15 DE AGOSTO, MIÉRCOLES (AÑO 25)

—¡Jasón!… ¡No veo!… ¡Oh, Dios mío!…

No recuerdo más. Ni siquiera acerté a desviar la mirada hacia mi hermano…

Algo se clavó en mi cerebro. Fue un lanzazo…

Después llegaron los círculos. La oscuridad y unos círculos concéntricos… Una espiral luminosa que invadió la mente…

Y caí… Caí despacio, a cámara lenta, en un abismo negro e interminable…

Después, nada. Silencio.

Pero el Destino tuvo piedad…

Cuando desperté, un Eliseo sudoroso y demacrado pujaba por arrancarme la escafandra.

Dijo algo, pero no comprendí.

—¡Jasón, responde!… ¡No me dejes con este monstruo!… ¡Lo ha conseguido!…

Pensé que estábamos muertos. Aquello no era real.

¡Dios!… ¿Qué había ocurrido?… ¿Dónde habíamos ido a parar? ¿Y la nave?…

El cielo quiso que, lentamente, fuera recuperándome. Sólo entonces empecé a entender. Mis temores se cumplieron. Algo falló. Algo se vino abajo en el momento de la inversión axial.

Pero ¿y la «cuna»?… ¡Dios!… ¡Estaba en tierra!

Me desembaracé del solícito Eliseo y, de un salto, me planté frente a los controles.

—¡Calma! —terció mi compañero—. Él lo ha hecho todo… Estamos a salvo… Si no fuera tu «novio» me casaría con él…

Necesité algunos minutos para captar el sentido de las refrescantes palabras.

Inspeccioné el panel de mando. Miré por las escotillas. Volví de nuevo a «Santa Claus»…

Afirmativo. El ordenador, en automático, había rematado la operación. ¡Y de qué forma!

Nada quedó al azar. La computadora, fiel al plan director, hizo descender el módulo. Silenció el J 85 y, en el colmo de la eficacia, desplegó la totalidad de los sistemas y cinturones de seguridad.

Eliseo, con un leve y afirmativo movimiento de cabeza, confirmó lo que tenía a la vista. Y tuvo la gentileza de felicitarme:

—Mayor…, nunca más volveré a dudar… ¡Eres el mejor!

Me senté en silencio y fijé la mirada en los dígitos verdes que anunciaban el nuevo «ahora». Tuve que hacer un esfuerzo. Un sudor frío y una ligera inestabilidad entorpecían los pensamientos.

«6 horas y 20 minutos…, del 15 de agosto, miércoles… Año 25 de nuestra era (778 A.U.C. y 3786 del cómputo judío)» [84].

Me costó reaccionar. Si el retroceso fue planificado para «aparecer» a las seis de la mañana, esos veinte minutos de más representaban el tiempo que habíamos permanecido inconscientes…

¡Dios!… Aquello era realmente grave.

Eliseo, como yo, presentaba un aspecto preocupante. La palidez era extrema… Sin embargo, a decir verdad, coordinación motora, fluidez de pensamientos y estado general del organismo eran relativamente buenos. Ésa, al menos, fue la sensación.

Pero lo primero era lo primero. Tiempo habría para intentar averiguar qué diablos sucedió en la inversión de masa. Estábamos vivos. Eso era lo que contaba…, y no era poco.

Ahora, lo prioritario era la «cuna» y nuestra situación en el «nuevo tiempo».

Chequeamos todos los parámetros.

«Santa Claus» ofreció un balance prometedor:

«Tiempo invertido: 16 segundos y 6 décimas. Consumo total de combustible: 86,32 kilos».

Perfecto. Inferior a lo programado. El ordenador había «pilotado» con una finura de primera clase…

Esto nos proporcionaba un importante respiro. Las reservas de oxidante y carburante sumaban 7124,68 kilos. Suficiente para el vuelo de retorno, siempre y cuando la nave quedara definitivamente inmovilizada.

Así nos comprometimos. Por nada del mundo tocaríamos esas siete toneladas.

«Deterioros: ninguno».

Eliseo masculló algo entre dientes. Le di la razón. «Santa Claus» olvidaba a este par de maltrechos exploradores…

En cuanto a la seguridad, nada que objetar. El primer cinturón —el gravitatorio— fue establecido por la casi «humana» computadora a 205 metros de la «cuna». Los hologramas, con las imágenes de las terroríficas ratas-topo, entre 1000 y 1500 metros del vértice en el que nos había posado tan magistralmente. La radiación IR (infrarroja), a 1500 y, por último, el «ojo del cíclope» fue disparado hasta la altura del manzano de Sodoma, en la «popa» del Ravid.

En lo único en lo que no reparó fue en la desconexión de la pila atómica, la SNAP. Pero no fue culpa suya. Fui yo quien, por prudencia, no la incluí en el sistema automático.

Mi Hermano la silenció y el suministro eléctrico partió de las baterías solares.

A pesar de los pesares, respiramos. Y nos sentimos medianamente optimistas. Aquel retroceso de 1848 días pudo ser peor…

Poco después, hacia las 8 horas, sensiblemente repuestos, emprendimos la última fase del obligado chequeo, con la observación directa, y sobre el terreno, de la cumbre del «portaaviones».

Lo primero que nos llamó la atención fue el cambio térmico. La cima era casi un horno. Los sensores de la «cuna» marcaban 30° Celsius. Un anticiclón, montado en 1035 milibares, era dueño y señor del yam. Pronto nos acostumbraríamos. Agosto, en aquellas latitudes, era tórrido. Sofocante…

Apenas percibimos modificaciones. La planicie continuaba solitaria, visitada únicamente por aquel sol estival, cada vez más alto e inmisericorde.

La escasa vegetación, en especial los heroicos cardos —las Gund Elías de Tournefort—, casi había sucumbido. Ahora apenas destacaba reseca y cenicienta entre los azules de las agujas calcáreas y el negro y brillante y resignado de los guijarros basálticos.

Descendimos hasta la «popa» y comprobamos con alegría que el manzano de Sodoma —el cinco años más «joven» Calatropis procera— seguía manteniendo una notable envergadura, luciendo miles de flores plateadas y aquel fruto maldito para los judíos.

El resto del recorrido por los abruptos acantilados fue igualmente satisfactorio.

Abajo, hacia el oeste, junto a la senda que unía Migdal con Maghar, distinguimos verde y sosegada la familiar plantación de los felah.

Y al fondo, el yam, el mar de Tiberíades, azul metálico, pacífico y pintado de gaviotas.

Más al norte, en la lejanía, un gigante con la cara nevada: el Hermón…

Guardamos silencio. Y al contemplar el macizo montañoso creo que tuvimos el mismo pensamiento. Allí, en alguna parte, se hallaba el añorado rabí de Galilea…

«Lo encontraríamos».

Lanzamos una postrera ojeada a las difuminadas poblaciones que se recostaban a orillas del lago e, impacientes, retornamos a nuestro «hogar».

Todo en «base-madre-tres», en suma, se hallaba bajo control.

¿Todo? ¡Qué más hubiéramos querido!

La verdad es que Eliseo se enfadó. No le faltaba razón. Pero me impuse. Debíamos ser audaces, sí, pero también sensatos y previsores. Olvidar lo ocurrido en la reciente inversión axial no nos beneficiaba. Teníamos que conocer el auténtico alcance del problema. Si el nuevo desplome de las neuronas —como suponía— era grave, el gran sueño peligraba. En cualquier momento, la operación de seguimiento de Jesús de Nazaret podía cortarse en seco.

No, no todo se hallaba bajo control…

Y el resto de aquel miércoles, a pesar del lógico mal humor de mi compañero, fue hipotecado en el exhaustivo análisis de los dispositivos alojados en las escafandras: la RMN (resonancia magnética nuclear).

Las microfotografías, ampliadas por el ordenador, confirmaron las sospechas: «algo» desconocido había alterado unas muy puntuales regiones del cerebro. Concretamente, varias de las áreas neuronales del hipocampo. En las imágenes de los espacios extracelulares detectamos unos microscópicos depósitos esféricos —no demasiados, afortunadamente— que asocié con agregados de la proteína amiloide beta. Este polipéptido aparecía también en vasos sanguíneos de la corteza cerebral.

«Santa Claus», siempre en pura teoría, interpretó el daño como la consecuencia del crecimiento desmedido de la enzima responsable de la síntesis del óxido nítrico (la óxido nítrico sintasa). Este radical libre, muy tóxico, estaba conquistando las grandes neuronas, aniquilándolas [85].

Las células glía, en cambio, que sirven de soporte metabólico a las anteriores, se hallaban intactas. La alarmante situación, unida al claro deterioro del ADN mitocondrial, me dejó hundido.

Lo que en esos momentos no acerté a concretar fue dónde se hallaba la raíz primigenia de la doble alteración. ¿Debía considerar al NO (óxido nítrico) responsable de la caída del suministro energético del ADN mitocondrial? ¿O era, quizá, la inversión de masa la que provocaba una mutación en dicho ADN, propiciando el descontrol de la óxido nítrico sintasa? (Como es sabido, los radicales libres aparecen también como consecuencia de muy específicas radiaciones ionizantes, oxidando las moléculas —es decir, multiplicando los átomos de oxígeno— y alterando su comportamiento. ¿Qué clase de «radiación» se registraba en ese instante infinitesimal de la inversión axial de los ejes de los swivels?).

Con los medios a nuestro alcance, obviamente, ni la computadora ni quien esto escribe estábamos en condiciones de despejar tales incógnitas. Lo único claro —la RMN era inapelable— es que el exceso de NO empezaba a «canibalizar» algunos sectores de las grandes neuronas. Esto, en definitiva, podía desembocar en una catástrofe generalizada, ya insinuada en los sucesivos desvanecimientos. Semejante catástrofe, si no erraba en el diagnóstico, iría manifestándose en síntomas de envejecimiento prematuro, posible merma de la memoria [86], confusión espacio-temporal, rechazo a la realidad y, finalmente, la muerte.

Bonito panorama…

Pero debo ser honesto. No todo fue cruel y pesimista. Ante mi sorpresa, los «cortes» de la resonancia magnética nuclear no ofrecieron rastro alguno de algo que habíamos observado antes del segundo «salto». Lo repasé hasta el aburrimiento. Y «Santa Claus» lo confirmó una y otra vez: los pigmentos del envejecimiento (lipofuscina) que vimos en las microfotografías procedentes de la base de Edwards, instalados en neuronas y otras células posmitóticas…, ¡se esfumaron! ¿Explicación? Racionalmente, ninguna. Aquellas redes neuronales, sencillamente, recuperaron la lozanía. Lo único que acerté a deducir es que, por razones desconocidas, la propia inversión axial sofocó el mal, obsequiándonos, eso sí, con otro igual…, o peor.

¿Un rayo de esperanza?

Así lo interpreté, aferrándome a él como un náufrago a una tabla. Quizá no todo estaba perdido. ¿Cabía aún la posibilidad de que en el quinto y, supuestamente, último «salto» en el tiempo se obrara el milagro? ¿Limpiaríamos entonces los cerebros? ¿Seríamos indultados?

E, ingenuo, abracé la remota idea.

El Destino, sin embargo, se encargaría de colocar las cosas en su lugar. Y ese «lugar» era el ya señalado por «Santa Claus» cuando mi hermano, violando las normas, abrió la secreta caja de acero de las Drosophilas: la expectativa de vida para ambos no superaba los nueve o diez años…

Prudentemente guardé silencio sobre los primeros y dramáticos «hallazgos» de la RMN, transmitiendo únicamente a Eliseo el tímido e hipotético rayo de esperanza. Me observó incrédulo, respondiendo con una media sonrisa. Supongo que agradeció el gesto aunque, a estas alturas, el deterioro neuronal tampoco le quitaba el sueño. El valiente muchacho lo tenía asumido. Su verdadera preocupación era otra: partir cuanto antes hacia el Hermón.

Finalmente, amparado por el ordenador, busqué soluciones, en un vano intento de frenar o paliar el avance de la destrucción cerebral.

Las propuestas de «Santa Claus» me decepcionaron.

Y no porque estuviera equivocado, sino ante la dificultad de materializar aquellos remedios. El banco de datos fue muy explícito: sólo unas continuas dosis de glutamato o de N-tert-butil-a-fenilnitrona podían luchar contra el proceso de oxidación. A esto, naturalmente, deberíamos añadir un consumo máximo de vitamina «E».

¡Dios!… ¿De dónde sacábamos estos específicos?

La «farmacia» de la «cuna», si no recordaba mal, no fue provista de fármacos tan singulares…

El glutamato, efectivamente, administrado con prudencia [87], constituía un excelente reductor, capaz de sanear, a medio o largo plazo, los tejidos infectados por el óxido nítrico.

En cuanto al segundo compuesto —el tert-butil—, de haber contado con él, también habría sido de gran ayuda como antioxidante, colaborando en la limpieza de los radicales libres y precipitando los niveles de las proteínas oxidadas («Santa Claus» advirtió igualmente que los índices de superoxidodismutasa y catalasa, enzimas responsables de la inactivación del NO, se hallaban muy bajos).

¿Qué hacer? ¿Qué partido tomar? ¿Cómo combatir semejante fantasma en aquel «ahora» y con tan precarios medios?

Me resigné, claro está. E hice lo único que podía hacer: procurar aumentar la ingesta de vitamina E [88].

Para ello convenía seleccionar muy bien la dieta, incluyendo, sobre todo, un máximo de huevos, leche, aceites vegetales, legumbres verdes, mantequilla, gérmenes de trigo, nueces, almendras y algunos pescados muy concretos (anguilas, sardinas y, a ser posible, extracto de hígado de bacalao. Este último, obviamente, de difícil obtención en aquel tiempo).

También contaba con el auxilio de la vitamina C y el betacaroteno, como «cazadores» de radicales libres [89].

Éste, en definitiva, era el oscuro horizonte que tenía a la vista.

Pero olvido algo…

La verdad es que, abrumado, no le presté excesiva atención. La solución de «Santa Claus», además, me pareció entonces tan compleja como arriesgada. Sencillamente mencionó los «nemo». Conocedor de la eficacia de estos microsensores sugirió la posibilidad de inyectarlos en los tejidos neuronales. Y trazó, incluso, un minucioso plan, destinado al «ataque» al NO y a la posterior regeneración de las grandes neuronas. Los «nemo» se hallaban capacitados, por supuesto, para una labor como la apuntada por el providencial e «imaginativo» ordenador central. Sin embargo —torpe de mí—, la idea fue desestimada…, de momento. Y la olvidé.

Pero las sorpresas no habían terminado…

Ocurrió esa misma tarde del miércoles, 15, cuando, casi por inercia, «algo» me impulsó a repasar de nuevo el contenido de la «farmacia» de a bordo. Fue curioso, sí, muy curioso…

Servidor estaba al tanto de dicho inventario. Casi lo recordaba de memoria. Sin embargo…

Al principio me desconcertó.

¿Soñaba?

No era posible…

Revisé las etiquetas y verifiqué el interior.

No, no estaba soñando. Aquello era real…

Pero ¿cómo?

Y el rayo de esperanza iluminó el negro túnel.

¡Dios de los cielos!… Ahora sí que creía en los milagros.

Pero ¿cómo habían llegado hasta la «cuna»? ¿Quién los puso allí? ¿Por qué no fuimos informados? ¿Por qué no constaban en el banco de datos de la computadora?

Y lentamente, al reflexionar, de la natural alegría pasé a una mortificante duda y, lo que fue peor, a una creciente indignación.

En la cámara frigorífica ubicada en la «popa» se alineaban, en efecto, tres fármacos tan inesperados como salvadores: glutamato, N-tert-butil-a-fenilnitrona y di-metilglicina. Todos ellos, como fue dicho, de un especial poder antioxidante.

Los acaricié una y otra vez y, perplejo, intenté recordar. Fue inútil. El general Curtiss jamás nos habló de ellos. Nadie nos puso en antecedentes.

Entonces…

¡Hijos de…!

Y una feroz sospecha me devoró.

Aquellos fármacos tan específicos fueron introducidos en el módulo subrepticiamente. Ellos dedujeron que, tarde o temprano, los descubriríamos. Pero ¿por qué no nos advirtieron?

La respuesta apareció clara e instantánea:

Curtiss y los suyos sabían más de lo que nos dijeron…

A partir de esa deducción, todo se encadenó.

¡Una comedia! Todo fue una comedia…

Los responsables de Caballo de Troya conocían el verdadero alcance del mal que padecíamos. Supieron de su existencia mucho antes del inicio de la operación. Y, sin embargo, siguieron adelante…, sacrificándonos.

Sí, un puro y triste teatro… Las dramáticas palabras de Curtiss en Masada, al mostrar los informes de Edwards, sólo fueron eso: teatro. Apuntó parte del mal, pero sabiendo de nuestro interés por aquella aventura, jugó con la confianza y la buena voluntad de Eliseo y de quien esto escribe. Muy hábil…

¡Pobres e incautos exploradores!

¿Informarnos? Si lo hubieran hecho, ningún piloto en su sano juicio se habría prestado a semejante suicidio. No en un primer momento, cuando aún ignorábamos quién era en realidad Jesús de Nazaret.

Pero, conforme fui reflexionando, la indignación creció y creció. Fui atando cabos y comprendí que la sibilina actitud de aquellos militares era más vil y despreciable de lo que imaginaba.

Al retornar a «casa», mi hermano y yo lo confirmaríamos [90]. No erramos ni un milímetro.

¿Por qué los antioxidantes ingresaron en la «cuna» en el segundo «salto»? ¿Por qué no en el primero?

Muy simple: no llegaron a tiempo.

Curtiss y los directores del proyecto decidieron suministrar los fármacos en la primera aventura. Pero, al no poder contar con ellos, optaron por arriesgarse. Mejor dicho: por arriesgar nuestras vidas. Y la segunda experiencia, sin querer, se convirtió en un magnífico «banco de pruebas». Fue entonces cuando depositaron los medicamentos en la «farmacia» y no por caridad, sino como parte del sucio experimento.

¿Sibilinos? No, el calificativo no era ése…

Pero hubo más. Algo que siguió enturbiando mi corazón, haciéndome desconfiar de la «bondad» de aquel, supuestamente, espléndido proyecto. Y es que, en el fondo, cometieron un error.

Lo deduje al contabilizar los fracasos que contenían los referidos antioxidantes. Sumé diez para cada uno de los específicos. ¿Por qué tantos? Ningún otro medicamento contaba con unas existencias tan exageradas. La dimetilglicina, por ejemplo, reunía un total de ¡900 tabletas! Considerando que la dosis óptima eran 125 miligramos (es decir, una tableta) por persona y día, esas 900 unidades permitían prolongar el tratamiento durante ¡450 días!

¡Qué extraño!

Oficialmente, el segundo «salto» no debería ir más allá de los 40 ó 45 días en el nuevo «ahora» histórico…

Muy raro, sí, muy raro.

Y la intuición me puso en guardia. En esos momentos era imposible verificarlo, pero el instinto se manifestó «cinco por cinco» (claro y fuerte): Curtiss sospechaba o sabía que estos exploradores desobedecerían las órdenes, lanzándose a una tercera exploración.

No tenía pruebas, lo sé, pero la intuición jamás se equivoca.

¡Dios!… ¡Y no se equivocó!

Pero debo contener mis impulsos. Todo en su momento…

Una vez más dudé. ¿Hacía partícipe a Eliseo de estos «hallazgos» y deducciones? Finalmente elegí el silencio. ¿Para qué cargarle con un suplicio extra? Con lo que nos aguardaba tenía más que suficiente.

«Sí —me dije, buscando un mínimo de consuelo—, lo haré más adelante. Quizá la víspera del definitivo retorno a nuestro verdadero "ahora"».

E intenté quedarme con lo positivo. Los fármacos recién descubiertos eran un buen augurio. Nos aliviarían, inyectándonos nuevas fuerzas.

¡Pobre ingenuo!

Y esa misma noche iniciamos el tratamiento. Eliseo, confiado, no preguntó. Mi escueto comentario, supongo, aclaró la situación:

—De parte de la Providencia…