mí, nefasto Pablo [12]. Quizá explique esto el por qué de muchos de sus arrebatos literarios y de sus crasos errores. Pero vayamos por partes. De momento me ceñiré al tema que me ocupa: la ascensión. Veamos algunos ejemplos de cuanto afirmo.

En el último capítulo de su evangelio (versículos 50 y 51), al narrar la postrera «presencia» del Resucitado, escribe impertérrito: «Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo».

¿Cerca de Betania? Nada de eso…

¿Y qué fue del importante mensaje que el Hijo del Hombre se preocupó de recordar a los suyos?

«… Amad a los hombres con el mismo amor con que os he amado. Y servid a vuestros semejantes como yo os he servido… Servidlos con el ejemplo… Y enseñad a los hombres con los frutos espirituales de vuestra vida. Enseñadles la gran verdad… Incitadlos a creer que el hombre es un hijo de Dios… ¡Un hijo de Dios!… El hombre es un hijo de Dios y todos, por tanto, sois hermanos…».

Lucas enmudece. ¿Por qué? Si habló con Pablo, si preguntó a muchos de los testigos, ¿por qué silenció esas importantes palabras? Días más tarde, cuando la Providencia me permitió asistir a la definitiva ruptura entre los apóstoles, intuí la posible razón que llevó a Lucas y a los otros «notarios» a correr un tupido velo sobre esta decisiva escena de la ascensión. Pero de eso prefiero hablar en su momento…

En cuanto al segundo texto —los Hechos de los Apóstoles—, atribuido igualmente a Lucas [13], el desbarajuste alcanza cotas insospechadas. La verdad es que no hay por dónde cogerlo.

El médico de Antioquía lo mezcla todo, añadiendo —no sé si de su cosecha— sucesos que jamás tuvieron lugar. Y en el colmo de la prepotencia tiene la osadía de afirmar que «en el primer libro —el evangelio que lleva su nombre— escribió todo lo que hizo y enseñó Jesús desde un principio…».

¡Dios de los cielos! ¡Cuan engañados están los que se consideran creyentes!

Pero sigamos con los ejemplos.

En el capítulo 1 de los referidos Hechos (versículos 6 al 12), dice textualmente:

«Los que estaban reunidos le preguntaron: "Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?" Él les contestó: "A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra." Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: "Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo"».

Lo dicho. Toda una «ensalada» de errores e inventos.

Para empezar, el confiado Lucas mezcla la pregunta de «los allí reunidos» con el final de la mal llamada «ascensión». Como se recordará, dicha cuestión —planteada por Simón el Zelota, en representación de los atemorizados íntimos— surgió en el cenáculo. En cuanto a la respuesta del Maestro, nada que ver con la realidad. Lucas escuchó campanas, pero…

Segundo párrafo. ¿Nube? ¿Ángeles? ¿Vestiduras blancas? ¿Anuncio del retorno de Jesús?

Esto sí que es pura leyenda. El Resucitado, simplemente, desapareció. Allí no hubo nada más. Y no es poco…

Supongo que, interpretando el sentimiento generalizado de la iglesia primitiva respecto a la inminente y triunfal vuelta a la tierra del añorado Maestro, Lucas dejó volar la imaginación, adornando un prodigio que no necesitaba refuerzo alguno. La Ciencia, hoy, lo sabe —lo sabemos— muy bien.

Los que, en cambio, no terminan de enterarse son los de siempre: teólogos y exégetas. Muchos continúan creyendo, y afirmando, que el fenómeno de la ascensión sólo fue una «enseñanza teológica», carente de rigor. Más claro: que la resurrección y el propio Resucitado no existieron jamás.

Pobrecitos…

Último ejemplo.

Tanto en su evangelio, como en Hechos, el confuso y confundido médico ofrece, insisto, una invención que, entiendo, altera la ya, de por sí, fantástica realidad del Resucitado. Veamos. El evangelista afirma que, en una de las apariciones, el Maestro comió con los discípulos (Le. 24, 42 y 43 y Ac. 1, 4). Amén de no establecer con claridad el lugar y la fecha (dicha «presencia» se produjo el 21 de abril, viernes, a orillas del yam), comete otro error. Ignoro qué pudieron contarle los testigos presenciales pero, como ya he tenido ocasión de relatar en este apresurado diario [14], al ofrecerle una ración de pescado, el Galileo la rechazó, negándose a comer. El Resucitado jamás ingirió comida o bebida. Ni en ésa, ni en ninguna de las diecinueve apariciones que alcanzamos a contabilizar. Un «detalle» aparentemente anecdótico y sin mayor trascendencia pero que, para la Ciencia, encierra un interesante contenido. Un sutil «detalle» que, en definitiva, ponía de manifiesto la «lógica» y la aplastante realidad de aquel «cuerpo glorioso». Un maravilloso «detalle» que parecía «programado», no para aquel tiempo, sino para el nuestro…

Lucas, en fin, volvía a adornar los hechos…, innecesariamente.

Y no tengo más remedio que preguntarme: si estos textos, supuestamente sagrados, han cambiado la dirección de medio mundo, ¿qué habría ocurrido si hubieran respetado la verdad?

Pero lo más triste —que pone en tela de juicio buena parte de cuanto se narra en dichos evangelios— estaba por llegar.

Y poco a poco fui resignándome.