18 DE MAYO, JUEVES (AÑO 30)

Me equivoqué, sí… Una vez más…

Pero Eliseo, mi entrañable compañero, supo esperar. Supo escuchar. Supo comprender. E hizo fácil lo difícil.

Como creo haber mencionado, los recuerdos, a partir de esa mañana del jueves, 18 de mayo, son confusos. Algo me transformó y dominó. Abandoné precipitadamente la Ciudad Santa y, olvidando la misión, galopé sin descanso.

El Maestro nos esperaba…

Su amor nos cubriría…

¿Qué había sucedido en aquella larga y postrera presencia del rabí? Mejor dicho, ¿qué me había ocurrido? No era yo. No era el científico que, supuestamente, debía valorar, contrastar y juzgar. Algo singular, en efecto, se instaló en mi corazón. En mi mente sólo brillaban un rostro, una frase y un guiño de complicidad…

«¡Hasta muy pronto!»

Estaba decidido. Lo haríamos…, ¡ya! Adelantaríamos el ansiado tercer «salto» en el tiempo. Él nos esperaba.

Pobre Poseidón. Apenas si le concedí descanso.

La cuestión es que, bien entrada la noche, Eliseo me recibía desconcertado. Y durante un tiempo —en realidad, todo el tiempo—, atropelladamente y sin demasiado acierto, intenté dibujar lo acaecido en el piso superior de la casa de los Marcos y en la falda del monte de las Aceitunas. Mi hermano, como digo, comprendiendo que algo no iba bien, se limitó a escuchar. Dejó que me vaciara. Después, tras una espesa pausa, señaló hacia las literas, sentenciando:

—Descansemos… Demos a cada día su afán. Mañana decidiremos.

A qué negarlo. Me sentí decepcionado. Insistí.

—Él nos espera…

No hubo respuesta. Yo sabía de su ardiente deseo. Él, como yo, había planificado la nueva aventura con tanta precisión como cariño. Sin embargo… Ahora le comprendo y bendigo su templanza.

Ahí murió mi fogosa defensa. El cansancio tomó entonces el relevo y se hizo el silencio. Lo último que recuerdo es a un Eliseo de espaldas, enfrascado en la revisión de los cinturones de seguridad que peinaban la solitaria cumbre del Ravid.

Sí, mañana decidiríamos…