También en eso acerté. El Destino fue indulgente…
Tras cargar en el saco de viaje unas muestras de tierra del huerto de José de Arimatea —esenciales para redondear los análisis sobre el fenómeno de la resurrección— [53], al alba del jueves, 15 del mes de tammuz (junio), quien esto escribe se unía a Bartolomé y a Simón el Zelota, emprendiendo la marcha hacia el norte.
Y acerté…
El camino, en compañía de los discípulos, resultaría así más cómodo, seguro e instructivo.
El «oso», condicionado por la necesidad de llegar a Cana lo antes posible, eligió la ruta más corta, atravesando Samaria. De no haber sido por esta circunstancia, la idea habría sido rechazada. Aquel territorio, como creo haber mencionado, no era del agrado de los judíos. Unos y otros, sencillamente, se odiaban.
Y hábiles y prudentes, los galileos esquivaron en todo momento las aldeas de los «impuros y aborrecidos samaritanos» [54]. El fallecido rey Herodes el Grande había intentado suavizar estas tensiones, desposando a una samaritana (Maltake), de la que tuvo dos hijos: los célebres Arquelao y Antipas. Se sospecha, incluso, que, en otro gesto de buena voluntad, Herodes autorizó a los kuteos [55] a que orasen en el atrio interior del Templo de la Ciudad Santa (así lo refiere Josefo en Antigüedades, XVIII, 2, 2). Sin embargo, esa tregua se rompería definitivamente en el año 8 de nuestra era cuando, bajo el gobierno del procurador romano Coponio (6 al 9 d. J.C.), un grupo de samaritanos irrumpió en el citado Templo, esparciendo en los pórticos y en el santuario toda una colección de huesos humanos. Aquel acto de venganza, un sacrilegio en plena fiesta de la Pascua, colmó la paciencia de los judíos. Jamás los perdonaron. Desde entonces, las refriegas e insultos mutuos estuvieron a la orden del día.
Afortunadamente, nadie nos molestó. Y el viernes, 16, dos horas antes del ocaso, este explorador se despedía de los discípulos a las puertas de Nazaret. Ellos continuaron hacia la cercana Cana y quien esto escribe, fiel al plan previsto, rodeó la concurrida fuente, ingresando con prisas en la blanca y polvorienta senda que enlazaba la aldea de la Señora con Séforis, la capital de la baja Galilea.
El propósito, en principio, no era complicado. Ascendería por la falda norte del Nebí Sa'in —un camino bien conocido por este torpe explorador y en el que ya había sufrido un lamentable incidente—, situándome frente al cementerio de Nazaret antes de la caída del sol. Una vez allí, ya veríamos…
Si cálculos y razonamientos no fallaban, con el crepúsculo, a la entrada del shabbat (el día sagrado para los judíos), el reducido camposanto debería verse libre de toda suerte de visitantes. La ley y la tradición eran inflexibles. En sábado, por ejemplo, estaba prohibido el traslado de los muertos a las sepulturas [56]. Más aún: ni siquiera debía moverse uno solo de los miembros del difunto, aunque estaba autorizada la ceremonia de lavado y embalsamamiento [57]. Esto me tranquilizó…, en parte. ¿Y qué sucedería con el enterrador y la inseparable plañidera? ¿Continuarían en el lugar? Por supuesto, sólo había un medio para salir de dudas…
La proximidad del sábado jugó a mi favor. Los felah que habitualmente trabajaban en las cercanías del camino acababan de abandonar las faenas. No tuve problemas. Ascendí veloz por la ladera del Nebí y, a medio camino de la cima, el apretado olivar me hizo una señal. Aquél era el punto. Me desvié hacia la izquierda y, lentamente, camuflado entre los árboles, fui a asomarme a mi objetivo. El breve cuadrilátero, de unos cincuenta metros de lado, se presentó tranquilo y silencioso. Aparentemente se hallaba desierto. Pero no quise precipitarme. El recuerdo de la última y desastrosa incursión entre las ochenta estelas de piedra [58] me frenó en seco. Esta vez obraría sobre seguro. Si era necesario anularía a la «burrita» y a su compañero… Inspeccioné la choza de paja y adobe que se levantaba al este, y que servía de refugio al sepulturero y a la prostituta, pero, desde donde me encontraba, no percibí nada anormal.
¿Qué hacía?
Si la pareja se hallaba ausente, aquél podía ser el momento…
Intenté serenarme. ¿Tenía prisa? Sí y no… En realidad, la operación, tal y como fue concebida, debería ejecutarse durante la noche. Esto reduciría riesgos. Y aguanté en el filo del olivar que amurallaba el cementerio. El sol, desapareciendo ya tras los 488 metros del Nebí, seguiría iluminando alrededor de una hora.
Frente al cobertizo, al otro lado del cuadrilátero, las cinco grandes muelas de caliza que cerraban las criptas aparecían igualmente solitarias y desafiantes. Sí, «desafiantes» para este explorador. Allí, en las grutas ganadas al Nebí, si el instinto no se equivocaba, tenían que reposar los restos de José, el padre terrenal del Hijo del Hombre, y los de Amos, el hermano de cinco años, tristemente fallecido el 3 de diciembre del 12. La advertencia de Santiago, en mi primera visita al cementerio, fue clave. Como se recordará, mientras este explorador permanecía en un respetuoso silencio frente a la estela que perpetuaba la memoria del padre y del niño desaparecidos, el hermano de Jesús, colocando su mano en mi hombro, exclamó bajando la voz:
—Ya no están aquí…
Esto sólo significaba dos cosas: que los huesos, de acuerdo a la costumbre, hubieran sido arrojados al kokhim o fosa común que se abría en el centro del camposanto o que, también de acuerdo a la tradición, la familia pudiera haberlos trasladado a un osario particular, depositándolos en una de aquellas criptas practicadas en el talud oste. En el primer supuesto, no había nada que hacer. El kokhim, de unos cuatro metros de lado, se hallaba repleto de huesos y calaveras, en el más caótico de los desórdenes.
Pero quedaban las criptas funerarias. Y la intuición me decía que la familia de José pudo haber respetado aquellos restos, conservándolos en una de las acostumbradas arquetas de piedra o madera de cedro.
Era preciso, pues, penetrar en ellas y despejar la incógnita. Sólo así, disponiendo de una muestra de los huesos de José (preferentemente unos molares o premolares), estaríamos en condiciones de ultimar el delicado estudio sobre la posible paternidad del malogrado contratista de obras [59].
Me costó resistir. La espera, lo confieso, me envaró. Ardía en deseos de enfrentarme a las pesadas piedras que bloqueaban las criptas y actuar.
Todo fue calculado minuciosamente. No podía fallar…
Y la claridad perdió terreno.
Unos minutos más…
Ajusté las «crótalos» y la visión IR (infrarroja) modificó la creciente oscuridad, aliviando mis movimientos. Partí una rama de olivo y me dispuse a caminar hacia el talud oeste.
Parecía claro. Enterrador y plañidera no se hallaban en el cementerio. Deduje que, ante la inminente llegada del sábado y la lógica falta de trabajo, ambos optaron por ingresar en Nazaret o —quién sabe— quizá en Séforis o en cualquiera de las villas próximas. Sin embargo, no debía fiarme. ¿Y si regresaban?
Procuré serenarme, recordando otra de las rígidas disposiciones rabínicas. Ningún judío estaba autorizado a caminar en sábado más allá de los dos mil codos [60]. Calculé la distancia entre Nazaret y el camposanto, por la ruta más corta (la cima del Nebi). No me gustó. Como mucho, el camino sumaba setecientos metros. Si la pareja había elegido la aldea de la Señora, el «trabajo» que suponía la ida y la vuelta no violaba la Ley. Suponiendo que el destino fuera Nazaret…
Y otra duda me inquietó: ¿qué seguridad tenía de que enterrador y «burrita» eran judíos? Ninguna. Si eran paganos, las cosas se complicaban. El regreso podía producirse en cualquier momento.
Sí, mal asunto…
Pero estaba donde estaba. No tenía demasiadas alternativas. Así que, confiando en la formidable «fuerza» que me sostenía, me arriesgué. Crucé veloz entre las estelas y fui a situarme frente a las cinco muelas.
Al levantar la vista reparé en algo que no había captado en las anteriores visitas y que, honradamente, me heló la sangre.
—Lo que faltaba —murmuré entre dientes, imaginando la suerte de aquel entrometido si llegaba a ser capturado.
En mitad de la roca caliza que hacía las veces de fachada, a poco más de dos metros del suelo, perfectamente visible, las autoridades de Roma habían empotrado una losa de mármol de 60 por 40 centímetros, aproximadamente, en la que, en griego, podía leerse lo siguiente:
«Sabido es que los sepulcros y las tumbas, que han sido hechos en consideración a la religión de los antepasados, o de los hijos o de los parientes, deben permanecer inmutables a perpetuidad. Si alguien, pues, es convicto de haberlo destruido, de haber, con mala intención, transportado el cuerpo a otros lugares, haciendo injuria a los muertos, o de haber quitado las inscripciones o las piedras de la tumba, ordeno que ése sea llevado a juicio como si quien se dirige contra la religión de los Manes lo hiciera contra los mismos dioses. Así, pues, lo primero es preciso honrar a los muertos. Que no sea en absoluto permitido a nadie el cambiarlos de sitio, si no quiere el convicto por violación de sepultura sufrir la pena capital».
¡Dios bendito! Aquello parecía otra burla del Destino…
Sabía lo que me aguardaba si era sorprendido con las manos en la masa. Pero tampoco era necesario que me lo recordaran con semejante pompa y puntualidad…
El «edicto», nacido probablemente en las cancillerías de Augusto, era algo habitual en aquel tiempo en muchos de los cementerios de la provincia romana de la Judea. No sería el primero ni el último que acertaría a descubrir en mis correrías.
Traté de olvidar el «aviso» y proseguí con lo que importaba.
Me acerqué a las redondas piedras que cerraban las entradas a las respectivas grutas funerarias y fui palpando y examinando. No había duda. Roca caliza…
Las cinco moles, de metro y medio de diámetro, podían pesar no menos de setecientos kilos por unidad. Demasiado para desplazarlas con la fuerza de un solo hombre. Y tal y como fue planificado, me retiré unos metros, activando el «tatuaje» [61]. No había opción. Si deseaba penetrar en las criptas y localizar los restos de José, aquél era el procedimiento más rápido y eficaz.
Lancé una mirada a mi alrededor. En el firmamento, envalentonadas por la luna nueva, unas madrugadoras estrellas parpadeaban insolentes. Tuve la sensación de que gritaban, delatándome. Pero no. Todo continuaba en paz.
Tecleé, proporcionando los parámetros necesarios: distancia, volumen espacial, tiempo para la inversión y, obviamente, naturaleza de los swivels a «remover».
Quince segundos después, un seco y apagado «trueno» espantaba a una familia de rapaces nocturnas, alzando el vuelo sobre los olivos. Y la boca de la cripta apareció limpia y desafiante.
Repetí la observación sobre el camposanto y su entorno. Aquél era otro instante clave. El estampido, aunque breve, podía llamar la atención.
Esperé inquieto.
Las lechuzas recobraron la paz y yo con ellas.
Bien. Era el momento…
Deslicé los dedos hacia el extremo superior del cayado, pulsando el láser de gas y posicionándolo en la potencia mínima (unas fracciones de vatio). Al punto, un finísimo hilo de fuego apareció en la noche. Aproximé la rama de olivo y el «cilindro» (de apenas 25 micras) provocó la combustión.
No había tiempo que perder. Y portando la improvisada tea penetré sigiloso en la cripta.
La humedad me abofeteó. Hacía mucho que el lugar permanecía clausurado.
El reducido habitáculo, en forma de círculo, de unos tres metros de diámetro y algo más de uno y medio de altura, fue excavado pacientemente, conquistando una dócil y cenicienta caliza. En su perímetro, a cincuenta centímetros del suelo, presentaba una docena de hornacinas.
Dudé…
Encorvado y con el corazón en un puño me volví hacia la «desaparecida» muela. No, aquél no era el plan… Pero no tuve fuerzas.
Una vez en el interior, como medida precautoria, evitando así que alguien me detectara, este explorador debía activar de nuevo el «tatuaje», materializando la roca y cerrando la gruta.
Pero, como digo, dudé. Sentí miedo. Después de la amarga experiencia en los subterráneos de la casa del saduceo, en Nazaret, no deseaba tentar la suerte. Sabía que el «tatuaje» no fallaría, pero…
El corazón, acelerado, se puso de mi lado.
«No lo haría. Correría el riesgo».
E inspirando profundamente me encaré a las arquetas de piedra que descansaban en los huecos.
Era mi turno.
«José y su hijo Amos». Ésta era la inscripción que, supuestamente, tenía que figurar en uno de los osarios. ¿Daría con ella?
Repasé las cajas con nerviosismo.
¡Bendito sea el cielo! Todas aparecían grabadas en la cara frontal. La mayoría en arameo. Otras en griego.
Y auxiliado por el chisporroteante fuego fui leyendo:
«Teodoto Liberto».
No, aquella traducción al griego del nombre hebreo «Natanael» (Bartolomé) no era lo que buscaba…
«Yejoeser hijo de Eleazar».
Tampoco…
«Miriam hija de Nathan».
Empecé a desconfiar. ¿Había equivocado la cripta?
«José y su hijo…».
La emoción brincó.
¿José?
Sin embargo, al terminar de leer, comprendí que me equivocaba.
«José y su hijo Ismael y su hijo Yejoeser».
El resto de las apresuradas traducciones fue igualmente estéril. La decepción se presentó puntual. Allí no reposaban los huesos de José…
No importaba. Repetiría la lectura.
Naturalmente, sólo obtuve un nuevo fracaso. Aquélla no era la cripta.
Regresé al exterior y dediqué unos segundos a la obligada vigilancia de cuanto me rodeaba. Todo respiraba sosiego. Todo menos el cielo y quien esto escribe. Ahora eran miles los «testigos» que parecían gritar, denunciando el sacrilegio. Y me hice una sola pregunta: ¿cuánto tiempo sería necesario para registrar las restantes cuevas?
Afortunadamente reaccioné. No me rendiría. Disponía de toda la noche, a no ser, claro está, que recibiera alguna visita…
Cerré la cripta y, antes de teclear sobre el «tatuaje», preparando la segunda exploración, me concedí unos instantes. Tenía que pensar. Tenía que aliviar aquella condena. Tenía que encontrar una pista, un indicio, que simplificara la búsqueda. Pero ¿cuál? Sólo Dios y los familiares sabían dónde se hallaba el osario. Suponiendo que la intuición acertara…
Imagino que fue una casualidad. ¿O no?
Lo cierto es que, al repasar mentalmente las inscripciones de las doce arquetas, caí en la cuenta de «algo» que podría tener cierto fundamento. Pero no estaba seguro. Y decidido a verificarlo caminé hacia las estelas del cementerio. Me centré en las más próximas a las criptas.
¡Bingo!
Allí había «algo»…
Volví a leer. Sí, la sospecha era correcta. Las inscripciones que acababa de contemplar en la cueva funeraria se repetían en las primeras filas. Estaba claro. Aquellos restos fueron inhumados en un mismo periodo de tiempo y, posterior y paulatinamente, exhumados y depositados en la cripta correspondiente. En este caso, en la que ocupaba el extremo derecho del talud calcáreo.
El hallazgo me reconfortó. Si existía un orden de exhumación —como era presumible—, estas hileras, las que confirmaron mis sospechas, tenían que ser las más antiguas. En el paño opuesto, así lo recordaba, el pequeño cementerio presentaba una superficie todavía virgen, dispuesta para nuevos enterramientos. Pues bien, en las tilas cercanas a esa zona en reserva, quien esto escribe había descubierto la estela que perpetuaba la memoria de José y de su hijo Amos. En resumen: dicha hilera —la número once— era más «moderna» y, en consecuencia, los huesos allí sepultados deberían de haber sido rescatados bastantes años más tarde.
Comprobé la argumentación sobre el terreno. El camposanto sumaba trece hileras. A partir de ahí, hasta el lugar donde se levantaba la choza, la tierra se hallaba libre y, como digo, preparada para nuevos «inquilinos».
La cuestión, ahora, se centraba en otro punto no menos problemático. Aceptando que la hilera «once» fuera una de las más recientes (José llevaba muerto veintidós años y su hijo dieciocho), ¿a cuál de las criptas fueron trasladados?
El dilema, obviamente, no era fácil. Y me dejé arrastrar por el sentido común. Si los huesos de las dos filas iniciales del cementerio se hallaban en la gruta de la derecha (la que acababa de abrir), los exhumados en el lado opuesto quizá habían ido a parar a la ubicada en el otro extremo, es decir, la más «moderna». Naturalmente, lo de «moderna» era otra suposición de este optimista explorador…
Y dado que ahí terminaban las especulaciones, opté por la citada cripta. Fui a situarme frente a la muela y tecleé, «volatilizándola». El segundo estampido volvió a paralizarme.
Afiné los sentidos. Observé la choza, el bosque de olivos y el senderillo que trepaba hacia lo alto del Nebí.
Nuevos e inquietos vuelos de las rapaces. Más ansiedad. Y, al fin, desplomándose despacio, como una nevada, el maravilloso silencio…
Entré con idénticas precauciones. La humedad gobernaba también aquel lugar. Y «alguien» —digo yo que ese ángel con nombre de mujer: «Intuición»— pasó de puntillas junto a este tenso explorador. El susurro, aunque claro y preciso, fue rechazado…
«Esta vez sí».
La gruta artificial, algo más desahogada que la anterior, guardaba una forma muy similar: había sido excavada en círculo, con una altura máxima ligeramente superior a la mía (1,80 metros). En las paredes, también a corta distancia del tosco pavimento, se alineaban otros huecos. Sumé diez. Y en las hornacinas, sendas cajas o arquetas de caliza. En dos de ellas, a diferencia de la primera cripta, reposaban unos osarios más pequeños. Deduje que podía tratarse de restos de niños.
La chisporroteante flama me previno. En el suelo, al pie de las hornacinas, se hallaba una de las arquetas. Aparecía quebrada, con la tapa a corta distancia, y una serie de huesos esparcidos y desarticulados. Me incliné, examinándolos. Era extraño. La cueva, probablemente, llevaba cerrada mucho tiempo. ¿Qué había sucedido? Paseé la tea por el techo y, al descubrir una ancha fisura, supuse que la caída se debía a un movimiento sísmico.
Volví sobre la malograda arqueta y busqué la inscripción. En principio —me tranquilicé—, aquél no parecía el osario de José. Sólo contenía un esqueleto. La grabación en la piedra —«Menajem hijo de Simón»— confirmó la presunción.
Tanteé los huesos y verifiqué lo que imaginaba. La humedad y la dilatada permanencia en el osario estaban acelerando la desintegración. Se hallaban muy frágiles. Esto podía complicar los planes. Pero no me desanimé. Sabía que la intensa humedad de la Galilea no nos favorecía. Los lugareños conocían esta circunstancia y difícilmente fabricaban osarios de madera. (El ciprés, sicómoro y pino eran más económicos que la piedra). Si tenía la fortuna de localizar los restos, y concretamente los dientes de José, el problema no nos afectaría. Estas piezas, justamente, son las más indicadas para el estudio que nos proponíamos. La pulpa, de la que deberíamos extraer el ADN, se encuentra siempre muy protegida, resistiendo la acción de los agentes físicos, térmicos y químicos, así como la inevitable putrefacción.
Un segundo hallazgo, a la izquierda de la entrada, me demoró de nuevo. Se trataba de tres lucernas o lámparas de arcilla y dos cántaras de mediano porte. Una contenía aceite en estado sólido, muy degradado, y la otra un líquido verde y corrompido. Probablemente, el agua utilizada en el obligado ritual de purificación tras la última manipulación de los osarios.
La verdad es que pensé en aprovechar el combustible. Pero, inquieto, comprobando con horror cómo escapaba el tiempo, continué en compañía de la mermada antorcha. O mucho me equivocaba o, en breve, tendría que reemplazarla…
Y, atento, repetí la operación, revisando las inscripciones de las nueve cajas.
Las dos primera me confundieron. En ambos osarios, los más pequeños, leí lo mismo:
«Yejoeser Akabia».
No pude evitarlo. La curiosidad fue más fuerte. Alcé las tapas y creí entender. Estaba ante los restos de dos muchachos. Posiblemente hermanos. Y siguiendo la costumbre, al fallecer el primero, los padres impusieron el nombre del muerto al segundo.
«Menajem (hijo de) Simón Simón».
¡Mala suerte! La dichosa tea empezó a lamer la mano de este, cada vez, más desconsolado explorador. No tuve alternativa. Deposité antorcha y cayado en el suelo de la cripta y me lancé al exterior, al encuentro del olivar…
El lugar seguía dormido. Esta vez hice acopio de tres largas y robustas ramas. Y me sorprendí a mí mismo: ¿cuánto tiempo pensaba permanecer en esta delicada situación?
Increíble. Eché a un lado el miedo y me convencí de que «aquello debía ser apurado hasta el final». Ni siquiera ahora acierto a entender tan arriesgado, casi suicida, comportamiento…
«Miriam esposa de Judá».
Negativo…
«Yejoeser hijo de Yejoeser».
Moví la cabeza, negando. ¡Dios!… ¿Es que había vuelto a equivocar la cripta?
«Salomé esposa de Eleazar».
El corazón se detuvo. La agitada respiración se vino abajo e intenté escuchar. Algo sonó en el exterior… De pronto, fijando la mirada en la oscilante flama, comprendí que la luz podía delatarme. Apagué la antorcha, pisoteándola, y me incorporé veloz, como impulsado por un resorte. El chasquido se repitió. Esta vez muy cerca…
Me aposté en el umbral y dispuse la «vara de Moisés». Si era el enterrador, no tendría más remedio que dejarlo inconsciente.
Pero el Destino, burlón, no tardó en presentarme al responsable de los ruidos y del sobresalto. Entre las estelas, la visión infrarroja me ofreció el cuerpo inquieto y estilizado y la larga y flotante cola de un hambriento zorro de vientre gris. Respiré aliviado. Sin embargo, el «aviso» me puso en guardia. Me estaba descuidando. Era un violador de tumbas y, si me detenían, el castigo era la muerte…
Prendí la rama de olivo y, con cierto desaliento, me ocupé de las dos últimas arquetas.
«Slonsion madre de Yejoeser».
Un desastre…
«José…»
Mi pobre corazón estuvo a punto de rendirse.
¡No puede ser!… ¡Oh, Dios!… ¡Sí!…
«José y su hijo Amos».
Casi dejé la antorcha. Y aturdido e incrédulo pegué la nariz a la novena y providencial arca de piedra.
Bajo los nombres, también en griego, despejando dudas, se leía el mismo epitafio grabado en la estela del cementerio:
«No desaparece lo que muere. Sólo lo que se olvida».
Me separé unos pasos. Contemplé el osario e, intentando apaciguar aquel loco corazón, di gracias al cielo. Mejor dicho, agradecí y solicité perdón. Lo que hacía, y lo que estaba a punto de ejecutar, no hubiera sido aprobado por la familia…
Nueva ojeada al exterior. El zorro continuaba merodeando cerca de la choza. Nada parecía importunarme. Había llegado el momento…
La arqueta, de unos cincuenta centímetros de largo por setenta de alto y treinta de ancho, gimió y protestó al ser retirada del nicho. La deposité con dulzura en el centro de la cripta y, tembloroso, me dispuse a retirar la tapa de caliza.
¿Y si no fueran los restos de José?
Rechacé la estúpida duda. Santiago, en mi primera visita al cementerio, ratificó con sus palabras que aquella inscripción era la de los suyos. Además, ¿cuántos José y Amos compartían osario? Me reprendí. «No debo dudar. Los huesos, por otra parte, terminarán de certificar si estoy o no en un error».
Levanté la pesada losa y acerqué la antorcha.
Me estremecí.
Cuidadosamente colocados aparecían la calavera y los restos descarnados de un infante.
¿Amos?
El esqueleto, desarticulado, había sido dispuesto sobre una doble estera de hoja de palma. Me hice con los extremos y, con sumo tacto, procurando no alterar la disposición de la osamenta, la extraje, abandonándola sobre el pavimento. Mi objetivo no era éste.
Nuevo escalofrío.
¿José?
En idéntica posición, y con el mismo y esmerado ritual, la familia había almacenado los restos en el fondo de la arqueta.
Estos movimientos, lo sé, hubieran exigido unas muy específicas y férreas condiciones de trabajo. El posterior análisis del ADN así lo demandaba. Pero, ante la imposibilidad de cargar un equipo que aislase las muestras, evitando la contaminación, tuve que resignarme. Procuraría extremar la asepsia, distanciándome de las piezas que debían ser trasladadas a la «cuna». En este sentido, la «piel de serpiente», separando la epidermis, fue de gran ayuda, sirviéndome de guantes.
De pronto, el corazón volvió a oscilar. En la lejanía, el zorro se lamentó. Acudí a la boca de la gruta e inspeccioné ansioso. Falsa alarma.
Y consumido por las prisas tomé en mis manos el cráneo del adulto. Afortunadamente, el tiempo y el traslado a la cripta respetaron la mandíbula. No quedaban muchos dientes. Revisé el maxilar. Uno de los premolares, con las raíces intactas, fue el elegido. A continuación seleccioné el tercer molar, apenas incipiente y visible en la mandíbula. La extracción fue rápida y limpia. El periostio [62], obviamente desaparecido, y la cortical (parte superior del hueso), sumamente quebradiza, aliviaron la operación.
Guardé el «tesoro» en una de las ampolletas de barro que conservaba en el saco de viaje y, sin poder reprimir la curiosidad, continué examinando la calavera. Aquélla era una ocasión única…
La docena de dientes presentaba un acusado desgaste. En especial, los molares y premolares supervivientes. Lo atribuí a la dieta. Concretamente, al exceso en el consumo de pan.
Uno de los caninos, en el maxilar, disfrutaba de una raíz doble, algo relativamente normal en la dentición. Pero lo que más llamó mi atención fue la reabsorción alveolar. Sin duda, José había padecido una de las dolencias más frecuentes en aquel tiempo: la «piorrea» [63] o enfermedad periodontal. Un problema que termina diezmando la dentadura. Esto podía explicar también el por qué de la escasez de piezas dentarias [64].
En efecto, estaba sobre la pista adecuada. Allí, en la parte superior del cráneo, destacaba un notable orificio ovalado, de unos seis centímetros de diámetro mayor. No me equivocaba. Éstos eran los restos del padre terrenal de Jesús. La aparatosa herida en la región témporo-parietal, que, sin duda, resultó mortal, coincidía con lo descrito por la familia. José, como fue dicho, cayó al suelo cuando trabajaba en lo alto de un edificio, en la ciudad de Séforis. E intrigado, deseoso de comprobar la información, examiné el resto de la osamenta.
No tardé en descubrir que otros huesos se hallaban igualmente fracturados. En el análisis aprecié roturas en la clavícula derecha, peroné, varias de las costillas y uno de los metatarsos. Aquello tenía que ser consecuencia de la fatídica caída.
Otro detalle que me asombró, y del que, lógicamente, no tenía noticia, fue la estatura del contratista de obras. Lástima no haber dispuesto del tiempo y de los medios necesarios para evaluarlo con precisión. Pero entiendo que el error en las mediciones fue mínimo. A juzgar por la longitud de húmeros, tibias y fémures (según la fórmula de Trotter y Gleser), José pudo alcanzar alrededor de 1,80 metros. Una talla respetable, teniendo en cuenta que la media, para los hombres, en la época del Maestro, oscilaba en torno a 1,60. La verdad es que, bien mirado, esto justificaba la no menos destacada estatura de Jesús (1,81 metros).
Los huesos, en general, a pesar del lógico deterioro, me parecieron robustos. José debió ser también un ejemplar tan atlético como su Hijo. En las tibias, en cambio, percibí algunos síntomas de agarrotamiento. La explicación se hallaba, quizá, en la continua flexión de las piernas. Algo normal en un terreno tan accidentado como Nazaret y su entorno.
Al inspeccionar las suturas de la bóveda craneal y la apófisis xifoides del esternón me ratifiqué en lo que ya sabía: José falleció antes de cumplir los cuarenta. Las primeras seguían abiertas y la apófisis no se había unido aún al cuerpo. Tal y como detallé en páginas precedentes, según la familia, el contratista murió el 25 de septiembre del año 8 de nuestra era, cuando contaba 36 años de edad.
El cráneo, en resumen, era claramente mesocéfalo [65], con una frente alta y vertical y un índice nasal mesorrino (alrededor de 48,9°). Es decir, una nariz media, muy distinta, por cierto, a la del rabí. La mandíbula, armónica con el resto de la estructura craneal, se presentaba corta, ancha y poderosa.
Y sumido en aquel apasionante estudio, sinceramente, perdí la noción del tiempo y del peligroso lugar donde me encontraba. Pero el Destino cuidó de este inconsciente explorador…
No lo pensé dos veces. Tenía que aprovechar la magnífica e irrepetible oportunidad. Las nuevas muestras, además, ampliarían y asegurarían los resultados de las investigaciones sobre el ADN. Y ni corto ni perezoso me lancé sobre la pequeña calavera de Amos. Aunque la mandíbula había desaparecido, el maxilar conservaba todavía varios de los dientes deciduales o de «leche», así como los permanentes, ocultos bajo el hueso. Rescaté dos piezas —un canino y un molar— y me apresuré a ocultarlas en la segunda ampolleta vacía.
La misión, prácticamente consumada, tocaba a su fin. Pero la curiosidad, de nuevo, me venció. Nunca aprenderé… Y poco faltó para que aquel error pasara factura.
El cráneo del niño, fallecido a los cinco años, presentaba síntomas de osteoporosis [66] en los parietales y occipitales. Revisé una y otra vez los restos pero, naturalmente, en tales circunstancias, era poco menos que imposible averiguar el por qué de dicho problema. Pensé en una hipotética deficiencia de hierro y proteínas o —quién sabe— en una infección de la madre. Todo era posible.
Varios de los dientes habían sido víctimas también de un agudo y generalizado mal: la caries. Otra dolencia habitual entre aquellas gentes.
El resto de la osamenta, frágil y consumida por la humedad, no me dijo gran cosa, excepción hecha de la confirmación de la edad del infante, a través de la observación de la epífisis inferior del peroné.
Y feliz, complacido ante el excelente resultado de la aventura, devolví los huesos de Amos al interior del osario, cubriéndolo con la tapa de piedra. Me incorporé y, obedeciendo a un extraño impulso, bajé los ojos, pronunciando en silencio una oración: aquel hermoso y original padrenuestro que escribiera el propio Jesús de Nazaret.
No pude concluirlo…
Súbitamente, algo me devolvió a la realidad. A la cruda y despiadada realidad…
Me sentí atrapado.
Instintivamente apagué la tea. ¿Qué hacía? ¿Escapaba? ¿Permanecía oculto en la cueva?
El corazón, al galope, no colaboró. ¡Dios!…
Y escuché de nuevo, los confusos sonidos. Reaccioné y, despacio, muy despacio, midiendo cada paso, me asomé a la boca de la gruta.
La espesa oscuridad, alimentada por la luna nueva, multiplicó la zozobra. La visión IR no detectaba ningún ser vivo. Pero el clamor estaba allí, en alguna parte. Maldije mi inconsciencia. Podía haber abandonado el cementerio nada más extraer los dientes de José…
Me aferré al cayado. Si era menester me defendería. Las muestras seguirían conmigo. Nada ni nadie me las arrebataría.
¿Risas?
Eso fue lo que percibí a renglón seguido. Parecían proceder de la zona norte. Quizá del caminillo que conducía a la cima del Nebi.
El corazón, imparable, continuó bombeando hasta hacerme daño.
Sí, risas, voces, gritos…
Alguien se aproximaba por mi derecha, por el citado senderillo.
Creo que empecé a dudar.
La duda y el miedo, a partes iguales, me anclaron al suelo de la cripta funeraria.
¿Qué hacía? ¿Saltaba como un gamo a la búsqueda del olivar? ¿Olvidaba el osario? ¿Cerraba la cueva? ¿Seguía allí?
Si optaba por lo primero, quizá pudiera cruzar el cementerio y desaparecer antes de la llegada de los todavía invisibles individuos.
¿Y si no era así? ¿Qué ocurriría si me detectaban a medio camino? Ni siquiera sabía cuántos eran…
Traté de pensar. Imposible. El miedo no me lo permitió.
De pronto, las «crótalos» pusieron ante este descompuesto explorador dos figuras rojizas, abrazadas y tambaleantes.
Necesité unos segundos para cerciorarme…, y comprender.
¡Maldita sea!
No cabía la menor duda. Las risas y el vocerío lo confirmaron. El enterrador y la plañidera regresaban de Nazaret…, borrachos como cubas.
Al entrar en el camposanto, ciegos por el vino, fueron a topar con una de las estelas, cayendo entre las tumbas. Más risas. Más gritos. Más confusión…
El Destino, lo sé, tuvo piedad de mí.
Esperé. En un principio, la situación no parecía tan crítica como había supuesto. Y el descompuesto ánimo, lenta y gradualmente, recobró el temple.
La pareja, auxiliándose mutuamente, tropezando aquí y allá, consiguió a duras penas su propósito, alcanzando la choza. Nunca comprendí cómo demonios cruzaron el Nebi.
Al poco, el alboroto fue extinguiéndose, dejando paso a unos maravillosos y tranquilizadores ronquidos.
Encajé susto y lección y, sin perder un minuto, restablecí el orden en la cripta, clausurando la entrada.
Dos horas más tarde, con el alba, aquello era historia…
Y apreté el paso, ansioso por ingresar en el Ravid y concluir esta fase de la misión.
Una vez más, el Destino fue benevolente con quien esto escribe.