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El mundo es para los vivos. ¿Dónde están?

Desafiamos a la oscuridad a que alcance lo blanco y cálido.

Ella era el viento cuando el viento estaba en mi camino.

Vivo al mediodía, perecí en su belleza.

Quien se alza de la carne al espíritu conoce la caída.

El mundo salta por encima del mundo y lo ilumina todo.

THEODORE ROETHKE (Cita histórica: Dar–es–Balat).

Teg necesitó muy poca voluntad consciente para convertirse en un torbellino. Había reconocido al fin la naturaleza de la amenaza de las Honoradas Matres. El reconocimiento encajaba perfectamente con las confusas exigencias de su nueva consciencia Mentat que corría pareja con su velocidad incrementada.

Una monstruosa amenaza requería unas contramedidas monstruosas. La sangre lo salpicó cuando se lanzó a través del edificio del cuartel general, masacrando todo lo que encontraba a su paso.

Como había aprendido de sus maestras Bene Gesserit, el gran problema del universo humano residía en cómo se conseguía la procreación. Podía oír la voz de su primera maestra mientras arrastraba consigo la destrucción a través de todo el edificio:

—Puedes pensar en ello únicamente como sexualidad, pero nosotras preferimos el término más básico: procreación. Posee muchas facetas y ramificaciones, y aparentemente tiene una energía ilimitada. La emoción llamada «amor» es solamente un aspecto pequeño.

Teg aplastó la garganta de un hombre que se mantenía rígidamente erguido en su camino y, finalmente, encontró la sala de control de las defensas del edificio. Sólo había un hombre sentado en ella, su mano derecha casi tocando un mando rojo en la consola que tenía enfrente.

Con una tajante mano izquierda, Teg casi decapitó al hombre. El cuerpo se derrumbó hacia atrás en un lento movimiento, la sangre borboteando de la abierta garganta.

¡La Hermandad tiene razón llamándolas rameras!

Era posible arrastrar a la humanidad hacia casi cualquier lado manipulando las enormes energías de la procreación. Era posible aguijonear a los seres humanos hacia acciones que ellos nunca hubieran creído posibles. Una de sus maestras lo había dicho directamente:

—Esta energía debe poseer una salida. Enciérrala en una botella y se convertirá en algo monstruosamente peligroso. Dirígela convenientemente, y lo barrerá todo a su paso. Este es un secreto básico de todas las religiones.

Teg era consciente de haber dejado más de cincuenta cuerpos a sus espaldas cuando abandonó el edificio. Su última víctima fue un soldado con uniforme de camuflaje de pie en la abierta puerta, aparentemente a punto de entrar.

Mientras corría más allá de la aparentemente inmóvil gente y vehículos, la acelerada mente de Teg tuvo tiempo de reflexionar en lo que había dejado tras de sí. ¿Representaba algún consuelo, se preguntó, el hecho de que la última expresión en vida de la vieja Honorada Matre fuera una de auténtica sorpresa? ¿Podría congratularse de que Muzzafar no volviera a ver nunca más su hogar de la casa de árbol?

La necesidad de lo que había realizado en apenas unos cuantos latidos de corazón era muy clara, sin embargo, para alguien adiestrado por la Bene Gesserit. Teg conocía su historia. Había muchos planetas paraíso en el Viejo Imperio, probablemente muchos más entre la gente de la Dispersión. Los humanos siempre parecían capaces de intentar aquel estúpido experimento. La gente de tales lugares generalmente se sumía en el letargo. Un rápido análisis decía que ello era debido a los climas agradables de tales planetas. El conocía aquello como estupidez. Todo era debido a que la energía sexual era fácilmente alcanzada en tales lugares. Dejemos que las Misioneras del Dios Dividido o alguna fuerza similar entre en uno de esos paraísos, y obtendremos una rabiosa violencia.

—Nosotras las de la Hermandad lo sabemos —había dicho una de las maestras de Teg—. Hemos prendido la mecha de uno de esos explosivos más de una vez con nuestra Missionaria Protectiva.

Teg no paró de correr hasta que estuvo en un callejón, al menos a cinco kilómetros de distancia del matadero en que se había convertido el cuartel general de la vieja Honorada Matre. Sabía que había pasado muy poco tiempo, pero había algo mucho más importante en lo cual debía centrarse. No había matado a todos los ocupantes de aquel edificio. Había ojos allí atrás que pertenecían a gente que ahora sabía lo que él podía hacer. Le habían visto matar a Honoradas Matres. Habían visto a Muzzafar derrumbarse muerto a sus manos. La evidencia de los cuerpos dejados atrás y la reproducción a marcha lenta de las grabaciones lo dirían todo.

Teg se reclinó contra una pared. Tenía una despellejadura en la palma de su mano izquierda. Volvió a tiempo normal mientras observaba la sangre manar de la herida. La sangre era casi negra.

¿Más oxígeno en mi sangre?

Estaba jadeando, pero no tanto como parecían requerir aquellos esfuerzos.

¿Qué es lo que me ha ocurrido?

Era algo procedente de su ascendencia Atreides, lo sabía. La crisis lo había arrojado a otra dimensión de posibilidades humanas. Fuera cual fuese la transformación, era profunda. Podía sentirla brotar ahora en la urgencia de muchas necesidades. Y la gente junto a la que había pasado en su carrera hasta aquel callejón habían parecido como estatuas.

¿Pensaré siempre en ellos como escoria?

Sabía que sólo ocurriría si él dejaba que ocurriera. Pero la tentación estaba allí, y se concedió a sí mismo una breve conmiseración hacia las Honoradas Matres. La Gran Tentación las había arrojado a su propia escoria.

¿Qué hacer ahora?

El camino principal se abría ante él. Había un hombre allí en Ysai, un hombre que podía estar seguro de que sabía todo lo que Teg necesitaba. Teg miró a su alrededor en el callejón. Sí, aquel hombre estaba cerca.

La fragancia de flores y hierbas flotó hacia Teg desde algún lugar al fondo de aquel callejón. Avanzó hacia aquella fragancia, consciente de que lo conducía a donde necesitaba ir y de que ningún ataque violento lo aguardaba allí. Aquel era, temporalmente, un remanso tranquilo.

Llegó rápidamente a la fuente de la fragancia. Era una puerta embutida en la pared señalada por una marquesina azul con dos palabras escritas en galach moderno: «Servicio personal».

Teg entró, y vio inmediatamente lo que había encontrado. Podían hallarse en muchos lugares en el Viejo Imperio: establecimientos de comidas aferrados a los viejos tiempos, evitando los autómatas tanto en la cocina como en el servicio. La mayoría de ellos eran establecimientos «reservados». Uno les contaba a los amigos su último «descubrimiento», con la advertencia de que no divulgaran la noticia.

—No me gustaría que se estropeara si empieza a ir mucha gente.

Aquella idea siempre había divertido a Teg. Difundes la noticia de la existencia de tales lugares, pero siempre lo haces con la condición de que sea mantenido el secreto.

Olores de comida que hacían la boca agua emergían de la cocina en la parte de atrás. Pasó un camarero llevando una bandeja de la que brotaba un aromático humo, prometiendo cosas deliciosas.

Una mujer joven con un traje negro corto y un delantal blanco se dirigió a él.

—Por aquí, señor. Tenemos una mesa libre en el rincón.

Le señaló una silla en la que podía sentarse con la espalda vuelta a la pared.

—Alguien le atenderá en un momento, señor —le tendió una rígida hoja de un papel grueso y basto—. Nuestro menú está impreso. Espero que no le importe.

La observó mientras se alejaba. El camarero que había visto pasar antes regresó a la cocina. La bandeja estaba vacía.

Los pies de Teg lo habían conducido hasta allí como si supieran en qué dirección debían correr. Y allí estaba el hombre requerido, comiendo a su lado.

El camarero se había detenido para hablar con el hombre que Teg sabía tenía la respuesta a los próximos movimientos que necesitaba efectuar allí. Los dos estaban riendo. Teg observó el resto del salón: sólo otras tres mesas ocupadas. Una mujer ya mayor estaba sentada en una mesa en el ángulo más alejado, mordisqueando algo crujiente. Iba vestida con lo que Teg supuso debía ser la cúspide de la moda, un traje rojo ceñido muy corto y con un gran escote. Sus zapatos hacían juego con el traje. Una pareja joven estaba sentada en una mesa a su derecha. No veían nada excepto el uno al otro. Un hombre ya mayor con una túnica marrón de corte clásico comía frugalmente un plato de verduras cerca de la puerta. Sólo tenía ojos para su comida.

El hombre que hablaba con el camarero rió fuertemente.

Teg miró a la nuca del camarero. Mechones de pelo rubio cubrían la parte de atrás de su cuello como manojos arrancados de hierba seca. El cuello de la chaqueta del hombre casi desaparecía bajo aquel pelo. Teg bajó la mirada. Los zapatos del camarero estaban desgastados en los talones. El dobladillo de su chaqueta negra estaba zurcido. ¿Era aquél un restaurante económico? ¿Económico en qué sentido? Los olores que brotaban de la cocina no sugerían comida barata. El servicio de mesa era brillante y limpio. No había ningún plato desportillado. Sin embargo, el mantel rojo y blanco que cubría la mesa había sido zurcido en varios lugares, cuidando de que el zurcido encajara con el dibujo original.

Una vez más, Teg estudió a los demás clientes. Parecían acomodados. Ninguno podía alinearse con los pobres famélicos de por aquellos lugares. Teg estaba convencido de ello. Aquel lugar no solamente era un establecimiento «reservado», sino que alguien lo había diseñado para que diera esa impresión. Había una mente lista detrás de aquel negocio. Era el tipo de restaurante que los jóvenes ejecutivos que ascendían descubrían como lugares a donde llevar a posibles clientes o complacer a un superior. La comida sería de calidad y las raciones generosas. Teg se dio cuenta de que sus instintos lo habían conducido correctamente hasta aquí. Entonces prestó su atención al menú, permitiendo que el hambre penetrara finalmente en su consciencia. El hambre era como mínimo tan feroz que cuando había sorprendido al difunto Mariscal de Campo Muzzafar.

El camarero apareció al lado suyo con una bandeja en la cual había una caja abierta y un tarro del cual brotaba el intenso olor de un ungüento reparador de la piel.

—Veo que os habéis lastimado la mano, Bashar —dijo el hombre. Colocó la bandeja sobre la mesa—. Permitidme que cure vuestra herida antes de que encarguéis lo que deseáis comer.

Teg alzó la mano lastimada y contempló la rápida competencia del tratamiento.

—¿Me conoces? —preguntó.

—Sí, señor. Y después de lo que he estado oyendo, parece extraño veros vestido así de uniforme. Ya está. —Terminó la cura.

—¿Qué es lo que has estado oyendo? —Teg habló en voz muy baja.

—Que las Honoradas Matres os están buscando.

—Solamente he matado a algunas de ellas y varios de sus… ¿Cómo deberíamos llamarlos?

El hombre palideció, pero habló con voz firme.

—Esclavos sería una buena palabra, señor.

—Tú estabas en Renditai, ¿verdad? —dijo Teg.

—Sí, señor. Muchos de nosotros nos establecimos luego aquí.

—Necesito comida, pero no puedo pagarla —dijo Teg.

—Nadie de Renditai necesita vuestro dinero, Bashar. ¿Saben ellas que vinisteis en esta dirección?

—No lo creo.

—La gente que hay aquí ahora son habituales. Ninguno de ellos os traicionará. Intentaré advertiros si llega alguien peligroso. ¿Qué deseáis comer?

—Mucha comida. Te dejo a ti la elección. Casi el doble de carbohidratos que de proteínas. Nada de estimulantes.

—¿Qué entendéis por mucha, señor?

—Ve trayendo hasta que yo te diga basta… o hasta que creas que he rebasado tu generosidad.

—Pese a las apariencias, señor, éste no es un establecimiento pobre. Lo que he ganado aquí con los extras me ha hecho un hombre rico.

Un punto por tu afirmación, pensó Teg. La apariencia externa del local era una calculada pose.

El camarero se fue y habló de nuevo con el hombre de la mesa central. Teg lo estudió abiertamente después de que el camarero se fuera a la cocina. Sí, aquel era el hombre. La comida concentrada en un solo plato formaba una montaña con un remate de pasta con guarnición de color verde.

Había muy pocos signos en aquel hombre del cuidado de una mujer, pensó Teg. Llevaba el cuello descuidadamente cerrado, los cierres enmarañados. Salpicaduras de la verdosa salsa manchaban su puño izquierdo. Era diestro por naturaleza, pero comía con su mano izquierda situada en el camino de las salpicaduras. Los dobladillos de sus pantalones estaban deshilachados. Uno de ellos, parcialmente descosido, colgaba sobre el tacón de su zapato. Los calcetines no hacían juego… uno azul y el otro amarillo pálido. Nada de aquello parecía importarle. Ninguna madre ni otra mujer había arrastrado nunca a aquel hombre dentro de casa antes de cruzar la puerta para ordenarle que se pusiera presentable. Su actitud básica quedaba definida por su propia apariencia: «Lo que ves es tan presentable como resulta posible».

El hombre alzó repentinamente la vista, un movimiento brusco, como si se diera cuenta de que estaba siendo espiado. Lanzó una mirada de sus ojos marrones por todo el salón, haciendo una pausa en cada rostro, como si buscara a alguien en particular. Hecho esto, volvió su atención a su plato.

El camarero regresó con una sopa de color claro en la que se apreciaban hebras de huevo y algunas verduras.

—Mientras preparamos el resto de la comida, señor —dijo.

—¿Viniste aquí directamente después de Renditai? —preguntó Teg.

—Sí, señor. Pero serví también con vos en Acline.

—El sesenta–setenta de Gammu —dijo Teg.

—¡Sí, señor!

—Salvamos un montón de vidas aquella vez —dijo Teg—. De las de ellos, y de las nuestras también.

Al observar que Teg no empezaba a comer, el camarero habló con una voz más bien fría:

—¿Deseáis un rastreador, señor?

—No mientras me sirvas tú —dijo Teg. Sus palabras eran sinceras, pero tuvo la sensación de que engañaba un poco a aquel hombre, ya que su doble visión le había dicho que la comida era segura.

El camarero empezó a volverse para irse, complacido.

—Un momento —dijo Teg.

—¿Señor?

—El hombre de la mesa del centro. ¿Es uno de los habituales?

—¿El profesor Delnay? Oh, sí, señor.

—Delnay. Sí, eso pensé.

—Profesor de artes marciales. Y también de historia.

—Lo sé. Cuando llegue el momento de servirme el postre, por favor pídele al profesor Delnay si no le importaría acudir a mi mesa.

—¿Debo decirle quién sois, señor?

—¿No crees que ya debe saberlo?

—Es muy probable, señor, pero de todos modos…

—Las precauciones cuando correspondan —dijo Teg—. Tráeme la comida.

El interés de Delnay se había despertado mucho antes de que el camarero le transmitiera la invitación de Teg. Las primeras palabras del profesor cuando se sentó frente a Teg fueron:

—Es la más notable hazaña gastronómica que haya visto nunca. ¿Estáis seguro de que podéis con el postre?

—Con dos o tres de ellos como mínimo —dijo Teg.

—¡Sorprendente!

Teg hundió su cuchara en una preparación endulzada con miel. Tragó, luego dijo:

—Este lugar es una joya.

—Lo he mantenido en un cuidadoso secreto —dijo Delnay—. Excepto algunos amigos íntimos, por supuesto. ¿A qué debo el honor de vuestra invitación?

—¿Habéis sido… esto, marcado por una Honorada Matre?

—¡Señores de perdición, no! No soy lo bastante importante como para ello.

—Esperaba pediros que arriesgarais vuestra vida, Delnay.

—¿De qué manera? —Ninguna vacilación. Aquello era tranquilizador.

—Hay un lugar en Ysai donde se reúnen mis viejos soldados. Deseo ir allí y ver a tantos de ellos como sea posible.

—¿A través de calles y vestido de gala como vais ahora?

—En cualquier forma que podáis arreglar.

Delnay colocó un dedo en su labio inferior y se reclinó en su asiento para contemplar a Teg.

—No sois una figura fácil de disimular, ya lo sabéis. De todos modos, puede que haya una forma. —Asintió pensativamente—. Sí. —Sonrió—. No os va a gustar, me temo.

—¿Qué es lo que tenéis en mente?

—Un poco de relleno y otras alteraciones. Os pasaremos como un capataz Bordano. Oleréis a cloaca, por supuesto. Y tendréis que aparentar que no os dais cuenta de ello.

—¿Por qué creéis que eso funcionará? —preguntó Teg.

—Oh, esta noche va a haber tormenta. Algo muy común en esta época del año. Depositando la humedad necesaria para las cosechas del año próximo. Y llenado las reservas para los sobrecalentados campos, ya sabéis.

—No comprendo vuestro razonamiento, pero cuando haya terminado con otro de estos platos, nos iremos —dijo Teg.

—Os gustará el lugar donde nos refugiamos de la tormenta —dijo Delnay—. Estoy loco, ya sabéis, haciendo esto. Pero el propietario de este lugar dice que debo ayudaros o nunca más me volverá a dejar entrar aquí.

Hacía una hora que había oscurecido cuando Delnay lo condujo al punto de cita. Teg, vestido con pieles y fingiendo una cojera, se vio obligado a utilizar mucho de su poder mental para ignorar sus propios olores. Los amigos de Delnay habían embadurnado a Teg con aguas fecales y luego lo habían lavado con una manguera. El secado con aire caliente había devuelto la mayor parte de los aromas.

Una estación lectora del control del tiempo en la puerta del lugar de reunión le dijo a Teg que la temperatura había descendido quince grados en el exterior durante la última hora. Delnay le precedió y penetraron en una atestada sala donde había mucho ruido y el sonido de entrechocar de vasos. Teg hizo una pausa para estudiar la estación junto a la puerta. El viento estaba soplando a treinta kilómetros, comprobó. La presión barométrica estaba bajando. Miró el cartel que había encima de la estación: «Un servicio a nuestros clientes».

Presumiblemente un servicio al bar también. Los clientes que se marchaban podía echar una mirada a aquella lecturas y regresar al calor y a la camaradería que dejaban atrás.

En una amplia chimenea en un rincón del fondo del bar ardía un auténtico fuego. Madera aromática.

Delnay regresó, frunció la nariz ante el olor de Teg, y lo condujo rodeando la multitud hacia una habitación de atrás, luego a través de ella a un baño privado. El uniforme de Teg —limpio y planchado— estaba colocado sobre una silla.

—Estaré junto a la chimenea cuando salgáis —dijo Delnay.

—Con el traje de gala, ¿eh? —preguntó Teg.

—Solamente es peligroso fuera en las calles —dijo Delnay. Se marchó por donde había venido.

Teg salió finalmente, y se abrió camino hacia la chimenea a través de grupos que se callaron de pronto a medida que la gente le iba reconociendo. Comentarios murmurados recorrieron la sala. «El viejo Bashar en persona». «Oh, sí, es Teg. Serví con él, lo hice. Conocería ese rostro y esa figura en cualquier parte».

Los clientes se habían agrupado al atávico calor del fuego. Había un intenso olor a ropas húmedas y respiraciones alcohólicas allí.

¿Así que la tormenta había conducido a aquella gente al bar? Teg miró a los militares rostros endurecidos por la batalla a su alrededor, pensando que aquella no era una reunión normal, no importaba lo que Delnay dijera. La gente allí se conocía entre sí, sin embargo, y había esperado encontrarse allí en aquel momento.

Delnay estaba sentado en uno de los bancos al lado de la chimenea, con un vaso conteniendo un líquido ambarino en una mano.

—Vos corristeis la voz de que nos encontráramos todos aquí —dijo Teg.

—¿No era eso lo que queríais, Bashar?

—¿Quién sois vos, Delnay?

—Tengo una granja de invierno a unos cuantos kilómetros al sur de aquí, y tengo también unos cuantos amigos banqueros que ocasionalmente me prestan un vehículo de superficie. Si deseáis que sea más explícito, soy como el resto de la gente en esta sala… alguien que desea sacarse a las Honoradas Matres de nuestros cuellos.

Un hombre detrás de Teg preguntó:

—¿Es cierto que matasteis a un centenar de ellas hoy, Bashar?

Teg habló secamente, sin girarse.

—El número ha sido muy exagerado. ¿Podría beber algo, por favor?

Gracias a su mayor altura, Teg pudo escrutar la sala mientras alguien le traía un vaso. Cuando fue colocado en su mano, observó que contenía, como esperaba, el azul oscuro del Marinete Daniano. Aquellos viejos soldados conocían sus preferencias.

La actividad con las bebidas prosiguió en la sala, pero a un ritmo más tranquilo. Estaban aguardando a que él enumerara sus propósitos.

La gregaria naturaleza humana alcanzaba una cúspide natural en una noche tormentosa como aquella, pensó Teg. ¡Reuníos al lado del fuego en la boca de la caverna, compañeros de tribu! Nada peligroso nos ocurrirá, especialmente cuando las bestias vean nuestro fuego. ¿Cuántas otras reuniones similares se producían en todo Gammu en una noche como aquella?, se preguntó, dando un sorbo a su bebida. El mal tiempo podía enmascarar los movimientos que los compañeros reunidos deseaban que no fueran observados. El tiempo podía mantener también a una cierta gente dentro cuando se suponía que no debían permanecer dentro.

Reconoció unos cuantos rostros de su pasado… oficiales y soldados rasos, una buena mezcla. Tenía buenos recuerdos de algunos de ellos: gente en la que se podía confiar. Algunos iban a morir aquella noche.

El nivel de ruido empezó a alzarse cuando la gente se relajó en su presencia. Nadie le urgió una explicación. También conocían eso de él. Teg establecía sus propios esquemas de tiempo.

Los sonidos de conversaciones y risas eran de un tipo que sabía debía haber acompañado a tales reuniones desde los tiempos de los albores de la humanidad, cuando los hombres se agrupaban para protección mutua. Entrechocar de vasos, repentinos estallidos de carcajadas, unas cuantas risas tranquilas. Aquellos últimos serían los más conscientes de su poder personal. Las risas tranquilas afirmaban que podías estar alegre, pero no te convertían en un estúpido carcajeante. Delnay tenía una risa tranquila.

Teg alzó la vista y vio que el techo sostenido por vigas había sido construido convencionalmente bajo. Hacía que el espacio que enmarcaba pareciera a la vez más amplio y más íntimo. Había allí una cuidadosa atención a la psicología humana. Era algo que había observado en muchos lugares de aquel planeta. Era un cuidado por mantener un freno a la consciencia indeseada. Les hacía sentirse confortables y seguros. No lo estaban, por supuesto, pero no dejaba que esto llegara hasta ellos.

Durante un largo momento, Teg observó cómo eran distribuidas las bebidas por el rápido servicio de camareros: oscura cerveza local y algunos caros artículos de importación. Repartidos por la barra y en las suavemente iluminadas mesas había bols conteniendo vegetales del lugar, crujientemente fritos y muy salados. Un movimiento tan obvio por fomentar la sed no ofendía al parecer a nadie. Era algo simplemente esperado en aquel comercio. Las cervezas debían ser muy saladas también, por supuesto. Siempre lo eran. Los cerveceros sabían cómo desencadenar la respuesta de la sed.

Algunos de los grupos iban haciéndose más ruidosos. Las bebidas habían empezado a trabajar su antigua magia. ¡Baco estaba allí! Teg sabía que si se permitía que aquella reunión prosiguiera su curso natural, la sala alcanzaría un crescendo más tarde y luego, gradualmente, muy gradualmente, el nivel de ruido descendería de nuevo. Alguien miraría a la estación meteorológica junto a la puerta. Dependiendo de lo que éste viera, el lugar se vaciaría inmediatamente, o proseguiría a un ritmo más tranquilo durante algún tiempo más. Se dio cuenta entonces de que alguien detrás de la barra podía disponer de una forma de alterar las lecturas de la estación meteorológica. El establecimiento no dejaría pasar una forma así de controlar su negocio.

Hagamos que entren y mantengámoslos ahí por todos los medios que ellos no consideren objetables.

La gente detrás de aquel negocio caería en manos de las Honoradas Matres sin siquiera parpadear.

Teg depositó su vaso a un lado y llamó:

—¿Puedo recabar vuestra atención, por favor?

Silencio.

Incluso los camareros dejaron de hacer lo que estaban haciendo.

—Algunos de vosotros vigilad las puertas —dijo Teg—. Nadie debe entrar ni salir hasta que yo dé la orden. Las puertas de atrás también, por favor.

Cuando hubieron cumplido aquello, paseó cuidadosamente la mirada por toda la sala, captando quienes eran aquellos que su doble visión y su vieja experiencia militar le decían que eran más de confianza. Lo que tenía que hacer a continuación había quedado muy claro para él. Burzmali, Lucilla y Duncan estaban allá afuera en el borde de su nueva visión, y era fácil ver cuáles eran sus necesidades.

—Supongo que podéis poner rápidamente vuestras manos sobre vuestras armas —dijo.

—¡Hemos venido preparados, Bashar! —gritó alguien en la sala. Teg oyó la presencia del alcohol en aquella voz, pero también la de la vieja adrenalina bombeando, algo que debía ser muy querido para aquella gente.

—Vamos a capturar una no–nave —dijo Teg.

Aquellos los atrajo. Ningún otro artefacto de la civilización estaba más celosamente guardado. Aquellas naves llegaban a los campos de aterrizaje y a otros lugares y se marchaban. Sus superficies blindadas estaban erizadas de armas. Sus tripulaciones estaban en alerta constante en los lugares vulnerables. Una traición podía tener éxito; un asalto abierto tenía pocas posibilidades. Pero allí en aquella sala Teg había alcanzado un nuevo nivel de consciencia, conducido por la necesidad y los genes salvajes de sus antepasados Atreides. Las posiciones de las no–naves en y alrededor de Gammu eran visibles para él. Brillantes puntos ocupaban su visión interior y, como hilos conduciendo de un juguete a otro, su doble visión veía la forma de ir a través de aquel laberinto.

Oh, pero no deseo ir, pensó.

Aquello que lo impulsaba no podía ser negado.

—Específicamente, vamos a capturar una no–nave de la Dispersión —dijo—. Poseen algunas de las mejores. Tú, tú y tú y tú —señaló, individualizando a unos cuantos—, os quedaréis aquí y veréis que nadie abandone el lugar o se comunique con alguien de fuera de este establecimiento. Creo que seréis atacados. Resistid durante tanto tiempo como podáis. El resto de vosotros, tomad vuestras armas y salgamos.