No sé por qué pero, al asomarme al «portaaviones», me sentí optimista.
Cielo azul. Viento en calma… Un día magnífico, sí.
Los recientes y tristes «hallazgos» parecían casi olvidados. Ahora sólo contaba el inminente viaje al macizo montañoso del Hermón. E imaginé al Maestro en algún bello rincón de aquel coloso nevado…
¿Qué haría? ¿Por qué tomó la decisión de refugiarse en un lugar tan apartado? Y, sobre todo, ¿cuáles eran sus pensamientos? ¿Había concebido ya la idea de lanzarse a predicar?
Súbitamente, sin embargo, el Destino me arrancó de estas reflexiones. Y siguió tejiendo y destejiendo…
Fue al reparar en mis manos cuando, de pronto, el optimismo se evaporó. ¿Cómo no me di cuenta? Al acostarme no estaban allí… Esto tuvo que aparecer en el transcurso de la pasada noche.
Y los viejos temores, los familiares fantasmas, se agolparon en tropel en el corazón de este cansado explorador…
¡Dios mío!
Lo examiné cuidadosamente, llegando a un único e inmisericorde diagnóstico: la degradación neuronal avanzaba con mayor rapidez de lo inicialmente supuesto.
Desperté a mi hermano y, sin mediar palabra, repetí la inspección.
¡Afirmativo!
Eliseo, como yo, reaccionó con asombro. Se restregó las manos y, titubeante, preguntó:
—¿Es grave?
No supe contestar. Mejor dicho, no quise.
Por supuesto que lo era. Desde mi punto de vista como médico, «aquello», al menos, constituía un síntoma preocupante.
Terminé mostrando las mías y creo que entendió.
—¿Y bien?
Moví la cabeza negativamente y, supongo, se hizo cargo.
De la noche a la mañana, en efecto, como un aviso, los dorsos de las manos aparecieron abundantemente moteados. No había duda. Las máculas seniles, de un inconfundible color rojizo oscuro y con las típicas formas circulares, nos estaban invadiendo. El envejecimiento, animado por la agresión de los radicales libres, seguía su curso. Y me eché a temblar…
Si las manchas se presentaron en cuarenta y ocho horas, ¿cuánto necesitaría el resto de la patología para hacer acto de presencia? La recuperación tras los desvanecimientos, ciertamente, fue buena. Casi óptima. Sin embargo, allí estaba la verdad. El mal cabalgaba inexorablemente.
Luché por serenarme. Ahora, más que nunca, debía ser frío y consecuente.
Lo primero era someter a mi compañero, y a mí mismo, a un concienzudo chequeo. Después, ya veríamos…
Eliseo, dócil y preocupado, me dejó hacer.
Estaba claro que los capilares fallaban como consecuencia del déficit de vitamina C. La fragilidad saltaba a la vista.
Al inspeccionar los ojos, sin embargo, me tranquilicé relativamente. El arco corneano senil, alrededor del iris, no se había presentado aún. El gerontoxon, a nivel de la córnea, con su depósito de calcio y células muertas, era otro de los indicios más temido. Esta opacidad amarillenta de la superficie de la córnea, por la degeneración adiposa de las citadas células corneales, podía marcar el principio del fin…
Ninguno de los dos lucíamos aquel «aviso»…, de momento.
Tampoco el cabello y las uñas aparecían afectados. El primero se conservaba firme y lozano, sin señales de recesión o encanecimiento. Las segundas, por su parte, se hallaban igualmente limpias e íntegras. Un envejecimiento prematuro las volvería quebradizas.
Otra cuestión fue la piel…
Al igual que sucediera con este explorador, la de mi hermano acababa de iniciar un preocupante proceso de secado, con una abundante descamación. Estaba, por tanto, ante una piel hiperqueratósica.
Procuré animarle, explicando que el síntoma, aunque aparatoso y desagradable, no era alarmante. Ni yo me lo creí…
El piloto continuó en silencio, cada vez más entero y reposado. E intenté imitarle, aunque la verdad, sólo lo conseguí a medias.
Al proceder con la vista y el oído, Eliseo estalló. No pudo contenerse y se desbordó en una risa limpia y contagiosa. Aquello era absurdo, en efecto. Tanto él como quien esto escribe conservábamos unos índices inmejorables. Naturalmente, los valores de presbiacusia (menor audición) y presbicia (menor vista) fueron negativos.
Y atacado por las carcajadas bromeó:
—¿Dos ciegos y dos sordos a la búsqueda del Maestro?… ¡Eso me suena, mayor!
Agradecí el buen humor. Y la tensión aflojó.
El resto del chequeo resultó igualmente negativo. No observé los típicos dolores que hubiera provocado la osteoporosis y tampoco signo alguno de arteriosclerosis.
Respecto a la secreción neurohormonal, sólo los «nemo» podrían haber valorado la situación del factor «tropo», responsable de la estimulación hormonal a través de la hipófisis. Y supuse que no debía de ser muy boyante.
En cuanto al otro «problema» —la andropausia o disminución de las hormonas gonadales, con la consiguiente «caída» de la libido—, a qué engañarnos: nos traía sin cuidado. Después de tan prolongada estancia en las tierras de Palestina era, sin duda, el único síntoma de envejecimiento que agradecíamos…
El balance, pues, a pesar de las apariencias, no era tan derrotista. El mal nos cercaba, sí, pero, al parecer, se mantenía a distancia.
Aun así, dudé.
La patología, la enfermedad, anidaba en nuestro interior y, tarde o temprano, nos asaltaría.
¿Qué decisión tomaba?
Si el daño nos conquistaba gradualmente quizá tuviéramos una oportunidad. Quizá, al detectar el primer indicio grave, fuéramos capaces de abortar la misión, regresando de inmediato a Masada y a nuestro legítimo «ahora». Pero esto sólo eran suposiciones…
¿Qué sucedería si la memoria, por ejemplo, fallaba repentinamente? ¿Qué sería de nosotros si las neuronas se colapsaban sin previo aviso, originando un accidente cerebro vascular? ¿Qué hacer ante una pérdida de visión?
Aquellas muy reales posibilidades me mantuvieron absorto el resto de la jornada. Fue otro mal trago. Y todo quedó pospuesto.
Por último, al atardecer, abrumado, incapaz de hallar por mí mismo una solución responsable, me reuní con Eliseo. Fui medianamente franco. Detallé algunos de estos peligros —no todos—, expresando mis dudas sobre la conveniencia de emprender la misión.
Escuchó paciente y resignado. Pero, al pronunciar la frase clave —«entiendo que deberíamos suspender el proyecto»—, se descompuso. Olvidó rango y amistad y me tachó de cobarde, pusilánime y no sé cuántas otras «lindezas».
Lo encajé sin alterarme. Hasta cierto punto era comprensible. Y dejé que se vaciara.
Abandonó la «cuna» y lo vi alejarse hacia el manzano de Sodoma. Fue un momento amargo. El primer enfrentamiento serio. ¿Era en verdad un cobarde?
El pensamiento me torturó.
Quizá tenía razón… Ya lo habíamos hablado. Ya convenimos que nuestra salud no era lo importante. Entonces…
Sí, un cobarde…
Y aquella magnífica y poderosa «fuerza» que nos asistía me puso en pie. Salté a tierra y, decidido, salí al encuentro de Eliseo.
No hubo muchas palabras.
Fui yo quien solicitó disculpas. Y el noble amigo, sonriendo abiertamente, se encargó del resto:
—No, soy yo quien te pide perdón… Y ahora, escúchame… Comprendo que la situación no es óptima. Si quedáramos disminuidos físicamente en este tiempo, tal y como apuntas, no sé qué sería de nosotros y, muy especialmente, de la valiosa información que se nos ha concedido…
¿A dónde quería ir a parar? Al punto, con idéntica seguridad, aclaró la cuestión:
—… Pues bien, te propongo una vía intermedia.
Me observó fijamente. Sin pestañear. Y tras la breve y estudiada pausa, proclamó:
—Prosigamos. Busquemos al Maestro. Cumplamos la misión…, hasta donde sea posible. Y al primer síntoma grave, al primero…, regresemos.
Su mirada se intensificó. Yo diría que brilló.
—¿Aceptas?
Sonreí complacido. Su devoción e interés por aquel Hombre eran más fuertes y profundos que los míos.
Le tendí la mano.
—Hecho… Pero con una condición…
Aguardó impaciente.
—Llegado ese momento, cuando la nave despegue del Ravid, no deberás preguntar…, sobre lo que veas. Sencillamente, acéptalo.
Frunció el ceño, sin comprender. Pero, astuto, no indagó.
—Hecho…, mayor. Usted está al mando… Llegado ese instante tendrá un copiloto ciego, sordo y mudo. Lo normal en nuestra situación…
Recompuesto el ánimo, olvidado el agrio enfrentamiento, nos enfrascamos en el último repaso del plan y de la modesta impedimenta.
Como mencioné, si la información del anciano Zebedeo era correcta, en aquellos días —agosto del año 25 de nuestra era—, el Galileo debía de encontrarse en algún lugar del macizo montañoso que espejeaba al norte. En mi poder obraban dos valiosas pistas que, quizá, si la fortuna seguía de nuestro lado, nos permitirían localizarlo con relativa facilidad.
En teoría, el plan era sencillo.
A la mañana siguiente, al amanecer, abandonaríamos el Ravid, encaminándonos hacia la primera desembocadura del Jordán, en las cercanías de Saidan. Desde allí, a buen paso, remontando el río, podíamos alcanzar la orilla sur del lago Hule (Semaconitis) antes del ocaso. La segunda etapa del viaje, prevista para el domingo, 19, era más compleja. Y no por la distancia a recorrer —prácticamente similar a la del día anterior—, sino por el hecho de penetrar en las estribaciones del inmenso Hermón. El macizo, integrado por múltiples alturas, sumaba más de sesenta kilómetros de longitud. Todo un laberinto. Si las pistas fallaban, la búsqueda de Jesús de Nazaret sería un empeño casi inviable.
Pero no quisimos pensar en esa posibilidad. Lo importante, de momento, como repetía Eliseo, «era llegar al río». Una vez allí, ya veríamos cómo «cruzarlo»…
Si lo hallábamos, si encontrábamos al Maestro, y si las fuerzas nos acompañaban, el trabajo consistiría en seguirlo. Vivir a su lado día y noche. Reunir toda la información posible. Conocer sus pensamientos, deseos y proyectos. Averiguar, en definitiva, quién era aquel Hombre…
Ni qué decir tiene que, conforme fuimos chequeando el plan, mi compañero se encendió, contagiándome su entusiasmo. El instinto nos gritaba que lo teníamos al alcance de la mano. Estábamos a punto de desvelar otro misterioso e ignorado capítulo de su vida…
Aquellos intensos momentos, francamente, nos compensaron de las pasadas amarguras. Parecíamos niños, ilusionados con la magia de un encuentro largamente deseado.
Y fue el pletórico ingeniero quien planteó también una de las cuestiones clave: ¿nos reconocería?
El problema era arduo.
Si nos ajustábamos a un criterio estrictamente racional, ese «reconocimiento» era imposible. Lo habíamos conocido en el año 30. Es decir, en el «futuro». Obviamente, al retroceder cinco años, Él no podía saber quiénes eran aquellos griegos. ¿O sí? Y en mi mente surgió la increíble escena en la casa de Lázaro, en Betania. El Maestro, a pesar de ignorarlo todo sobre mí, dejó a los suyos y, avanzando hacia quien esto escribe, fue a posar sus largas y velludas manos sobre mis hombros. Y haciéndome un guiño, sonriendo, exclamó:
«Sé bien venido».
Aquello ocurrió un 31 de marzo, viernes [91]. Nunca lo olvidaré.
Pues bien, si fue capaz de tal recibimiento en dicho año 30, ¿qué sucedería ahora, en el 25?
El examen de los petates e indumentarias fue rápido. No era mucho lo que precisábamos. En cambio, sí necesitábamos dormir y reponer las maltrechas fuerzas.
Dineros.
Optamos por introducir quince denarios de plata en cada una de las bolsas de hule que colgarían de los respectivos ceñidores. Las setenta monedas restantes —capital sobrante de la Operación Salomón— permanecerían en la «cuna» junto al valioso ópalo blanco y los providenciales diamantes sintéticos, que tan excelente «juego» nos proporcionaron en el desierto. Según nuestros cálculos —basados siempre en las noticias del Zebedeo padre—, el regreso de Jesús al yam (mar de Tiberíades) debería registrarse en los primeros días de septiembre, más o menos. En ese momento, inexcusablemente, ascenderíamos al Ravid, reaprovisionándonos. En principio, por tanto, si no surgían imprevistos, esas treinta piezas de plata (equivalentes al salario mensual de un jornalero) cubrirían las necesidades básicas de aquellos exploradores.
Agua y medicinas.
Cargaríamos también sendas calabazas ahuecadas, a guisa de cantimploras, con tres litros de agua cada una, previamente tratada en el módulo. Como ya informé, tanto la producida en la nave como la recogida del exterior, siguiendo la normativa, eran filtradas y sometidas a ebullición, con el fin de evitar los gérmenes. Los quistes Entamoeba histolyíica y Giardia lamblia recibirían un tratamiento especial con tintura de yodo de hasta diez gotas por litro (a un 2 por ciento). Estos parásitos, muy frecuentes en aquellas latitudes, eran resistentes, incluso a la cloración.
A decir verdad, estas precauciones, muy loables y necesarias, terminaban siendo impracticables a los pocos días de iniciada una exploración. Por lógica, el agua se agotaba y nos veíamos obligados a consumir la que aparecía más a mano. Para evitar estos problemas, además de ser extremadamente escrupulosos a la hora de beber, incluimos en las ampolletas de barro de la «farmacia» de campaña abundantes dosis de fármacos antiinfecciosos. Contra el paludismo, por ejemplo, ambos ingeríamos, obligatoriamente, trescientos miligramos de cloroquina dos veces por semana, reforzando la barrera quimioprofiláctica con una asociación de pirimetamina-dapsona. (Teníamos fundadas sospechas de que algunas de las cepas —caso de la P. falciparum— eran resistentes a la citada cloroquina).
El resto de la «farmacia», amén de lo ya habitual, lo integraba uno de los providenciales específicos antioxidantes, la dimetilglicina. En total dispuse una treintena de tabletas para cada uno. Con ello, el tratamiento estaba a salvo durante un mes.
Por último, haciendo caso omiso a las protestas de Eliseo, los ropones fueron cuidadosamente plegados y depositados en el fondo de los sacos. A pesar de las altas temperaturas del verano en la Galilea convenía ser prudentes y cargar con los incómodos mantos de lana. Las noches en el Hermón no tenían nada que ver con las del yam. Seguramente lo agradeceríamos…
En cuanto a mi petate, tras reflexionar, decidí completarlo con los últimos papiros existentes en la «cuna» y que tan útiles habían resultado en la transcripción de lo escrito por el Zebedeo padre respecto a los años «secretos» del Maestro. Lo pensé y terminé decidiendo que lo más adecuado era tomar notas sobre la marcha. Las palabras del rabí, los sucesos cotidianos, así como nuestras impresiones personales, serían minuciosa y puntualmente registrados. La memoria era buena, pero prefería anotarlo todo, día a día. Para ello sólo contaba con aquel rústico soporte vegetal, del tipo amphitheatrica. Gradualmente, conforme lo necesitara, iría reponiéndolo, redondeando así el precioso «diario». Cada hoja, como ya expliqué, de ocho por diez pulgadas (veinticuatro por treinta centímetros), permitiría escribir por ambas caras, siendo enlazadas a continuación con un sencillo cosido. E incluí, lógicamente, un par de cala-mus o carrizos, cortados oblicuamente y convenientemente hendidos, que servirían de plumas. Junto a ellos, tres pequeños «cubos» de tinta solidificada —de unos doscientos gramos de peso cada uno—, con el correspondiente y necesario tintero de barro. La tinta, fabricada con hollín y goma, se conservaba seca, siendo diluida en agua cuando el escribano se disponía a escribir.
Provisiones.
Este capítulo sería resuelto en la cercana plantación de los felah. Nada más descender del Ravid intentaríamos adquirir lo necesario.
Seguridad personal.
Poco cambió. En principio, con lo habitual era más que suficiente: «piel de serpiente» cubriendo la totalidad del cuerpo, «tatuajes» en las respectivas manos izquierdas y la inseparable «vara de Moisés», provista de los ya conocidos sistemas de defensa (láser de gas y ultrasonidos). En un primer momento, dado que aquel tercer «salto» era extraoficial, pensamos en retirar el resto de los dispositivos de análisis alojado en el cayado de «augur». Finalmente opté por dejarlos donde estaban. Quizá fueran útiles. La verdad es que no sabíamos a qué nos enfrentábamos. Por otro lado —y de esto, obviamente, no dije nada a mi compañero—, si aquella malévola «idea» continuaba creciendo en mi cerebro, no tenía por qué preocuparme por dichos dispositivos…
Seguridad de la «cuna».
Como en la Operación Salomón, fue confiada al inflexible e «insomne» «Santa Claus».
Los dos largos meses de ausencia, como ya manifesté, sirvieron de ejemplo y lección. El ordenador nunca falló.
Como precaución extra, sin embargo, Eliseo sugirió la desconexión de las mangueras que suministraban oxidante y combustible al J 85 y a los restantes motores. El tetróxido de nitrógeno y la mezcla de hidracina y dimetril hidracina asimétrica (al cincuenta por ciento) eran propulsores hipergólicos (es decir, se queman espontáneamente cuando se combinan, sin necesidad de ignición). Y aunque el riesgo era muy remoto, algo así hubiera ocasionado una catástrofe, dejándonos en aquel «tiempo» para siempre…
Los tanques, por tanto, fueron convenientemente aislados. El ordenador, por su parte, se responsabilizaría del chequeo de los mismos, velando para evitar cualquier fuga. La alta toxicidad, en el caso de emanación, habría resultado letal para todo el entorno, incluyendo, naturalmente, a los pilotos.
En el caso de una alta emergencia —algo realmente improbable—, la computadora fue programada para modificar la direccionalidad del «ojo del cíclope», advirtiéndonos. En dicho supuesto, el último cinturón protector —el de los microláseres— sería dirigido hacia el cielo. Si nos hallábamos en el yam, o en sus alrededores, el abanico infrarrojo podía ser detectado con el auxilio de las «crótalos». Todo era cuestión, entonces, de retornar de inmediato a la cima del Ravid. La privilegiada atalaya, como creo haber mencionado, se encontraba a diez kilómetros en línea recta de Nahum y a catorce de la pequeña localidad costera de Saidan. Suficiente para «visualizar» el «faro» de los microláseres.
Y, satisfechos y nerviosos, nos retiramos a descansar.
Al poco, sin embargo, mi hermano volvió a levantarse. Parecía preocupado. Lo atribuí a lo inminente del viaje y, quizá, al no muy lejano encuentro con el Hijo del Hombre. Pero, ante mi sorpresa, descendió a tierra, perdiéndose en la oscuridad. Aquello me intranquilizó.
¿Qué sucedía?
Supongo que fue lógico. Por mi mente desfiló de inmediato la vieja amenaza del deterioro neuronal.
¡Dios!… ¡Otra vez no!
¿Es que presentaba algún nuevo síntoma? ¿Cuál de ellos?
E inquieto lo busqué a través de las escotillas.
Imposible. La luna nueva caía negra y espesa sobre el «portaaviones».
¿Y si estuviera equivocado?
Debía contenerme.
Quizá se trataba, únicamente, de un insomnio pasajero, fruto de la tensión…
No, mi hermano disfrutaba de unos nervios de acero. Siempre dormía como un bendito…
Tenía que sacudirme aquella maldita duda.
Media hora más tarde, ansioso, cuando me disponía a saltar, lo vi llegar.
Se sorprendió al verme en pie. Y, comprendiendo, se excusó, explicando el por qué de la repentina salida al exterior.
Al escucharle, mi estima por aquel espíritu limpio y generoso creció notablemente. La verdad es que la Providencia —estoy convencido— tuvo mucho que ver en la «organización» de aquel gran «viaje». De haber tropezado con otro piloto, nada hubiera sido igual…
Naturalmente asentí, aprobando la sugerencia. A pesar de los pesares, cumpliríamos…
Mi hermano, según confesó, se vio asaltado por una duda. Él, como yo, seguía teniendo presente la súplica del general Curtiss antes de partir hacia el segundo «salto»:
«… Llevad también este retoño y plantadlo en nombre de los que quedamos a este lado… Será el humilde y secreto símbolo de unos hombres que sólo buscan la paz. Una paz sin fronteras. Una paz sin limitaciones de espacio…, ni de tiempo. ¡Gracias!…».
Pues bien, después de lo descubierto e intuido, el joven no supo qué hacer. ¿Me recordaba la presencia en el módulo del vástago de olivo? ¿Aceptaría su propuesta? ¿Me mostraría conforme con el hecho de transportar el retoño y plantarlo en alguna parte?
Los recientes acontecimientos, colocando a Curtiss y a su gente en una situación tan reprobable, lo frenaron. Él deseaba cumplir la palabra dada, pero desconocía mis sentimientos.
Lo tranquilicé. Cumpliríamos. Aunque no merecían nuestro respeto, cumpliríamos…
Después de todo, aquel olivo no representaba únicamente a unos pocos, sino a toda la Humanidad. Era nuestro modesto homenaje al Hombre que más ha hecho por la paz.
Y el vástago, «hijo de una época», fue igualmente depositado en su saco, dispuesto para ser trasplantado a «otra».
Curioso. La sugerencia de Eliseo terminaría haciendo feliz a quien menos imaginábamos…
Cosas del Destino.
Y la noche y el silencio —como una bella premonición— me trasladaron lejos, muy lejos…
Nunca olvidaré aquel sueño.