18 DE AGOSTO, SÁBADO

¿Fue sólo un sueño?

Quién sabe…

Recuerdo que nos hallábamos en una pequeña meseta, rodeada de espesos bosques…

En la ensoñación no identifiqué el lugar, pero yo sabía que era el Hermón…

Eliseo estaba conmigo, a mi lado. Y al fondo, resplandeciente, la «cuna»…

Hablábamos con el Maestro…

Más allá, cerca de la nave, Pedro y los hermanos Zebedeo nos miraban espantados… Parecían medio dormidos…

Jesús, mi hermano y quien esto escribe conversábamos sobre el «futuro», sobre nuestra misión y lo que nos aguardaba al retornar a nuestro verdadero «ahora». El Maestro lo conocía todo. Y nos aconsejó valor y confianza. Todo saldría bien…

Era extraño. Hablábamos, sí, pero no escuchábamos sonidos… Sin embargo, nos entendíamos…

Fueron momentos intensos y felices. Una paz desconocida nos invadía…

Pero lo más increíble es que, triunfando sobre el radiante sol, rostros, manos y vestiduras irradiaban una luminosidad blanca, intensa y deslumbrante…

El Maestro, después, se refirió a su próximo ingreso en Jerusalén. Notamos cierta tristeza…

Eliseo le animó.

Por último, tras abrazarnos, regresamos al módulo. Entonces, los íntimos corrieron hacia Jesús. Y al pasar ante nosotros, con gran veneración, se decían unos a otros:

«Son Moisés y Elías».

Mi hermano quiso hablar. Sacarles del error, pero yo tiré de él, recordándole que «eso estaba prohibido»…

¡Dios mío!… ¡Qué absurdo!… ¿Absurdo? Hoy no estoy tan seguro.

Despegamos y, de pronto, algo falló…

«Santa Claus» se volvió loca… Las alarmas acústicas atronaron la cabina…

¡Peligro!… ¿Qué sucedía?

En ese instante desperté… Mejor dicho, me despertaron.

—¡Jasón!… ¿Qué ocurre?… ¿Qué ha fallado?

Inmenso todavía en el recuerdo del aparentemente «loco» sueño necesité unos segundos para reaccionar. ¿Dónde estaba? ¿Seguía en el Hermón?

—¡Jasón!… ¡Peligro!…

Salté de la litera y, confuso, me dirigí al panel de mando.

Aquello era un manicomio.

El ordenador había disparado las señales luminosas y acústicas. En el exterior, los hologramas, con las gigantescas ratas-topo agitándose y chillando, multiplicaron la confusión.

—Pero ¿qué sucede?… ¿Qué es eso?

Algo se movía y llenaba la pantalla del 2 D, el radar de alerta temprana (AT). Eran cientos, miles, de target [92].

Eliseo desconectó las alarmas y el silencio nos favoreció. Debíamos obrar con un máximo de cautela y precisión.

Fui serenándome.

—¡Jasón!… ¿qué diablos es eso?

No supe responder. No tenía ni idea. Algo, en efecto, acababa de irrumpir en el «portaaviones» haciendo saltar la totalidad de los cinturones de protección, incluido el gravitatorio, a 205 metros de la «cuna».

—No veo nada… Las imágenes infrarrojas sólo detectan pequeños cuerpos calientes…

Afiné la resolución, amplificando los target.

—Negativo. «Santa Claus» distingue únicamente focos de calor… ¡Son seres vivos!…

¿Miles y miles?

Consulté los relojes. Faltaban diez minutos para el alba.

—Está bien. Nos arriesgaremos… ¡Anula defensas!

Eliseo me miró perplejo.

—¡Por Dios, obedece!… ¡Desconecta!… ¡Voy a salir!…

No había alternativa.

Tomé la «vara» y me lancé a tierra. No sabíamos qué era «aquello», pero tampoco podíamos quedarnos con los brazos cruzados. El «intruso» era lo suficientemente importante como para haber violado toda nuestra seguridad.

No necesité caminar mucho. A escasos metros de la muralla en ruinas, «algo» alado, ligero y silencioso se precipitó sobre este atónito explorador, cubriéndolo de pies a cabeza.

¡Dios!

Mi hermano, a la escucha a través de la conexión auditiva, irrumpió alarmado:

—¡Jasón!… ¿Estás bien?… ¿Qué es eso?… ¡Veo miles de focos calientes!… ¡Responde!

Y contesté, claro está.

—¡Maldita sea!… ¡Están por todas partes!…

Cuando acerté a quitármelos de encima creí entender. Pero «otros» cayeron de nuevo sobre mí colocándome al borde de la histeria…

Los toqué y, al tacto, a pesar de la oscuridad, me parecieron insectos. Pero eran enormes…

Minutos más tarde —a las 4.55—, con las primeras luces del amanecer, el susto fue disipándose.

Respiré aliviado.

—¡Falsa alarma!… Sufrimos una plaga…

La cima, en efecto, se vio asolada por una «nube» de mariposas —de hasta diez y quince centímetros de envergadura—, de alas blancas, naranjas y negras, con unos tórax y cabezas igualmente oscuros. Se hallaban por doquier…

Al penetrar en la planicie e invadir las barreras de seguridad, microláseres, IR, hologramas y gravitatorio «despertaron» a «Santa Claus», «volviéndolo loco».

¡Qué extraña y singular «conexión» con el sueño del monte Hermón!

Al regresar al módulo y analizar uno de los ejemplares, el banco de datos nos dio la respuesta. Se trataba de la Danaus chrysippus, un lepidóptero dotado de brillantes colores de advertencia cuyo principal alimento —¡qué casualidad!— lo integran las hojas de los manzanos de Sodoma, así como otros vegetales de la familia de las asclepias. Durante la primavera y el verano, por lo visto, forman inmensos «enjambres», precipitándose como una maldición bíblica sobre los oasis, la costa o cualquier otro terreno donde crece su dieta.

No tuvimos opción. El ingeniero cursó la orden pertinente y la defensa gravitatoria fue desplazada hasta la «popa» del Ravid, más allá de «nuestro» manzano de Sodoma [93]. Al punto, las Danau se vieron irremediablemente empujadas en todas direcciones. Y la cima quedó limpia.

¡Cuán certero es el adagio!… No hay mal que por bien no venga.

Gracias a las inoportunas mariposas comprendimos que no todo era tan perfecto como suponíamos. Y de inmediato, mi hermano corrigió la estrategia de seguridad.

Varió el límite del cinturón gravitatorio, fijándolo a 500 metros de la «cuna» y convirtiéndolo en el primero de los escudos. Con ello, la nave quedaba perfectamente protegida bajo una gran cúpula, invisible a los ojos humanos. Por detrás, a 400 metros del vértice o «proa» del «portaaviones», la barrera IR. Por último, coincidiendo con la muralla romana, a 173 metros del lugar del asentamiento del módulo, «Santa Claus» ubicó el «escenario» de los hologramas, con las ficticias y temibles escenas protagonizadas por nuestros «vecinos» las ratas-topo. En cuanto al barrido de los microláseres, fue desestimado. Con las protecciones mencionadas era suficiente. Así se consiguió, además, un notable ahorro energético y, por supuesto, un «descanso» para el ordenador. El «ojo del cíclope» sólo actuaría en el ya referido caso de alta emergencia, proyectando el abanico infrarrojo en vertical.

Las nuevas medidas redujeron el área de protección pero, a cambio, la fortificaron, conjurando «invasiones» como la de aquella madrugada y eliminando, definitivamente, las continuas y familiares irrupciones, en la franja de seguridad, de los otros «vecinos»: las aves que anidaban en el cercano Arbel y alrededores.

Todos salimos ganando. Las perplejas aves, nosotros y, obviamente, el ordenador, que vio aliviada la tarea de detección y alerta.

El único inconveniente de esta modificación estuvo en la obligada operación de apertura y cierre del gravitatorio. Al aproximarse a la línea establecida -500 metros—, los exploradores no tenían más remedio que desactivarlo y volverlo a activar. Para ello, el ingeniero ideó una doble «llave». Merced a la conexión auditiva, «Santa Claus» recibía las órdenes pertinentes, procediendo a la anulación, y reintegración de la cúpula, según los casos. Al alejarnos hacia la «popa», por ejemplo, o retornar a la nave, bastaba con formular una contraseña —«base-madre-tres»— y la computadora despejaba el camino. Para el cierre, el «santo y seña» elegido fue «Ravid», pero en inglés…

La sugerencia me pareció correcta. Y Eliseo transfirió los códigos al sistema director.

Sin embargo, algo me dejó intranquilo…

¿Qué sucedería si ambos olvidábamos las contraseñas?

Muy simple: no habría forma de salir del entorno de la «cuna» y, lo que era peor, de acceder a ella.

Al comentarlo, mi hermano rechazó la, aparentemente, peregrina posibilidad.

¿Y por qué iba a ocurrir algo así? Llevaba razón…, hasta cierto punto. Entonces lamenté no haberle puesto al corriente de la magnitud del mal que nos acechaba. Si la memoria se hundía, si quedaba bloqueada —hipótesis verosímil en el proceso de envejecimiento prematuro que padecíamos—, ¿qué sería de aquellos exploradores? Si nos pillaba fuera del Ravid, ¿cómo ingresaríamos de nuevo en el módulo?

Mi compañero, siempre optimista, se burló de estas reflexiones y de quien las formulaba, tachándome de «pájaro de mal agüero».

Encajé el rapapolvo. Quizá exageraba. Además, en ese nefasto supuesto, si perdíamos la memoria, poco importaba el «santo y seña». Quién sabe dónde nos sorprendería semejante catástrofe… Pero el instinto había avisado. ¿Cuándo aprenderé? ¿Cuándo seré capaz de atender las certeras y rumorosas «palabras» de la intuición?

Y, torpe de mí, olvidé la sutil «advertencia», no adoptando las medidas oportunas.

Lo pagaríamos caro. Muy caro…

7 horas.

Todo se esfumó. Todo cayó en el olvido… Estábamos en marcha. Inaugurábamos, al fin, la búsqueda del Hijo del Hombre.

Él nos esperaba. Él nos cubriría… Sacrificios, penalidades, angustias…, todo fue relegado. Olvidado. Y ansiosos iniciamos el descenso, alejándonos del «portaaviones».

La plaga y las modificaciones ya referidas nos retrasaron, demorando en dos horas la partida.

Observé el cielo. Radiante. El presagio se me antojó inmejorable. Temperatura: 27 °C. No importaba. ¡Adelante! En dos o tres días, a lo sumo, si el Destino se mostraba benévolo, estaríamos de nuevo frente al añorado rabí de Galilea. La idea, como digo, nos motorizó, sumándose a la misteriosa «fuerza» que ahora, más que nunca, parecía levantarnos en vilo.

¡Dios!… ¡Qué magnetismo el de aquel Hombre! En la plantación de los felah poco o nada había cambiado. Camar, el viejo nómada, nos atendió con su proverbial hospitalidad.

No pude evitarlo. Un escalofrío me sacudió al llegar a su presencia.

¿Me reconocería? ¡Qué absurdo! Yo sabía que eso no era posible. «Estábamos» en el «pasado». Ahora «vivíamos» cinco años atrás…

Y así fue. El «luna» no supo quién era. Su aspecto y talante tampoco variaron gran cosa.

Adquirimos algunas provisiones —las justas— y deshicimos lo andado, situándonos frente a la rampa que denominábamos «zona muerta». Desde allí, según lo convenido, torceríamos hacia el norte, al encuentro del nahal (río) Zalmon. Por prudencia seleccionamos aquella ruta, más tranquila y solitaria, evitando así la concurrida Migdal.

Y mientras dejábamos atrás las sedientas y agostadas elevaciones que nos separaban de la curva de la «herradura» no pude evitar el recuerdo de Camar. Fue en esa breve estancia en los huertos cuando Eliseo y yo tuvimos auténtica conciencia de otro «hecho» que ahora adquiría especial relevancia.

Lo hablamos por el camino y llegamos a una misma conclusión: ese «otro Jasón» al que hacían mención algunos familiares e íntimos del Maestro sólo podía ser este explorador. La explicación, aunque enrevesada, era elemental. Ellos, Ruth, la Señora, los discípulos, etc., me «conocieron» en el transcurso del año 30. Pues bien, nos hallábamos en el 25 y, casi con seguridad, volvería a encontrarlos. Para todos, este «ahora», el que estrenábamos, era el «primero». Es decir, no tenían memoria de lo acaecido cinco años después. Era, pues, en el año 25 cuando nos conocerían por primera vez. Pero, si todas las alusiones hacían referencia a un Jasón mucho más viejo que el del 30, ¿qué quería decir esto?

Mi hermano y yo guardamos silencio, dejando correr una dramática pausa.

Estaba clarísimo. Por razones que conocíamos muy bien, ambos envejeceríamos prematuramente en este «ahora».

Nuevo y prolongado silencio.

Por eso, sencillamente, al verme en el 30, en el «futuro», no consiguieron identificarme con el «otro Jasón», el «viejo griego» con el que trataron en el «pasado». ¿Cómo era posible —llegaron a comentar— que el Jasón del 30 fuera más joven que el del 25?

Y la sospecha —yo diría que la certeza— me eclipsó durante algún tiempo. Debíamos prepararnos. «Algo» sucedería en esta nueva aventura. «Algo» nos dejaría casi irreconocibles. Varios de los síntomas, en efecto, apuntaban ya en nuestra piel.

Sacudí el «fantasma» y procuré centrarme. Eso sería valorado…, en su momento. Estábamos donde estábamos. Las fuerzas se hallaban intactas. Y olvidé.

Alcanzamos la solitaria curva de la «herradura» y vadeamos el disminuido cauce del Zalmon. A partir de allí penetramos en la «jungla», uno de los tramos más peligrosos de aquella etapa del viaje. La margen izquierda del terroso río que desembocaba en el yam era un nido de insectos, a cual más agresivo. En aquel infierno de alias espadañas, papiros, venenosas adelfas, juncos de laguna y los míticos aravah o sauces de diminutas y verdosas flores se concentraba una «nube» de potenciales «agresores». Nos hicimos con los mantos y, a pesar de la sofocante atmósfera y de la protección de la «piel de serpiente», cubrimos los cuerpos hasta donde fue posible, cruzando la intrincada vegetación sin demora. Al ingresar finalmente en la «vía maris», la calzada que rodeaba la orilla occidental del mar de Tiberíades, respiramos. Los ropones aparecían invadidos por muchos de aquellos mortíferos Anopheles (mosquito transmisor de la malaria), Aédes aegypti (responsable de la fiebre amarilla), Culex quinquefasciatus (provocador del dengue) y otros indeseables propagadores de enfermedades como el tifus, filariasis, leishmaniasis, tripanosomiasis y oncocercosis, entre otras.

Aceleramos. Desde el puente sobre el Zalmon hasta la ciudad de Nahum restaban aún cuatro kilómetros.

Nos deslizamos sin problemas por el jardín de Guinosar y los molinos de Tabja. El tránsito de gentes y animales, tal y como suponíamos, era casi nulo en aquel sábado.

Y al llegar a la altura de la familiar colina o monte de las Bienaventuranzas, antigua «base-madre-dos», disfrutamos rememorando los muchos e intensos momentos vividos en el segundo «salto».

Lo habíamos discutido y, a la vista de los negros muros de Nahum (Cafarnaum), replanteamos el dilema.

Esta vez no cometeríamos los mismos errores. Al menos lo intentaríamos…

Esta vez no nos proclamaríamos como «prósperos comerciantes en vinos y maderas» y, mucho menos, en mi caso, como médico. Era mejor así. Y de mutuo acuerdo establecimos que, a partir de ese sábado, 18 de agosto del año 25, aquellos «griegos de Tesalónica» serían, sencillamente, unos ricos viajeros, deseosos de conocer mundo y de averiguar dónde estaba la Verdad. En el fondo, algo absolutamente cierto.

El solo recuerdo de los problemas suscitados por mi condición de «sanador» me hacían estremecer. No caería en semejante error. Otra cuestión era si podría mantenerme al margen. ¿Reaccionaría con frialdad ante una circunstancia de esa naturaleza? Honradamente, lo dudé…

10 horas.

Los nueve kilómetros que separaban el peñasco del Ravid de la «ciudad de Jesús» —Nahum— fueron cubiertos a un tren excelente.

¿De dónde sacábamos aquel ímpetu?

Al principio lo atribuí a Eliseo, fuerte como un toro, tirando sin piedad de quien esto escribe. Pudo ser. Sin embargo, había «algo» más… Conforme nos aproximábamos a la primera desembocadura del Jordán, los corazones iniciaron un agitado bombeo. Más cerca, sí, nos hallábamos más cerca…

¡Dios mío!… ¿Qué nos ocurría? Aquel Hombre nos tenía trastornados…

Nahum, más silenciosa que de costumbre, tampoco se presentó diferente. Bajo los arcos de la puerta norte, displicentes y derrotados por el calor, algunos mendigos y lisiados nos observaron al pasar. Uno o dos agitaron las escudillas de barro, solicitando las consabidas limosnas.

Si continuábamos a este ritmo, y el Destino no nos «entretenía», en cuatro o cinco horas divisaríamos la orilla sur del lago Hule.

«Perfecto —me dije—. Eso significaba concluir la primera etapa del viaje hacia las 15 (la hora "nona")».

Teníamos, pues, tiempo más que sobrado para buscar alojamiento (el ocaso llegaría a las 6 horas, 14 minutos y 53 segundos de un supuesto horario «zulú» o «universal»). De todas formas, ante lo benigno del clima, tampoco me inquieté. Dormir al raso era algo habitual entre aquellas gentes y en aquel tiempo estival.

Y el Destino nos salió al paso…

¿Cómo pude olvidarlo?

Sí, allí estaba… Era lógico…

Me detuve. Eliseo percibió el sobresalto. Preguntó inquieto. Sin embargo, fui incapaz de responder.

—¿Qué pasa? —me interrogó por segunda vez.

Si «aquello» acababa de paralizarme —reflexioné—, ¿qué sería de mí al enfrentarme al Maestro?

A trescientos metros de la puerta principal de Nahum, a la derecha del camino que conducía a Saidan, se alzaba un viejo y no menos «familiar» caserón.

—¡La aduana! —musité casi para mí.

—¿La aduana? —replicó mi hermano, intrigado—. ¿Y qué?

No, no era el negro edificio de basalto lo que me tenía perplejo…

—¡Es él!… Eliseo, ¡es él!

Mi compañero dirigió la mirada hacia el único individuo que, sentado al pie de una de las frondosas higueras que sombreaban la fachada, cabeceaba una y otra vez, vencido por el calor y el aburrimiento.

—¿Él?… Pero ¿quién?

Eliseo se impacientó. Y comprendí. Mi hermano difícilmente podía recordarlo. Que supiera, sólo lo había visto una vez.

No fui capaz de sacarlo de la irritante incógnita. Sencillamente, estaba fascinado…

Me aproximé y, sonriente, me planté ante el funcionario. Eliseo, detrás, contrariado ante tanto mutismo, masculló algo irreproducible.

Y el hombre, al fin, en una de las violentas cabezadas, fue a distinguir las siluetas de los dos «visitantes». Intentó despabilarse y, sin comprender el sentido de aquella interminable sonrisa, nos interrogó con la mirada.

Poco faltó para que le llamara por su nombre. Ésta, sin duda, fue una de las disciplinas más arduas en tan extraordinaria misión. Costó trabajo acostumbrarse. «Ellos» no me conocían. Yo, en cambio, perfectamente…

Se puso en pie y, fiel a su cometido, solicitó sin palabras que abriéramos los petates. Eliseo obedeció al punto. Quien esto escribe, embobado, continuó mirándole.

Casi no había cambiado. Ahora podía contar 25 o 26 años de edad. Conservaba la misma luz en los profundos ojos azules y sus cabellos, menos encanecidos, seguían luciendo rubios y cuidados sobre los estrechos hombros. Manos, túnica, ceñidor y sandalias aparecían como antaño (mejor dicho, como en el «futuro»): esmeradamente limpios y aseados.

El único «cambio», el más «notable», se hallaba en la reluciente chapa de latón prendida en el pecho, sobre la inmaculada túnica de lino blanco. Aquél, en efecto, era el distintivo de su «gremio».

Sí, el Destino, burlón, nos salía al paso de nuevo…

El funcionario no era otro que Mateo Leví, el publicano, el recaudador de impuestos, uno de los íntimos.

Pero estábamos en agosto del 25 y el Maestro no había tocado aún en su hombro y en su corazón. Para todos, en esos instantes, era un «odiado siervo de Roma», despreciado e ignorado.

El buen hombre me observó perplejo. Imagino que la intensa y nada pudorosa mirada de aquel viajero lo turbó.

Hizo un brusco movimiento con la mano izquierda, ordenando que abriera el saco.

—Lo siento…

Fue lo único que acerté a articular. ¡Dios mío!… ¿Cómo describir aquella emoción? ¿Cómo expresar la tromba de recuerdos que me asaltó?

Revolvió las ampolletas de barro, curioseando los papiros y, sin demasiado interés, estimó el «peaje» por las provisiones en diez leptas (pura calderilla).

Mi hermano abonó lo estipulado y el «funcionario», satisfecho, se retiró hacia la corpulenta higuera.

Al proseguir y confesar, al fin, el porqué de la sorpresa, Eliseo intentó recordar. Lo logró a medias. El rostro del discípulo se hallaba difuminado en su memoria. Tan sólo lo vio una vez: en la penúltima aparición en el yam, en la cima de la colina donde se asentaba entonces la nave.

Aproveché la circunstancia y le advertí sobre el peligro de la fortísima tentación que acababa de experimentar. Por nada del mundo deberíamos «adelantarnos», pronunciando los nombres de los que conocíamos y que, como en este caso, iríamos encontrando en el transcurso de aquel tercer «salto». Era difícil, pero ésas eran las normas. La prudencia, de nuevo, tenía que ser nuestra brújula.

Dejamos atrás el territorio de Herodes Antipas y penetramos en los dominios de su hermanastro Filipo, en la hermosa y agreste Gaulanitis [94].

Fue entonces cuando, a raíz del encuentro con Mateo Leví, mi compañero planteó varias e interesantes cuestiones:

¿Cómo era el Jesús de Nazaret inmediatamente anterior al de la vida pública? ¿Se hubiera mezclado con gentes como el repudiado publicano? Y apuntó más lejos: ¿pudo el Maestro saber de la existencia de Mateo antes de su periodo de predicación? ¿Qué habría sucedido si estos exploradores le hubieran mencionado al rabí?

Discutimos.

Yo defendía la hipótesis de un Jesús siempre idéntico. Eliseo, en cambio, se mostró reticente. No había pruebas sobre lo que aseguraba. Tenía razón. Era el instinto lo que me impulsaba a pensar así. La verdad es que no concebía al Hijo del Hombre discriminando a nadie. Y menos por la actividad desplegada, aunque fuera la de recaudador de impuestos para Roma, la invasora.

Eliseo afinó.

Si la divinidad de aquel Hombre era un hecho, ¿cuándo empezó a disfrutar de semejante poder? ¿Debíamos hablar de un Jesús anterior a esa facultad y, por tanto, distinto?

Sonreí para mis adentros. Las interrogantes eran viejas compañeras. Algunas me torturaron lo suyo tras los análisis de los ADN…

Obviamente, no hubo forma de aunar criterios. Carecíamos de información. Pero estábamos cerca, muy cerca de la resolución del enigma…

El segundo dilema parecía más fácil.

¿Conoció el Maestro al publicano antes de iniciar el periodo de predicación?

Las noticias aportadas por el Zebedeo padre apuntaban al «sí». Según el riguroso confidente, en el año 21, tras abandonar Nazaret, Jesús se instaló en el yam durante una temporada, trabajando, al parecer, en los astilleros del próspero vecino Saidan. Si esto fue así, si el Hijo del Hombre, efectivamente, vivió por espacio de un año en Nahum, era verosímil que hubiera coincidido con Mateo Leví y, quizá, con otros futuros discípulos. Que yo supiera, casi la totalidad nació o era residente en el yam.

Mi compañero, puntilloso, recordó que el Galileo, después de todo, era judío. ¿Por qué iba a mezclarse con individuos malditos y «pecadores»?

Supuse que no hablaba en serio. Eliseo intuía cómo era en verdad aquel Hombre. E imaginó que le divertía tirarme de la lengua. Jesús de Nazaret se había convertido en mi debilidad…

Por supuesto, rechacé la sugerencia.

No tenía pruebas. No sabía a ciencia cierta cómo era aquel «otro» Jesús, anterior al dibujado por los evangelistas. Sin embargo, «algo» me gritaba en lo más íntimo que la diferencia tenía que ser mínima. Lo apuntado ya en la infancia y juventud era muy significativo.

Éste, en suma, constituía otro fascinante motivo para seguir adelante con la misión.

¿Qué hallaríamos en el Hermón? ¿Qué clase de Hombre nos esperaba? ¿Un místico? ¿Quizá un iluminado? ¿Un revolucionario? ¿Un Dios?

11 horas.

Echamos una ojeada al lago.

El sábado lo mantenía dormido. Apenas media docena de embarcaciones, tripuladas con seguridad por gentiles, esperaba inmóvil y paciente la puntual visita del viento del oeste, el maarabit. Entonces desplegarían las velas, enfilando la primera desembocadura del Jordán. Algunos averíos blancos, chillones e inquietos, se precipitaban sobre el azul plomo de las aguas, «marcando» los bancos de tilapias.

Era hermoso estar allí, sí, hermoso y esperanzador…

Casi sin darnos cuenta, absortos en la conversación, dejamos atrás los mojones que señalizaban el viejo y el nuevo camino. Estos miliarios, a decir verdad, resultarían de gran utilidad en este y en los futuros viajes. Roma, eficaz y severa, se encargaba de plantarlos al filo de las calzadas y rutas menores, informando al caminante sobre distancias y direcciones. En este caso, cada cilindro de piedra caliza, de un metro de alzada, además de anunciar las ciudades próximas y las millas a recorrer, presentaba una leyenda alusiva al emperador de turno. Grabado en latín se leía:

«Emperador César Divino Tiberio, hijo del Divino Augusto… Año V de Tiberio».

Salvo que fueran destruidos o derribados —algo bastante habitual entre los judíos más fanatizados—, estos miliarios aparecían siempre a distancias exactas: una milla romana (mil pasos o 1182 metros). Para estos exploradores, como digo, fueron utilísimos, aliviando los cálculos que efectuábamos merced a los dispositivos alojados en las sandalias «electrónicas». Y llegó el día en que, prácticamente, aprendimos de memoria rutas y distancias.

Al cruzar el puente cercano a la primera desembocadura del Jordán, dos de aquellos miliarios nos advirtieron. Uno señalaba «Nahum (3,3 millas)» y el otro «Beth Saida Julias (2 millas)». A partir de allí, todo era nuevo para mí y, por supuesto, para mi hermano.

Y prestamos especial atención. Las referencias geográficas, como expliqué en su momento, eran vitales.

Apretamos el paso.

La estrecha y descuidada senda serpenteó dócil, durante casi dos kilómetros, bajo un benéfico «túnel» formado por esbeltos y canosos álamos del Eufrates y enmarañados tamariscos. El «paseo», en solitario, fue una delicia. Entre las frondosas copas verdiblancas se adivinaba el incesante ir y venir de las laboriosas golondrinas de mar y de las calandrias de cabeza negra, siempre discutidoras y melodiosas. Desde la primavera, los sufridos hawr (álamos), una de las pocas especies capacitada para resistir la salinidad de las tierras próximas al Jordán, se convertían en el obligado hogar de estas pequeñas y siempre bienvenidas aves migratorias. Para los galileos, golondrinas y calandrias eran allon (palabra sagrada que significa «Él» o «Dios»). Sencillamente, las asociaban al resurgimiento de la vida, al «santo amanecer» de la Naturaleza…

De pronto, lejano, apenas perceptible bajo la sinfonía del bosque, escuchamos un griterío.

Nos miramos inquietos. Parecían voces infantiles…

Y en guardia nos aproximamos a uno de los escasos claros. Al contemplar el «espectáculo» entendí. Tranquilicé a Eliseo y, rogando prudencia, continuamos.

En el reducido calvero se dibujaba un cruce de caminos. Otra pista angosta, e igualmente trabajada con la negra escoria volcánica de la región, se aupaba con dificultad hacia un cerro de doscientos o trescientos metros. Arriba, amurallado por el apretado bosque, se distinguía un conato de ciudad. Era Beth Saida Julias, la población levantada por Filipo y, en cierto modo, «capital» administrativa de la zona. Una ciudadela azabache y caótica que evitaríamos, de momento.

Debí suponerlo. Al igual que en casi todas las rutas, los lugareños aprovechaban estas encrucijadas para sentar sus reales y vender toda suerte de mercancías.

Por supuesto, era un lugar estratégico. Y tomamos buena nota.

Consultamos el sol. Volaba hacia el cénit. Estábamos cerca de la hora «sexta» (mediodía).

Lo comentamos y, necesitados de un respiro, decidimos hacer un alto.

Lentamente, con precaución, nos mezclamos en aquel caos. Treinta o cuarenta miradas nos siguieron curiosas.

Entre los asnos amarrados a los árboles y los improvisados tenderetes, una chiquillería incansable e incombustible desafiaba el calor, corriendo y saltando ante la lógica irritación de los paisanos. Semidesnudos, con las cabezas rapadas y las costillas al aire, los niños iban y venían, atosigando y mortificando a los altos onagros con cardos espinosos y largos y puntiagudos palos. Los justificados rebuznos y el peligroso cocear, lejos de intimidar a la gente menuda, la excitaba, haciéndola volver a la carga con renovados bríos y entre incontenibles gritos y risas malévolas y contagiosas.

Varias y modestas columnas de humo huían perezosas de otras tantas y herrumbrosas marmitas, sofocando el lugar con los típicos y ya familiares olores a pescado frito y carne guisada.

Allí, en aquellos «mercadillos» en miniatura, el caminante encontraba de todo.

Con aire cansino, sin demasiada contundencia, campesinos y pescadores espantaban un ejército de moscas de todos los portes que caía negro y zumbante sobre personas, enseres y mercancías. La plaga, sencillamente, formaba parte del paisaje. No tendríamos más remedio que acostumbrarnos. Así era la Palestina de Jesús…

Frutas, hortalizas, huevos, especias, tilapias y «sardinas» del yam —frescas o saladas—, pan recién horneado, agua, vino recio y caliente e, incluso, zumo de melón convenientemente enfriado con la nieve transportada desde el Hermón…

Esto, y mucho más, se ofrecía en casi todos los cruces de caminos.

Eliseo me hizo un gesto, reclamándome.

A sus pies, sobre una descolorida y deshilachada manta de lana, uno de los vendedores presentaba un «producto» un tanto singular. «Singular» para nosotros, claro está…

El viejo, un badawi (beduino) de edad indefinible y casi escondido bajo un amplio ropón escarlata, nos invitó a curiosear.

Mi hermano se inclinó y, decidido, tomó uno de «ellos». Lo abrió y, divertido, leyó en voz alta:

«Para la hija de… [el nombre del comprador aparecía en blanco]. Para conjurar la fiebre y el mal de ojo y para echar los demonios femeninos… Ya, ya, ya, ya, ya…, y los espíritus del cuerpo. En nombre de Yo, el que Soy».

Sonreí, comprendiendo.

Y el nómada, diplomático, correspondió con otra sonrisa, mostrando unas encías desdentadas, sangrantes y purulentas. Y el enjuto rostro, oscuro como el carbón, se iluminó ante la posibilidad de una buena venta.

La «mercancía», en efecto, abarcaba una nutrida y variopinta colección de amuletos, talismanes e ídolos, «muy capaces —según el dueño— de resolver la vida a quien tuviera la sabiduría de comprarlos».

Entre los primeros los había confeccionados en papiro, cuero, lana, cobre y piedra.

—Son santos —aclaró el astuto propietario en un arameo inválido y cargado de infinitivos—. Si tú comprar, ellos cuidar… Nada temer…

Me fijé en dos grandes planchas rojizas de arcilla, de 40 por 30 centímetros. Se hallaban grabadas por una de las caras, con sendas aspas, formadas por cuatro líneas paralelas.

Me intrigó. Aquello era desconocido para mí.

—Santo…, muy santo —se adelantó el badawi, adoptando solemnidad—. Líneas hechas por ángel Esdriel… Protección máxima… No tocar. Primero comprar… Barato… Te lo dejo en diez piezas.

—¿Diez «ases»? —tercié convencido.

El anciano echó atrás el manto, descubriendo una larga y pastosa melena plateada.

—Tú loco…, amigo… ¡Diez denarios plata por tabla!… Tu vida protegida hasta la muerte… Esdriel ser número uno…

El tal Esdriel era uno de los espíritus habitualmente invocado por estas supersticiosas y temerosas gentes. Triste, sí, pero ésta, y no otra, era la realidad. A lo largo y ancho del país, cientos de traficantes como aquel badawi vendían «felicidad» con la ayuda de toda clase de elementos supuestamente mágicos. Y, como iríamos descubriendo, muy pocos se resistían. Éste, justamente, sería otro de los frentes de batalla del Hijo del Hombre; la lucha por sanear mentes y voluntades, haciéndoles ver que la «suerte» y la verdadera «protección» no se hallaban en tales objetos. Pero no adelantemos acontecimientos…

Rechacé las «divinas aspas» y me interesé por el resto de los amuletos.

Uno de ellos, torpemente pintado en hoja de palma, rezaba en un defectuoso hebreo:

«Canción para glorificar al rey de los mundos: Yo soy el que Soy, el rey que habla en una forma diferente y misteriosa a todo mal, que no debe causar dolor al rabino… [aquí se incluía el nombre del comprador; en este caso un rabino], servidor del Dios de los cielos… Anael, Suriel, Kafael, Abiel y demás ángeles proteged a…».

Quedé pensativo.

Éste era un excelente resumen del concepto de Yavé. Así pensaban los judíos. Su Dios —«Yo soy el que Soy»— era Alguien que sólo causaba dolor o administraba justicia. Y nada mejor que un amuleto para congraciarse con semejante «fiscal» y, de paso, recibir su bendición…

A la vista de la desgraciada situación empecé a entender el auténtico alcance de la «revolución» que pondría en marcha el rabí de Galilea. Desde mi corto conocimiento, Jesús intentó acabar con esa implacable y única «cara» de Dios. Un «rostro» —ahora lo sé— absolutamente falso.

Otro, escrito sobre un lienzo de lino, podía arrollarse en la cabeza, siendo «útil y beneficioso en los viajes». Decía así:

«Yo soy el que Soy… Yo no sumaré tus culpas… [nombre del individuo], porque llevas la señal del temeroso».

Por último —la lista sería interminable—, mi hermano fue a mostrarme una pequeña placa de cobre en la que el artesano había grabado lo siguiente:

«Donde este amuleto sea visto… [nombre del propietario] no debe temer. Y si alguien lo detiene será quemado en el horno. Bendito eres tú, Señor. Envía a… los remedios. Ángeles que curan las fiebres y el temblor, curad a… con palabras santas».

La pieza, provista de un cordón tan cargado de años como de sebo, se colocaba al cuello. Pero ¡ojo!, según el viejo, el «poder» del amuleto se hallaba limitado por las horas… Me explico. Si uno pagaba el precio «base» —un denario de plata—, la «protección» se extendía a las vigilias de la noche. Por otra moneda más, en cambio, el incauto comprador recibía una «bendición extra», alargando la «magia» al resto del día.

Junto a esta «sagrada mercancía» se alineaban otros «poderosos fetiches», fundamentalmente fenicios e hititas. En plomo, bronce, piedra y madera, y en todos los tamaños, distinguimos lo más selecto de las «cortes celestiales», adoradas en aquel tiempo y en aquellas tierras de la pagana Gaulanitis. Allí, por uno, dos o tres denarios —según el material y la «categoría» del ídolo—, el caminante se llevaba consigo al número «uno» fenicio, el dios «Él», representado en forma de toro [95], a su esposa Asherat del Mar o Astarté, con su perfil casi egipcio y tocada con un disco entre dos cuernos o al hijo de ambos —Baal—, portando el rayo de la victoria en su mano izquierda. Además de estas representaciones divinas de Tiro, Biblos, Sidón, Arvad y la extinguida Ugarit, uno podía adquirir lo más granado de los dioses de la mítica Cartago o de las ancianas Babilonia y Asiría. Entre la «nómina» de los primeros distinguí a Baal Hammón, el dios barbudo, sentado en un trono cuyos brazos eran rematados por cabezas de moruecos. (Los romanos lo identificaron con el dios africano Júpiter Ammón). El badawi, listo como el aire, conociendo la arraigada superstición de los pescadores del yam, se había procurado, incluso, unos ídolos de madera de ébano con la representación del dios Bes, un enano grueso como un tonel, de expresión feroz, que los marinos gustaban clavetear en las proas de los barcos. Aunque el «invento» procedía de Cartago, pronto se extendió por todo el «Gran Mar» (Mediterráneo) y por los ríos y lagos navegables. Junto a Bes me llamó también la atención otro extraño «ídolo», grabado sobre hierro. Lo examiné pero, francamente, no supe identificarlo. Lo formaba una especie de cono truncado, con un disco en la parte superior. Entre ambos, el grabador había trazado una línea con los extremos doblados hacia arriba y en ángulo recto.

Pregunté y, harto ante la insaciable curiosidad de aquellos extranjeros y el, hasta entonces, nulo éxito en las ventas, el nómada replicó con un escueto «gran magia de dioses bajados del cielo»…

Poco más sabía. Al regresar al Ravid, vivamente intrigado, consulté el banco de datos del ordenador. «Santa Claus», con reservas, lo identificó con la diosa Tanit, de Cartago, también conocida como el «rostro de Baal». La imagen figura en numerosas estelas de esa parte del norte de África pero, en honor a la verdad, sólo son opiniones de los arqueólogos. La computadora, finalmente, aportó un dato tan interesante como misterioso: quizá estábamos, no ante un dios, sino en presencia de un antiguo y desconocido «alfabeto». ¿Quizá bereber?

Entre el nutrido panteón de dioses hititas reconocí a Ishkur, también venerado como Adad, y simbolizado con una «X». Con este número o marca se representaba una divinidad innominada, responsable de la administración de las lluvias. Como tendríamos ocasión de comprobar, para muchos felah no judíos, la presencia de Baal o de «X» en sus campos favorecía las precipitaciones —en especial las tempranas—, siendo entronizados en los accesos y orientados siempre hacia el norte o el oriente, respectivamente. Es decir, hacia los lugares de sus supuestos orígenes.

El «muestrario», en fin, era altamente ilustrativo. Éste era el panorama religioso de los gentiles. A esta caótica situación debería enfrentarse en su día el Hijo del Hombre. Un confuso «panorama» al que se sumaba, naturalmente, la «plantilla» de dioses romanos, griegos, egipcios, galos, beduinos, etc. Según nuestros cálculos —apoyados en el cómputo de Hesiodo en La teogonía—, cuando al Maestro apareció en la Tierra, sólo en la cuenca mediterránea, se adoraban ¡90 000 dioses!

Es posible que hoy, influido por el monoteísmo, el hipotético lector de este diario no haya reparado en lo anómalo de un mundo con semejante proliferación de dioses. Pues bien, como digo, ésta era la terrible y cotidiana verdad que se encontró Jesús de Nazaret. Por un lado, sus propios paisanos —los judíos—, sirviendo y venerando a un Yavé distante, vengador y siempre vigilante. Un Dios «negativo» del que se derivaron —directa o indirectamente— 365 preceptos prohibitivos contra 248 positivos o afirmativos. Toda una «pesadilla» burocrática que convirtió a ese Dios en un «contable» y en un «inspector» tan frío como absurdo.

Por otro, los gentiles, esclavizados por ídolos de piedra, oro o hierro, a cual más tirano y caprichoso.

Curiosamente, con ninguno de ellos —incluido el sangriento Yavé— era posible el diálogo. Sólo el sumo sacerdote, una vez al año, estaba autorizado a penetrar en el «santo de los santos» e interrogar al temido Dios del Sinaí. Por su parte, entre los paganos, sólo algunas, muy contadas, divinidades menores se hallaban capacitadas para escuchar y transmitir las súplicas de los pesimistas e infelices seres humanos. Y, dependiendo del azar y del humor de tales entidades, así discurría la vida de estos hombres y mujeres…

Creo que, en verdad, no se ha valorado con justicia el inmenso, arduo y revolucionario empeño del Maestro por cambiar semejante estado de cosas.

¿Difícil? A juzgar por lo que teníamos a la vista, la tarea del rabí de Galilea no fue difícil. Yo la calificaría de casi imposible…

Eliseo y quien esto escribe nos alejaríamos del badawi, y de su singular y significativa «mercancía», con una asfixiante sensación.

¿Cómo hacer el «milagro»? ¿Cómo arrancar al mundo de tanta oscuridad?

Pronto, muy pronto, lo descubriríamos. Y quedamos maravillados. El Hijo del Maestro, verdaderamente, tenía la «clave»…

El maarabit, puntual como un reloj, entró en escena, tumbando las indolentes columnas de humo y sorprendiendo a chicos y grandes. Entre toses y carraspeos, la parroquia procuró acomodarse bajo los ropones. Y nosotros, esquivando cántaras, enormes sandías, relucientes cacharros de cobre y a la inevitable chiquillería, fuimos atraídos por un apetitoso tufillo. Mi hermano se asomó curioso a una de aquellas anchas sartenes de hierro negro y grasiento. La mujer, impertérrita, siguió removiendo la humeante fritura. A su lado, en sendos cuencos de barro, creí identificar unos sanguinolentos hígados de pollo, materialmente asaltados por las moscas. Despacio, estudiadamente, la oronda matrona tomaba las porciones, arrojándolas al aceite profundo. Una cebolla previamente cocinada, brillante y transparente, flotaba entre la chisporroteante carne.

Nos miramos. El condumio ofrecía un buen aspecto. Pero desistimos. Las condiciones higiénicas del pollo, literalmente «rebozado» por los tábanos, dejaban mucho que desear.

Al vernos cuchichear, la dueña alzó la mirada y, tomando el pequeño toro de madera que colgaba de su cuello, invocó a Baal, agradeciendo la presencia de aquellos extranjeros frente a su humilde puesto de venta. Esto explicaba el amuleto y, sobre todo, el hecho de aparecer cocinando en público en un sábado. Algo terminantemente prohibido para los judíos. Según la Ley, ni siquiera estaban autorizados a mantener viva la candela… Eso suponía un esfuerzo, un trabajo.

Supongo que familiarizados con nuestra presencia, algunos de los pescadores y felah terminaron por tomar confianza y, tirando de mangas y ceñidores, nos obligaron a ir de aquí para allá, mostrándonos las excelencias de sus tenderetes. Las sucesivas y corteses negativas no fueron escuchadas. Y tuvimos que soportar la cata de melones y sandías y la forzosa degustación de higos, dátiles y alguna que otra tilapia salada. Aquello empezaba a complicarse. Los voluntariosos paisanos, disputándose a los «clientes», se enzarzaron en agrias discusiones. Y en previsión de males mayores apremié a Eliseo, haciéndole ver que debíamos reanudar la marcha. Pero mi compañero, tentado por una luminosa cesta de manzanas rojas y verdes, se resistió. Me resigné.

El pequeño y delicioso fruto —unas tappuah procedentes, al parecer, de la vecina Siria— acababa de llegar al yam.

Eliseo examinó un par y preguntó el precio. El felah, inmisericorde, lo apuntilló, solicitando un denario. Negué con la cabeza. «Como mucho —le aconsejé—, un par de leptas…».

Discutieron. Era lo acostumbrado. El regateo formaba parte del juego.

Y, de pronto, lo vi acercarse. Pero, sinceramente, no me preocupé. Era uno de tantos…

Mi hermano ofreció cinco y el campesino, teatral, se mesó las barbas, maldiciendo su estrella. Finalmente, entre bien estudiados lloriqueos, aceptó dejarlo en tres. (Un denario de plata equivalía, aproximadamente, y según los lugares, a veinticinco ases. Cada cuarto de as, por su parte, significaba un par de leptas).

Asentí en silencio y me hice con las manzanas mientras mi compañero echaba mano de la bolsa de hule, dispuesto a abonar lo estipulado. Pero cometió un error…

Fue todo tan vertiginoso y súbito que nos sorprendió.

Eliseo, como digo, confiado, desató la bolsa de los dineros de las cuerdas egipcias que le servían de cinturón. Ése fue el error. La abrió y tomó las diminutas monedas de cobre…

Visto y no visto.

Aquel rapaz, plantado a metro y medio de estos exploradores y pendiente de la discusión, se lanzó como un meteoro hacia Eliseo, arrebatándole limpiamente la negra bolsa.

Necesitamos unos segundos para reaccionar.

Mi hermano fue el primero. Y, voceando, salió tras el ágil mozalbete. Después le tocó el turno al felah quien, a gritos, puso en alerta al resto del «mercadillo». Imagino que vio en peligro la venta.

En cuanto a mí, para cuando quise darme cuenta, compañero y ladronzuelo se hallaban ya a veinte o treinta metros, en la pista que conducía a Beth Saida Julias.

Pensé en utilizar los ultrasonidos pero, dada la movilidad del niño, hubiera sido infructuoso. Además, ¿cómo hacerlo ante una parroquia tan concurrida? No era racional ni prudente.

La verdad es que tampoco fue necesario…

En esos instantes, el desafortunado ladrón, perseguido muy de cerca por el indignado Eliseo y algunos de los vendedores, volvió la cabeza en un intento de comprobar su ventaja. Y fue a resbalar en la menuda capa de grano basáltico que alfombraba la senda. No tuvo ocasión de alzarse y proseguir la carrera. Los perseguidores cayeron sobre él, inmovilizándolo.

Me apresuré a intervenir. Y gracias al cielo llegué a tiempo.

Mi hermano recuperó los dineros y, sofocado, interpeló a la criatura, reprochándole su acción.

Fue extraño. En esos momentos, sinceramente, no caí en la cuenta…

El jovencito, a pesar de los puntapiés propinados por los felah, no rechistó. Continuó con el rostro hundido en la oscura ceniza, resoplando y bregando por zafarse de las rudas manos que lo contenían.

Al parecer, no era la primera vez que ocurría algo semejante y con el mismo protagonista. Y uno de los campesinos, llamándole mamzer (bastardo), levantó su bastón, dispuesto a destrozarlo.

Fue instintivo. Detuve el palo en el aire y lo sujeté con firmeza.

El galileo, atónito, me miró sin comprender. Traté de sonreír, explicándole que «aquello no era necesario». Con las patadas sobraba y bastaba… El castigo era desproporcionado.

Supongo que lo entendió. Bajó el arma y, moviendo la cabeza negativamente, se alejó.

Alcé al agitado ladronzuelo y, haciendo presa en sus escuálidos brazos, lo interrogué. Siguió peleando pero, al fin, rendido, accedió a mirarme. Y percibí miedo y odio en aquellos grandes y desolados ojos verdes. No tendría más de ocho o nueve años…

No se dignó responder. Ninguna de las preguntas obtuvo respuesta. Y del pánico, el pelirrojo fue pasando a una actitud desafiante.

Sentí tristeza. Una profunda tristeza…

Al examinar el cuerpo casi desnudo, apenas cubierto por un saq o taparrabos sucio y deshilachado, comprobé que se hallaba seriamente desnutrido. Los síntomas, a simple vista, eran inequívocos: vasos muy visibles bajo una piel seca, atrofia muscular y un acentuado —casi escandaloso— relieve óseo. Calculé a ojo la circunferencia de los brazos. Lamentable… [96]

Rogué a Eliseo que lo mantuviera inmóvil y le obligué a abrir la boca.

Lo que me temía…

La inspección de las mucosas en lengua, encías y velo del paladar confirmaron el inicial diagnóstico.

Y el jovencito, inquieto, emitió unos broncos sonidos guturales. ¿Cómo fui tan torpe? ¿Cómo no me di cuenta?

También las conjuntivas (membranas que recubren el interior de los párpados y la cara anterior de la esclerótica) me reafirmaron en lo dicho. El pequeño mamze padecía una acusada desnutrición. Algo bastante común en aquel tiempo y, sobre todo, entre los más desgraciados: los bastardos.

Insistí, interesándome por su familia, por el lugar donde vivía e, incluso, por su nombre.

Imposible. Se negó a contestar.

Palpé por último el hígado y dirigí una significativa mirada a mi compañero. Entendió que algo no iba bien y, con la misma espontaneidad con que abroncó al pillo, rebuscó en la bolsa de hule, extrayendo un reluciente denario de plata.

Los expresivos ojos del niño se fueron detrás de la pieza. La observó ávido. Pero siguió acuartelado en aquel absoluto y enigmático mutismo.

Me decidí a soltarlo.

Y Eliseo, mostrando la moneda, le invitó a emplearla en la compra de comida. Pareció dudar.

—Quizá no comprende el arameo —insinué como un perfecto idiota.

Mi hermano repitió el consejo en griego, en koiné, pero el resultado fue el mismo. El pelirrojo no se inmutó. El rostro, con una mugre crónica, permaneció inalterable. Sólo los ojos, ágiles y afilados como los de un halcón, siguieron fijos en los esporádicos destellos de la plata.

Finalmente, cariñoso, con la mejor de sus sonrisas, Eliseo tomó la mano del muchacho y depositó en ella la moneda.

El niño le miró desconcertado. Se llevó la pieza a la boca y, tras mordisquearla, el verde hierba de los ojos se iluminó. Trató, creo, de decir algo, pero sólo distinguimos un leve movimiento de los labios. Acto seguido, como impulsado por un muelle, saltó hacia el bosque, desapareciendo.

Eliseo se encogió de hombros.

Minutos después, satisfechas las tres leptas, entre los cuchicheos de las matronas, el alborozo de la chiquillería y los lamentos de los onagros, estos exploradores reemprendían la marcha, alejándose hacia el norte.

Durante un trecho casi no hablamos.

Supuse que los sentimientos eran idénticos. Habíamos visto la miseria en la «pasada» Operación Salomón y, a pesar del duro entrenamiento, resultaba difícil acostumbrarse. Sin embargo, no teníamos opción. Más aún: era preciso que nos mentalizáramos. Poco o nada podíamos hacer para solventar el problema. E imaginé que «aquello» sólo era el principio. Naturalmente, acerté…

La senda, siempre regada con la negra y crujiente ceniza volcánica, empezó a encabritarse. En cuestión de tres millas pasamos del nivel del yam (en aquellas fechas a «menos 208» metros respecto al del Mediterráneo) a unas alturas que oscilaban entre los 100 y 500 metros. Y así continuaría hasta que divisásemos las lagunas de Semaconitis.

Al poco, el bosque de álamos del Éufrates y tamariscos se detuvo. Y al salir del benéfico «túnel», el sol de agosto nos abofeteó.

Si los cálculos no erraban, el siguiente cruce de caminos se hallaba a unos cinco kilómetros, en las cercanías de Jaraba, otra población de la alta Galilea, igualmente desconocida para nosotros. Nuestra intención era detenernos lo menos posible, procurando alcanzar la orilla sur del Hule, como dije, antes del anochecer. El retraso en el claro próximo a Beth Saida Julias —bautizado desde ese momento como el «calvero del pelirrojo»— no era significativo, pero tampoco convenía descuidarse.

Fue instintivo.

Aquellos exploradores se detuvieron maravillados. Lo que se abría ante nosotros era más hermoso de lo que imaginamos.

Allá abajo, a la izquierda de la ruta, a cosa de un kilómetro, el alto Jordán descendía lento y verdoso, como un dueño y señor. Y en ambas márgenes de las espejeantes aguas, inmensas plantaciones de frutales, laberínticos huertos, cargados viñedos y una endiablada tela de araña ensamblada con acequias y canales. Y entre verdes, ocres y cenizas, los perpetuos vigilantes del río: los olmos canos —los geshem—, ahora amarillentos y peleando inútilmente con las elevadas temperaturas. Decenas de chozas avisaban de la presencia humana, apretadas unas contra otras o saltando, imprevisibles, entre disciplinados escuadrones de cítricos, granados, moreras, manzanos y la «luz», los blancos almendros, paradójica e incomprensiblemente «nevados».

¡Dios!… ¡Aquél era otro de los habituales escenarios en la vida del Hijo del Hombre!

Y como un negro y cilíndrico «aviso», apuntando al incansable azul del cielo, las torres de vigilancia. Unas corpulentas atalayas de piedra basáltica de diez metros de altura, siempre oteando, siempre cargadas de razón, siempre gritando que los kerem, los viñedos bajo su tutela, eran sagrados. Así lo decía la Ley de Moisés. La gefen (la vid) y las anavim (las uvas) eran intocables. Y durante el verano y el tiempo de la vendimia, dueños y patronos instalaban en lo alto —día y noche— a los mejores oteadores. Abajo, confiadas, decoradas en rojo, se adivinaban unas viñas bien preñadas, a punto para la cosecha y apuntaladas con estacas.

El padre Jordán —menos bíblico en aquel curso que en el propiciado por la segunda desembocadura— bendecía sin descanso la escasamente célebre Gaulanitis. Unas tierras, sin embargo, de especial importancia en la existencia de Jesús de Nazaret. Poco a poco iríamos comprobándolo…

Parecía como si la Providencia hubiera invertido un tiempo y un esfuerzo «extras» a la hora de diseñar aquellos parajes. No en vano, digo yo, debían ser hollados por un Dios… [97]

Extasiados, continuamos en silencio.

A la derecha de la solitaria senda, aunque diferente, el paisaje no era menos rico y exuberante.

Pacientes e inteligentes, los felah habían conquistado el abrupto perfil, robando planicies casi imposibles y convirtiéndolas en los codiciados graneros de la alta Galilea. Los campos de trigo y cebada —cosechados entre abril y junio— se derramaban hacia el este como un mar negro-amarillento, ahora en llamas por la quema de rastrojos. En la lejanía, envueltos en el humazo, partidas de campesinos pastoreaban un fuego débil e inquieto, peligrosamente arengado por el tnaambit, el viento del Mediterráneo.

En los linderos, altas, oscuras y brillantes pirámides de basalto recordaban a propios y extraños el titánico esfuerzo de los galileos en la doma de aquellos cabezos. Ni una sola de las planicies había quedado libre de la minuciosa labor de limpieza de los guijarros y rocas volcánicos que asolaban la región.

En algunas de las «islas», rezagados, los felah cargaban en grandes carretas las últimas gavillas de una paja aburrida y tostada por el sol.

Más allá, encorvados, severos y vestidos de arrugas, los zayit, los olivos, avisando del nuevo territorio y marcando sin discusión la frontera entre la humilde verticalidad del cereal y la altivez del bosque. Fiel al profeta Oseas, el olivar se engalanaba discreto y distante…

Escrupulosos y sabios, sabedores de la permanente y legendaria «sed» de esta especie —la Olea europea—, los campesinos procuraban plantarlos tal y como recomendaba la Ley: a once metros uno de otro. Algunos de los zayit, vencedores, lucían unos troncos ahuecados de hasta cuatro y cinco metros de diámetro. Probablemente eran mudos testigos de mil años en la historia de Israel.

Y por detrás de esta «milicia», de nuevo el bosque, colonizando el norte y el oriente hasta los 800 o 900 metros de altitud.

Era asombroso.

La masa forestal tomaba el relevo. Se disfrazaba de horizonte verdiazul y confundía a los cielos. Verdaderamente, la Palestina de Jesús de Nazaret poco o nada tenía que ver con lo hoy conocido. Por lo que fuimos descubriendo, una ardilla del Hermón hubiera podido descender hasta el mar Muerto sin tocar el suelo…

En primera línea, respetuosos con el anciano olivar, se apretaban los dulces algarrobos —los haruv del Talmud y de la Misná—, con sus copas anchas, abiertas y hospitalarias a todas las aves. Por detrás, desafiantes y engreídos, los egoz, los gigantescos nogales persas de treinta metros de altura, listos para dar fruto. Y entre el denso y aromático ramaje, sus «primos», los nogales negros, unos intrusos y ladrones de luz de hasta cincuenta metros.

Prudentes, los galileos habían trazado numerosos cortafuegos que se adentraban y perdían en la floresta. Semanas más tarde, en una inolvidable incursión en aquellos bosques, siguiendo, naturalmente, al Hijo del Hombre, mi hermano y yo disfrutaríamos de una excelente ocasión para explorarlos y conocer de cerca la vida de otro gremio apasionante: los leñadores. Ni que decir tiene que uno de esos «leñadores» era, justamente, el entrañable y siempre sorprendente rabí.

Allí, en alguna parte, ocultas entre nogales y algarrobos, se alzaban tres aldeas —Dardara, Batra y Gamala—, básicamente afanadas en la recolección de la keraíia (la dulce vaina del haruv), de la nuez y en la tala del egoz negro, de madera dura y homogénea, muy apreciada por carpinteros y ebanistas de interiores.

El avance, en fin, fue un espectáculo…

Cubrimos en solitario y sin problemas los siguientes dos kilómetros y medio y, al llegar a la altura del miliario que anunciaba la población de Jaraba (a dos millas romanas: 2 364 metros), «algo» nos detuvo.

Inspeccionamos los alrededores pero, a simple vista, no detectamos el origen del prolongado y sordo «martilleo» que eclipsaba el familiar y monótono «chirriar» de las incansables cigarras.

Eliseo señaló el cielo.

A pesar del fortísimo calor —quizá rondase los 35° Celsius—, inquietas bandadas de pájaros flotaban y descendían sobre los barbechos, atacando a «algo» que, en la distancia, fuimos incapaces de distinguir.

Proseguimos despacio, con cautela, imaginando —no sé por qué— una plaga de serpientes. Quizá víboras, tan abundantes en el estío y, sobre todo, en las zonas rocosas.

Un centenar de pasos más adelante obtuvimos puntual respuesta.

Mi hermano, desconcertado, se echó atrás.

Los había a millares…

El camino, las plantaciones de la izquierda y los campos y bloques basálticos de la derecha eran un hervidero.

¿Qué hacíamos?

«Aquello» nos cortaba literalmente el paso. No parecían agresivos, pero…

Eliseo, decidido, tocó uno de los increíbles ejemplares con la punta de la sandalia. Al momento, el «individuo» escapó con un ágil y vertiginoso salto, con tan mala fortuna que fue a topar y a engancharse en el pecho del sorprendido ingeniero. Se lo quitó de encima a palmetazos y, lívido, me interrogó con la mirada.

Poco faltó para que me echara a reír. Pero el susto de mí amigo recomendó prudencia…

Pensé en despejar la senda con el láser de gas. La «carnicería», sin embargo, se me antojó desproporcionada.

Sólo quedaba una alternativa: cruzar la plaga lo más rápidamente posible. La «piel de serpiente» nos protegería…

Y dicho y hecho.

Embozados en los mantos y a la carrera, los exploradores se lanzaron por la pista, triturando a cada zancada varias de aquellas «máquinas devoradoras».

Al dejar atrás el «infierno verde», jadeantes y sudorosos, no pudimos ocultar una punzante sensación de ridículo y rompimos a reír como pobres e impotentes tontos. Cuando se presentó la ocasión, «Santa Claus» dio cumplida cuenta de la naturaleza y «actividades» de semejantes insectos. Porque de eso se trataba, de otra de las plagas habituales del verano en la Palestina que conoció Jesús. Según el ordenador, estos gigantescos ortópteros —de diez y doce centímetros de longitud— recibían el nombre de Saga ephippigera, aunque los judíos los bautizaron como «devoradores verdes»…, y con razón. Los enormes saltamontes, con alas rudimentarias, presentaban una tonalidad verde botella con franjas blancas o marrones en el vientre. Y allí donde se trasladaban teñían el lugar de verde muerte. Nada se resistía a su voracidad: plantas, otros insectos, ranas, lagartos, serpientes y hasta pájaros del tamaño de una golondrina. Se desarrollaban con la primavera y en el verano —al igual que las langostas— migraban por todo Israel, asolando cuanto surgía a su paso. En varias oportunidades, a lo largo de aquel tercer «salto», tendríamos la mala fortuna de tropezar con los saga. Y la experiencia fue siempre desagradable. Los órganos bucales, enormes, hacían presa en la piel, cortándola como una navaja. Durante la noche se mostraban especialmente activos. Si uno dormía al raso, de pronto, sin previo aviso, podía verse materialmente «enterrado» por los «devoradores», que no distinguían plantas, animales o seres humanos. Los felah los combatían a duras penas con el auxilio del fuego y, por supuesto, con la inestimable ayuda de las aves, que se precipitaban sobre ellos en grandes bandadas. Si alguno de los pájaros, sin embargo, era atacado simultáneamente por los saga difícilmente llegaba a remontar el vuelo. En segundos, otros «devoradores» caían sobre él, dejándolo en los huesos.

En este caso, los penetrantes silbidos de los multicolores abejarucos alertaron a otros «inquilinos» de la zona, que se apresuraron a compartir el festín. Hasta el «guardarríos» (martín pescador de pecho blanco) abandonó su plácido territorio en el Jordán, aventurándose en la tórrida atmósfera de aquellas elevaciones. Y con él, otras entusiasmadas familias de alondras, aviones y calandrias de cabeza negra. La «caza», en ocasiones, se prolongaba dos o tres días, convirtiendo el paraje en un maremágnum de saltos, chillidos, «martilleo» e incesantes planeos y picados.

Pero las sorpresas no habían terminado…

Repuestos del susto, tras limpiar los ropones de los pegadizos y recalcitrantes «devoradores», optamos por concedernos un nuevo respiro. Elegimos varias de las moles de basalto que escoltaban de cerca la senda y, a la sombra de uno de los bloques, nos dispusimos a matar el hambre, echando mano de las provisiones suministradas por Camar: huevos crudos, granos de trigo tostado, zanahorias, nueces, higos secos y dátiles. Una dieta obligada, rica en vitaminas E y C.

Y en ello estábamos cuando, encima del monocorde canto de las chicharras negras, creímos escuchar «algo»…

Sonó cercano.

Nos incorporamos e intentamos localizar el lugar de procedencia.

Se repitió por segunda vez.

Intercambiamos una mirada. Parecía un gruñido.

¿Un animal?

En aquel tiempo, y en aquellos bosques, no eran infrecuentes el oso pardo, el jabalí arocho, de gran cabeza y colmillos curvos y temibles como dagas o, lo que era peor, las manadas de perros salvajes, generalmente famélicos y despiadados.

Deslicé los dedos hacia el extremo superior de la «vara de Moisés», preparándome.

Mi hermano caminó unos metros, rodeando parte del negro circo de basalto.

Tercer gruñido…

Imité a Eliseo e, inquieto, avancé despacio a dos o tres pasos de las piedras, siguiendo el flanco opuesto. El extraño sonido, claramente gutural, partía de algún punto del roquedal.

No sé cómo explicarlo pero, al oír de nuevo el singular «lamento», una imagen me vino súbitamente a la memoria. La deseché. Eso no era posible… De pronto, Eliseo me alertó. —¡Jasón!… ¡Aquí!… ¡Rápido!…

Volé hacia el lugar y seguí la dirección apuntada por mi compañero.

—No puede ser…

Mi hermano, intuitivo, exclamó:

—Lo sabía… Algo me decía que esto iba a ocurrir… También yo acerté. El presentimiento fue atinado.

—Bien —terció Eliseo, adelantándose a mis pensamientos—. Y ahora, ¿qué?

No supe qué decir. —Esto no es casual…

Estuve de acuerdo.

En lo alto de uno de los peñascos, acurrucado, nos observaba un «personaje» recientemente conocido: ¡el pelirrojo!

Pero ¿cómo no lo vimos? ¿Cómo no nos percatamos de su presencia en la larga marcha?

En el fondo daba igual. La cuestión es que estaba allí y, evidentemente, nos seguía por alguna razón…

Receloso, haciendo caso omiso a las peticiones para que bajara, el niño continuó en su escondite. De vez en vez, por toda respuesta, negaba con la cabeza.

Eliseo hizo ademán de trepar por las peñas. Al punto, emitiendo uno de aquellos animalescos sonidos guturales, saltó más arriba, manteniendo la distancia. Mi hermano desistió.

Aunque nos había seguido, estaba claro que no tenía intención de relacionarse.

Le mostramos algunas viandas, invitándole a descender. Negativo.

Una y otra vez negó con manos y cabeza, acompañando los movimientos con sendos y agudos chillidos. Unos chillidos de protesta y rechazo. ¡Torpe de mí! Entonces comprendí. Pero, confuso, no tuve valor para decírselo a mi compañero. Y a la vista de aquel infeliz me vi nuevamente asaltado por la tristeza…

¿Qué podía hacer? Nada. Absolutamente nada…

Enterré el «hallazgo» en lo más hondo y, cargando los petates, tras lanzar una última ojeada al adusto y refractario ladronzuelo, retornamos a la senda, apretando el paso.

Un centenar de metros más adelante, al volvernos, la criatura había desaparecido.

¿Cómo era posible? ¿Dónde se escondía?

Oteamos campos y vaguadas. Inútil. Era como si se lo hubiera tragado la tierra.

Y, preocupados, nos dispusimos a rematar aquel tramo del viaje. En breve divisaríamos el cruce de Jaraba.

¿Volveríamos a encontrarlo? En ese supuesto, ¿qué hacíamos?

Y sin querer nos enzarzamos en una difícil y esquinada polémica.

Admitiendo la remota posibilidad de que se uniera a nosotros, ¿qué papel nos reservaba el Destino?

Aquello no estaba previsto…

Eliseo, compasivo, no puso reparos.

—¿Qué mal puede haber en que nos acompañe? Quizá sea positivo para todos…

Me opuse.

La misión nos obligaba a permanecer libres y sin compromiso alguno. Y tentado estuve de confesar mis sospechas. Si la apreciación era correcta, acoger al niño complicaría los planes…

No hubo forma. Tozudo, se mantuvo en sus trece. E intuí que empezaba a encariñarse con el pelirrojo. Algo absolutamente prohibido por Caballo de Troya. Según las normas, sólo éramos meros observadores y, por nada del mundo, debíamos enredarnos en sentimientos o amoríos con los naturales de aquel «ahora» histórico. Por supuesto, esto era lo ideal. Pura teoría. En la práctica —tal y como nos ocurría con el Maestro—, las cosas eran muy diferentes… Pero, tan obstinado como mi compañero, me atrincheré en la normativa, rechazando las sugerencias del bien intencionado Eliseo. El Destino, afortunadamente, dejaría el asunto en el lugar que correspondía.

—Lo llamaremos «Denario»…

Protesté. Seguramente tendría su propia gracia.

Creo que ni me escuchó. Y siguió haciendo planes.

—Es listo… Podríamos enseñarle un oficio… Quizá buscarle una buena familia…

Y feliz, deseoso de volver a verlo, fue deteniéndose de vez en cuando, buscando inútilmente entre campos y colinas.

Al recordarle la terminante prohibición de intervenir en sucesos que pudieran alterar el natural devenir de los acontecimientos, se echó a reír. Y con su habitual y cristalina espontaneidad afirmó:

—Teorías… Puras teorías… Sabes bien que nuestra sola presencia constituye ya una descarada violación de este «ahora».

Me atrapó.

—Además —añadió, hundiendo el dedo en la delicada llaga—, ¿quién te dice que nosotros, pobres diablos, sentimentales, somos capaces de modificar el Destino? Si así fuera, ¿crees que esta operación habría tenido lugar?

Y remató convencido.

—No, querido mayor… Ese Destino, al que tú, ahora, quizá con razón, distingues con una merecida mayúscula, no lo hubiera autorizado…

Las sensatas y justas palabras me desarmaron. Y pensé en ellas durante mucho tiempo. En aquella operación, en efecto, palpitaba «algo» mágico. «Algo» misterioso y sublime que, por fortuna, escapó a nuestra percepción. Pero ésta es otra historia…

Al doblar un recodo, la conversación voló. Y regresamos a la realidad. Frente a nosotros, lenta y cansina, apareció una caravana.

Frenamos la marcha. Aunque no tenía por qué surgir problema alguno, montamos la guardia.

Se trataba de una docena de redas, enormes y pesados carros de cuatro ruedas, tirados por mulas agotadas y resoplantes.

Nos echamos a un lado.

Los caravaneros, semidesnudos, tocados con blancos turbantes y armados de palos y largos látigos de cuero, castigaban sin piedad a las bestias, forzándolas a avivar el paso. Por los gritos y juramentos deduje que estábamos ante una cuadrilla de tirios. Hablaban una jerga indescifrable para quien esto escribe.

A cada golpe, las caballerías respondían con un nuevo esfuerzo. Pero las pesadas cargas, el piso suelto y granulado y, sobre todo, la violencia del sol, las sofocaban a los pocos minutos, haciéndoles temblar y tambalearse. Y los cinco o seis fenicios, más brutos si cabe que las propias mulas, arreciaban en sus blasfemias y latigazos, colocando a los exhaustos animales al borde de la muerte.

Eliseo, indignado, miró hacia otro lado.

Intenté averiguar el contenido de los carros pero, a simple vista, era imposible. Aparecían cuidadosamente tapados por densas ramas de helecho.

De pronto, uno de los caravaneros se detuvo ante nosotros. Y, sudoroso, señalando en dirección al yam, preguntó en arameo si el camino se hallaba despejado. Aquélla, como ya expliqué, era otra costumbre habitual en las siempre peligrosas e imprevisibles rutas de Palestina. Viajeros, burreros y jefes de convoyes intercambiaban información cuando acertaban a cruzarse. Aclaré que todo estaba tranquilo, excepción hecha del tramo infectado por los «devoradores verdes». Al oírlo masculló algo en su lengua, escupiendo sobre la escoria. Dudó unos instantes y, acto seguido, avanzando hacia la cabeza de los redas, gritó algo. Las mulas se detuvieron, cabeceando nerviosas. Los tirios se agruparon y, tras escuchar al que nos había interrogado, discutieron, golpeando el sendero con los látigos. Parecían furiosos y contrariados. Prudentemente dimos media vuelta, reemprendiendo la marcha. A los pocos pasos, sin embargo, nuestro interlocutor nos reclamó a gritos. Quería cerciorarse. Describí la escena y, convencido, arrugó el ceño, maldiciendo su alma, la de su patrón, a sus difuntos, al «injusto dios Baal» y la maldita hora en la que se le ocurrió aceptar el transporte de aquella agua mineral…

¿Agua mineral?

Eliseo se interesó por la curiosa carga y el tirio, a regañadientes, con el pensamiento hipotecado por los «devoradores», explicó que procedía de las fuentes del Jordán, en las cercanías de Paneas (Cesárea de Filipo), al norte. Más adelante lo verificaríamos. Se trataba, efectivamente, de una saludable agua hipotermal (fría), de baja mineralización y de notables propiedades diuréticas.

Aproveché la ocasión y formulé la misma pregunta planteada por el fenicio en el primer encuentro.

—Sin problemas…

Me tranquilicé. Eso significaba que el resto de la ruta se hallaba despejado y sin conflictos.

Pero el rudo caravanero, sonriendo ladinamente, fue más allá, aclarando un extremo que siempre inquietaba a los caminantes. En especial, a los muy patriotas y a los judíos más ortodoxos.

—Ni rastro de los kittim…, hasta el cruce de Dabra.

El tipo regresó con los suyos y dio un par de órdenes. Al momento, las cabezas de las mulas fueron tapadas con sendos y generosos sacos de arpillera. Dos de los arreadores se situaron al frente del convoy y animaron a las indecisas caballerías, reemprendiendo el camino. Esta vez en silencio, sin golpes, al paso y con el miedo como nuevo «caravanero».

Hice algunos cálculos.

La referida encrucijada de Dabra se hallaba casi al sur del lago Hule. Al atardecer, por tanto, tropezaríamos con los kittim (los romanos). Pero no teníamos por qué preocuparnos. Al contrario. En nuestro caso, las tropas auxiliares, destacadas en la apartada región de la Gaulanitis, siempre constituían una cierta seguridad. ¿O no?

Avanzamos de nuevo y Eliseo, tras otear por enésima vez los alrededores, a la búsqueda del desaparecido «Denario», refiriéndose a la caravana, se congratuló de haber elegido el sábado para iniciar la búsqueda del Maestro. Compartí la satisfacción. Tuvimos suerte. En cualquier otro día, la estrecha y descuidada «arteria» por la que transitábamos hubiera sido un suplicio y una fuente inagotable de conflictos.

Sí, quizá sea el momento de hacer un paréntesis y hablar de ello. Cuanto voy a referir formaba parte, además, del cotidiano marco en el que se movía Jesús. Y propició infinidad de anécdotas y hechos más o menos importantes. Unos sucesos, como veremos, silenciados por los textos sagrados.

Esta senda, por la que ahora caminábamos, era uno de los ejes comerciales de mayor intensidad y trascendencia en la vida de Palestina. Día y noche, decenas de caravanas lo cruzaban en una y otra dirección. El tráfico resultaba agobiante. En el fondo era lógico. Más al norte, en la mencionada ciudad de Paneas, la ruta se unía a otra igualmente vital: la que se dirigía a Damasco, por el este, y a la bulliciosa Tiro, en la costa mediterránea. Procedentes, pues, de los cuatro puntos cardinales, confluían en esta carretera todas las mercancías imaginables…, y algunas más.

Esta floreciente realidad no era algo nuevo. Aunque la paz del emperador Augusto multiplicó la seguridad general, el intensísimo comercio aparecía reflejado ya en las palabras del profeta Ezequiel, 600 años antes de Cristo [98]. Refiriéndose a la vecina Fenicia —más concretamente a Tiro y Biblos—, hace un minucioso y exhaustivo «inventario» de cuanto entraba en dichas ciudades costeras. Pues bien, tanto entonces, como en aquel año 25, buena parte de esas innumerables y exóticas mercaderías pasaba obligatoriamente por la «arteria» a la que me refiero, siempre paralela al alto Jordán.

Como es fácil imaginar, el próspero comercio arrastraba consigo gentes, lenguas, costumbres, religiones y problemas de mil orígenes y naturalezas, convirtiendo la Gaulanitis en un foro tan internacional como atractivo. Esa riada humana —no conviene olvidarlo— fue testigo, en numerosas oportunidades, de las palabras y prodigios del Galileo.

Si tuviera que sintetizar tan rico tránsito de razas, culturas y mercancías lo haría en cuatro grandes grupos, según los puntos de partida. A saber:

Los que procedían del norte y del oeste.

En las prolongadas estancias en la región asistimos a un continuo, casi diario, transporte, desde los espesos bosques de la Fenicia (hoy Líbano), de las más nobles y codiciadas maderas. Por esta senda, rumbo a Israel, la Nabatea, etc., circulaba el «rey» de los árboles, el cedro, en interminables y lentos convoyes. Junto a los troncos, o a la madera ya cortada, los fenicios exportaban también el costoso aceite balsámico que se extraía de dichos cedros y que los egipcios precisaban para los rituales de momificación de sus príncipes y faraones. Era Egipto, igualmente, el principal consumidor de coníferas, mer (un árbol de madera roja) y enebro, utilizados en la fabricación de navíos, mástiles, muebles y ataúdes. El mer, sobre todo, era talado en la región de Nega, famosa por sus bosques impenetrables.

También del norte, en toda suerte de carros y animales de carga, vimos desfilar a tirios y sidonios, orgullosos con uno de sus grandes «inventos»: el vidrio. Aquélla era una de las mercancías más habituales en esta senda. El inimitable vidrio fenicio, cuyo secreto de fabricación fue robado, casi con seguridad, a los egipcios [99], llegaba a todas partes. El bajo costo logrado por Tiro y Sidón repercutía en las ventas, haciendo que espléndidos jarrones, copas, botellas, vasijas, platos, perlas y tejas vidriadas pudieran entrar hasta en los hogares más humildes. Y poco a poco, estas piezas transparentes reemplazaron a los enseres de barro y madera.

Y junto a la «especialidad» de Fenicia —el delicado y barato vidrio—, otra no menos próspera fuente de ingresos para la vecina costa norteña: la púrpura, el emblema de los fenicios. Los hábiles comerciantes, siempre en carros cerrados y permanentemente vigilados, enviaban las telas ya teñidas a todo el mundo conocido. En ocasiones, no demasiadas, aceptaban vender los pequeños gasterópodos de los que extraían el precioso y preciado tinte. En este caso, las panzudas cántaras o los cestos de mimbre que los transportaban viajaban siempre de noche y, como digo, fuertemente escoltados por mercenarios a sueldo [100]. A diferencia del vidrio, la púrpura era un artículo de lujo, al que sólo tenían acceso los más poderosos. El color en sí, en aquella época, era símbolo de realeza y de máximo poder. Algo que nació, justamente, del humilde Murex.

En clara competencia con los fenicios, otros países —incluido Israel— se procuraban una púrpura, de menor calidad y brillantez, que obtenían de un parásito de la encina, un insecto denominado precisamente «púrpura». Pero la escasez del mismo, y lo laborioso del proceso, convertían dicha púrpura «descafeinada» en un producto más caro, incluso, que la genuina.

De los puertos de Tiro, Biblos, etc., llegaban también a esta «arteria» infinidad de convoyes o comerciantes solitarios, cargando un producto que nos maravilló: toda clase de esculturas —ídolos, animales y bellísimas representaciones de ciudades en miniatura— talladas en marfil, previamente adquirido en Asia, África y en las remotas costas de la Europa septentrional. Los había de elefante y de morsa.

De estos talleres fenicios partía igualmente la más nutrida y artística colección de vasijas de oro, plata y bronce que se pueda imaginar. Con una delicadeza exquisita, los laboriosos alfareros de Sidón consiguieron vidriar la arcilla, obteniendo jarrones, platos y diminutos frascos de perfume que nada tenían que envidiar al vidrio auténtico.

También la lejana Cartago formaba parte de esta intrincada red comercial, ofreciendo, sobre todo, «algo» que se puso de moda entre las amas de casa de la región: huevos de avestruz, previamente vaciados, y decorados con vivos colores. Algunos alcanzaban precios exorbitantes. Los judíos ortodoxos, sin embargo, los rechazaban, calificando a los compradores de idólatras. Y no fueron pocas las peleas y disputas que se suscitaron a raíz de esta «novedad». (Como se recordará, Yavé prohibía la representación de imágenes).

Por esta concurrida vía entraban, asimismo, los más sorprendentes productos: alcachofas, garum y pescado en salmuera de Iberia; armas, brazaletes y collares de Cirene; carne en adobo de la Galia; miel y queso de Sicilia; gansos de Bélgica; minerales de Germania, Gran Bretaña, Italia y África; lino y trigo de Egipto; vino de las campiñas griegas, chipriotas e italianas; marisco de Córcega; cítricos de Numidia y, naturalmente, la producción de la propia Gaulanitis (papiro, cañas y aves de las lagunas del Hule, la apreciada carne de vacuno de sus siempre verdes pastos norteños, trigo, cebada, miel, flores y pescado, entre otras especialidades).

Mercados del este y del sur.

Si lo ya mencionado resultaba a todas luces abrumador, lo que viajaba de las misteriosas China e India y desde Arabia, mar Rojo, Nubia, etc., no le iba a la zaga.

Cuando las vistosas caravanas desembocaban al fin en el alto Jordán, bien por la ruta de Damasco o por el sur del yam, la congestión provocaba innumerables y endiablados atascos, ora divertidos, ora trágicos, con los consiguientes altercados, confusiones, peleas y abusos de todo tipo. Éste, insisto, era el paisaje habitual que contempló el Maestro y cuantos le acompañamos en sus frecuentes idas y venidas por la Gaulanitis.

Procedentes de la anciana y mítica senda de la seda, hindúes y orientales, de mil pelajes y condición, atravesaban Israel ofreciendo primorosas alfombras, pimienta, nardo, algodón, caballos, finísimos instrumentos musicales, rosas secas, jade, la inevitable y preciada seda y hasta juegos malabares.

Era una delicia…

Desde el principio, estos exploradores disfrutaron con aquel maremágnum de gentes, en general abiertas, respetuosas y deseosas de complacer. Y no digamos el Hijo del Hombre…

Pero debo contenerme. Todo a su debido tiempo.

Quizá los más espectaculares eran los traficantes árabes, originarios, en su mayoría, de los reinos de Saba, la Nabatea y los austeros desiertos del Nafud, al norte de Arabia. La gente menuda, sobre todo, los recibía con especial entusiasmo.

Los altos «barcos del desierto» (los camellos), siempre malhumorados y respondones, los blancos y generosos abba de algodón de los hombres, los alegres y multicolores ropajes de las beduinas —con los rostros tatuados—, las tiendas de pieles, los halcones encapuchados que habitualmente los acompañaban y las cálidas danzas y gritos rituales hacían de este pueblo todo un espectáculo. Y a su paso, chicos y grandes quedaban hipnotizados.

Con ellos llegaba la mirra (vital para la elaboración de perfumes y cosméticos), el costoso bálsamo (en dura competencia con el cultivado en Jericó y en el oasis de En Gedi, en la costa occidental del mar Muerto), los voluminosos cestos de incienso (consumido a toneladas en el Templo de la Ciudad Santa), el alquitrán (imprescindible para calafatear embarcaciones y embalsamar cadáveres), otras finas maderas como el boj y el cidro, pájaros exóticos de las costas e islas del mar Rojo y del golfo Pérsico y el no menos buscado índigo (un colorante natural que embellecía los tejidos y que hacía furor entre las clases adineradas) [101].

Eliseo, efectivamente, llevaba razón. Tuvimos suerte. El Destino, una vez más, fue compasivo.

Aquel sábado fue una excepción. El tráfico, debido, quizá, a lo caluroso del mes de elul (agosto), era casi nulo.

Y al fin alcanzamos el miliario que anunciaba el desvío hacia la vecina población de Jaraba.

Impacientes, aceleramos…

Allí —cómo no— nos aguardaban el Destino…, y «alguien» más.

¿Cómo íbamos a imaginar algo así?

Pero allí estaba…

A escasa distancia de la encrucijada, en uno de los puntos más alejados del Jordán (alrededor de dos kilómetros), divisamos un notable tumulto.

Instintivamente aliviamos la marcha.

El camino se hallaba materialmente tomado por una reata de bestias. Y empezamos a distinguir gritos y las inevitables maldiciones.

Mi hermano torció el gesto, intuyendo problemas. Esta vez tampoco se equivocó…

Y al alcanzar la cola de la caravana, procedente sin duda del yam o de otras latitudes más meridionales, no supimos qué hacer. Rodearla hubiera sido una pérdida de tiempo. Por otro lado, la gran excitación de los arrieros —negros en su casi totalidad—, corriendo de un lado para otro y propinando una lluvia de palos a uno de los enormes asnos, nos intrigó, forzándonos a sortear la veintena de caballerías.

Nunca, hasta ese momento, había visto burros tan vistosos y espectaculares. Disfrutaban de una alzada considerable (casi metro y medio), con orejas largas y altaneras sobre cabeza anchas en las que destacaban hocicos blancos como la nieve. Pero lo más llamativo era el pelaje, casi rosado, con una cruz de san Andrés en la espalda y un mechón de crines grises rojizas rematando las colas. Alertados ante los rebuznos del que estaba siendo tan cruelmente apaleado, los animales se agitaban inquietos, tropezando entre ellos y poniendo en peligro las voluminosas ánforas que cargaban a los costados. El caos, lógicamente, fue espesándose. Los negros, ataviados con túnicas rojas que casi rozaban el suelo, trataban de calmar a la reata, empleando estridentes chillidos y, lo que era peor, contundentes varazos sobre patas y vientres. Más de uno tuvo que saltar precipitadamente ante las certeras, violentas y más que justificadas coces de los aturdidos jumentos. Nosotros, entre unos y otros, nos las vimos y nos las deseamos…

Finalmente, al superar aquel manicomio, fuimos a topar con una muralla humana.

¿Por qué no obedecí al instinto? ¿Por qué no evitamos el tumulto? ¿Qué hubiera importado una pérdida de diez o quince minutos? Bastaba con ingresar en los barbechos que ceñían la ruta para sortear el desastre…

Pero no. El Destino se hallaba muy atento y, como decía, nos puso frente a otro singular aprieto.

Al principio no distinguimos nada. El grupo de hombres, fundamentalmente vendedores en aquel cruce de caminos, formaba un apretado círculo gritando y gesticulando sin orden ni concierto.

Eliseo, cada vez más intrigado, trató de abrirse paso, en un intento de averiguar qué era lo que provocaba semejante excitación. Le dejé hacer.

¡Torpe de mí!

Tendría que haber tirado de él, alejándonos del lugar y de lo que nos aguardaba…

Algunos de los galileos, indignados, levantaban las voces sobre el resto de los paisanos, pidiendo justicia y reclamando a los kittini. Otros, igualmente enardecidos, tachaban a alguien de «sucio gentil» y «asesino».

Temí lo peor. Nosotros también éramos extranjeros e, inconscientemente, nos habíamos situado en el ojo del misterioso huracán.

No hubo tiempo ni posibilidad de reaccionar. Varios de aquellos energúmenos, al percatarse de la presencia y de la insistencia de mi hermano por llegar al interior del círculo, se revolvieron contra él y, confundiéndole con uno de los integrantes de la caravana, la emprendieron a golpes, empellones y patadas, derribándolo.

El cielo quiso que la «piel de serpiente» lo protegiera y que este explorador, rápido como el rayo, pulsara los ultrasonidos, dejando a tres de ellos fuera de combate en cuestión de segundos.

Atónito, sin saber qué hacer ni a dónde mirar, el resto retrocedió, incapaz de articular palabra. Gritos, improperios y amenazas cesaron al punto, quedando en el aire la zarabanda de negros y asnos y, por supuesto, un «protagonista»: un miedo colectivo e insuperable.

Ayudé a mi compañero y crucé con él una significativa mirada. Asintió con la cabeza. Se encontraba bien y convenía alejarse del lugar lo antes posible. No debíamos tentar la suerte.

Pero las sorpresas acababan de empezar…

Eliseo, al descubrirlo, olvidó la consigna. Y se precipitó sobre él. Yo, tan desconcertado como el ingeniero, no supe reaccionar.

¡Dios bendito!

Aquello era lo último que hubiera imaginado…

Lancé una mirada a los pasmados y silenciosos vendedores. Parecían estatuas. Pero no podía fiarme. En cuestión de minutos, los exánimes compañeros volverían en sí y Dios sabe qué ocurriría…

Retrocedí despacio, sin perderles la cara, y fui a incorporarme al trío que integraban Eliseo, un altísimo individuo de casi dos metros, igualmente arrodillado en mitad de la negra senda, y la «causa» de aquel desbarajuste.

El gigante, vivamente compungido, sin poder contener el llanto, movía el cuerpo sin cesar hacia adelante y hacia atrás, alternando las lágrimas con cortos y agudos gemidos.

Mi hermano, suplicante, hizo un gesto para que interviniera. Y lentamente, sosteniendo el extremo superior del cayado, sin dejar de controlar a los galileos, me incliné sobre la «víctima».

—¿Está muerto?

El espigado y lloriqueante hombre, entendiendo el arameo de mi compañero, arreció en sus lamentos.

Busqué el pulso. Algo lento, pero normal. E inspeccionando la cabeza traté de hallar algún signo de posible fractura.

Negativo. Sólo la espalda presentaba algunas equimosis, provocadas por la extravasación de la sangre bajo la piel. Aparentemente, unos edemas locales de escasa relevancia.

Interrogué al desconsolado individuo y, entre gimoteos e incontenibles hipos, creí entender que uno de sus asnos lo había arrollado y pisoteado. Al parecer, no vio llegar la reata y el niño cayó bajo las pezuñas del animal que ahora estaba siendo apaleado.

En efecto, sólo Dios sabe por qué, estos exploradores fueron a tropezar de nuevo con el inevitable «Denario»…

Palpé los pequeños hinchazones de líquido seroalbuminoso y, como suponía, el dolor reactivó al inconsciente ladronzuelo, despabilándolo.

Abrió los atractivos ojos verdes y, confuso, nos miró de hito en hito.

Imaginé que, una vez más, trataría de escapar. Me equivoqué.

Al reparar en Eliseo, súbitamente, sin mediar palabra, se lanzó hacia él, abrazándose con fuerza al pecho del explorador. Y ante la sorpresa general se deshizo en un amargo y ruidoso llanto.

Mi hermano me miró. Le sonreí y me encogí de hombros. Y tierno, gratamente sorprendido, muy despacio, dudando, fue a rodearlo con sus poderosos brazos, correspondiendo al entrañable gesto de la criatura.

Por lo que pude apreciar, el jovencito sólo presentaba contusiones de primer grado. Nada de importancia.

Al observar la recuperación del atropellado, los inmóviles vendedores se agitaron nerviosos.

Me alcé y, dispuesto a actuar de inmediato, me interpuse entre los dos bandos. No fue necesario. Los galileos, temerosos, retrocedieron hasta los tenderetes.

Y a una señal, sin pérdida de tiempo, mi compañero cargó sobre los hombros a «Denario». De momento convenía poner tierra de por medio…

Y así fue.

El gigante, reconfortado ante el insospechado final, reaccionó con idéntica diligencia, restableciendo el orden en la caravana y reemprendiendo la marcha sin demora.

Al perder de vista el cruce nos detuvimos. El niño había cesado en su llanto y, dócil y complacido, continuó sobre los hombros de mi amigo.

Por prudencia preferí esperar la reata, uniéndonos a los negros de las túnicas granates. El viaje, en compañía, resultaba más agradable y seguro.

El conductor y jefe, más calmado, nos acogió con los brazos abiertos, bendiciendo la hora en la que aquellos griegos se cruzaron en su camino.

Y el individuo amenizó la marcha, contándonos su azarosa existencia. Así supimos que se llamaba Azzam, que en árabe significa «buen hombre». Era, en efecto, un beduino, nacido en el desierto del Neguev, al sur de Israel. Durante los años de su juventud fue un gazou, un bravo guerrero, siempre empeñado en razzias o refriegas con otras tribus. Un día lo dejó todo y se dedicó al tráfico de esclavos. Vivió en Egipto y Nubia. Finalmente formó una compañía, especializándose en la elaboración y venta del «vino de enebro» [102]. Éste, justamente, era el cargamento que transportaba a lomos de los singulares jumentos nubios, una especie hoy desaparecida.

Su intención era llegar a Damasco y vender allí la preciada carga.

Dos horas más tarde, frente a la piedra miliar que advertía de la siguiente encrucijada, optamos por despedirnos, separándonos del lento convoy.

Azzam, que hacía honor a su nombre, nos bendijo, pidiendo a la brillante estrella matutina que guiara nuestros pasos. Nos abrazamos, y, antes de partir, el «buen hombre» nos obsequió con una calabaza vinatera, repleta de aquel brebaje recio y transparente, relativamente parecido a nuestra ginebra. No pudimos rechazarla. Le habríamos insultado.

Curioso Destino…

Algún tiempo después —en plena vida pública de Jesús de Nazaret— volveríamos a encontrarlo. ¡Y en qué circunstancias!

Verdaderamente, el mundo ha sido —y es— un insignificante pañuelo…

El sol, tan agotado como estos exploradores, se rugaba por el oeste, concediendo perdón y dejando libres a las criaturas.

Aceleramos. Apenas restaban dos horas de luz y el lago Hule, si no erraba, distaba aún cinco piedras miliares (cada seis kilómetros).

Al contemplar a mi hermano, feliz y confiado, con el silencioso pelirrojo sobre los hombros, regresaron las viejas dudas y recelos.

Se había salido con la suya. Muy bien. Y ahora, ¿qué?

¿Se lo decía? ¿Le ponía en antecedentes del mal que, con toda seguridad, padecía el muchachito?

No me atreví. Lo dejaría para mejor ocasión. Quizá terminara por descubrirlo. Era irremediable.

Sí, una vez más me abandoné en manos del Destino. Él «sabía»…

Inmerso en estas reflexiones necesité un tiempo para darme cuenta que olvidaba algo vital: las referencias geográficas. Y procuré espantar las inquietudes, centrándome en lo que tenía a la vista.

Desde el cruce de Taraba, el paisaje cambió. El Jordán, cada vez más alejado de la senda, desapareció por detrás de una nueva oleada de olivos. Huertos y plantaciones quedaron allá abajo, a la izquierda, ahora resucitados por un sol oblicuo y en retirada.

El camino, voluntarioso, siguió conquistando repechos y vaguadas. Calculé que el abrupto perfil alcanzaba ya los 800 o 900 metros.

A la derecha, los nogales y algarrobos de los kilómetros precedentes fueron reemplazados por otro inmenso, tupido y verdinegro horizonte en el que gobernaban el tortuoso ramaje de los robles del Tabor (los sagrados allon) y las suaves y despeinadas copas de los pinos carrascos (los etz shemen), veteranos conquistadores de aquella agreste y bellísima Palestina de Jesús de Nazaret. Y de vez en cuando, asomándose tímidos a la senda, huyendo del escandaloso cónclave de las aves y de los amarillos cañones de luz de la espesura, los ar, los espartanos y sufridos laureles, metidos, incomprensiblemente, a aprendices de árboles.

Aquél, desde entonces, fue el «tramo de los ar».

Al coronar una de las rebeldes pendientes, exhaustos, divisamos al fin la encrucijada de Qazrin.

¡Un edificio!

Sorpresa.

Era el primero en los 17 kilómetros recorridos desde Nahum. Se alzaba negro y descuidado, a la diestra de la ruta y a corta distancia de la bifurcación. Quizá a diez o quince pasos más allá.

A juzgar por el emplazamiento y la inconfundible lámina deduje que se trataba de una mutation, un hospedaje y estación destinada al relevo de caballerías. Como las posadas que ya habíamos visitado, ésta constaba de dos plantas con un «detalle» que la distinguía de las anteriores: una engordada y alta muralla de casi tres metros que la abrazaba y protegía en su totalidad, formando un rectángulo de unos 50 metros de lado. Estábamos en la Gaulanitis, tierra de bandidos, proscritos e indeseables. Esta lamentable realidad justificaba el oscuro y aparatoso murallón. Los viajeros, así, se sentían más seguros.

Observamos atentamente. Otro incidente hubiera sido excesivo…

Todo parecía tranquilo. Dormido.

Al pie del parapeto, a ambos lados del camino y en los bordes de la encrucijada, dormitaban y conversaban los inevitables vendedores. En esta ocasión más de cincuenta. Era lógico. Aquel ramal conducía a la mencionada Qazrin, una industriosa localidad de algo más de tres mil almas, ubicada a seis kilómetros, rodeada de bosques y montada en un peñasco, a 900 metros de altitud. Una plácida aldea de leñadores y felah que recorreríamos, en su momento, a la sombra del Galileo.

Los robles y pinos de Alepo, obligados por los campesinos, habían retrocedido. En su lugar, alguien, paciente y delicadamente, pintó una marcial formación de olivos. Eran centenares, trazados a tiralíneas y anestesiados por el furioso sisear de las cigarras. Agrietados y epilépticos se perdían hacia el norte, civilizando, a su manera, el primitivo paisaje.

Al fondo, a un tiro de piedra del albergue, un puentecillo de troncos brincaba alegre y ágil sobre un wadi por el que huía, cristalino y con prisas, un riachuelo de menguado porte. A la pesada carga del caluroso estío, el modesto tributario del Jordán veía añadida ahora la no menos molesta presencia de una chiquillería desnuda, alborotadora y feliz.

Al descubrir a los niños, «Denario» lanzó un ronco chillido. Y deslizándose por las espaldas de Eliseo corrió pendiente abajo, reuniéndose con el festivo grupo. No lo dudó. De un salto se zambulló en las refrescantes aguas, mezclándose con los muchachos.

Mi hermano, sorprendido, no supo qué hacer. Lo tranquilicé, explicando que el baño, amén de arrastrar parte de la mugre, calmaría el dolor de la espalda, provocando una vasoconstricción y la consiguiente y benéfica reducción de los edemas.

Avanzamos en silencio.

Observé a Eliseo de reojo, pero no percibí señal alguna de que hubiera detectado la dolencia del ladronzuelo.

¿Es que estaba ciego? ¿Cómo era posible? El último grito, gutural, casi estrangulado, era un síntoma inequívoco…

Al llegar a la encrucijada, como era de prever, los felah se movilizaron. Hicieron gestos para que nos acercáramos. Pero no era ésa la intención. Y al comprobar que pasábamos de largo, algunos, los más decididos, nos salieron al encuentro, mostrando el género entre interminables parloteos y reverencias más que fingidas.

Mi hermano, siempre afable y condescendiente, se detuvo, examinando las mercancías. Me resigné.

La zona, como dije, rica en bosques, ofrecía a los naturales un buen puñado de productos derivados de los algarrobos, robles, carrascos y laureles.

El más abundante, dispuesto en cestas y sacos, lo constituía la semilla del haruv (el algarrobo). Unas vainas marrones, de pulpa azucarada y generosa en calcio, consumidas, a partes iguales, por el pueblo y el ganado (en especial, por las grandes piaras de cerdos existentes en la orilla oriental del yam). Las vendían frescas, desecadas o molidas. Con esta harina confeccionaban unas sabrosas tortas, muy apreciadas por los hombres y mujeres que deseaban conservar la línea. En Qazrin, cuando la visitamos, descubrimos con asombro toda una «industria», basada precisamente en esta semilla, la keratia. Los campesinos procedían a su molienda, obteniendo un polvo ocre con el que endulzaban bebidas y postres. El ingenio de los felah iba, incluso, más allá. Dicho polvo era mezclado con huevos, leche y miel, y el resultado —convertido en tabletas— exportado como una suerte de «chocolate». De la keratia, en fin, además de ser utilizada como medida de peso para el oro [103], extraían una ambarina goma que perfumaba los cosméticos.

Eliseo, perplejo, me reclamó. Acudí intrigado y, al verificar el contenido, asentí. Al pie del murallón, en efecto, otro de los tenderetes ofrecía al sediento caminante un líquido rubio, de gran consumo entre judíos y gentiles. Quien esto escribe ya lo había observado en anteriores exploraciones. En grandes jarras de vidrio o cerámica, materialmente enterradas en la nieve procedente del Hermón, aquel galileo vendía cerveza… Una cerveza ligera y medianamente bebible, fruto de la fermentación de la cebada. En el proceso, el almidón se transformaba en azúcar y, posteriormente, en un alcohol de tímida graduación y en dióxido de carbono. Los recipientes, provistos de coladores (algo similar a los de las modernas teteras), suministraban el líquido limpio, sin rastro de la cáscara de cebada.

Poco faltó para que solicitáramos un par de medidas. Más adelante, superados los lógicos escrúpulos, estos exploradores disfrutarían en más de una ocasión de los oportunos y benéficos puestos de cerveza.

En aquella estratégica zona del «mercadillo», a lo largo de la tapia frontal del albergue, los vendedores eran mujeres. Hebreas, beduinas y fenicias, tan parlanchinas, discutidoras y descaradas como los hombres…, o más.

Al cruzar a su altura, el apuesto Eliseo tuvo que soportar toda suerte de «lindezas», destinadas, naturalmente, a atraer la atención del viajero sobre las mercancías. Pero el tímido ingeniero, sofocado y rojo como la grana, no captó la intencionalidad. Y apretó el paso. Pero todo estaba previsto entre las astutas y veteranas matronas. De inmediato, a una orden colectiva, varios de los pequeñuelos que las acompañaban cortaron el nervioso caminar de mi compañero. Y, como un tonto, lo arrastraron hasta los cuencos y canastas. Ya aprendería…

Supongo que mi amplia sonrisa lo tranquilizó. En el fondo, como en todas las épocas, sólo pretendían vender.

El género lo integraban también los frutos habituales de la región: semillas y cortezas de pino de Alepo y laurel.

Las primeras, sueltas o enquistadas en miel. Según las maliciosas mujeres, «muy adecuadas para los que sufrían impotencia sexual».

Eliseo, medio recuperado, replicó que no era ése su caso. Y las vendedoras, cáusticas, ulularon a coro, enrojeciendo de nuevo al inocente explorador. Se defendió como pudo y, obviamente, fui yo la «víctima»…

—¿Has pensado en tu «novio»? Quizá te lo agradezca.

Negué nervioso. Demasiado tarde. La parroquia, divertida, se ensañó con quien esto escribe. Y tuve que soportar las más mordaces insinuaciones. Lo di por bueno. Mi compañero, muerto de risa, equilibró el ánimo.

En otras vasijas aparecían los granos previamente tostados. De aquello tampoco sabíamos gran cosa. Pues bien, ante nuestra sorpresa, resultó ser la base para una infusión negra, suave y aromatizada, muy cercana al «café». Los montañeses la consumían día y noche.

Pero la más próspera «industria» de la región, derivada de los pinos carrascos, se fundamentaba en el aprovechamiento de su resina. Los habitantes de Qazrin la recogían y envasaban, exportándola a numerosos países. Sobre todo a Grecia y a otros pueblos productores de vino blanco. Con ella, embadurnando el interior de cubas y toneles, evitaban que se agriara el vino. El licor, así tratado, recibía el nombre de retsina y era igualmente cotizado entre los más exigentes y exquisitos.

En grandes montones, apilada en mantas o directamente sobre la ceniza volcánica del terreno, se ofrecía también la corteza del Alepo.

Intrigado, pregunté.

La verdad es que el ingenio y la picaresca de los felah no conocían fronteras.

Una vez pulverizada servía como emplasto, favoreciendo la cicatrización de las heridas. Algunos gremios, especialmente barberos y «auxiliadores» (médicos), se la disputaban. Si la molienda era destilada, la «brea» resultante actuaba, además, como antiséptico y —según las mujeres— «milagroso remedio contra las arrugas». A juzgar por sus rostros, consumidos por una vejez prematura, puse en duda tales afirmaciones. Pero, como en todas las épocas, siempre había incautos que lo creían a pie juntitas…

Por último, en el instructivo paseo frente a la posada, fuimos a dar con las no menos hábiles vendedoras de laurel. Por un lado vendían las hojas, imprescindibles en la cocina. Por otro, los frutos, de un negro brillante, empleados como tónicos estomacales y, lo más asombroso, como «favorecedores de la menstruación». Al retornar al Ravid y consultar a mi «novio», «Santa Claus» confirmó lo dicho por las expertas mujeres. El ar, al igual que la ruda, sabina o apiol, disfrutaba de unas excelentes propiedades emenagogas, excitando directamente los órganos genitales. Para ello lo trituraban, mezclando el espeso jugo con vino tinto o licor de enebro. Lo tomaban las que presentaban irregularidades en el ciclo menstrual y las niñas retrasadas respecto a la pubertad. Naturalmente, en este último caso, siempre se escondían torcidas intenciones económicas. Según la Ley, las hebreas eran desposadas a partir de los doce años y medio. Es decir, con la primera regla. Si la familia tenía la ocasión de casar a la hija con un buen partido, pero la pequeña no era todavía mujer, le administraban la referida pócima, provocando así una prematura menstruación. Y el documento de esponsales era firmado y bendecido.

En otras zonas de Palestina, el fruto del laurel se aprovechaba también para la obtención de un aceite verde oscuro, muy aromático, que añadían en la fabricación de jabones de lujo.

Al llegar al portalón de la muralla, abierto de par en par, consciente de que las incombustibles vendedoras podían enredarnos hasta el infinito, me las ingenié para rescatar a Eliseo, escapando vergonzosamente —lo sé— hacia el interior de la posada. A nuestras espaldas, inevitables, sonaron silbidos de protesta y más de una maldición.

En principio no teníamos intención de pernoctar en el lúgubre y poco recomendable albergue. Pero, ya que estábamos allí, bueno sería echar una ojeada. Con el Destino nunca se sabe…

El amplio patio se hallaba desierto. Como en la mayoría de las edificaciones de la comarca, el basalto era el principal, casi único, material empleado en la construcción. Grandes losas oscuras, heridas, polvorientas y achacosas pavimentaban la desahogada explanada.

A la izquierda (tomando como referencia el portalón), al pie de la tapia, se alzaban un pozo cuadrado y dos estrechos y altos abrevaderos, adosados al brocal y paralelos a la muralla. Una pareja de onagros, suelta y aburrida, bebía con desgana, peleando sin éxito contra una pertinaz y zumbante mancha de tábanos. Los jumentos nos miraron huraños.

A la derecha y al frente, en forma de «L», se levantaba el negro y hostil edificio de la posada. Una viejísima y estirada casona de dos plantas, tan aburrida y mal encarada como los burros. En la parte baja, a través de siete oscuros y corpulentos arcos, se adivinaban los establos, probablemente vacíos. Y en la zona superior, la típica y tradicional galería, proporcionando cobijo a una treintena de menguadas y deslucidas puertas de madera. Casi con seguridad, las habitaciones de los clientes. En los extremos de la «L», sendas escaleras de piedra, empotradas en los muros, permitían el acceso al corredor y a las celdas. En lo alto de los peldaños, colgadas de los dinteles, aparecían otras tantas cortinas rojas. Aquello, en todas las posadas, anunciaba que aún quedaba sitio para posibles y rezagados caminantes.

Ante lo avanzado del caluroso agosto, y la coincidencia del sábado, era presumible que el lugar se hallara casi vacío. No nos equivocamos.

Eliseo reparó en «algo» que destacaba en la muralla de la izquierda, a escasa altura por encima del pozo. Curioso, como siempre, se aproximó. Y le seguí, un tanto desconcertado por el absoluto silencio.

Se trataba de un cartel, con una leyenda en koiné y arameo, grabada a fuego en una plancha de madera.

«No arrojes piedras a la fuente de la que has bebido».

El aviso era bastante común en pozos y «alas del pájaro» (fuentes).

En la parte inferior, el responsable del albergue, harto de la pésima educación de muchos de los visitantes, había añadido:

«Y no orines en los abrevaderos».

Los asnos, displicentes, mantuvieron la distancia, jugueteando con el agua y rebuscando entre las milagrosas hierbas que coloreaban las juntas de las losas.

De pronto, un súbito repiqueteo nos sacó de la atenta lectura. Al volvernos descubrimos frente a uno de los arcos a una mujer que, danzando, se aproximaba hacia nosotros.

Nos miramos desconcertados.

Solicité calma. Aquélla era otra de las costumbres entre los posaderos. Sobre todo, cuando los clientes escaseaban. En muchos albergues, patrones o empleados salían al encuentro de los viajeros y, bailando, prometían toda suerte de placeres si aceptaban entrar y alojarse en sus dominios.

Sensual, contoneándose y sin dejar de golpear unas blancas castañuelas de madera, terminó por llegar a nuestra altura.

Eliseo, descompuesto, hizo ímprobos esfuerzos para no soltar una más que justificada carcajada. Lo fulminé con la mirada aunque, verdaderamente, la estampa resultaba tragicómica.

Sonriente, envuelta en una vaporosa túnica de seda verde, la esquelética «aparición» prosiguió el baile, girando sobre sí misma y brincando de vez en cuando con un más que dudoso donaire.

Los pies, descalzos y sucios, me parecieron raros. Enormes para una mujer. Largos como tumbas de filisteos…

Pero, torpe y lento de reflejos, no caí en la cuenta.

La grotesca danza, al son del insufrible toque de castañuelas, concluyó al fin con una violenta reverencia. Aquél, sin embargo, no era su día…

Al inclinarse, rozando el suelo con los ensortijados y largos cabellos rubios, la «melena» se despegó, precipitándose contra el pavimento.

Mi compañero no lo resistió. Y las carcajadas retumbaron en el patio, siendo puntualmente correspondidas por unos no menos inoportunos rebuznos. Los asnos, en efecto, eran más inteligentes de lo que suponíamos.

La anfitriona, aturdida, rescató la peluca, encasquetándosela en un cráneo mondo y lirondo.

Nos miró desafiante. Con dureza.

Pero Eliseo, rápido, rectificó, replicando con otra ceremoniosa inclinación de cabeza.

Sudorosa y rendida, aceptó el cumplido. Sonrió de nuevo y, guiñando un ojo, nos felicitó por haber escogido su casa. La voz, cuadrada y profunda como el pozo, me descolocó. Pero seguí en las nubes…

Los goterones de sudor, descolgándose por el estrecho y huesudo rostro, terminaron de aguarle la fiesta. Inmisericordes, se llevaron por delante el azul que sombreaba los ojos y el rojo cinabrio que explotaba en los labios.

Dio media vuelta y, dando por hecho que aceptábamos la invitación, provocadora, recreándose en unos bien estudiados movimientos de caderas, se alejó hacia el edificio.

El ingeniero preguntó.

¿Qué hacíamos?

Me sentí atrapado.

Dormir en aquel lugar no figuraba en los planes. Sin embargo, el lógico cansancio y los kilómetros que nos separaban del lago Hule me hicieron dudar.

Parlamentamos.

A mi amigo, la idea de suspender la marcha le pareció positiva. Al día siguiente, con el frescor del amanecer, recuperaríamos el tiempo perdido.

¿Tiempo perdido?

El Destino sonrió burlonamente. Por supuesto, nos esperaba en el interior…

Acepté. Me hice cargo del petate de mi compañero y, resignado, dirigí los pasos hacia el arco por el que acababa de desaparecer la «danzarina». Eliseo regresó al exterior, a la búsqueda del pelirrojo.

¡Dios bendito!

En cuestión de posadas no lo había visto todo…

Aquélla superaba la suciedad y la miseria de cuantas figuraban en nuestro haber.

Al término de la oscura y fétida arcada tuve que taparme el rostro. Un humazo blanco llenaba casi por completo la amplia estancia que hacía las veces de cocina, comedor y «salón social». Una sala rectangular de ocho por cinco metros, pésimamente aireada por un par de angostas troneras y humillada por una penumbra crónica.

Escuché gritos y maldiciones. Era la voz de esparto de la «aparición». Después, el siseo del agua al ser arrojada sobre el fuego. Y la humareda, poco a poco, se extinguió. Pero la patrona continuó vociferando, arremetiendo contra dos jovencitos, responsables, al parecer, del desaguisado. Los sirvientes, acobardados, se retiraron a un extremo de la «cocina». Y la mujer, al percatarse de mi presencia, se apresuró a reunirse con este explorador, deshaciéndose en mil excusas y tachando a la servidumbre de inútil y bastarda. Rogó que tomara posesión de su casa y, retornando al simulacro de cocina, la vi llenar una jarra.

¡Dios mío! ¿Dónde estábamos?

Un largo «mostrador» dividía la sala en dos «ambientes», por llamarlo de una forma caritativa. Era el típico tablero de las tabernas y albergues públicos: una plancha de madera de unos seis metros, abierta por cinco puntos y en los que fueron encajadas otras tantas y panzudas tinajas, ancladas, a su vez, al pavimento de piedra. Al otro lado, al pie del muro que se levantaba frente al arco de entrada, iluminada por las voluntariosas troneras, se distinguía una caótica sucesión de pucheros, fogones de hierro, sacos y cestas, jaulas de madera con pollos y gallinas medio asfixiados, platos, cuencos de barro y un par de mesas atestadas de hortalizas, hogazas de pan moreno y una temible familia de cuchillos, clavada en una superficie húmeda y grasienta.

En lo alto, colgando de la descascarillada techumbre, mortificados por insectos y moscas, goteaban grasa y sangre de varios costillares, algunos corderos desollados y numerosas ristras de un embutido negro y rezumante.

El resto del «ajuar» lo integraban tres larguiruchas mesas de pino carrasco, tan cojas como gastadas por el tiempo y la roña, estratégicamente ordenadas en paralelo en el centro del salón-comedor. Tres lucernas de aceite, más voluntariosas, si cabe, que las troneras, combatían con un amarillo oscilante la densa y pesada penumbra.

La mujer insistió. Tomé asiento y, de un trago, apuré el vaso de tinto caliente que acababa de escanciar. La verdad es que lo necesitaba.

Sonrió complacida, sirviendo una segunda ronda. Traté de rechazarla, pero, sagaz e intuitiva, advirtiendo que se hallaba frente a un extranjero, dejó a un lado el arameo galalaico y, expresándose en una koiné impecable, anunció sin rodeos:

—El vino es gratis…

Y, curiosa, sin el menor pudor, inició un bombardeo de preguntas, interesándose por nuestros orígenes, motivo del viaje, destino, profesión y, sobre todo, por la «salud» de la bolsa que colgaba del ceñidor.

Escapé como pude, improvisando. Sólo éramos unos griegos, de paso hacia el norte, y empeñados en ver mundo…

Supongo que me creyó. En este tipo de locales era peligroso hablar más de la cuenta. Los espías de Roma, y también los numerosos confidentes de los tetrarcas, menudeaban por albergues y estaciones de cambio de caballerías, compartiendo mesa y mantel con lugareños y viajeros. En el discurrir de la vida pública del Maestro tendríamos la oportunidad de comprobarlo: algunos de estos «infiltrados» se dieron prisa en seguir los pasos del rabí, informando puntualmente al gobernador, a Filipo, a su hermanastro Antipas y a la crema de las castas sacerdotales de cuanto hacía y decía. Lógicamente, ante una situación así, todos desconfiaban de todos. (Flavio Josefo lo apunta en varias ocasiones. Jerusalén, en concreto, sobre todo bajo el reinado de Herodes el Grande, se convirtió en una ciudad en la que sus habitantes procuraban hablar en voz baja y lo menos posible. Hasta el propio «criado edomita» —Herodes— se disfrazaba, mezclándose con sus súbditos y escuchando los comentarios que se hacían sobre él o sobre Roma).

En este caso, sin embargo, me equivoqué. Por lo que averiguaríamos más adelante, la jefa de la posada del cruce de Qazrin no era muy simpatizante, que digamos, de los kittim y, mucho menos, de los hijos y herederos de Herodes al Grande…

Pero de esto me ocuparé a su debido tiempo.

No tuve que interrogarla. Ella misma se presentó. Dijo llamarse Sitio y ser oriunda de Pompeya. Allí, en la hermosa ciudad italiana, regentó un próspero oshpisa, un hospitium u hospedaje muy popular y reconocido —según sus palabras— por la fina cerveza de Media y las langostas encurtidas en vinagre.

¿Sitio?

El nombre, si no recordaba mal, era de varón.

Qué extraño…

Y al fin, este ciego explorador cayó del olivo. Todo encajaba. Los grandes pies, la voz de minero y, naturalmente, la puntiaguda nuez, subiendo y bajando sin descanso en la laringe…

Pero, discreto, incapaz de «lastimarla», me abstuve de formular comentario alguno sobre su sexo.

Animada y agradecida ante la esmerada atención prestada por aquel desconocido continuó la perorata, haciéndome saber que, desde la subida al poder del maldito «viejecito» (el emperador Tiberio), todo se volvió contra ella. Los impuestos la ahogaron y los acreedores, finalmente, la forzaron a huir con lo puesto. Tras una turbulenta estancia en Tiro, donde trabajó como «burrita», intérprete y mesonera, optó por probar fortuna en la Gaulanitis. Y allí estaba, al frente de una posada de mala muerte, «entre bastardos e incultos galileos».

Hizo una pausa. Mojó los descompuestos y churretosos labios rojos en el vino y, de pronto, los ojos chispearon. Y, solemne, proclamó:

—Pero esto no durará mucho… Pronto hallaré la fortuna.

¿Quién lo hubiera imaginado? Acertó, sí, pero no como suponía. La fortuna, en efecto, la visitaría. Una «fortuna» con nombre propio: Jesús de Nazaret…

Apuró la bebida y, excusándose, retornó a la «cocina». La cena —aseguró—, estaría lista antes del anochecer.

Tentado estuve de volver al camino. La tardanza de Eliseo empezaba a inquietarme. Sin embargo, esperé.

Me alcé y, tomando una de las lámparas de aceite, fui a inspeccionar «algo» que me tenía intrigado. La totalidad de los muros, incluyendo el de las troneras, aparecía cubierta con una excitante «decoración».

Aproximé la flama.

Curioso…

«Aquello» no era lo habitual en las toscas y primitivas posadas de Palestina.

Me paseé ante la pared de la entrada y mi asombro fue en aumento.

De vez en cuando, expectante, la patrona lanzaba algunas miradas. Mi curiosidad, seguramente, la complació. No debía de ser muy normal que los rudos visitantes se interesasen por aquella muestra de su innegable sensibilidad.

No sé cuántos acerté a leer. Quizá veinte o treinta. Lo cierto es que, tras la lectura de los «cuadros», mi confusa opinión sobre Sitio fue despejándose. Como decía, aquel ser era más inteligente e inquieto de lo que aparentaba.

Con paciencia y sabiduría, la dueña había ido colgando de las gastadas y desabridas piedras decenas de pequeñas y grandes planchas de madera, pintadas o grabadas con sutiles, acertados e insinuantes dichos y adagios. La mayoría en arameo. Otros en el griego «internacional» (la koiné) y algunos en latín.

Esa noche, al retirarnos, me apresuré a tomar buena nota de los más significativos.

«Comer sin beber —rezaba uno de ellos— es como devorar la propia sangre».

«Mercurio os anuncia aquí ganancia —decía otro—. Apolo, salud y Sitio, albergue, buena cocina, grata conversación o silencio (según gustes)».

«Quien entre en la posada de Sitio saldrá satisfecho. Si no fuera así es que sólo ha soñado que entraba».

Más allá, la desconcertante «mujer» advertía:

«Si un caminante acude a esta casa, su Dios —Baal, Júpiter o el Santo, bendito sea su nombre— se sentará con él».

Y añadía mordaz:

«Siempre paga el caminante… A Dios hay que dejarle en paz».

Francamente, me divertí, olvidando, incluso, la extraña y prolongada ausencia de mi hermano.

«Que los pobres no pasen de largo —escribía en koiné—. Si no hay dinero, no importa… La servidumbre escasea».

«No te fíes de las apariencias —aseguraba con tino en otra de las planchas—. Las mujeres también son seres humanos».

Sencillamente inaudito. Las atrevidas sentencias hacían de Sitio una excepción en el desprestigiado ramo de la hostelería de aquel tiempo. La casi totalidad de las posadas, dentro y fuera de Israel, tenían una bien ganada fama de lugares de latrocinio, prostitución y abuso desmedido. Raro era el posadero honrado. Como afirma Petronio en su Trimalquio, «estos estafadores tienen más de aguadores que de taberneros». Cuando un viajero entraba por la puerta, siempre lo hacía en guardia y a la defensiva. En cualquier momento podía surgir la mentira, el robo o la calamidad.

En el muro de la derecha (siempre tomaré el arco de entrada como referencia), destacando sobre los restantes «avisos», aparecía un «menú del día», los precios y diversos «servicios extras»…

«Sopa de verduras… Verduras "nuevas" —aclaraba—. Res guisada con tomillo y pimienta negra (no recomendable para célibes y virtuosos) —volvía a puntualizar con sorna—… y "pirámide de jengibre"… Sin límite… [Supuse que hacía alusión a que el cliente podía repetir cuanto gustase.]

»Pan, vino y charla, regalo de la casa. Total: cuatro ases…

»Por la cama, dos ases…».

Y anunciaba con letras más destacadas:

«… Con "burrita" (prostituta), ocho ases… Baño gratis (en el río)».

Por debajo, en rojo, una advertencia obligada en los establecimientos regentados por gentiles:

«Comida kosher a petición. Idéntico precio. La misma amabilidad».

Este tipo de «menú» —kosher o «limpio»— era habitualmente solicitado por los hebreos. En especial, por los más religiosos.

Las carnes, sobre todo, eran celosamente vigiladas. Para ser kosher, según la rígida Ley de Moisés, tenían que haber sido seleccionadas y despiezadas por carniceros expertos. Como mínimo, antes de ser cocinadas, debían pasar por un baño purificador, a base de agua con sal. Cualquier rastro de sangre las invalidaba. La tradición dedicaba interminables y farragosas especificaciones [104] al tipo de animales a sacrificar, herramientas de los matarifes, modo de degüello, fórmulas para el desangrado, prohibición de inmolación en el mismo día de madre y cría, tendón femoral (terminantemente prohibido) y artículos «puros o impuros». Toda una pesadilla, en efecto, que el pueblo liso y llano soportaba con las lógicas dificultades y que, en ocasiones, era motivo de agrias polémicas. Para los rabiosos «vigilantes de la Torá» no había duda ni posibilidad de discusión. «Aquello» era la voluntad de Dios. Para otros, más sensatos, mezclar los «deseos divinos» con el hecho de disfrutar de un buen jamón o de una sabrosa centolla era algo absurdo. El propio Jesús de Nazaret, para regocijo de muchos, se vio envuelto en más de una discusión con los intransigentes doctores de la Ley. Y, naturalmente, los confundió. Unos encuentros dialécticos, por cierto, jamás mencionados por los evangelistas…

Pero, sin duda, los que más me sorprendieron fueron los «carteles» que adornaban la pared de la izquierda.

«Ama y busca la paz… Ama a los otros hombres y acércalos a la Ley».

«Si uno es agredido, serán dos a defenderse».

«Mejor no prometer que dejar de cumplir lo prometido».

Los repasé varias veces y llegué a la misma conclusión: los dichos, en su mayoría, pertenecían a un venerado y ya desaparecido rabino de Jerusalén. En cierto modo, un precursor de la filosofía del Galileo. Me refiero, claro está, a Hillel, muerto hacia el año 10 de nuestra era.

«Quien extiende su fama —seguí leyendo— la hace perecer. Quien no aumenta, disminuye. Quien no aprende se hace reo de muerte. Quien se sirve de la corona (la Torá), desaparece».

«Más vale una sola mano llena de reposo que las dos llenas de trabajo y de vanos afanes».

«Con lo mejor de tu riqueza adquiere la sabiduría. Con lo que poseas, compra la inteligencia».

Las sabias palabras, desde luego, me recordaron otras no menos certeras y sublimes.

«Si no estoy para mí, ¿quién estará? Y si estoy para mí, ¿qué soy yo? Y si ahora no, ¿cuándo?».

«¿Quién es rico?… El que se regocija con lo que tiene».

«La envidia, la codicia y la ambición abrevian la vida humana».

Poco a poco, como digo, mi admiración por Sitio fue creciendo.

¿Quién era realmente aquella «mujer»? ¿Qué hacía en un lugar tan remoto y oscuro?

Las siguientes frases me dejaron igualmente perplejo…

«Habla poco y haz mucho. Y recibe a todo hombre con la cara sonriente».

«Cumple la voluntad de Dios como si fuera la tuya, para que haga Él la tuya como si fuera suya».

«No juzgues a tu prójimo hasta que no estés en sus mismas circunstancias».

Algún tiempo después, el Maestro hablaría de lo mismo. La voluntad del Padre. Su gran mensaje. Su gran deseo…

«Los ríos van todos al mar y la mar no se llena».

«Que el honor de tu amigo te sea tan querido como el tuyo propio».

«No te fíes de ti mismo hasta el día de tu muerte».

Un apetitoso tufillo a carne guisada casi me desvió de la lectura. Estaba hambriento.

¿Y Eliseo? ¿Por qué no regresaba?

«¿Quién es honrado?… Aquel que honra a otros».

«Anillo de oro en jeta de puerco es la bella mujer sin seso».

«Ve con los sabios y te harás sabio. Al que necios se acerca le llega la desdicha».

Sitio procedió a preparar la mesa. Me observó de reojo, pero no dijo nada. Ambos, creo, estábamos de acuerdo: la lectura era más importante.

«Donde no hay hombres, esfuérzate por serlo».

«Cuanta más carne, más gusanos. Cuanta más riqueza, más preocupaciones. Cuantas más mujeres, más sortilegios. Cuantas más criadas, más incontinencia. Cuantos más esclavos, más robo. Cuanto más estudio de la Ley, más vida. Cuanta más escuela, más sabiduría. Cuanto más consejo, más inteligencia. Cuanta más justicia, más paz».

La patrona había subrayado «mujeres» y «sortilegios». Normal en su «caso»…

«El contenido es más importante que el recipiente».

«Todo te ha sido dado como préstamo y una red se extiende sobre ti».

«No juzgues en solitario. Como mucho, júzgate a ti mismo».

Creí reconocer en algunas de las sentencias los ecos del libro de los Proverbios y del Eclesiastés. Pero ¿cómo podía ser? Sitio, supuestamente, era pagana.

«Es mejor el pacífico que el fuerte. El que domina su espíritu que el que conquista una ciudad».

«No desprecies a nadie, ni rechaces ninguna cosa como imposible, porque no hay hombre que no tenga su honra, ni cosa que no tenga su lugar».

«Sé humildísimo, ya que lo que te espera es la muerte».

En la inminente y providencial cena, la «mujer» nos aclararía el por qué de la singular «decoración». Y reconozco que, tanto mi compañero como yo, tuvimos que inclinarnos ante su poco común y, al mismo tiempo, ardiente deseo. Y surgiría otra interesante «sorpresa». Mejor dicho, varias «sorpresas»…

«Todo aquel que profana en secreto el nombre de Dios será públicamente castigado».

«Que tu amor no dependa de las cosas, ni de lo que tienes, sino de lo que eres».

No hubo tiempo para más. De pronto, por el arco, irrumpió Eliseo. Le salí al encuentro. Y, furioso, exclamó:

—¡Lo ha hecho otra vez!

Intenté calmarlo. Su rostro aparecía sudoroso.

—¿Lo ha hecho? Pero ¿qué?…, ¿quién?

Sitio, al depositar en la mesa una humeante olla de barro, nos miró intrigada.

Mi hermano, visiblemente agotado, fue a tomar asiento y, moviendo la cabeza negativamente, repitió una y otra vez:

—¡Lo ha hecho!… ¡Lo ha hecho!

Sin querer, la posadera y quien esto escribe cruzamos una mirada. Y, decidida, se inmiscuyó, preguntando la razón de semejante alarma.

Tuvo más suerte que yo. Al punto, Eliseo, derrotado, le manifestó que el niño que nos acompañaba había desaparecido.

¿Otra vez?

Mi hermano detalló la estéril búsqueda en el exterior. Consultó, incluso, a los pequeños que se bañaban en el río. Negativo. Ninguno le dio razón. Tampoco pudo localizarlo entre los vendedores. Recorrió parte de la senda que llevaba al norte, pero resultó igualmente infructuoso. Y asustado y perplejo optó por regresar.

Sitio, fría y racional, se interesó por las características del desaparecido.

Me adelanté, dibujando el perfil y agregando «algo» que mantenía en secreto.

Y el Destino, atento, intervino…

La alusión a la posible dolencia del ladronzuelo fue determinante.

—Pelirrojo…, mudo…

La anfitriona meditó unos segundos. Y, segura, exclamó:

—Ése sólo puede ser el hijo de Assi…

Eliseo, confuso, no daba crédito a lo que escuchaba. Ni a las palabras de Sitio, ni a las mías.

—¿Mudo?… ¿«Denario» es mudo?

—Sordo —maticé—. Casi con seguridad, sordo… Y ya ves que tiene familia. No debemos preocuparnos. Es lógico que haya vuelto con los suyos.

El ingeniero, verdaderamente, le había tomado cariño.

Tuvo que esforzarse para aceptar la realidad. Finalmente, más sosegado, al amor de la suculenta sopa de verduras, prosiguió el interrogatorio. Sitio, solícita, comprendiendo la desazón de mi compañero, le dio toda clase de detalles. Al parecer, conocía bien a los naturales de la zona.

Así fue como nos enteramos del oscuro origen del niño, de su lugar de residencia y de la persona que lo cuidaba.

Según la posadera, «Denario», cuyo nombre era «Examinado» [105], cargaba con una doble desgracia. Además de sordomudo era mamzer (bastardo). La madre, una fenicia de Sidón dedicada a la prostitución, lo parió en la ciudad de Paneas, donde trabajaba. Días más tarde lo entregó en un kan existente al sur del lago Hule. (El kan era una antiquísima institución que se ocupaba de acoger a todos aquellos —judíos o gentiles— que carecían de medios para sobrevivir. En ocasiones eran utilizados también como albergues de paso. Generalmente consistían en casonas o chozas, estratégicamente ubicadas, siempre abiertas, y a cargo de no judíos que se responsabilizaban del alojamiento, comida y cuidado de residentes o transeúntes. El sostenimiento corría por cuenta de los tetrarcas, de ricos saduceos o de almas caritativas. En ocasiones, los «clientes» aportaban lo que buenamente podían. Eran lugares destartalados, más lúgubres, si cabe, que las posadas públicas, sin muebles y con unas condiciones higiénicas prácticamente nulas. En los kanes terminaban refugiándose, amén de lisiados, enfermos crónicos, ancianos o niños desamparados, la flor y nata de la picaresca, de los huidos de la justicia y del bandolerismo. Unos lugares, en efecto, muy poco recomendables. El Génesis [42, 27] los menciona y también Jeremías [41, 17]).

Allí, en definitiva, creció «Denario», al amparo del gobernante del kan, un tal Assi, «auxiliador» de gran bondad y notable reputación como médico o sanador.

Al escuchar a Sitio, la memoria se agitó.

¿Assi?

Indagué y, efectivamente, surgió limpio y transparente el recuerdo de otro viejo conocido. Alguien con quien coincidiría en el año 30, en la casa de los Zebedeo, en Saidan.

¡Increíble Destino!

Assi, con seguridad, era el esenio que cuidaba al patriarca de los Zebedeo cuando este explorador alivió al anciano de un pequeño problema en uno de los oídos [106].

No podía creerlo…

El egipcio, destacado, al parecer, por la comunidad de Qumran a la lejana Gaulanitis, se hallaba, justamente, muy cerca del camino que nos conduciría en las siguientes jornadas hasta la base del Hermón.

¿Casualidad?

Lo certero de mis insinuaciones pusieron en guardia a la intuitiva «mujer». No le faltaba razón. ¿Cómo era posible que aquel griego, supuestamente de paso, conociera al «auxiliador» del lago Hule?

Esquivé el asunto, centrándome de nuevo en el pelirrojo.

El niño, tal y como suponía, era sordo de nacimiento y, en consecuencia, mudo. Nadie, obviamente, sabía la causa. Sencillamente, nació así. Y gracias a los cuidados de Assi pudo salir adelante, librándose, en parte, de la maldición que suponía en aquel tiempo una patología de esta naturaleza.

«Denario» —así lo llamaríamos entre nosotros—, a juzgar por las informaciones proporcionadas por Sitio, era un muchacho «especial». A pesar de su terrible limitación disfrutaba de una inteligencia sobresaliente. Se le veía con frecuencia por la ruta, robando a caravanas y caminantes y entregando el fruto de las rapiñas a su padre adoptivo. Éste, por lo visto, no se hallaba al tanto de las andanzas del jovencito.

Naturalmente, me hice el firme propósito de ingresar en el kan e intentar ubicar a ambos. A la mañana siguiente, si todo discurría con normalidad, pasaríamos muy cerca del lugar. Lo que no imaginé en esos instantes fue la trascendencia de dicha visita…

Sitio retiró la sopa, alejándose hacia la «cocina». En esos momentos, Eliseo hizo un comentario que confirmó mis tardías sospechas. La «mujer», efectivamente, era un hombre… Uno de los muchos homosexuales que proliferaban en aquella Palestina. Pero, prudentemente, de mutuo acuerdo, preferimos «ignorarlo» y dejar las cosas como estaban.

No me cansaré de repetirlo. Aquel encuentro en el albergue próximo a Qazrin tampoco sería «casual». El Destino, previsor, sabía lo que hacía. Pero debo ser fiel a los acontecimientos, tal y como se registraron. Ojalá ese Padre maravilloso siga regalándome luz y fuerza para continuar…

Carne de ternera «al vino».

Eliseo, entusiasmado, elogió la buena mano de la posadera. Y Sitio, hinchada con los cumplidos, le obsequió una doble ración.

La tertulia se animó.

Creo que la corriente de simpatía fue mutua y sincera. Y aproveché la circunstancia para intercalar un par de temas que me interesaban. Por un lado, la segunda y no menos dramática maldición que pesaba sobre el pelirrojo: su condición de mamzer. ¿Cómo era posible que un esenio, extremos y radicales en lo concerniente a la pureza religiosa, hubiera adoptado a un bastardo?

La «mujer» suspiró. Señaló hacia uno de los «carteles» que yo había tenido la oportunidad de leer y, certera, casi sin palabras, reprochó mi, aparentemente, poco caritativo interrogante:

—No juzgues…

No era ésa mi intención, pero encajé el varapalo. Acto seguido, en tono conciliador, explicó:

—Assi, aunque nacido en Egipto, es de origen judío. Pero su noble corazón no tiene raíces, ni entiende esas malditas discriminaciones de los que se dicen «santos y separados». Tú eres extranjero y no sabes que en esta tierra son más los que buscan y ansían la verdad que los que adoran a esa injusta Torá…

—¿La verdad?

Y salté al segundo asunto. ¿A qué obedecía la singular colección de sentencias que adornaba las paredes?

—¿Te interesa la verdad? —Insistí, simulando cierto escepticismo—. ¿Y qué es? ¿Está quizá en esos «carteles»?

No respondió de inmediato. Me observó con gravedad y, convencida, supongo, de la sinceridad de mis planteamientos, abrió el corazón, vaciándose. Y durante un rato, rememorando la estancia en Tiro, relató su encuentro con unos «misioneros» cínicos. La filosofía de aquellos griegos, al parecer, le impresionó. E intentó vivir conforme a lo que predicaban: abandonó la prostitución, entregó a los pobres cuanto tenía, luchó por liberarse de los deseos mundanos y procuró pensar en la muerte como un mal irremediable. Sin embargo no fue suficiente. «Algo» fallaba. Su espíritu siguió huérfano. El cinismo [107] no era la verdad. Y continuó la búsqueda.

Probó con los estoicos [108]. Su «Dios-Razón» la conmovió. Estuvo de acuerdo en el posible origen divino del alma y en la hermandad de los hombres, cantado por los seguidores de Zenón de Citio. Aprendió a vivir en armonía con la Naturaleza y, lo que era más importante, consigo mismo. Pero las brillantes ideas del estoicismo la dejaron igualmente insatisfecha. Necesitaba la esperanza y ésta, lamentablemente, no aparecía en aquella filosofía. El «Dios-Razón», como el resto de los dioses de los gentiles, era «alguien» lejano e inalcanzable.

Tampoco epicúreos y escépticos aportaron novedades a su inquieto y anhelante espíritu. Los primeros, defendiendo la prudencia como máximo exponente de la felicidad, no le convencieron. No era lo que precisaba. No era eso…

En cuanto a la doctrina de los escépticos —el conocimiento y la sabiduría son engañosos—, sinceramente, no la tuvo en cuenta. Aprender, conocer, crecer, no podía ser dañino o detestable…

Finalmente, en este arduo peregrinaje, tropezó con el Dios de los judíos. Pero el desencanto fue idéntico. Aquel Yavé, lejos de infundir algo que justificase y diese sentido a su vida, sólo provocó miedo e incomprensión. El instinto la obligó a renunciar. Yavé no era la esperanza…

De todas formas, el «viaje» a la religión del colérico Dios del Sinaí no fue en vano. Algo le impactó. Mejor dicho, alguien. Y el espíritu de ese alguien —profundamente humano y universalista— fue a presidir su alma y las paredes de la casa. Ese alguien, como suponía, no era otro que Hillel [109]. Sus dichos y sentencias sí la equilibraron en parte. Pero no la llenaron. Tampoco era eso lo que buscaba…

El postre puso fin a las disquisiciones de la atormentada Sitio.

Exquisito.

La «mujer», a decir verdad, se había esmerado.

Pirámide de jengibre blanco, comprado a las caravanas de la India. Un exótico y dulcísimo «bizcocho», hábilmente emborrachado con un «chocolate» líquido extraído de la ya referida keratia. Y en lo alto, una reluciente bola de miel y nueces.

Eliseo y yo lo devoramos en silencio. Nos miramos y, creo, compartimos el mismo sentimiento. Le hice una señal. No debíamos precipitarnos. No era el momento…

Sin embargo, impulsivo, deseoso de proporcionar un rayo de luz a la solícita mesonera, el ingeniero abrió las compuertas de aquel sentimiento mutuo, planteándole una pregunta:

—¿Conoces a un tal Jesús, carpintero de Nazaret?

Buscó en la memoria. Aquél fue ya un signo inequívoco…

Negó con la cabeza.

Mi hermano, tenaz, insistió.

—Hijo de María y José…

Negativo. Era lógico. Estábamos en el año 25. Aún faltaba mucho para que el Maestro fuera conocido…

Y, curiosa e intuitiva, preguntó a su vez:

—¿Por qué?… ¿Es quizá como Hillel?

Sonreímos, aguijoneando su intriga.

Nos miró de hito en hito, esperando una aclaración. Esta vez tomé la palabra:

—Algún día, si el Destino lo tiene previsto, volveremos a encontrarnos. Entonces, si lo recuerdas, haznos de nuevo esa pregunta. Mejor aún: házsela a Él…

Asintió confusa.

—Lo recordaré… Jesús de Nazaret…

Y retomando la cuestión clave —la que este explorador dejó en el aire— musitó casi para sí:

—La verdad… ¿Conoce ese Jesús, el carpintero de Nazaret, cuál es la verdad?

No respondimos. Ella misma, en su momento, lo descubriría. Y se convertiría, curiosamente, en uno de sus más apasionados y fíeles defensores. Un «seguidor» del Galileo que, como otros, jamás figuraría en los textos sagrados…

El canto de las rapaces nocturnas nos advirtió. Debíamos retirarnos.

Sitio lo lamentó. Hacía mucho que no disfrutaba de una tertulia tan amena y constructiva. Pero, comprendiendo, se hizo con un par de lucernas, acompañándonos.

La temperatura, todavía cálida, nos abrazó. Y el firmamento nos retuvo en el patio durante unos minutos, cortándonos el paso.

La «mujer» levantó igualmente el rostro y definió aquella maravilla mejor que nosotros…

—Ésa sí es la verdad…

Una estrella fugaz, oportunísima, bendijo sus palabras, emborronando en blanco y verde una hilera de asustadas y disciplinadas estrellas.

¿Dónde estaría?

Y mi pensamiento, como otro Jasón, zigzagueó entre las vigilantes constelaciones, dejando atrás a las sorprendidas Castor y Capella y planeando sobre el Hermón.

Sí, allí estaba…

Lo presentí. Lo vi. Nos esperaba.

No lo ocultaré. En esos intensos momentos, la poderosa «fuerza» que nos escoltaba susurró en el corazón:

«¡Ánimo!… Ha llegado la hora…».

Poco importó la mugre, las familias de chinches o la estrechez de la celda. Lo di por bien empleado. Estábamos a un paso del Hijo del Hombre. Podía sentirlo…

La siguiente jornada sería decisiva. Si el Destino nos protegía, al anochecer del domingo, o lo más tardar el lunes, 20, nos encontraríamos frente a las estribaciones del Hermón.

Arropado por el recuerdo del añorado Maestro y por la perpleja y humilde flama amarillenta de la lucerna traté de conciliar el sueño. Pero me costó.

De pronto, no sé por qué, surgió en la penumbra la casi olvidada imagen de «Denario».

Me resistí. Tenía que descansar. Sin embargo, los guturales y animalescos gritos del pelirrojo inundaron la memoria, atormentándome.

Fue extraño. Parecía como si «alguien» se empeñara en que no olvidara su sordera.

¿Extraño? ¿Es que había algo normal o racional en semejante aventura?

¡Pobre y torpe Jasón! ¿Cuándo aprenderé?

«Aquello», en efecto, fue un «aviso». Más adelante comprendería por qué…

El caso es que, a pesar de mi resistencia, el problema del pequeño mamzer se instaló en mí. Y durante un tiempo le di vueltas, en un vano intento de averiguar cuál pudo ser la causa de dicha dolencia.

Obviamente, para intentar llegar a un diagnóstico tenía que explorar los oídos. Y aun así, el resultado era dudoso. Aparentemente, y según las noticias de Sitio, la sordera era prelingüística. (Aparecida antes de hablar). Si, como me temía, se trataba de una sordera profunda, originada, quizá, por un problema durante la gestación o en el parto, las posibilidades de recuperación eran escasas o nulas [110]. La verdad es que estas lesiones, como en la actualidad, eran muy frecuentes en aquel tiempo.

Enfermedades como la rubéola (padecida por la madre en el periodo de gestación) [111], toxoplasmosis, citomegalovirus congénito y otras infecciones intrauterinas hacían auténticos estragos en la población. También era posible que la cófosis (sordera profunda) estuviera determinada por un factor genético o por un accidente perinatal (no eran infrecuentes los traumatismos en el parto, la hipoxia [oxigenación insuficiente], el exceso de bilirrubina, etc.). Por supuesto, si el mal se presentó después del nacimiento, las causas podían ser también incontables [112].

Lo importante, sin embargo, no eran esas hipotéticas causas, sino el alcance de las mismas. ¿Hasta dónde le habían afectado? ¿Era un sordo irrecuperable?

El instinto de médico me decía que sí.

Y en aquella pelea, intentando desterrar la imagen de «Denario» y buscando desesperadamente el necesario descanso, volví a reprocharme la absurda obsesión.

¿En qué me afectaba todo aquello? Este explorador, poco o nada podía hacer. Y aunque hubiera estado en mi mano ayudar al infeliz, las normas de Caballo de Troya lo prohibían terminantemente.

Entonces…

En esos instantes, como decía, no comprendí. El «aviso» no iba en esa dirección. No se trataba de auxiliar al pelirrojo. La «advertencia» apuntaba «más allá»…

El niño, en efecto, sería una pieza clave a la hora de analizar y constatar uno de los grandes prodigios del rabí de Galilea. Pero demos tiempo al tiempo…

Finalmente, rendido y confuso, caí en un profundo y reparador sueño. Y «viví» una extraña ensoñación. Otra más.

Por supuesto, jamás la olvidaré…