42

¡Ojalá muráis en Caladan!

Antiguo brindis

Duncan intentó recordar dónde estaba. Sabía que Tormsa estaba muerto. La sangre había brotado de los ojos de Tormsa. Sí, recordaba claramente aquello. Habían penetrado en un oscuro edificio, y la luz había llameado de pronto a su alrededor. Duncan sintió un dolor en la nuca. ¿Un golpe? Intentó moverse, y sus músculos se negaron a obedecer.

Recordó haber permanecido sentado en el borde de un amplio terreno de juegos. Se estaba jugando algún tipo de juego de pelota… pelotas excéntricas que rebotaban y volaban sin ningún orden aparente. Los jugadores eran jóvenes, con un atuendo común de… ¡Giedi Prime!

—Están practicando a ser viejos —dijo. Recordaba haber dicho aquello.

Su compañera, una mujer joven, lo miró inexpresiva.

—Sólo los viejos deberían jugar a esos juegos al aire libre —dijo él.

—¿Oh?

Era una pregunta incontestable. La muchacha la olvidó con el más simple de los gestos verbales. ¡Y me traicionó al instante siguiente a los Harkonnen!

Así que éste era un recuerdo pre–ghola.

¡Ghola!

Recordó el Alcázar Bene Gesserit en Gammu. La biblioteca: holofotos y trifotos del Duque Atreides, Leto I. El parecido de Teg no era un accidente: un poco más alto, pero por lo demás idéntico… aquel rostro largo y delgado con su nariz aguileña, el renombrado carisma Atreides…

¡Teg!

Recordó el último gesto valeroso del viejo Bashar, allá en la noche de Gammu.

¿Dónde estoy?

Tormsa lo había traído hasta allí. Habían avanzado a lo largo de un sendero lleno de hierbas en los alrededores de Ysai. Baronía. Empezó a nevar antes de que llevaran andados doscientos metros por el sendero. Una húmeda nieve que se aferraba a ellos. Una fría, miserable nieve que al cabo de un minuto hacía castañetear sus dientes. Se detuvieron para alzar sus capuchas y cerrar sus chaquetas aislantes. Aquello estaba mejor. Pero pronto sería de noche. Haría mucho más frío.

—Hay una especie de refugio ahí arriba, un poco más adelante —dijo Tormsa—. Aguardaremos allí a que sea de noche.

Cuando Duncan no respondió, Tormsa dijo:

—No será caliente, pero al menos será seco.

Duncan vio la gris silueta del lugar al cabo de unos trescientos pasos. Se recortaba contra la sucia nieve con sus dos plantas de altura. Lo reconoció inmediatamente: una contaduría Harkonnen. Allí, los observadores habían contado (y a veces matado) a la gente que pasaba. Estaba edificada con barro nativo convertido en gigantescos ladrillos mediante el simple expediente de preformarla con ladrillos de barro y luego sobrecalentarla con un quemador de gran radio, el tipo de arma que los Harkonnen utilizaban para controlar las multitudes.

Mientras subían hasta allí, Duncan vio los restos de una pantalla de campo defensiva completa, con troneras para fuego graneado apuntando en todas direcciones. Alguien había inutilizado el sistema hacía mucho tiempo. Los retorcidos agujeros en la red del campo estaban parcialmente cubiertos por la maleza. Pero las troneras permanecían abiertas. ¡Oh, sí! para permitir a la gente de dentro vigilar los alrededores.

Tormsa hizo una pausa y escuchó, estudiando con cuidado todo lo que les rodeaba.

Duncan contempló la contaduría. Las recordaba muy bien. Lo que tenía enfrente era algo que parecía haber brotado como un deformado crecimiento a partir de una semilla originalmente tubular. La superficie había sido quemada hasta adquirir una textura de glasina. Huecos y protuberancias traicionaban que había sido sobrecalentada. La erosión de los eones había dejado delgadas cicatrices en ella, pero conservaba la forma original. Miró hacia arriba, e identificó parte del antiguo sistema de ascensores a suspensor. Alguien había retirado un bloque y lo había echado a un lado.

Así que la abertura a través de la pantalla de campo completa era reciente.

Tormsa desapareció por la abertura.

Como si alguien hubiera accionado un interruptor, la visión de la memoria de Duncan cambió. Estaba en la biblioteca del no–globo, con Teg. El proyector estaba produciendo una serie de vistas de la moderna Ysai. La idea de moderna producía extraños armónicos en él. Baronía había sido una ciudad moderna, si uno pensaba en moderno como algo significando tecnológicamente avanzado con relación a las normas de su tiempo. Habían confiado exclusivamente en rayos–guía a suspensor para el transporte de gente y material… todo ello a gran altura. Ninguna abertura a nivel del suelo. Se lo había explicado a Teg.

El plan original se había convertido físicamente en una ciudad que utilizaba todo metro cuadrado disponible de espacio vertical y horizontal para otras cosas distintas al traslado de objetos o seres. Las aberturas de los rayos–guía requerían solamente espacio suficiente en la entrada y el interior para el paso y el manejo de los universales módulos de transporte.

—La forma ideal sería tubular, con un techo plano para los tópteros —había dicho Teg.

—Los Harkonnen preferían cuadrados y rectángulos.

Aquello era cierto.

Duncan recordaba Baronía con una claridad que lo hacía estremecer. Los carriles a suspensor la recorrían como madrigueras de gusanos… rectos, curvados, retorciéndose en ángulos oblicuos… hacia arriba, hacia abajo, diagonalmente. Excepto el rectángulo absoluto impuesto por el capricho de los Harkonnen, Baronía había sido edificada siguiendo un particular mínimo gasto de materiales.

—¡Los techos planos eran el único espacio orientado al hombre en todo aquel maldito conjunto! —recordaba haberles dicho a Teg y Lucilla.

Allí arriba estaban los áticos de los ricos, con estaciones de guardia en todas las esquinas, en los campos de aterrizaje para los tópteros, en todas las entradas desde abajo, en torno a todos los parques. La gente que vivía arriba podía olvidar por completo la masa de carne que se apiñaba bajo ellos. No se permitía que ningún olor ni ruido de aquella colmena llegara a la parte superior. Los sirvientes eran obligados a bañarse y cambiarse en vestidores sanitarios antes de entrar en aquella zona.

Teg había hecho una pregunta:

—¿Por qué esa masificada humanidad permitía que la obligaran a vivir tan apretujadamente?

La respuesta era obvia, y se la explicó. El exterior era un lugar peligroso. Los dirigentes de la ciudad lo hacían aparecer más peligroso aún de lo que era realmente. Además, poca gente allí sabía nada acerca de una vida mejor Fuera. La única vida mejor que conocían era la de arriba. Y la única forma de ascender a aquellos niveles era a través de un absolutamente denigrante servilismo.

—¡Ocurrirá algún día, y no habrá nada que podáis hacer al respecto!

Aquella era otra voz resonando en el cráneo de Duncan. La oyó claramente.

¡Paul!

Qué extraño era, pensó Duncan. No había ninguna arrogancia en la presciencia, nada como la arrogancia del Mentat aposentado en su frágil lógica.

Nunca antes pensé en Paul como en alguien arrogante.

Duncan contempló su propio rostro en un espejo. Se dio cuenta con parte de su mente de que aquél era un recuerdo pre–ghola. Bruscamente era otro espejo, y su rostro era el suyo pero diferente. Aquel oscuro rostro redondeado había empezado a moldearse con las duras arrugas que tendría si madurara. Miró a sus propios ojos. Sí, aquellos eran sus ojos. Había oído a alguien describir en una ocasión sus ojos como «anidados en una cueva». Estaban profundamente enterrados bajo las cejas y cabalgando sobre altos pómulos. Le habían dicho que era difícil determinar si sus ojos eran azul oscuro o verde oscuro, a menos que la luz fuera exactamente la adecuada.

Una mujer había dicho eso. Ahora no podía recordarla.

Intentó tocarse el cabello, pero sus manos no le obedecían. Recordó entonces que su pelo había sido decolorado. ¿Quién lo había hecho? Una mujer vieja. Su pelo ya no era un casquete de ensortijada negrura.

Allí estaba el Duque Leto, mirándole desde la puerta del comedor en Caladan.

—Vamos a comer ahora —dijo el Duque. Era una orden regia, salvada de la arrogancia por una débil sonrisa que expresaba: «Alguien tenía que decirlo».

¿Qué le está ocurriendo a mi mente?

Se recordó a sí mismo siguiendo a Tormsa hacia el lugar donde Tormsa había dicho que les recogería la no–nave.

Era un gran edificio destacando en la noche. Había varios otros edificios debajo de la estructura más grande. Parecían estar ocupados. En ellos podían oírse sonidos de voces y máquinas. No se veía ningún rostro en las estrechas ventanas. Ninguna puerta se abrió. Duncan olió a comida cocinándose cuando pasaron junto al más grande de los edificios inferiores. Aquello le recordó que solamente habían comido tiras secas de algo correoso que Tormsa había llamado «comida de viaje» durante todo aquel día.

Entraron en el oscuro edificio.

Llamearon las luces.

Los ojos de Tormsa estallaron en sangre.

Oscuridad.

Duncan miró a un rostro de mujer. Había visto un rostro como aquél antes: una simple «tri» tomada de una secuencia holo más larga. ¿Dónde había sido eso? ¿Dónde la había visto? Era un rostro casi ovalado, con tan sólo unas cejas un poco demasiado gruesas para alcanzar la curvilínea perfección.

La mujer habló:

—Mi nombre es Murbella. No lo recordarás, pero ahora me perteneces porque yo te marqué. Te he seleccionado.

Te recuerdo, Murbella.

Los ojos verdes bajo las arqueadas cejas daban a sus rasgos un centro de atención focal que dejaba su barbilla y su pequeña boca para un examen posterior. La boca tenía unos labios gruesos, y supo que podían enfurruñarse en respuesta.

Los ojos verdes miraron directamente a sus ojos. Qué fría, aquella mirada. Qué poder en ella.

Algo tocó su mejilla.

Abrió los ojos. ¡Aquello no era ningún recuerdo! Aquello le estaba ocurriendo realmente. ¡Le estaba ocurriendo ahora!

¡Murbella!

Había estado allí y se había marchado. Ahora estaba de vuelta. Recordó haber despertado desnudo sobre una superficie blanda… un camastro. Sus manos lo reconocieron. Murbella desvestida justo encima de él, sus ojos verdes mirándole con una terrible intensidad. Lo había tocado simultáneamente en varios lugares. Un suave canturreo brotaba de entre sus labios.

Sintió la rápida erección, dolorosa en su rigidez.

No quedaba en él ningún poder de resistencia. Las manos de ella se movían por su cuerpo. Su lengua. ¡El canturreo! Su boca entrando en contacto con él por todas partes. Los pezones rozando sus mejillas, su pecho. Cuando vio sus ojos, comprendió que tras ellos había un plan consciente.

¡Murbella había vuelto, y lo estaba haciendo de nuevo!

Sobre su hombro derecho divisó una ancha ventana de plaz, y Lucilla y Burzmali detrás de aquella barrera. ¿Un sueño? Burzmali apretó sus palmas contra el plaz. Lucilla estaba de pie con los brazos cruzados, una expresión de entremezclada rabia y curiosidad en su rostro.

Murbella murmuró en su oído derecho:

—Mis manos son fuego.

Su cuerpo ocultaba los rostros detrás del plaz. Sintió el fuego allá donde ella lo tocaba.

Bruscamente, la llama envolvió su mente. Lugares ocultos dentro de él cobraron vida. Vio cápsulas rojas, como una hilera de resplandecientes salchichas, pasar por delante de sus ojos. Se sintió febril. Él era una cápsula engullida, la excitación fulgurando a través de su consciencia. ¡Esas cápsulas! ¡Las conocía! Eran él mismo… eran…

Todos los Duncan Idaho, el original y la serie de gholas, fluyeron en su mente. Eran como vainas estallando, negando cualquier otra existencia excepto ellas mismas. Se vio a sí mismo aplastado bajo un enorme gusano con rostro humano.

¡Maldito seas, Leto!

Aplastado y aplastado y aplastado… una y otra vez.

—¡Maldito seas! ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!…

Murió bajo una espada Sardaukar. El dolor estalló en un brillante resplandor tragado por la oscuridad.

Murió en un accidente de tóptero. Murió bajo el cuchillo de una Habladora Pez asesina. Murió y murió y murió.

Y vivía.

Las memorias fluían en él, hasta que se preguntó cómo podía albergarlas a todas. La dulzura de una hija recién nacida sostenida entre sus brazos. Los almizcleños olores de una compañera apasionada. La cascada de aromas del exquisito vino daniano. El jadeante agotamiento de la sala de prácticas.

¡Los tanques axlotl!

Recordó emerger una y otra vez: brillantes luces y blandas manos mecánicas. Las manos le daban la vuelta y, con los desenfocados ojos de un recién nacido, vio un gran montón de carne femenina… monstruosa en su casi inmóvil gordura… un laberinto de oscuros tubos uniendo su cuerpo a unos gigantescos contenedores metálicos.

¿Un tanque axlotl?

Jadeó ante la sucesión de todas aquellas memorias seriadas que penetraban en cascada en él. ¡Todas aquellas vidas! ¡Todas aquellas vidas!

Ahora recordó lo que los tleilaxu habían plantado en él, la sumergida consciencia que aguardaba tan sólo el momento de seducción a manos de una Imprimadora Bene Gesserit.

Estaba allí, sin embargo, preparada y a mano, y el esquema tleilaxu se hacía cargo de sus reacciones.

Duncan canturreó suavemente y la tocó, moviéndose con una agilidad que impresionó a Murbella. ¡No debería ser tan responsivo! ¡No de esta forma! La mano derecha de Duncan aleteó hacia los labios de su vagina mientras su mano izquierda acariciaba la base de su espina dorsal. Al mismo tiempo, su boca se movió suavemente sobre su nariz, descendió a sus labios, siguió bajando hacia el hueco de su axila izquierda.

Y durante todo el tiempo canturreó suavemente, con un ritmo que pulsaba a través del cuerpo de ella, arrullándola… debilitándola…

Murbella intentó apartarse cuando él incrementó el ritmo de las respuestas de ella.

¿Cómo supo que debía tocarme precisamente en este instante? ¡Y aquí! ¡Y aquí! Oh, Sagrada Roca de Dur, ¿cómo lo supo?

Duncan marcó la turgencia de sus pechos y captó la congestión en su nariz. Vio la forma en que sus pezones se ponían rígidos, su aureola oscureciéndose a su alrededor. Ella gimió y abrió mucho las piernas.

¡La Gran Matre me ayude!

Pero la única Gran Matre en la que podía pensar estaba segura más allá de aquella habitación, retenida por una puerta cerrada y una barrera de plaz.

Una energía desesperada fluyó en Murbella. Respondió de la única forma que conocía: tocando, acariciando… utilizando todas las técnicas que tan cuidadosamente había aprendido en los largos años de su aprendizaje.

A cada cosa que hacía, Duncan respondía con un contramovimiento locamente estimulante.

Murbella se dio cuenta de que ya no podía seguir controlando sus propias respuestas. Estaba reaccionado automáticamente desde algún pozo de conocimiento más profundo que su adiestramiento. Sentía sus músculos vaginales tensarse. Sentía el rápido fluir del líquido lubrificante. Cuando Duncan la penetró, se oyó a sí misma gemir. Sus brazos, sus manos, sus piernas, todo su cuerpo se movía con ambos sistemas de respuesta… los bien adiestrados automatismos y la profunda, muy profunda consciencia de otras demandas.

¿Cómo ha conseguido hacerme esto?

Olas de extáticas contracciones se iniciaron en los suaves músculos de su pelvis. Sintió la automática respuesta del hombre, y notó el seco golpe de su eyaculación. Aquello aumentó aún más su respuesta. Extáticas pulsaciones brotando hacia afuera a partir de las contracciones de su vagina… hacia afuera… hacia afuera. El éxtasis sumergió todos sus sentidos. Cada uno de sus músculos se estremeció con un éxtasis que no había imaginado pudiera existir.

De nuevo, las olas brotaron hacia afuera.

Una y otra vez…

Perdió la cuenta de las repeticiones.

Cuando Duncan gimió, ella gimió también, y las olas brotaron de nuevo hacia afuera.

Y otra vez…

No había sensación de tiempo ni de entorno, solamente aquella inmersión en un constante éxtasis.

Deseaba que continuara siempre, y deseaba que se detuviera. ¡Aquello no podía estarle ocurriendo a una mujer! Una Honorada Matre no podía experimentarlo.

Aquellas eran las sensaciones por las cuales eran gobernados los hombres.

Duncan emergió del esquema de respuestas que había sido implantado en él. Había algo más que se suponía que debía hacer. No podía recordar lo que era.

¿Lucilla?

La imaginó muerta frente a él. Pero aquella mujer no era Lucilla; era… era Murbella.

Había muy poca fuerza en él. Se alzó, apartándose de Murbella, y consiguió ponerse de rodillas sobre el camastro. Sus manos temblaban con una agitación que no podía comprender.

Murbella intentó apartar a Duncan lejos de ella, pero ya no estaba allí. Abrió bruscamente los ojos.

Duncan estaba arrodillado sobre ella. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había transcurrido. Intentó hallar la energía necesaria para sentarse, y fracasó. Lentamente, la razón fue regresando a su mente.

Miró a los ojos de Duncan, sabiendo ahora quién debía ser aquel hombre. ¿Hombre? Era solamente un muchacho. Pero había hecho cosas… cosas… Todas las Honoradas Matres habían sido advertidas. Había un ghola armado por los tleilaxu con conocimientos prohibidos. ¡Ese ghola debía ser muerto!

Un pequeño estallido de energía brotó en sus músculos. Se alzó sobre sus codos. Jadeando en busca de aire, intentó rodar apartándose de él, y cayó de espaldas sobre la blanda superficie.

¡Por la Roca Sagrada de Dur! ¡No podía permitirse que aquel macho viviera! Era un ghola, y podía hacer cosas únicamente permitidas a las Honoradas Matres. Deseaba golpearle y, al mismo tiempo, deseaba volver a atraerlo contra su cuerpo. ¡El éxtasis! Sabía que en aquel momento haría cualquier cosa que él le pidiera. Lo haría por él.

¡No! ¡Debo matarlo!

Una vez más, se alzó sobre sus codos y, partiendo de aquella posición, consiguió sentarse. Su débil mirada cruzó la ventana tras la que había confinado a la Gran Honorada Matre y su guía. Seguían allí de pie, mirándola. El rostro del hombre estaba enrojecido. El rostro de la Gran Honorada Matre era tan inamovible como la propia Roca de Dur.

¿Cómo puede quedarse simplemente ahí después de lo que ha visto? ¡La Gran Honorada Matre debe matar a este ghola!

Murbella hizo señas a la mujer detrás del plaz, y se giró hacia la cerrada puerta junto al camastro. A duras penas, consiguió correr el cierre y abrir la puerta antes de derrumbarse de nuevo de espaldas. Sus ojos se alzaron hacia el arrodillado muchacho. El sudor empapaba aquel joven cuerpo. Aquel atractivo cuerpo…

¡No!

La desesperación la impulsó a intentar ponerse en pie. Consiguió bajar del camastro y quedar de rodillas en el suelo, luego, en un desesperado impulso de su voluntad, se alzó. Las energías estaban volviendo a ella, pero sus piernas temblaban cuando rodeó los pies del camastro.

Debo hacerlo por mí misma, sin pensar. Debo hacerlo.

Su cuerpo se tambaleaba de uno a otro lado. Intentó afirmarse sobre sus pies, y lanzó un golpe contra el cuello del muchacho. Conocía aquel golpe gracias a las largas horas de práctica. Destrozaría su laringe. La víctima moriría asfixiada.

Duncan bloqueó fácilmente el golpe, pero era lento… lento. Murbella casi cayó a su lado, pero las manos de la Gran Honorada Matre la sostuvieron.

—Matadlo —jadeó Murbella—. Es aquél contra quien nos advirtieron. ¡Es él!

Murbella sintió las manos sobre su cuello, los dedos apretando salvajemente en los nervios debajo de sus oídos.

Lo último que oyó Murbella antes de que la inconsciencia se apoderara de su mente y cuerpo fue a la Gran Honorada Matre diciendo:

—No vamos a matar a nadie. Este ghola va a ir a Rakis.