34

Este es vuestro destino, el olvido. Todas las viejas lecciones de la vida las perdéis y las ganáis y las perdéis y las ganáis de nuevo.

LETO II, la Voz de Dar–es–Balat

«En el nombre de nuestra Orden y su vigente Hermandad, este informe ha sido considerado veraz y valioso de entrar en las Crónicas de la Casa Capitular».

Taraza contempló las palabras en la pantalla proyectora con una expresión de repugnancia. La luz de la mañana ponía como un halo de reflejos amarillos en la proyección, haciendo que las palabras aparecieran confusamente misteriosas.

Con un irritado movimiento, se apartó de la mesa de proyección, se puso en pie y se dirigió a la ventana sur. El día era joven todavía, y las sombras largas en el patio.

¿Debo ir yo en persona?

La invadió la reluctancia ante aquel pensamiento. Aquellos aposentos parecían tan… tan seguros. Pero era una estupidez, y ella lo sabía con cada fibra de su cuerpo. La Bene Gesserit llevaba mil cuatrocientos años allí, y el Planeta de la Casa Capitular seguía siendo considerado tan sólo temporal.

Apoyó su mano izquierda en el liso marco de la ventana. Cada una de sus ventanas habían sido situadas de modo que centraran su atención en una espléndida vista. La habitación —sus proporciones, sus muebles, sus colores—, todo reflejaba la labor de unos arquitectos y constructores que habían trabajado con la sola meta de crear una sensación de apoyo a sus ocupantes.

Taraza intentó sumergirse en aquella sensación de apoyo, y fracasó.

Las discusiones que acababa de tener habían dejado un aura de amargura en aquella habitación, pese a que todas las palabras habían sido pronunciadas en el más suave de los tonos. Sus consejeras se habían mostrado testarudas y (lo admitía sin ninguna reserva) por razones comprensibles.

¿Convertirnos en misioneras? ¿Y para los tleilaxu?

Tocó una placa de control al lado de la ventana y la abrió. Una cálida brisa perfumada por las flores primaverales del huerto de manzanos penetró en la habitación. La Hermandad estaba orgullosa de los frutos que cultivaban allí en el centro de poder de todas sus fortalezas. No existían huertos frutales más exquisitos en ninguna de las Ciudadelas y Capítulos Dependientes que tejían la tela de la Bene Gesserit a través de la mayor parte de los planetas ocupados por los humanos bajo el Viejo Imperio.

«Por sus frutos los conoceréis», pensó. Algunas de las viejas religiones aún pueden producir sabiduría.

Desde su ventajosa posición, Taraza podía ver toda la parte sur de los diseminados edificios de la Casa Capitular. La sombra de una cercana torre de guardia trazaba una larga e irregular línea por encima de patios y tejados.

Cuando pensó en aquello, se dio cuenta de que eran unas instalaciones sorprendentemente pequeñas para contener tanto poder. Más allá del anillo de huertos y jardines había un cuidadoso cuadriculado de residencias privadas, cada una de ellas rodeada con sus plantaciones. Hermanas retiradas y seleccionadas familias leales ocupaban aquellas privilegiadas propiedades. Unas aserradas montañas, con sus cimas a menudo brillantes de nieve, delimitaban la parte occidental. El espaciopuerto estaba a veinte kilómetros hacia el este. A todo alrededor de aquel núcleo de la Casa Capitular había llanuras abiertas donde pastaba una peculiar raza de ganado, un ganado tan susceptible a los olores extraños que entrarían en furiosa estampida ante la más ligera intrusión de gente no marcada por el olor local. Las casas más interiores, con sus cercadas plantaciones, habían sido instaladas de tal modo por un anterior Bashar que nadie podía moverse a través de los serpenteantes canales al nivel del suelo ni de día ni de noche sin ser observado.

Todo aquello parecía tan casual y dispuesto al azar, pese al rígido orden que había detrás. Y aquello, sabía Taraza, personificaba a la Hermandad.

Un carraspeo detrás suyo le recordó a Taraza que una de aquellas que con más vehemencia habían discutido en el Consejo permanecía aguardando pacientemente en la puerta abierta.

Aguardando mi decisión.

La Reverenda Madre Bellonda deseaba que Odrade fuera «asesinada inmediatamente». No se había alcanzado ninguna decisión.

Esta vez sí la has hecho buena, Dar. Esperaba tu salvaje independencia. Incluso la deseaba. ¡Pero esto!

Bellonda, vieja, gorda y enrojecida, de ojos fríos y bien considerada por su perversidad natural, deseaba que Odrade fuera condenada como traidora.

—¡El Tirano la hubiera aplastado inmediatamente! —había argumentado Bellonda.

¿Eso es todo lo que hemos aprendido de él?, se preguntó Taraza.

Bellonda había argumentado que Odrade no sólo era una Atreides, sino también una Corrino. Había un gran número de emperadores y vicerregentes y administradores poderosos entre sus antepasados.

Con toda el hambre de poder que esto implica.

—¡Sus antepasados sobrevivieron a Salusa Secundus! —no dejaba de repetir Bellonda—. ¿No hemos aprendido nada de nuestras experiencias en procreación?

Hemos aprendido cómo crear Odrades, pensó Taraza.

Tras sobrevivir a la agonía de la especia, Odrade había sido enviada a Al Dhanab, un equivalente de Salusa Secundus, para ser condicionada deliberadamente en un planeta de constante prueba: altos farallones y resecas gargantas, vientos ardientes y vientos helados, poca humedad y demasiada. Era juzgado como un terreno de pruebas adecuado para alguien cuyo destino podía ser Rakis. Como resultado de tal condicionamiento surgían los más duros supervivientes. La alta, ágil y musculosa Odrade era uno de los más duros.

¿Cómo puedo salvar esta situación?

El más reciente mensaje de Odrade decía que cualquier paz, incluso la de los milenios de opresión del Tirano, irradiaba una falsa aura que podía ser fatal para aquellos que confiaban demasiado en ella. Esta era a la vez la fuerza y la debilidad de la argumentación de Bellonda.

Taraza alzó la vista a Bellonda aguardando en el umbral. ¡Está demasiado gorda! ¡Y alardea de ello delante de nosotras!

—No podemos eliminar a Odrade, del mismo modo que no podemos eliminar al ghola —dijo Taraza.

La voz de Bellonda surgió baja y átona:

—Ambos son ahora demasiado peligrosos para nosotras. ¡Mirad como Odrade os debilita con su relato de esas palabras en el Sietch Tabr!

—¿Acaso me ha debilitado el mensaje del Tirano, Bell?

—Sabéis lo que quiero decir. La Bene Tleilax no tiene moral.

—Deja de cambiar de tema, Bell. Tus pensamientos están aguijoneándome como un insecto entre flores. ¿Qué es lo que realmente hueles aquí?

—¡Los tleilaxu! Ellos hicieron ese ghola para sus propios designios. Y ahora Odrade desea que nosotras…

—Te estás repitiendo, Bell.

—Los tleilaxu toman atajos. Su visión de la genética no es nuestra visión. No es una visión humana. Ellos hacen monstruos.

—¿Eso es lo que hacen?

Bellonda entró en la habitación, rodeó la mesa, y se detuvo cerca de Taraza, bloqueando la visión de la Madre Superiora del nicho y su estatuilla de Chenoeh.

—Una alianza con los sacerdotes de Rakis, sí, pero no con los tleilaxu. —Las ropas de Bellonda susurraron cuando hizo un gesto con un puño cerrado.

—¡Bell! El sumo sacerdote es ahora un Danzarín Rostro que lo imita. ¿Aliarnos con él, dices?

Bellonda agitó furiosa la cabeza.

—¡Los creyentes en Shai–Hulud son legión! Pueden encontrarse por todas partes. ¿Cuál será su reacción hacia nosotras sí nuestra parte en el engaño es dada alguna vez a la luz pública?

—¡No sigas con esto, Bell! Hemos comprobado que tan sólo los tleilaxu son vulnerables aquí. En eso, Odrade tiene razón.

—¡Falso! Si nos aliamos con ellos, ambos seremos vulnerables. Nos veremos obligadas a servir a los designios tleilaxu. Puede que sea peor que nuestro largo servilismo al Tirano.

Taraza observó el maligno brillo en los ojos de Bellonda.

Su reacción era comprensible. Ninguna Reverenda Madre podía contemplar el servilismo especial que habían tenido que soportar bajo el Dios Emperador sin algunos recuerdos estremecedores. Agitándose a los caprichos de su voluntad, nunca seguras de la supervivencia de la Bene Gesserit de un día para otro.

—¿Pensáis que vamos a asegurarnos nuestra cuota de especia con una alianza estúpida como esa? —preguntó Bellonda.

Era el mismo viejo argumento, comprendió Taraza. Sin melange y la agonía de su transformación, no podía haber Reverendas Madres. Las rameras de la Dispersión seguramente tenían a la melange como uno de sus objetivos… la especia, y el dominio de la Bene Gesserit sobre ella.

Taraza volvió a su mesa y se dejó caer en su silla–perro, inclinándose hacia atrás mientras el mueble se amoldaba a sus contornos. Era un problema. Un peculiar problema Bene Gesserit. Aunque habían investigado y experimentado constantemente; la Hermandad nunca había encontrado un sustituto para la especia. La Cofradía Espacial podía seguir deseando la melange para inducir al trance a sus navegantes, pero podían sustituirla por la maquinaria de Ix. Ix y sus subsidiarias competían en los mercados de la Cofradía.

Ellos tenían alternativas. Nosotras no tenemos ninguna.

Bellonda cruzó hasta el otro lado de la mesa de Taraza, puso ambos puños sobre la lisa superficie, y se inclinó hacia adelante para mirar a la Madre Superiora.

—Y seguimos sin saber lo que los tleilaxu le hicieron a nuestro ghola.

—Odrade lo averiguará.

—¡Esa no es razón suficiente para olvidar su traición!

Taraza habló con voz muy baja:

—Hemos aguardado este momento generación tras generación, y tú pretendes abortar todo el proyecto simplemente así —golpeó ligeramente la palma de su mano contra el sobre de la mesa.

—El precioso proyecto rakiano ya no es nuestro proyecto —dijo Bellonda—. Puede que nunca lo haya sido.

Con todos sus considerables poderes mentales severamente enfocados, Taraza examinó de nuevo las implicaciones de aquella familiar argumentación. Era algo de lo que se hablaba frecuentemente en las tumultuosas sesiones como la que había concluido hacía poco.

¿Era todo el esquema del ghola algo puesto en movimiento por el Tirano? Si era así ¿qué podían hacer ellas ahora al respecto? ¿Qué deberían hacer?

Durante la larga disputa, el Informe de la Minoría había estado en la mente de todas. Schwangyu podía estar muerta, pero su facción sobrevivía, y ahora parecía como si Bellonda se hubiera unido a ella. ¿Estaba la Hermandad cegándose a una fatal posibilidad? El informe de Odrade de aquel mensaje oculto en Rakis podía ser interpretado como una ominosa advertencia. Odrade enfatizaba aquel aspecto informando de cómo había sido alertada por su sistema de alarma interior. Ninguna Reverenda Madre se tomaría algo así a la ligera.

Bellonda se enderezó y cruzó los brazos sobre su pecho.

—¿Nunca escaparemos completamente de los maestros de nuestra infancia o de ninguno de los esquemas que nos formaron?

Aquél era un argumento común en las disputas de la Bene Gesserit. Les recordaba su propia susceptibilidad particular.

Somos la aristocracia secreta, y será nuestra descendencia quien herede el poder. Sí, somos susceptibles a eso, y Miles Teg es un soberbio ejemplo.

Bellonda encontró una silla de respaldo recto y se sentó en ella, manteniendo así sus ojos al nivel de los de Taraza.

—Con la Dispersión —dijo—, perdimos algo así como un veinte por ciento de nuestros fracasos.

—No son fracasos lo que está regresando a nosotras.

—¡Pero seguro que el Tirano debía saber que eso iba a ocurrir!

—Su meta era la Dispersión, Bell… Esa era su Senda de Oro, ¡la supervivencia de la humanidad!

—Pero nosotras sabemos lo que sentía por los tleilaxu, y sin embargo no los exterminó. ¡Hubiera podido, y no lo hizo!

—Deseaba la diversidad.

Bellonda golpeó con un puño el sobre de la mesa.

—¡Y evidentemente lo consiguió!

—Hemos discutido todo esto una y otra vez, Bell, y sigo sin ver una vía de escape a lo que ha hecho Odrade.

—¡Sometimiento!

—En absoluto. Nunca nos sometimos totalmente a ninguno de los emperadores anteriores al Tirano. ¡Ni siquiera a Muad’Dib!

—Seguimos estando encerradas en la trampa del Tirano —acusó Bellonda—. Decidme, ¿por qué los tleilaxu han seguido produciendo su ghola favorito? Han pasado milenios, y ese ghola sigue saliendo de sus tanques como una muñeca bailarina.

—¿Crees que los tleilaxu siguen obedeciendo a una orden secreta del Tirano? Sí es así, entonces estás argumentando a favor de Odrade. Ella ha creado unas condiciones admirables para que nosotras podamos examinar esto.

—¡El no ordenó nada así! Simplemente hizo a ese ghola en particular deliciosamente atractivo para la Bene Tleilax.

—¿Y no para nosotras?

—¡Madre Superiora, debemos librarnos de una vez de la trampa del Tirano! Y por el método más directo.

—La decisión es mía, Bell. Sigo inclinándome todavía hacia una cautelosa alianza.

—Entonces, como último recurso, dejadnos matar al ghola. Sheeana puede tener hijos. Nosotras podemos…

—¡Este no es ni ha sido nunca un proyecto exclusivo de procreación!

—Pero podría serlo. ¿Y si estuviérais equivocada acerca del poder que se esconde detrás de la presciencia de los Atreides?

—Todas tus proposiciones conducen a separarnos definitivamente de Rakis y de los tleilaxu, Bell.

—La Hermandad puede proseguir durante cincuenta generaciones con nuestras actuales reservas de melange. Más, con un poco de racionamiento.

—¿Crees que cincuenta generaciones es mucho tiempo, Bell? ¿No te das cuenta de que esta actitud es precisamente la que hace que no estés sentada en mi silla?

Bellonda se apartó de la mesa, su silla chirriando fuertemente contra el suelo. Taraza podía ver que no estaba convencida. Ya no podía confiarse en Bellonda. Era probable que fuera una de las que tuvieran que morir. ¿Y no había una noble finalidad en todo ello?

—Esto no nos conduce a ninguna parte —dijo Taraza—. Déjame sola.

Cuando estuvo sola, Taraza consideró una vez más el mensaje de Odrade. Ominoso. Era fácil ver por qué Bellonda y otras reaccionaban violentamente. Pero aquello evidenciaba una peligrosa falta de control.

Todavía no es tiempo de escribir las últimas voluntades y el testamento de la Hermandad.

En una forma extraña, Odrade y Bellonda compartían el mismo temor, pero llegaban a diferentes decisiones a causa de ese temor. La interpretación de Odrade de aquel mensaje en las piedras de Rakis llevaba implícita una antigua advertencia.

Todo esto pasará también.

¿Estamos llegando al final, aplastadas por las hambrientas hordas de la Dispersión?

Pero el secreto de los tanques axlotl estaba casi al alcance de la Hermandad.

¡Si conseguimos eso, nada podrá detenernos!

Taraza paseó su mirada por los detalles de su habitación. El poder de la Bene Gesserit continuaba estando ahí. La Casa Capitular seguía oculta tras un foso de no–naves, su localización no registrada en ningún sitio excepto en las mentes de su propia gente. Invisibilidad.

¡Invisibilidad temporal! A veces se producían accidentes. Taraza envaró los hombros. Toma precauciones, pero no huyas a su sombra, constantemente furtiva. La Letanía Contra el Miedo servía para algo útil cuando se querían evitar las sombras.

De no haber procedido de Odrade, el ominoso mensaje, con sus inquietantes implicaciones de que el Tirano seguía conduciendo todavía su Senda de Oro, hubiera sido mucho menos terrible.

¡Aquel maldito talento Atreides!

«¿No más que una sociedad secreta?».

Taraza rechinó los dientes, frustrada.

«¡Las memorias no son suficientes a menos que te conduzcan a una noble finalidad!».

¿Y si era cierto que la Hermandad ya no iba a seguir dirigiendo la música de la vida?

¡Maldito fuera! El Tirano podía seguir alcanzándolas.

¿Qué es lo que está intentando decirnos? Su Senda de Oro no podía estar en peligro. La Dispersión se había cuidado de ello. Los seres humanos habían esparcido su raza en todas direcciones como las púas de un puercoespín.

¿Habría tenido el Tirano una visión del regreso de los Dispersos? ¿Acaso había anticipado aquel sendero de zarzas a los pies de su Senda de Oro?

Sabía que sospecharíamos de sus poderes. ¡Lo sabía!

Taraza pensó en la acumulación de informes de los Perdidos que estaban regresando a sus raíces. Una notable diversidad de gente y de artefactos, acompañada por un notable grado de reserva y una amplia evidencia de conspiración. No–naves de un diseño peculiar, armas y artefactos de asombrosa sofisticación. Gente muy diversa, y costumbres muy diversas. Algunas, sorprendentemente primitivas. Al menos superficialmente.

Y deseaban mucho más que melange. Taraza reconocía la peculiar forma de misticismo que conducía de vuelta a los Dispersos: «¡Desean nuestros más antiguos secretos!».

El mensaje de las Honoradas Matres era también bastante claro: «Tomaremos lo que queramos».

Odrade lo tiene todo en sus manos, pensó Taraza. Tenía a Sheeana. Pronto, si Burzmali tenía éxito, tendría al ghola. Tenía al Maestro de Maestros tleilaxu. ¡Podía tener al propio Rakis!

Si tan sólo no fuera una Atreides.

Taraza contempló las proyectadas palabras agitándose aún en el sobre de su mesa: una comparación de aquel más reciente Duncan Idaho con todos los asesinados antes. Cada nuevo ghola había sido ligeramente distinto a sus predecesores. Aquello quedaba bastante claro. Los tleilaxu estaban perfeccionando algo. ¿Pero qué? ¿Estaba la clave oculta en aquellos nuevos Danzarines Rostro? Obviamente los tleilaxu estaban buscando un Danzarín Rostro indetectable, imitadores cuyas imitaciones alcanzaran la perfección, copiadores de formas que no solamente copiaran las memorias superficiales de sus víctimas sino también los más profundos pensamientos e incluso sus identidades. Era una forma de identidad incluso más tentadora que la que los Maestros tleilaxu utilizaban actualmente. Obviamente era por eso por lo que seguían aquel camino.

Su propio análisis concordaba con el de la mayoría de sus consejeras: un imitador así se convertiría en la persona copiada. Los informes de Odrade acerca del Danzarín Rostro–Tuek eran altamente sugerentes. Era probable que ni siquiera los Maestros tleilaxu pudieran arrancar a un tal Danzarín Rostro de su forma y comportamiento imitados.

Y sus creencias.

¡Maldita Odrade! Había acorralado a sus Hermanas contra una esquina. No tenían más elección que seguir el camino marcado por Odrade, ¡y Odrade lo sabía!

¿Cómo lo sabía? ¿Se trataba de nuevo de ese talento salvaje?

No puedo actuar a ciegas. Necesito saber.

Taraza se sumergió en el bien recordado proceso para recuperar su calma. No se atrevía a tomar decisiones momentáneas bajo un estado de frustración. Una prolongada contemplación de la estatuilla de Chenoeh ayudó. Levantándose de la silla–perro, Taraza regresó a su ventana preferida.

A menudo la tranquilizaba el mirar aquel paisaje, observando cómo cambiaban las distancias con el movimiento diario de la luz del sol y los cambios en el bien planificado clima planetario.

El hambre la aguijoneó.

Comeré con las acólitas y dejaré hoy a las Hermanas.

A veces ayudaba el reunir a las más jóvenes a su alrededor y recordar la persistencia de los rituales de la comida, la reglamentación diaria… mañana, mediodía, tarde. Aquello formaba una base firme sobre la que asentarse. Gozaba observando a su gente. Eran como una marea hablando de cosas profundas, las fuerzas invisibles y los grandes poderes que persistían porque la Bene Gesserit había encontrado los caminos para fluir junto con tales persistencias.

Esos pensamientos renovaban el equilibrio de Taraza. Las cuestiones difíciles podían ser situadas temporalmente a una cierta distancia. Podía contemplarlas sin pasión.

Odrade y el Tirano tenían razón: Sin una noble finalidad, no somos nada.

Una no podía escapar, sin embargo, al hecho de que se estaban tomando decisiones criticas en Rakis por parte de una persona que sufría de esas recurrentes imperfecciones Atreides. Odrade siempre había mostrado aquellas típicas debilidades Atreides. Ella se había mostrado positivamente benévola con las acólitas descarriadas. ¡Los afectos desarrollaban ese tipo de comportamientos!

Peligrosos y obnubilantes afectos.

Aquello debilitaba a las demás, a las que se les exigía que compensaran una tal laxitud. Había que recurrir a Hermanas más competentes para que tomaran de la mano a las acólitas descarriadas y corrigieran sus debilidades. Por supuesto, el comportamiento de Odrade había puesto al descubierto esas imperfecciones en acólitas. Una tenía que admitirlo. Quizá Odrade razonara de esta manera.

Cuando pensaba así, algo sutil y poderoso se agitaba en las percepciones de Taraza. Se veía obligada a rechazar una profunda sensación de soledad. Aquello supuraba. La melancolía no era algo tan completamente obnubilante como el afecto… ni siquiera como el amor. Taraza y sus atentas Memorias Hermanas atribuían tales respuestas emocionales a la consciencia de la mortalidad. Se veía obligada a enfrentarse al hecho de que un día no sería más que un conjunto de memorias en la carne viva de otra persona.

Comprendía que memorias y descubrimientos accidentales la habían hecho vulnerable. ¡Y precisamente cuando necesitaba todas sus facultades disponibles!

Pero aún no estoy muerta.

Taraza sabía cómo recuperarse. Y sabía las consecuencias. Siempre, después de esos accesos de melancolía, recuperaba un control aún más firme de su vida y finalidades. El descarriado comportamiento de Odrade era una fuente para su fortaleza de Madre Superiora.

Odrade lo sabía. Taraza sonrió melancólicamente ante aquella realización. La autoridad de la Madre Superiora sobre sus Hermanas siempre se hacía más fuerte cuando volvía de la melancolía. Otras lo habían observado, pero solamente Odrade conocía su extensión.

¡Ya!

Taraza se dio cuenta de que se había enfrentado a las angustiosas semillas de su frustración.

Odrade había reconocido en varias ocasiones que se hallaba asentada en el núcleo del comportamiento de la Madre Superiora. Un gigantesco aullido de rabia contra los usos que otros habían hecho de su vida. El poder de una tal rabia contenida era intimidante pese a que nunca podía ser expresado en una forma que lo liberara. Esa rabia nunca podía permitirse que sanara. ¡Cómo dolía! La consciencia de Odrade hacía el dolor más intenso aún.

Tales cosas producían lo que se suponía que debían producir, por supuesto. Las imposiciones Bene Gesserit desarrollaban algunos músculos mentales. Creaban capas callosas que nunca eran reveladas a los extraños. El amor era una de las fuerzas más peligrosas en el universo. Tenían que protegerse contra él. Una Reverenda Madre jamás podía implicarse en algo íntimamente personal, ni siquiera en su servicio a la Bene Gesserit.

Simulación: representamos el papel necesario que nos salva. ¡La Bene Gesserit persistirá!

¿Durante cuánto tiempo serían subordinadas esta vez? ¿Otros tres mil quinientos años? ¡Bien, malditos fueran todos ellos! Seguiría siendo únicamente algo temporal.

Taraza se volvió de espaldas a la ventana y a su restauradora vista. Se sentía restaurada. Una nueva fuerza fluía dentro de ella. La fuerza suficiente como para superar aquella remordiente reluctancia que le había impedido tomar la decisión esencial.

Iré a Rakis.

Ya no podía seguir eludiendo la fuente de su reluctancia.

Puede que tenga que hacer lo que quiere Bellonda.