38

«Debo gobernar con ojos y garras… como el halcón entre los pájaros inferiores».

Declaración Atreides (Ref: Archivos Bene Gesserit…).

Al despuntar el día, Teg emergió de la línea de árboles que protegían del viento junto a una carretera principal. La carretera era una ancha y plana calzada… bien apisonada y mantenida limpia de plantas. Diez carriles, estimó Teg, destinados tanto a vehículos como a tráfico peatonal. A aquella hora, la mayor parte del tráfico era peatonal.

Había eliminado la mayor parte del polvo de sus ropas y se había asegurado de que no hubiera signos de su identidad y rango en ellas. Su pelo gris no estaba tan bien peinado como hubiera deseado, pero sólo tenía sus dedos como peine.

El tráfico de la carretera se dirigía hacia la ciudad de Ysai, a varios kilómetros al otro lado del valle. La mañana estaba desprovista de nubes, con una ligera brisa en su rostro en dirección al mar, situado en algún lugar muy lejos a sus espaldas.

Durante la noche había alcanzado un delicado equilibrio con su nueva consciencia. Las cosas fluctuaban en su segunda visión: el conocimiento de cosas a su alrededor antes de que esas cosas ocurrieran, la consciencia de dónde debía colocar el pie en su siguiente paso. Detrás de esto estaba el gatillo reactivo que sabía podía lanzarle a rápidas respuestas que ninguna carne sería capaz de soportar. La razón no podía explicar aquello. Tenía la sensación de caminar precariamente por el borde afilado de un cuchillo.

Por mucho que lo intentara, no podía llegar a ninguna conclusión acerca de lo que le había ocurrido bajo la sonda–T. ¿Era algo parecido a lo que experimentaba una Reverenda Madre en la agonía de la especia? Pero no captaba ninguna acumulación de Otras Memorias surgidas de su pasado. No creía que las Hermanas pudieran hacer lo que él había hecho. La doble visión que le decía qué anticipar a partir de cada movimiento dentro del alcance de sus sentidos parecía un nuevo tipo de verdad.

Los maestros Mentat de Teg siempre le habían asegurado que existía una forma de verdad vital no susceptible de ser probada por el ordenamiento de los hechos habituales. Aparecía algunas veces en fábulas y poesías y a menudo actuaba de forma contraria a los deseos, o así lo decían.

La experiencia más difícil de ser aceptada por un Mentat, decían.

Teg siempre se había reservado su juicio en esta declaración, pero ahora se veía obligado a aceptarla. La sonda–T lo había lanzado por encima del umbral a una nueva realidad.

No sabía por qué había elegido aquel momento en particular para emerger de su escondite, excepto que encajaba en un fluir aceptable de movimiento humano.

La mayor parte de ese movimiento en la carretera estaba compuesto por comerciantes agrícolas llevando grandes cestos con verduras y frutas. Los cestos eran arrastrados tras ellos por medio de suspensores baratos. La vista de toda aquella comida hizo que todo su cuerpo se quejara de hambre, pero se obligó a ignorarla. Con la experiencia de planetas más primitivos en su largo servicio a la Bene Gesserit, vio aquella actividad humana como algo muy poco distinto a la actividad de los granjeros acarreando animales cargados. El tráfico peatonal lo impresionó como una extraña mezcla de antiguo y moderno… granjeros a pie, sus productos flotando detrás de ellos sobre perfectamente ordinarios instrumentos tecnológicos. Excepto por los suspensores, aquella escena era muy parecida a cualquier día similar en el más antiguo pasado de la humanidad. Un animal de carga era un animal de carga, aunque hubiera salido de una línea de montaje en una fábrica ixiana.

Usando su segunda visión, Teg eligió a uno de los campesinos, un hombre rechoncho y de piel oscura con fuertes rasgos y manos callosas. El hombre caminaba con una desafiante sensación de independencia. Llevaba seis anchos cestos llenos con melones de rugosa piel. Su olor era una agonía que le hacía la boca agua a Teg mientras adaptaba su paso al de aquel campesino. Teg caminó en silencio durante unos cuantos minutos, luego aventuró:

—¿Este es el mejor camino para Ysai?

—Es un largo camino —dijo el hombre. Tenía una voz gutural, ligeramente cautelosa.

Teg miró a los cargados cestos.

El campesino miró de reojo a Teg.

—Vamos a un centro comercial. Allí otros toman nuestros productos hasta Ysai.

Mientras hablaban, Teg se dio cuenta de que el granjero lo había guiado (casi conducido) hasta cerca del borde de la calzada. El hombre miró hacia atrás mientras agitaba ligeramente la cabeza, señalando delante de él. Otros tres campesinos se les acercaron y se colocaron junto a Teg y su compañero, de tal modo que sus altos cestos los ocultaron del resto del tráfico.

Teg se tensó. ¿Qué estaban planeando? No captaba ninguna amenaza, sin embargo. Su doble visión no detectaba nada violento en su vecindad inmediata.

Un pesado vehículo pasó junto a ellos a toda velocidad y se perdió hacia adelante. Teg supo de su paso únicamente por el olor del combustible quemado, el viento que agitó los cestos, el roncar de un poderoso motor y la súbita tensión de sus compañeros. Los altos cestos ocultaron completamente el paso del vehículo.

—Hemos estado buscándoos para protegeros, Bashar —dijo el campesino a su lado—. Hay muchos que os están dando caza, pero ninguno de ellos está con nosotros por aquí.

Teg lanzó al hombre una sorprendida mirada.

—Servimos con vos en Renditai —dijo el campesino.

Teg tragó saliva. ¿Renditai? Necesitó un momento para recordarlo… tan sólo una disputa menor en su larga historia de conflictos y negociaciones.

—Lo siento, pero no conozco tu nombre —dijo Teg.

—Alegraos de no conocer nuestros nombres. Es mejor así.

—Pero os estoy agradecido.

—Este es un pequeño pago que nos sentimos orgullosos de hacer, Bashar.

—Debo ir a Ysai —dijo Teg.

—Es peligroso allí.

—Es peligroso en cualquier parte.

—Supusimos que iríais a Ysai. Alguien acudirá pronto para llevaros bien oculto. Ahhh, ahí llega. Nosotros no os hemos visto, Bashar. No habéis estado nunca aquí.

Uno de los otros campesinos se hizo cargo del remolque con la carga de su compañero, tirando de dos hileras de cestos mientras el campesino que Teg había elegido empujaba a Teg bajo una cuerda de remolque y dentro de un oscuro vehículo. Teg apenas entrevió brillante plastiacero y plaz en el momento en que el vehículo frenaba su marcha tan sólo el tiempo necesario para recogerle. La puerta se cerró secamente tras él, y se encontró en un blando asiento acolchado, solo en la parte de atrás de un vehículo de superficie. El vehículo aceleró tan pronto como hubo dejado atrás el grupo de campesinos. Las ventanillas en torno a Teg habían sido oscurecidas, proporcionándole una visión imprecisa de las escenas que pasaban por su lado. El conductor era una confusa silueta.

Aquella primera oportunidad de relajarse en un cálido confort desde su captura estuvo a punto de sumir a Teg en el sueño. No captaba ninguna amenaza. Su cuerpo aún le dolía de todo lo que le había exigido y de las agonías de la sonda–T.

Se dijo a sí mismo, sin embargo, que debía permanecer despierto y alerta.

El conductor se inclinó hacia un lado y habló por encima de su hombro, sin volverse.

—Han estado buscándoos durante dos días, Bashar. Algunos pensaban que habíais salido del planeta.

¿Dos días?

El aturdidor y cualquiera otra cosa que le hubieran hecho lo había dejado inconsciente durante largo tiempo. Aquello no hizo más que añadirse a su hambre. Intentó hacer que el crono implantado en su carne actuara contra sus centros de visión, y únicamente osciló como había hecho cada vez que lo había consultado desde la sonda–T. Su sentido del tiempo y todas las referencias relativas a él habían cambiado.

Así que algunos piensan que he abandonado Gammu.

Teg no preguntó quién lo buscaba. Los tleilaxu y la gente de la Dispersión habían estado implicados en aquel ataque y en la subsiguiente tortura.

Miró a su alrededor. Estaba en uno de esos hermosos y antiguos vehículos de superficie de antes de la Dispersión, con las marcas de la más fina manufactura ixiana en él. Nunca había ido antes en uno de ellos, pero los conocía. Los restauradores los tomaban y los renovaban, los reconstruían… devolviéndoles aquella antigua sensación de calidad. A Teg le habían dicho que esos vehículos eran encontrados a menudo en los más extraños lugares, en viejos edificios derrumbados, en depósitos de chatarra, encerrados en almacenes de maquinaria, en granjas.

Su conductor se inclinó de nuevo ligeramente hacia un lado y habló por encima de un hombro:

—¿Tenéis alguna dirección donde deseéis que os lleve en Ysai, Bashar?

Teg recordó los puntos de contacto que había identificado en su primera gira en Gammu y le dio uno de ellos al hombre.

—¿Conoces ese lugar?

—Es antes que nada un establecimiento de citas y bebidas, Bashar. He oído que sirven también buena comida, pero cualquiera puede entrar si tiene el dinero necesario.

Sin saber por qué había hecho aquella elección en particular, Teg dijo:

—Probaremos. —No creyó necesario decirle al conductor que había salones privados en aquella dirección que le había dado.

La mención de la comida trajo de vuelta los calambres en su estómago. Los brazos de Teg empezaron a temblar, y necesitó varios minutos para recuperar la calma. Se dio cuenta de que las actividades de la última noche habían agotado todas sus reservas. Lanzó una mirada inquisitiva al interior del vehículo, preguntando si no habría algo de comer o de beber ahí dentro. La restauración del vehículo había sido realizada con amoroso cuidado, pero no vio ningún compartimiento disimulado.

Esos vehículos no eran en absoluto raros en algunas zonas, pero todo en ellos hablaba de riqueza. ¿Quién sería el propietario de aquél? No el conductor, evidentemente. Tenía todos los signos de un empleado. Pero si había sido enviado un mensaje para que aquel coche lo recogiera, eso quería decir que había otras personas que conocían la localización de Teg.

—¿No podemos ser parados y registrados? —preguntó Teg.

—No este coche, Bashar. Pertenece al Banco Planetario de Gammu.

Teg asimiló silenciosamente aquello. Aquel banco había sido uno de sus puntos de contacto. Había estudiado cuidadosamente las ramificaciones clave durante su gira de inspección. Aquel recuerdo lo llevó de vuelta a sus responsabilidades como guardián del ghola.

—Mis compañeros —aventuró Teg—. ¿Están…?

—Otros llevan eso por la mano, Bashar. No podría deciros.

—¿Cuándo podré…?

—Cuando estéis a salvo, Bashar.

—Por supuesto.

Teg se reclinó en los almohadones y estudió lo que le rodeaba. Aquellos vehículos de superficie habían sido construidos con mucho plaz y casi indestructible plastiacero. Pero había otras cosas que se deterioraban con el tiempo… las tapicerías, los remates, los componentes electrónicos, las instalaciones de los suspensores, los tubos de escape. Y los adhesivos se deterioraban, no importaba como uno los preservara. Los restauradores habían conseguido que éste pareciera como si apenas hubiera acabado de salir de la línea de montaje de la factoría… el brillo mate de los metales, la tapicería amoldándose a uno con un ligero crujir. Y el olor: ese indefinible aroma a nuevo, una mezcla de pulimento y finas telas con apenas un atisbo de ozono procedente del suave funcionamiento de la electrónica. Nada en ello, sin embargo, apuntaba un olor comida.

—¿Falta mucho para Ysai? —preguntó Teg.

—Otra media hora, Bashar. ¿Hay algún problema que requiera más velocidad? No desearía atraer…

—Me estoy muriendo de hambre.

El conductor miró a derecha e izquierda. Ya no había campesinos por ahí. La carretera estaba casi vacía excepto dos pesados remolques de transporte con sus tractores arrastrándolos en el carril de la derecha, y un gran autocamión con una enorme recolectora de frutas montada en su caja.

—Es peligroso entretenernos mucho —dijo el conductor. Pero conozco un lugar donde creo que podré conseguir que os proporcionen al menos un rápido tazón de sopa.

—Cualquier cosa será bienvenida. No he comido en dos días y he tenido que desplegar mucha actividad.

Llegaron a un cruce, y el conductor giró a la izquierda hacia un estrecho sendero que atravesaba una extensión de altas coníferas regularmente espaciadas. Finalmente giró hacia un pequeño camino por entre los árboles. El bajo edificio al final de aquel camino estaba construido con piedra oscura, con un tejado de plaz negro. Las ventanas eran estrechas, y brillaron con protectores cañones de aturdidores.

—Aguardad un momento, señor —dijo el conductor. Salió, y Teg pudo echarle su primera mirada al rostro del hombre: extremadamente delgado, con una larga nariz y una afilada boca. La huella visible de la reconstrucción quirúrgica marcaba sus mejillas. Sus ojos resplandecían plateados, obviamente artificiales. Se alejó y entró en la casa. Cuando regresó, abrió la portezuela de Teg—. Por favor, id rápido, señor. Dentro están calentándoos sopa. He dicho que sois un banquero. No necesitáis pagar.

El suelo crujió bajo sus pies. Teg tuvo que agacharse ligeramente para cruzar el umbral. Penetró en un oscuro vestíbulo, panelado de madera y con una bien iluminada habitación al fondo. El olor a comida lo atrajo como un imán. Sus brazos temblaron de nuevo. Había sido instalada una pequeña mesa junto a una ventana con una vista de un jardín cerrado y cubierto. Arbustos cargados con flores rojas casi ocultaban la pared de piedra que delimitaba el jardín. Plaz translúcido amarillo cubría el espacio, bañándolo con una veraniega luz artificial. Teg se dejó caer agradecido en la única silla que había junto a la mesa. Estaba cubierta con un mantel blanco, con un adorno en relieve en todo su borde. Había una única cuchara sopera.

Una puerta crujió a su derecha, y apareció una figura rechoncha llevando un tazón humeante. El hombre vaciló cuando vio a Teg, luego depositó el tazón sobre la mesa, situándolo delante suyo. Alertado por aquella vacilación, Teg se obligó a ignorar el tentador aroma que serpenteaba hacia su nariz, y en vez de ello se concentró en su compañero.

—Es una buena sopa, señor. Yo mismo la hice.

Una voz artificial. Teg vio las cicatrices a los lados de la mandíbula. El hombre tenía una apariencia de antiguo mecánico… una cabeza casi sin cuello unida a unos robustos hombros, brazos que parecían extrañamente articulados en hombros y codos, piernas que daban la impresión de doblarse únicamente por las caderas. Ahora permanecía inmóvil, pero había entrado con unas oscilaciones ligeramente bruscas que decían que casi todo él era reemplazos artificiales. La expresión de sufrimiento en sus ojos no podía ser dejada a un lado.

—Sé que mi aspecto no es muy agradable, señor —raspó el hombre—. Resulté arruinado en la explosión de Alajory.

Teg no tenía la menor idea de lo que podía ser la explosión de Alajory, pero obviamente se suponía que debía saberlo. De todos modos, «arruinado» era una interesante acusación contra el Destino.

—Me estaba preguntando si te conocía —dijo Teg.

—Nadie conoce a nadie aquí —dijo el hombre—. Comed vuestra sopa. —Señaló hacia arriba, hacia el retorcido extremo de un inmóvil detector, revelando en el brillo de sus luces que había registrado los alrededores sin encontrar ningún veneno. La comida es segura aquí.

Teg contempló el líquido marrón oscuro en su tazón. En él eran visibles trozos de sólida carne. Tomó la cuchara. Su temblorosa mano hizo dos intentos antes de conseguir sujetarla, e incluso entonces derramó la mayor parte del líquido fuera de la cuchara antes de poder alzarla un milímetro.

Una mano firme sujetó la muñeca de Teg, y la voz artificial habló suavemente en su oído:

—No sé lo que os hicieron, Bashar, pero nadie va a haceros ningún daño aquí sin pasar antes por mi cadáver.

—¿Me conoces?

—Muchos morirían por vos, Bashar. Mi hijo vive gracias a vos.

Teg dejó que el hombre lo ayudara. Hizo un esfuerzo para tragar la primera cucharada. El líquido era fuerte, caliente y sedante. Su mano acabó afirmándose, e hizo una seña al hombre para que soltara su muñeca.

—¿Más, señor?

Teg se dio cuenta entonces de que había vaciado el tazón. Se sintió tentado a decir «sí», pero el conductor había dicho que se apresurara.

—Gracias, pero debo irme.

—No habéis estado nunca aquí, señor —dijo el hombre.

Cuando estuvieron de nuevo en la carretera principal, Teg se recostó contra los almohadones del vehículo y reflexionó en la curiosa cualidad resonante de lo que aquel hombre arruinado había dicho. Las mismas palabras que había utilizado el campesino: «No habéis estado nunca aquí». Daba la sensación de ser una respuesta común, y decía algo acerca de los cambios producidos en Gammu desde que Teg había sobrevolado el lugar.

Entraron en las afueras de Ysai, y Teg se preguntó si debería buscar algún disfraz. El hombre arruinado lo había reconocido rápidamente.

—¿Dónde me están buscando ahora las Honoradas Matres? —preguntó.

—Por todas partes, Bashar. No podemos garantizar vuestra seguridad, pero se están dando pasos para ello. Comunicaré dónde os he dejado.

—¿Han dicho por qué me buscan?

—Ellas nunca dan explicaciones, Bashar.

—¿Cuánto tiempo hace que están en Gammu?

—Demasiado, señor. Desde que yo era un niño y era un subalterno en Renditai.

Un centenar de años como mínimo, pensó Teg. Tiempo para reunir muchas fuerzas en sus manos… si hay que creer en los temores de Taraza.

Teg creía en ellos.

No confiéis en nadie en quien esas rameras puedan influenciar —había dicho Taraza.

Teg no captaba ninguna amenaza contra él en su actual posición, sin embargo. Lo único que podía hacer era absorber el secreto que obviamente le rodeaba ahora. No presionó en busca de más detalles.

Se habían adentrado mucho en Ysai, y captó la negra mole de la antigua sede de la Baronía Harkonnen a través de las ocasionales aberturas entre las paredes que rodeaban las grandes residencias privadas. El vehículo giró metiéndose en una calle de pequeños establecimientos comerciales: edificios baratos construidos en su mayor parte con materiales de desecho que mostraban sus orígenes en su pobre mezcolanza de texturas y colores. Signos chillones advertían que las mercancías del interior eran las más finas, los servicios de reparación mejores que en cualquier otro lugar.

No era que Ysai se hubiera deteriorado o echado a perder, pensó Teg. El desarrollo allí se había desviado hacia algo peor que la simple fealdad. Alguien había elegido hacer aquel lugar repelente. Esa era la clave de la mayoría de lo que veía en la ciudad.

El tiempo no se había detenido allí, había retrocedido. Aquella no era una ciudad moderna llena de eficientes medios de trasporte y acondicionados edificios habitables. Era un desorden al azar, antiguas estructuras unidas a antiguas estructuras, algunas construidas según gustos personales y algunas otras obviamente diseñadas para cubrir alguna necesidad desaparecida hacía mucho tiempo. Todo en Ysai ofrecía un aspecto de desorden que bordeaba en cada momento el caos. Lo que la salvaba, sabía Teg, era el viejo esquema de vías públicas a lo largo de las cuales había ido creciendo aquel batiburrillo. El caos era contenido a la puerta, pese a que el esquema de las calles no se conformaba tampoco a ningún plan general. Las calles se unían y se cruzaban en extraños ángulos, casi nunca rectos. Visto desde el aire, el lugar era un loco entrecruzado con tan sólo el gigantesco rectángulo negro de la antigua Baronía para hablar de un plan organizado. El resto era una rebelión arquitectónica.

Teg vio de pronto que aquel lugar era una mentira cubriendo otras mentiras, basadas en anteriores mentiras, todo ello tan inextricablemente ligado que nunca se podría cavar lo suficientemente profundo como para alcanzar ninguna verdad útil. Todo Gammu era así. ¿Dónde había tenido su inicio aquella locura? ¿Estaba en el modo de actuar Harkonnen?

—Ya hemos llegado, señor.

El conductor se detuvo junto al bordillo frente a un edificio sin ventanas, todo él liso plastiacero negro y con una sola puerta al nivel del suelo. No había sido empleado en su construcción ningún material de recuperación. Teg reconoció el lugar: el escondite que había elegido. Cosas inidentificadas parpadearon en la segunda visión de Teg, pero no captó ninguna amenaza inmediata. El conductor abrió la portezuela de Teg y se echó a un lado.

—No hay mucha actividad aquí a esta hora, señor. Yo de vos entraría rápidamente.

Sin mirar atrás, Teg cruzó la estrecha acera y penetró en el edificio… un pequeño vestíbulo brillantemente iluminado, todo él de bruñido plaz blanco, y tan sólo hileras de com–ojos para recibirle. Se metió en un tubo ascensor y pulsó las coordenadas que recordaba. Sabía que aquel tubo ascendía en ángulo a través del edificio hasta la planta cincuenta y siete y la parte de atrás, donde había algunas ventanas. Recordaba un salón privado tapizado de rojos oscuros y con pesados muebles marrones, una mujer de ojos duros con los obvios signos del adiestramiento Bene Gesserit, pero ninguna Reverenda Madre.

El tubo lo dejó en la habitación recordada, pero no había nadie allí para recibirle. Teg miró a su alrededor, a los sólidos muebles marrones. Cuatro ventanas a lo largo de la pared del fondo quedaban ocultas tras gruesas cortinas rojo oscuro.

Teg supo que había sido visto. Aguardó pacientemente, utilizando su recién adquirida doble visión para anticipar problemas. No había ninguna indicación de ataque. Se situó en posición a un lado de la salida del tubo, miró una vez más a su alrededor.

Teg tenía una teoría acerca de la relación entre las habitaciones y sus ventanas… el número de ventanas, su situación, su tamaño, su altura con respecto al suelo, la relación entre el tamaño de la habitación y el tamaño de las ventanas, la altura de la habitación, ventanas con cortinas fijas o móviles, y todo eso interpretado a la manera Mentat contra el conocimiento de los usos para los que estaba destinada la habitación. Las habitaciones podían encajar con una especie de ley del más fuerte definida con una extrema sofisticación. Las utilizaciones de emergencia podían echar al traste esas distinciones, pero de otro modo podía confiarse con bastante seguridad en ellas.

La falta de ventanas en una habitación por encima del nivel del suelo traía consigo un mensaje particular. Si había seres humanos ocupando una tal habitación, eso no significaba necesariamente que la meta principal fuera el secreto. Había visto signos inconfundibles en emplazamientos escolares de que las clases sin ventanas eran a la vez un retiro del mundo exterior y una intensa declaración de desagrado hacia los niños.

Esta habitación, sin embargo, presentaba algo diferente: un secreto condicional, más la necesidad de mantener ocasionalmente una vigilancia sobre aquel mundo exterior. Secreto protector cuando es necesario. Su opinión quedó reforzada cuando cruzó la habitación y apartó a un lado una de las cortinas. Las ventanas estaban recubiertas de plaz triple blindado. ¡Bien! Mantener la vigilancia sobre aquel mundo exterior podía desencadenar un ataque. Esa era la opinión de quien había ordenado que la habitación fuera protegida de aquella manera.

Una vez más, Teg corrió hacia un lado la cortina. Miró a las brillantes esquinas. Reflectores prismáticos amplificaban allí la vista a lo largo de la pared adyacente hacia los dos lados y desde el suelo hasta el tejado.

¡Bien!

Su anterior visita no le había proporcionado tiempo para aquel atento examen, pero ahora efectuó algunas consideraciones más positivas. Una habitación interesante. Teg dejó caer la cortina justo a tiempo para ver a un hombre alto entrar por la abertura del tubo.

La doblada visión de Teg le proporcionó una firme predicción acerca del desconocido. Aquel hombre traía consigo un oculto peligro. El recién llegado era claramente militar… la forma en que se movía, su ojo rápido para los detalles que solamente un oficial entrenado y con experiencia podría observar. Y había algo más en su actitud que hizo que Teg se envarara. ¡Era un traidor! Un mercenario disponible para quien pagara más.

—Condenadamente horrible la forma en que os trataron —saludó el hombre a Teg. Su voz era la de un profundo barítono, con un inconsciente toque de poder personal en ella. Teg no había oído nunca antes su acento. ¡Era alguien de la Dispersión! Un Bashar o su equivalente, estimó Teg.

Sin embargo, no había ninguna indicación de un ataque inmediato.

Al ver que Teg no respondía, el hombre dijo:

—Oh, lo siento. Soy Muzzafar. Jafa Muzzafar, comandante regional de las fuerzas de Dur.

Teg nunca había oído hablar de las fuerzas de Dur.

Las preguntas se apiñaron en la mente de Teg, pero se las guardó para sí. Cualquier cosa que dijera podía traicionar debilidad.

¿Dónde estaba la gente con la que se había encontrado antes? ¿Por qué elegí este lugar? La decisión había sido efectuada con una tal seguridad interior.

—Por favor, poneos cómodo —dijo Muzzafar, indicando un pequeño diván con una mesita baja frente a él—. Os aseguro que nada de lo que os ha ocurrido fue responsabilidad mía. Intenté detenerlo apenas supe de ello, pero vos… —ya habías abandonado la escena.

Teg oyó ahora el otro elemento en la voz de aquel Muzzafar: cautela, bordeando el miedo. Así que este hombre había oído o quizá visto la cabaña y el claro.

—Fue condenadamente listo por vuestra parte —dijo Muzzafar—. Mantener vuestras fuerzas de ataque a la espera hasta que vuestros captores estuvieron concentrados en intentar arrancaros información. ¿Llegaron a saber algo?

Teg agitó silenciosamente la cabeza de uno a otro lado. Se sentía al borde de iniciar una respuesta de ataque, pero seguía sin captar ninguna violencia inmediata allí. ¿Qué era lo que estaban haciendo aquellos Perdidos? Pero Muzzafar y su gente habían extraído unas conclusiones equivocadas de lo que había ocurrido en la habitación de la sonda–T. Aquello estaba claro.

—Por favor, sentaos —dijo Muzzafar.

Teg ocupó el lugar ofrecido en el diván.

Muzzafar se sentó en un mullido sillón frente a Teg, formando con él un ligero ángulo al otro lado de la mesilla. Había una agazapada sensación de alerta en él. Estaba preparado para la violencia.

Teg estudió al hombre con interés. Muzzafar no había revelado ningún auténtico rango… sólo comandante. Un tipo alto con un ancho y rojizo rostro y una gran nariz. Los ojos eran verdigrises y tenían el truco de enfocarse justo detrás del hombro derecho de Teg cuando alguno de los dos hablaba. Teg había conocido en una ocasión a un espía que hacía lo mismo.

—Bien, bien —dijo Muzzafar—. He leído y oído mucho de vos desde que llegué aquí.

Teg siguió estudiándolo en silencio. Muzzafar llevaba el pelo muy corto, y una cicatriz púrpura de unos tres milímetros de largo cruzaba el borde de su cuero cabelludo encima de su ojo izquierdo. Llevaba una chaqueta abierta, forrada, de color verde claro, y unos pantalones a juego… no exactamente un uniforme, pero había un sentido de limpieza en él que hablaba de una larga costumbre de escupir y frotar. Los zapatos lo atestiguaban. Teg pensó que probablemente podría ver su propio reflejo en sus superficies marrón claro si se acercaba lo suficiente.

—Nunca esperé conoceros personalmente, por supuesto —dijo Muzzafar—. Lo considero un gran honor.

—Sé muy poco acerca de vos, excepto que mandáis una fuerza de la Dispersión —dijo Teg.

—¡Hmmmmm! No es saber mucho, realmente.

Una vez más, los retortijones del hambre aferraron a Teg. Su mirada se posó en el botón al lado de la abertura del tubo, que, recordaba, llamaría a un sirviente. Aquel era un lugar donde los seres humanos realizaban el trabajo normalmente encomendado a los autómatas, una excusa para mantener una fuerza importante reunida y preparada.

Interpretando mal el interés de Teg en la abertura del tubo, Muzzafar dijo:

—Por favor, no penséis en marcharos. He mandado llamar a mi propio médico para que os eche una mirada. Estará aquí en cualquier momento. Os agradecería que permanecierais quieto hasta que llegue.

—Estaba simplemente pensando en ordenar algo de comida —dijo Teg.

—Os aconsejo que esperéis hasta que el doctor os haya echado una mirada. Los aturdidores dejan algunos efectos secundarios desagradables.

—Así que lo sabéis.

—Lo sé todo acerca del maldito fracaso. Vos y vuestro hombre Burzmali sois una fuerza a la que hay que tener en cuenta.

Antes de que Teg pudiera responder, la abertura del tubo dejó pasar a un hombre alto con un traje rojo de una pieza con una chaqueta, un hombre tan huesudo que sus ropas parecían agitarse y revolotear a su alrededor. El tatuaje diamantino de doctor Suk había sido quemado en su alta frente, pero la señal era anaranjada y no negra como de costumbre. Los ojos del doctor estaban ocultos por unas lentillas de color naranja brillante que ocultaban su auténtico color.

¿Un adicto de algún tipo?, se preguntó Teg. No había ningún olor de los narcóticos familiares a su alrededor, ni siquiera melange. Había un olor acre, sin embargo, casi como de fruta.

—¡Ah, ahí estáis, Solitz! —dijo Muzzafar. Hizo un gesto hacia Teg—. Hacedle una buena exploración. Un aturdidor le golpeó ayer a última hora.

Solitz extrajo un reconocible analizador Suk, compacto y manejable con una sola mano. Su campo sonda producía un ligero zumbido.

—Así que sois un doctor Suk —dijo Teg, mirando significativamente la mancha anaranjada en su frente.

—Sí, Bashar. Mi adiestramiento y condicionamiento son los mejores en nuestra antigua tradición.

—Nunca vi la marca identificadora de ese color —dijo Teg.

El doctor pasó su analizador en torno a la cabeza de Teg.

—El color del tatuaje no representa ninguna diferencia, Bashar. Lo que está detrás de todo eso es lo que cuenta.

—Bajó el analizador hasta los hombros de Teg, luego hacia abajo a lo largo de su cuerpo.

Teg aguardó a que el zumbido se detuviera.

El doctor retrocedió y se dirigió a Muzzafar:

—Está completamente bien, Mariscal de Campo. Notablemente bien, considerando su edad, pero necesita desesperadamente alimentos.

—Sí… bien, estupendo entonces, Solitz. Ocupaos de eso. El Bashar es nuestro huésped.

—Ordenaré una comida de acuerdo con sus necesidades —dijo Solitz—. Comedla lentamente, Bashar. —Solitz dio una enérgica media vuelta que hizo chasquear su chaqueta y sus perneras. El tubo se lo tragó.

—¿Mariscal de Campo? —preguntó Teg.

—Una reminiscencia de los antiguos títulos en Dur —dijo Muzzafar.

—¿Dur? —aventuró Teg.

—¡Estúpido de mí! —Muzzafar extrajo una pequeña caja de un bolsillo lateral de su chaqueta y sacó un delgado cuadernillo. Teg reconoció un holostato similar al que había llevado consigo durante su largo servicio… imágenes del hogar y de la familia. Muzzafar colocó el holostato sobre la mesa entre ellos y pulsó el botón de control.

La imagen a todo color de una boscosa extensión de verde jungla cobró vida en miniatura encima de la mesa.

—Mi hogar —dijo Muzzafar—. La casa de árbol en el centro, ahí. —Uno de sus dedos señaló un lugar en la proyección—. La primera que me obedeció. La gente se rió de mí por elegir la primera de esta forma y aferrarme a ella.

Teg miró a la proyección, consciente de una profunda tristeza en la voz de Muzzafar. El árbol señalado era un cenceño agrupamiento de delgados tallos con brillantes bulbos azules colgando de sus extremos.

¿Casa de árbol?

—Más bien delgada, lo sé —dijo Muzzafar, retirando su dedo de la proyección—. No segura en absoluto. Tuve que defenderme unas cuantas veces en los primeros meses con ella. Pero he llegado a quererla. Y todas ellas responden a eso, ya sabe. ¡Es el mejor hogar en todos los valles profundos ahora, por la Roca Eterna de Dur!

Muzzafar contempló la desconcertada expresión de Teg.

—¡Maldita sea! Aquí no hay casas de árbol, por supuesto. Debéis perdonar mi aplastante ignorancia. Tenemos mucho que aprender los unos de los otros, creo.

—Lo habéis llamado hogar —dijo Teg.

—Oh, sí. Con la adecuada dirección, una vez aprenden a obedecer, por supuesto, las casas de árbol crecen por sí mismas hasta convertirse en magníficas residencias. Eso solamente toma cuatro o cinco estándares.

Estándares, pensó Teg. Así que los Perdidos seguían utilizando el Año Standard.

La abertura del tubo silbó, y una mujer joven con un delantal azul penetró en la habitación arrastrando una bandeja sostenida por suspensores, que colocó cerca de la mesa frente a Teg. Sus ropas eran del tipo que Teg había visto durante su inspección original, pero el agradable rostro redondo que se volvió hacia él no le era familiar. Su cuero cabelludo había sido depilado, dejando a la vista una extensión de prominentes venas. Sus ojos eran de un color azul acuoso, y había algo furtivo en su actitud. Abrió la tapa de la bandeja, y los intensos olores de la comida llegaron al olfato de Teg.

Teg se sintió alertado, pero no captó ninguna amenaza inmediata. Podía verse a sí mismo comiendo aquellos alimentos sin ningún efecto nocivo.

La mujer joven colocó una hilera de platos sobre la mesa frente a él, y dispuso los cubiertos expertamente a un lado.

—No tengo rastreador, pero probaré antes la comida si queréis —dijo Muzzafar.

—No es necesario —dijo Teg. Sabía que aquello suscitaría preguntas, pero tenía la sensación de que sospecharían que era un Decidor de Verdad. La mirada de Teg se clavó en la comida. Sin ninguna decisión consciente, se inclinó hacia adelante y empezó a comer. Familiarizado con el hambre Mentat, se sorprendió ante sus propias reacciones. Utilizar el cerebro en modo Mentat consumía calorías en una proporción alarmante, pero aquella sensación que lo empujaba ahora era una nueva necesidad. Sentía su propia supervivencia controlando sus acciones. Aquel hambre iba más allá que cualquiera de sus anteriores experiencias. La sopa que había comido con una cierta precaución en la casa del hombre arruinado no había despertado una reacción tan exigente.

El doctor Suk eligió correctamente, pensó Teg. Aquella comida había sido seleccionada directamente a partir del resumen del analizador.

La mujer joven siguió depositando más platos de bandejas solicitadas vía tubo.

Teg tuvo que levantarse a mitad de la comida y acudir al cuarto de baño contiguo, consciente allí de los ocultos com-ojos que lo mantenían bajo vigilancia. Supo por sus reacciones físicas que su sistema digestivo se había acelerado a un nuevo nivel de necesidad corporal. Cuando regresó a la mesa, se sentía tan hambriento como si no hubiera comido.

La mujer que le servía empezó a mostrar signos de sorpresa y luego de alarma. Sin embargo, siguió trayendo más comida a petición suya.

Muzzafar observaba con creciente desconcierto, pero no dijo nada.

Teg notó el reajuste corporal que le proporcionaba la comida, el exacto ajuste calórico que el doctor Suk había ordenado. Sin embargo, no había pensado obviamente en la cantidad. La muchacha obedecía a sus peticiones en una especie de shock sonámbulo.

Finalmente, Muzzafar dijo:

—Debo decir que nunca antes había visto a nadie comer tanto de una sola sentada. No puedo comprender cómo lo hacéis. Ni por qué.

Teg se echó hacia atrás en su asiento, satisfecho al fin, sabiendo que había suscitado cuestiones que no podrían ser respondidas sinceramente.

—Se trata de algo Mentat —mintió—. He pasado por unas circunstancias realmente extenuantes.

—Sorprendente —dijo Muzzafar. Se puso en pie.

Cuando Teg empezó a ponerse en pie también, Muzzafar le hizo un gesto de que siguiera sentado.

—No es necesario. Hemos preparado aposentos para vos en la habitación contigua. Será más seguro que no os mováis todavía de aquí.

La mujer joven se marchó con las bandejas vacías.

Teg estudió a Muzzafar. Algo había cambiado durante la comida. Muzzafar lo observaba con una mirada fríamente calculadora.

—Lleváis un comunicador implantado —dijo Teg—. Habéis recibido nuevas órdenes.

—No sería aconsejable que vuestros amigos atacaran este lugar —dijo Muzzafar.

—¿Creéis que éste es mi plan?

—¿Cuál es vuestro plan, Bashar?

Teg sonrió.

—Muy bien. —La mirada de Muzzafar se desenfocó mientras escuchaba a su comunicador. Cuando se concentró de nuevo en Teg, su mirada tenía la expresión de un predador. Teg se sintió abofeteado por aquella mirada, reconociendo que alguien más estaba acudiendo a aquella estancia. El Mariscal de Campo pensaba en aquel nuevo desarrollo de los acontecimientos como en algo extremadamente peligroso para su huésped, pero Teg no vio nada que pudiera derrotar a sus nuevas habilidades.

—Pensáis que soy un prisionero —dijo Teg.

—¡Por la Roca Eterna, Bashar! ¡No sois lo que yo esperaba!

—La Honorada Matre que está viniendo, ¿qué es lo que espera? —preguntó Teg.

—Bashar, os lo advierto: no empleéis ese tono con ella. No tenéis ni la más ligera idea de lo que está a punto de ocurriros.

—Una Honorada Matre es lo que está a punto de ocurrirme —dijo Teg.

—¡Y espero que os derraméis en ella!

Muzzafar dio media vuelta y se marchó por el tubo.

Teg se quedó mirando su marcha. Podía ver el parpadeo de la segunda visión como una luz destellando en torno al tubo. La Honorada Matre estaba cerca, pero aún no estaba preparada para entrar en aquella habitación. Primero, consultaría con Muzzafar. El Mariscal de Campo no iba a poder decirle a aquella peligrosa mujer nada realmente importante.