18 AL 24 DE JUNIO

La misma tarde del sábado, 17, sin tropiezo ni percance, este explorador abrazaba a su hermano. Todo en el «portaaviones» discurría a entera satisfacción. A decir verdad, tanta paz empezó a preocuparme. No era muy normal…

Esa noche fue dedicada, única y exclusivamente, al descanso. Eliseo lo entendió y, aunque ardía en deseos de preguntar y exponer lo descubierto en los análisis de la sangre de la Señora, dejó que me recuperara.

A la mañana siguiente, con el alma y el corazón pletóricos, le puse al corriente de cuanto había visto y oído en la prolongada estancia en la Ciudad Santa y en el cementerio de Nazaret. No hizo muchos comentarios. No merecía la pena. El destino de los «embajadores del reino» estaba claro. Y la valiosa información, como era habitual, fue transferida al banco de datos de «Santa Claus».

Eliseo, por su parte, no menos feliz, me mostró los informes y los resultados de sus investigaciones en torno a la sangre que este explorador, como se recordará, tuvo la fortuna de recoger en Nazaret, cuando María, la madre del Maestro, resultó levemente lesionada en la nariz [67].

El providencial lienzo y la no menos oportuna hemorragia nasal de la Señora nos permitirían redondear otra decisiva misión, «especial y encarecidamente encomendada por los directores de Caballo de Troya». Como ya comenté, en aquellos momentos, los requerimientos de Curtiss nos parecieron lógicos y normales. Como científicos, la posible paternidad de José era un reto apasionante. Más tarde, aparentemente por casualidad mi hermano fue a descubrir «algo» que nos horrorizó y nos hizo dudar de la bondad de semejante «petición». Pero demos tiempo al tiempo…

Ambos éramos conscientes de que el referido lienzo había empapado la sangre de la mujer. Yo era testigo. Sin embargo, fieles al procedimiento y a los protocolos establecidos por los responsables de la Operación, los primeros ensayos se orientaron hacia las cuestiones básicas: identificación de la muestra como sangre humana, sexo, etc [68]. Por último, Eliseo centró sus esfuerzos en lo que realmente interesaba: el grupo sanguíneo. Las pruebas fueron contundentes. La Señora portaba el «B».

Esto nos situó ante el final de la experiencia. Sabíamos que el Hijo del Hombre pertenecía al grupo «AB» [69] y conocíamos igualmente, como digo, el de la madre. Sólo restaban dos operaciones, no menos delicadas y definitivas: averiguar los respectivos grupos sanguíneos de José y Amos, así como los ADN de todos ellos. Con este material estaríamos en condiciones de excluir —o no la paternidad del contratista de obras respecto al rabí. Desde el punto de vista de la Ciencia, un gen de grupo sanguíneo sólo se presenta en un individuo si, a su vez, está presente en uno de los padres o en ambos [70].

E hicimos algunos cálculos…

En teoría, sólo en teoría, aceptando que José fuera el padre biológico de Jesús, las posibilidades combinatorias (en grupos sanguíneos) eran las siguientes:

Primera: el padre podía ser «A» y la madre «B».

Segunda: padre «A» y madre «AB».

Tercera: «B» para José y «AB» para la Señora.

Cuarta: «AB» para ambos.

Evidentemente, si María era «B», los siguientes análisis sólo podían ofrecer el grupo «A». Pero teníamos que demostrarlo.

Y a partir del lunes, 19, mi hermano y quien esto escribe, sin prisas, se entregaron a una intensa labor, conscientes de las repercusiones de estos experimentos.

La primera inquietud, aparecida ya en los arranques de la operación, se centró en la posible contaminación de las muestras y en el estado de las mismas. Aunque las ampolletas de barro empleadas en el traslado de los dientes fueron minuciosa y severamente desinfectadas, siempre cabía una duda razonable. Sin embargo, las circunstancias mandaban y, sencillamente, confiamos en nuestra buena estrella. Respecto a la integridad de las piezas dentarias, las observaciones al microscopio nos tranquilizaron y animaron. No detectamos caries ni fisuras. Otra cuestión era el interior. Después de tantos años, las pulpas del molar y del premolar (en el caso de José), así como las del canino y molar (en Amos), podían haber resultado reabsorbidas y pegadas a las paredes. Si era así, las cosas se complicarían. Los forenses conocen bien este problema. Cuando los restos se hallan deteriorados, el ADN queda inservible, destruyéndose, incluso, los fragmentos mayores.

Pero, como digo, confiamos. Y llegó el gran momento.

Nos decidimos por el molar, reservando el premolar de José para un segundo ensayo.

Eliseo lo perforó y, hábil, extrajo la pulpa.

¡Bingo!… ¡No había reabsorción!

Este explorador sabía que el diente correspondía a un ser humano. Pero fuimos fieles al método científico. Primera determinación: la especie. El examen fue concluyente. Corona y raíz se hallaban en el mismo plano, indicando que pertenecía a un humano. (Como se sabe, el hombre es el único mamífero en el que los dientes se desarrollan verticalmente). Segundo y obligado protocolo: edad. Siguiendo las directrices de Gustafson, evaluamos algunos de los seis procesos evolutivos básicos [71]. Lógicamente, no todos fueron viables. Pues bien, cuantificando las modificaciones provocadas en el diente por cada uno de estos procesos, el resultado de la línea de regresión ofreció un total de cuatro puntos. Considerando un error de más-menos cinco años, la edad de José quedó así estimada en treinta y cinco años. En otras palabras: lo que ya sabíamos (el padre terrenal de Jesús murió a los treinta y seis).

En cuanto a la tercera determinación —el sexo—, sería aclarada poco después, con los análisis celulares [72]. La incógnita, sin embargo, aparecía igualmente despejada para quien esto escribe. Al inspeccionar la osamenta, pelvis, fémur, sacro y el cuerpo del esternón —dos veces más largo que el manubrio— fueron esclarecedores. Los huesos pertenecían a un varón. No obstante, esperamos. Todo debía llevarse con rigor.

Los pasos siguientes —diagnóstico de los grupos sanguíneos de José y Amos— no ofrecieron excesivas complicaciones. Repetimos los procedimientos ya expuestos, obteniendo lo que sospechábamos: el padre terrenal del rabí de Galilea pertenecía al grupo «A». Exactamente igual que el niño.

El hallazgo nos estremeció. El Hijo del Hombre, verdaderamente, era hijo del hombre…

Su grupo —«AB»—, como mandan las leyes de la herencia, fue propiciado por la genética de José y de la Señora. Y lo mismo sucedía con Amos, el hermano. Desde un punto de vista científico, todo encajaba matemáticamente. Como dije, los aglutinógenos A y B se transmiten con carácter hereditario dominante. O lo que es lo mismo: no se dan en los hijos, si no están presentes en los progenitores. Así, por ejemplo, unos padres «AB» nunca podrían tener hijos del grupo «O».

Pero la importante «pista» debía ser ratificada. Y Eliseo, nervioso y emocionado, penetró en el último capítulo: la observación de los respectivos ADN [73] y sus estudios comparativos.

En esta ocasión, me mantuve al margen. Mi hermano, supongo, lo comprendió. Aunque no era propio de un científico, la «invasión» de los territorios más íntimos del ser humano nunca me agradó. Y mucho menos, bucear y sacar a la superficie los ADN de mis amigos… Fue instintivo. No sé expresarlo con palabras, pero el sentimiento era claro: no manipularía las claves de la vida de Jesús de Nazaret y de la Señora.

Para estos experimentos, Caballo de Troya nos había dotado de dos técnicas, desconocidas, que yo sepa, por la comunidad científica. La primera fue desarrollada y puesta a punto por los laboratorios de ingeniería genética de la Navy. Durante años, como es habitual, la Inteligencia Militar fue «absorbiendo» y «haciendo suyos» los interesantes descubrimientos de científicos como Khorana y Niremberg (descifradores del lenguaje del código genético), Smith y K. Wilcox (descubridores de las enzimas de restricción), A. Kornberg y su equipo (que hallaron la polimerasa) y Berg (que produjo la primera molécula de ADN recombinado), entre otros muchos. Ni que decir tiene que estos brillantes hombres de ciencia nunca supieron de semejantes manejos…

Desde luego, no agotaré al hipotético lector de este diario con las complejas y farragosas secuencias que integraban esa técnica, «propiedad» de la Armada [74]. No es éste, obviamente, el propósito que me mueve a narrar lo que nos tocó vivir en la Palestina de Jesús de Nazaret.

Recuerdo que fue el miércoles, 21, hacia el mediodía…

Quien esto escribe se hallaba paseando por la zona de la muralla romana, absorto en los planes de nuestra próxima y casi inminente misión fuera de las fronteras de Israel.

Eliseo, excitado, me reclamó a través de la conexión auditiva.

—¡Lo logramos!… ¡Aquí tienes las pruebas!

Tras los ensayos con los grupos sanguíneos, yo había intuido el desenlace. Pero ahora estaba ante la definitiva confirmación…

Mi hermano, mostrando los diferentes «perfiles genéticos», me invitó a compartir su alegría. Los examiné cuidadosamente, ratificando los resultados en la pantalla del ordenador central. No había duda: el análisis conjunto de las regiones seleccionadas ofrecía un patrón de bandas claramente coincidente. «Santa Claus», frío y objetivo, lo resumió así:

«Para cada una de las regiones se obtiene una perfecta compatibilidad entre las muestras del supuesto padre y de la supuesta madre… Se observa la presencia de un fragmento materno y de otro…, de procedencia paterna».

¡Dios!… ¡Aquello era dinamita!

En las seis regiones hipervariables seleccionadas, todos los «códigos de barra» resultaban coincidentes. La certeza, pues, era superior a un 99,9 por ciento…

Eliseo, al final de su informe, escribió rotundo:

«La perfecta compatibilidad de perfiles en los ADN del Maestro, de José y de María permite concluir que la paternidad y maternidad han sido probadas, a pesar de no haber podido realizar un estudio estadístico referencial, por razones obvias… Teniendo en cuenta, sin embargo, la distribución de las frecuencias en USA y otras poblaciones, la probabilidad de paternidad y maternidad obtenida supera el 99,9 por ciento».

¿Qué significaba esto? En palabras sencillas, que el código genético de Jesús aparecía repartido entre los de sus padres terrenales. El Hijo del Hombre, por tanto, según la Ciencia, fue concebido con el esperma de José y el óvulo de la Señora.

Lo dicho: pura dinamita…

Y otro tanto sucedía con la «huella genética» de Amos.

¿Posibilidad de error?

Mínima, según mi hermano.

Para que dos perfiles de ADN, pertenecientes a individuos distintos, coincidan en seis regiones hipervariables tendríamos que pensar en una «supercasualidad». Dicho de otro modo: uno en un billón…, según «Santa Claus».

Para ambos estaba claro. No obstante, cumpliendo lo programado por Caballo de Troya, la experiencia fue repetida. En esta oportunidad, Eliseo echó mano de la segunda técnica, igualmente desconocida por el mundo científico.

La prueba fue ejecutada sobre el premolar de José y el molar de su hijo, Amos.

Extraídas las pulpas, tras congelarlas y esterilizarlas con nitrógeno líquido, evitando así la posibilidad de contaminación, las redujo a polvo, depositándolas en una mini cámara de flujo laminar. A continuación, consumada la selección química del ADN, su aislamiento y el corte del ovillo con las enzimas de restricción, «Santa Claus» tomó el mando, procediendo a la «inyección» de un «nemo» en cada una de las regiones elegidas. (Esta especie de «microsensor», de treinta nanómetros, al que bautizamos con el nombre de «nemo» y que describiré en su momento con más detalle, actuaba como una «sonda», identificando y transmitiendo por radio el patrón de bandas. Es decir, el «perfil genético» del individuo. La «huella», una vez en poder del ordenador, era amplificada a voluntad).

Esta diminuta maravilla de la Ciencia —únicamente programable con el concurso de «Santa Claus»— ahorraba muchas de las fases de la primera técnica de identificación del ADN, excepción hecha de las ya mencionadas. En definitiva, un sistema más rápido, limpio y fiable.

Segundos después del ingreso de los «nemos» en las regiones hipervariables seleccionadas en las muestras, la pantalla de la computadora ofrecía unas imágenes incuestionables.

Eliseo, tranquilo, las repasó dos veces, emitiendo un veredicto:

—Paternidad y maternidad…, probadas. Porcentaje de seguridad: cien…

Misión cumplida.

Acto seguido, demostrada definitivamente la paternidad biológica de José, la información fue transferida, en su totalidad, a los archivos de «Santa Claus». En cuanto a los ADN, muestras, etc., cumpliendo las órdenes, fueron herméticamente clausurados en un contenedor especial. Ni siquiera nosotros tuvimos acceso a la clave de apertura. Eso fue confiado al ordenador central. El general Curtiss fue muy explícito y tajante: el envase con el ADN de Jesús de Nazaret pasaría directa e inmediatamente a sus manos, nada más aterrizar en la meseta de Masada…

En esos momentos, como ya mencioné, no fuimos conscientes de las auténticas intenciones de los directores del proyecto respecto a ese delicadísimo material genético. Éramos soldados. Cumplíamos una misión. No debíamos preguntar. Pero el Destino, afortunadamente, lo tenía previsto…

A partir de esos instantes todo fue extraño. Confuso.

Abandoné la nave y, sin dar explicaciones, paseé durante horas por la cima del Ravid. Tenía que pensar.

No sé cómo decirlo, pero, al demostrar la paternidad biológica de José, me invadió una sensación amarga. Era paradójico. Se trataba de un triunfo. Sin embargo, mi espíritu se ensombreció. Quizá estábamos cruzando una frontera sagrada. No lo sé…

Lo cierto es que, en mitad de aquel desasosiego, un pensamiento terminó por instalarse en mi corazón, confundiéndose definitivamente. Y no porque afectara a mis principios religiosos, totalmente inexistentes, sino porque, como científico, me descabalgó. No conseguía encajar lo que acababa de ver —la «huella genética» del Maestro— con otra no menos incuestionable realidad: su divinidad.

Este explorador fue testigo de excepción. Había visto, verificado y —si se me permite— «tocado» esa divinidad. La resurrección y posteriores apariciones no dejaban lugar a dudas. Sin embargo, como digo, «aquello» no cuadraba en mi corto conocimiento. Si concepción y naturaleza física del rabí de Galilea eran absolutamente humanas, ¿dónde o cómo ubicar ese otro innegable rasgo que completaba la esencia de Jesús? ¿Debía buscar en los genes? Las investigaciones fueron transparentes. En el código genético no hallamos nada anormal. Entonces, ¿fue adquirida a posteriori? Pero ¿cómo?, ¿cómo consiguió esa divinidad?

Naturalmente, me enredé. No tenía respuestas. Pero, terco, subido en el ridículo pedestal de la Ciencia, seguí buscando…, y hundiéndome.

Los padres terrenales no disfrutaban de ese poder. Por tanto, no pudieron transmitirlo. Pero estaba allí, en alguna parte…

Recuerdo que, al final, impotente, me quedé en blanco. Y el Destino, supongo que compadecido, me lanzó un cabo.

«Quizá la divinidad —me dije en uno de los escasos momentos de lucidez— no sea pariente de la genética. ¿No estaré midiendo con varas distintas? ¿Desde cuándo, querido Jasón, lo adimensional (la divinidad) es comparable a lo puramente material?».

Me rendí.

Y al retornar al módulo y compartir estas inquietudes con mi hermano, Eliseo replicó con su proverbial lógica:

—¿Por qué te atormentas? Cuando le veas…, pregúntaselo.

Me desarmó. Llevaba razón. Así lo haría en cuanto diéramos el ansiado tercer «salto» en el tiempo.

Y sin poder contenerse dejó en el aire otra delicada cuestión. Una interrogante que también martilleaba en mi cerebro desde que acertásemos a probar la paternidad biológica del contratista de obras:

—Si el Maestro fue engendrado como cualquier ser humano, ¿por qué los evangelios y creyentes le asignan una concepción sobrenatural?

El asunto, obviamente, nos llevó muy lejos…

Ya lo toqué en su momento [75], pero, en honor a mi desaparecido hermano y a lo que pudo ser la verdad, volveré sobre él, trazando las líneas maestras de aquella interesante conversación.

Eliseo decía bien. Dos de los evangelistas —Mateo y Lucas— aseguran que María concibió a Jesús «por obra y gracia del Espíritu Santo» [76]. Nosotros sabíamos que no fue así, pero ¿de dónde partió semejante noticia?

Tomamos el primer texto y lo desguazamos, analizándolo con frialdad.

¿Cómo supo Mateo Leví de aquella información?

Primera posibilidad: ¿se lo comunicó la propia Señora? Sinceramente, lo dudé. Ella, por supuesto, creía firmemente en la concepción «no humana» de su hijo. Así lo manifestó muchas veces. Nunca lo entendí pero, insisto, lo respeté. Y digo que dudé porque, de haber contado a Mateo cuanto aconteció en aquellos meses previos al alumbramiento, la Señora nunca hubiera inventado lo que asegura el escritor sagrado. Podía estar equivocada en sus apreciaciones, pero jamás mentía. Me explico. El evangelista afirma que María se encontró encinta «antes de empezar a estar juntos». Es decir, antes de estar casados legalmente. Esto nunca lo hubiera dicho la Señora. Como ya informé en su momento, cuando la mujer se quedó embarazada de Jesús, hacía ocho meses que había contraído matrimonio con José. Más claro: tanto el anuncio del ángel, como la concepción, tuvieron lugar después de las bodas (éstas se celebraron en marzo del año «menos ocho» y la visita de Gabriel y el inmediato embarazo se registraron en noviembre de ese mismo año). Lo escrito por Mateo, por tanto, es erróneo: no fue durante los esponsales o «noviazgo» cuando María quedó encinta, sino mucho después…

Si esto es así, la siguiente afirmación —«José resolvió repudiarla en secreto»— tampoco se sostiene. Imagino la cara de la Señora si alguien se hubiera atrevido a plantearle semejante despropósito…

En cuanto al célebre sueño del perplejo José, el evangelista no dice toda la verdad. Si la información procedía de la Señora, el escritor sagrado volvió a manipularla. María sabía lo que ocurrió. Sabía que la auténtica preocupación de su esposo era otra. Lo que realmente obsesionaba al entonces carpintero era lo mismo, poco más o menos, que tenía confundido a quien esto escribe. A saber: «cómo un niño concebido por humanos podía ser divino».

El resto del mensaje, proporcionado en el sueño, tampoco se ajusta a los hechos. La Señora, insisto, nunca faltó a la verdad. ¿Cómo entender, entonces, la categórica afirmación de que su marido era de la casa de David? Era ella la única descendiente del famoso rey…

¿Pecados? ¿Vino Jesús al mundo para salvar a su pueblo de los pecados?

Esto, evidentemente, no fue cosa de la Señora. Ella supo de las palabras del Resucitado en todas las apariciones. En ninguna se refirió jamás a «salvar a su pueblo de sus pecados». Alguien, efectivamente, volvió a «meter la mano»…

En suma: en mi humilde opinión, lo escrito por Mateo no procedía de la madre del Maestro.

Segunda posibilidad: ¿recibió la información de la familia de Jesús, de sus compañeros, los apóstoles, o de otros seguidores? Nadie está capacitado para negarlo. Obviamente, entra dentro de lo posible. Sin embargo, si así fue, detecto algo que no encaja con Mateo. El evangelista era galileo. Conocía las tradiciones y leyes judías. ¿Qué quiero decir? Muy simple: Mateo Leví difícilmente habría afirmado que María se quedó encinta antes de contraer matrimonio. De ser así, Jesús de Nazaret —como ya expliqué en páginas anteriores— [77] hubiera sido calificado como mamzer (bastardo). Nada de esto ocurrió. Si lo narrado en el texto, supuestamente sagrado, fuera cierto, la vergüenza y la marginación habrían caído como una losa sobre la Señora, sobre su familia y, naturalmente, sobre el Maestro. Y sus actos y palabras no habrían tenido el menor eco social. Sus enemigos no le hubieran perdonado.

No, Mateo no era un irresponsable. No creo que esas afirmaciones sobre la virginidad nacieran de su pluma…

Tercera posibilidad: una vez más…, alguien metió la mano en el primitivo texto de Mateo. Poco importa quién y cuándo. Lo triste, lo lamentable, es que deformó la realidad. Una realidad, la magnífica maternidad de la Señora, que no precisaba de adorno alguno. Porque, en definitiva, ésa parece ser la razón que movió al «manipulador o manipuladores» a modificar los hechos. La historia se repetía. El Hijo del Hombre —su figura, en suma— debía ser «vendido» con todos los honores. ¿Y qué decían las más antiguas y regias leyendas?: dioses, héroes y avalares en general nacieron siempre de una virgen. En Alejandría, por ejemplo, mucho antes de Jesús de Nazaret, el pueblo celebraba el 6 de enero el alumbramiento del dios Fon. Un ser nacido de la virgen Kore. En esa fecha, tras una ceremonia nocturna, las gentes marchaban en procesión hasta la gruta en la que había nacido el dios. Lo tomaban en sus brazos, lo paseaban y, finalmente, lo devolvían a la cueva en la última vigilia: la del canto del gallo. Al abandonar el santuario, el grito era unánime: «La virgen ha dado a luz… Aumenta la luz». Y otro tanto sucedía en el vecino reino de la Nabatea, al sureste de Israel. Allí, en los templos de Petra, otra virgen —«Chaabou»— alumbraba al no menos célebre dios Dusares… (Esta festividad pagana serviría después a los árabes cristianos para fijar la fecha del nacimiento de Jesús en el mencionado 6 de enero). ¿Fueron estos, u otros mitos, los que condicionaron la verdad, reduciéndola a lo que hoy leen los creyentes? Personalmente, así lo creo. Basta echar una ojeada a la Historia para comprobar que las iglesias no tuvieron el menor reparo en hacer suyos algunos de estos mitos. Ejemplo: la Natividad. Cualquier investigador medianamente avisado sabe que ese «25 de diciembre» no fue el día del nacimiento de Jesús, sino la usurpación de una vieja celebración, igualmente pagana. Desde la más remota antigüedad, sirios y egipcios festejaban en dicha fecha lo que denominaban «la victoria del sol». Es decir, el lógico alargamiento de los días. Y la iglesia católica, ni corta ni perezosa, probablemente hacia el siglo IV, se adueñó de la festividad —heredada entonces por los romanos—, convirtiéndola, «por real decreto», en la «Navidad»… [78]. También el segundo texto evangélico —el de Lucas— fue escrutado con minuciosidad. El resultado —cómo no— nos decepcionó [79].

Para empezar, el médico de Antioquía no conoció personalmente a la Señora. La información, en consecuencia, no fue de primera mano. (Lucas pudo convertirse al cristianismo, e iniciar el seguimiento de su maestro, Pablo de Tarso, hacia el año 47, aproximadamente. María, por su parte, al morir Jesús, contaba alrededor de 50 años de edad. En el 47, por tanto, de haber estado viva, rondaría casi los 70. Es decir, difícilmente pudo coincidir con Lucas. Todas las noticias apuntan a que falleció uno o dos años después de la crucifixión, en el año 30).

Partíamos, pues, de un hecho casi seguro: el evangelista recibió los datos de segundas o terceras personas.

¿Cuándo empezó a escribir?

Todos los indicios señalan una época: tras la muerte de Pablo, en el año 67. Esto nos situaba, como mínimo, a 40 de la desaparición del Maestro. ¡Cuarenta años!…

¿Era fácil reconocer la verdad después de tanto tiempo? Evidentemente, la tarea no era sencilla. Y mucho menos si, como sospechamos, ya circulaban las torcidas interpretaciones sobre la supuesta virginidad de la Señora. Quizá Lucas no tergiversó deliberadamente los hechos. Quizá se limitó a escuchar y copiar lo que era de dominio público entre los primeros cristianos. Aunque también cabe la posibilidad ya apuntada con el texto de Mateo: que alguien, mucho después, cambiara ese pasaje…, «porque así convenía».

Sea como fuere, lo cierto es que el aludido capítulo es otro cúmulo de errores y falsedades…

Ni Nazaret era una «ciudad», ni María una «virgen», ni se hallaba «desposada», ni José era de la «casa de David», ni el ángel mencionó jamás que Dios le daría el trono de dicho rey, ni la Señora pronunció las palabras que cita Lucas —«¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?»—, ni Gabriel se refirió a la «sombra del Altísimo», ni aquél era el sexto mes del embarazo de Isabel, ni María, en fin, se proclamó jamás como «la esclava del Señor»…

Aunque ya fue incluido en otro lugar de este diario, entiendo que es oportuno y benéfico recordar ahora el texto del verdadero parlamento del ángel a la joven esposa de José. La diferencia con el del escritor sagrado es elocuente…

«Vengo por mandato de aquel que es mi Maestro, al que deberás amar y mantener. A ti, María, te traigo buenas noticias, ya que te anuncio que tu concepción ha sido ordenada por el cielo…

»A su debido tiempo serás madre de un hijo. Le llamarás "Yehosua" (Jesús no Yavé salva) e inaugurará el reino de los cielos sobre la Tierra y entre los hombres…

»De esto, habla tan sólo a José y a Isabel, tu pariente, a quien también he aparecido y que pronto dará a luz un niño cuyo nombre será Juan. Isabel prepara el camino para el mensaje de liberación que tu hijo proclamará con fuerza y profunda convicción a los hombres. No dudes de mi palabra, María, ya que esta casa ha sido escogida como morada terrestre de este niño del Destino…

»Ten mi bendición. El poder del Más Alto te sostendrá…

»El Señor de toda la Tierra extenderá sobre ti su protección».

El mensaje es transparente.

«Concepción ordenada por el cielo…».

Eso no significaba que Dios fuera a modificar las naturales leyes de la herencia, haciendo concebir a María sin la participación de su esposo. Siempre he creído que ese magnífico y poderoso Padre tiene la facultad para lograr que alguien engendre al estilo de lo apuntado por los evangelistas. Pero también sé que, por encima de todo, es un Dios sensato y respetuoso con sus propias leyes. Si el Maestro deseaba ser un hombre —en todo el sentido de la palabra—, ¿por qué empezar con una alteración tan singular? No es lógico, a no ser que fueran los propios hombres quienes, en su afán por enaltecer a Jesús, cambiaran la realidad. Como siempre, somos nosotros quienes hacemos a Dios a nuestra imagen y semejanza…

«E inaugurará el reino de los cielos sobre la Tierra y entre los hombres».

¿Cuándo, el ángel, hace alusión al trono de David o a la casa de Jacob?

¿No es más espléndido que el Hijo del Hombre viniera a abrir los ojos de toda la Humanidad, en lugar de tomar posesión del «gobierno» de una nación?

Los primeros cristianos, en efecto, arrinconaron muy pronto las advertencias del Resucitado. Y como buenos judíos no desaprovecharon la oportunidad, identificando al Maestro con el Mesías prometido…

Y de nuevo creo que olvido algo importante. Lo he mencionado de pasada, pero entiendo que conviene profundizar en ello. Dije que la Señora estaba convencida de la concepción «no humana» de su Hijo. Pues bien, ¿cómo era esto posible? ¿Cuál fue su razonamiento? Si María, cuando se quedó encinta, se hallaba legalmente casada, manteniendo las lógicas relaciones sexuales con José, ¿por qué afirmaba que Jesús fue engendrado de forma sobrenatural?

La clave, en mi opinión, era Isabel, su prima lejana. Fue, simplemente, una deducción. Si la madre de Juan, el Bautista, estaba incapacitada para tener hijos y, sin embargo, alumbró al Anunciador, eso quería decir que dicho embarazo fue cosa del Altísimo. Y si ambos niños —Juan y Jesús— tenían prácticamente la misma misión (así lo adelantó el ángel), ¿por qué la concepción de su Hijo iba a ser diferente? El argumento tenía cierta lógica. Y la Señora, como digo, lo hizo suyo. En definitiva, esta pretensión pudo más que las nítidas palabras de Gabriel: «tu concepción ha sido ordenada por el cielo». Para María, mujer a fin de cuentas, aquello era más sublime, y acorde con el sagrado destino de Jesús, que la prosaica idea de un embarazo puramente humano.

Ni que decir tiene que nos desmoralizamos. Y Eliseo y quien esto escribe dejamos ahí el enojoso asunto de los textos evangélicos. Tampoco éramos jueces. Nuestra misión era otra. Si se me permite la inmodestia, más fina y trascendental. Nos fue dada la oportunidad de seguir al Hijo del Hombre y narrar cuanto vimos y escuchamos. Ése era el trabajo. Y a él nos entregamos con pasión…

El resto de aquella semana fue igualmente tenso. Tras no pocos cálculos, mi hermano y yo fijamos el sábado, 24, como la fecha límite para partir hacia el sur e iniciar así la Operación Salomón, que debería esclarecer las causas del extraño seísmo registrado en la histórica jornada del 7 de abril, en Jerusalén. Un movimiento sísmico, como se recordará, que siguió a la muerte de Jesús de Nazaret.

Al margen de la lógica preocupación por tan largo y comprometido viaje, lo que nos mantuvo inquietos fue, sobre todo, el hecho de tener que abandonar la «cuna». Lo sabíamos. No teníamos elección. Éramos plenamente conscientes también de que el módulo quedaba en las mejores «manos»: las de «Santa Claus». Todo se hallaba previsto. Nada debía fallar. Pero…

Supongo que fue un sentimiento natural. Aquél era nuestro «hogar» y el único medio para regresar a «casa», a nuestro verdadero «ahora». Y estábamos a punto de dejarlo…

Eliseo y quien esto escribe cruzamos algunas significativas miradas. Nadie dijo nada. Los pensamientos, sin embargo, estoy seguro, fueron los mismos:

«¿Qué sucedería si no regresábamos? Peor aún: ¿qué sería de aquellos exploradores si, al ascender de nuevo al Ravid, encontraban la nave destruida o inutilizada?».

Eso no es posible, me dije una y otra vez, en un vano intento por serenarme.

Desde un punto de vista estrictamente técnico —si no ocurría una catástrofe—, llevaba razón. Las medidas de seguridad eran casi perfectas. Sin embargo…

Y la angustia, desde esos momentos, fue una inseparable compañera.

Pero no todo fue negativo en aquellos últimos días. Otra de las inquietudes —la falta de dineros— fue hábil y puntualmente eliminada por el genial Eliseo. El muy ladino esperó casi al final para mostrar lo conseguido durante mi permanencia en la Ciudad Santa.

Fue al sugerir que el valioso ópalo blanco nos acompañase, intentando así el canje, cuando mi hermano, sonriendo con picardía, me entregó una pequeña bolsa, rechazando la proposición.

—No será necesario… Dejémoslo en la «cuna»… Con esto será suficiente…

Al abrir el saquito quedé atónito.

—Pero…

Sonrió de nuevo, haciéndome un guiño.

¡Dios santo!

E incrédulo vacié el contenido en la palma de la mano. Lo examiné una y otra vez y, temiendo lo peor, lo interrogué con la mirada.

—No sea desconfiado —terció al punto, colocándose a la defensiva—. He cumplido sus órdenes, mayor… En ningún momento he cruzado la línea del manzano de Sodoma…

—Entonces…

E invitándome a pasar a la popa de la nave despejó definitivamente el enigma.

No tuve más remedio que felicitarle. El «trabajo», amén de oportuno, fue tan impecable como imaginativo.

Sabedor de la precaria situación económica dedicó un tiempo a consultar los archivos de «Santa Claus». Y el ordenador le proporcionó la idea…

Inspeccioné de nuevo las diminutas, transparentes y luminosas piedras e intenté encontrar el fallo. No lo conseguí. Los pequeños diamantes —porque de eso se trataba— me parecieron perfectos. No eran birrefringentes. En cuanto al índice de refracción, resultó casi idéntico al de los verdaderos. Sólo el «fuego» —cuatro veces superior— infundía sospechas.

Sumé las piezas. Veinte. La mayoría de unos milímetros y, tres o cuatro, de dos centímetros y medio.

¡Increíble!

Las falsas gemas, en efecto, podían sacamos del apuro.

Y Eliseo, complacido, fue a descubrir su particular «mina». El ingeniero había puesto en marcha una reducida «cámara de deposición», haciendo crecer varias láminas de diamante. Para ello, auxiliado por el ordenador central, utilizó filamentos de tungsteno, manteniendo presiones inferiores a la atmosférica [80]. Unas descargas de microondas, generando el hidrógeno atómico, hicieron el resto, propiciando el crecimiento de las gemas «sintéticas». El resultado, como digo, impecable…, y salvador.

Con un poco de suerte, aquellos «diamantes» serían cambiados por monedas de curso legal o canjeados por artículos que, necesariamente, nos veríamos obligados a utilizar y consumir en el periplo que nos aguardaba.

La operación, también lo sabíamos, no era muy ortodoxa, pero, dadas las circunstancias, no teníamos elección.

Y, con el alba, aquel sábado, 24 de junio, mi hermano y quien esto escribe cargamos los sacos de viaje, despidiéndose del «portaaviones». La suerte estaba echada…

Una nueva y fascinante aventura se abría ante nosotros.