31

Nuestros padres comieron el maná en el desierto,

En los ardientes lugares de donde proceden los remolinos del viento.

¡Señor, sálvanos de esa horrible tierra!

Sálvanos, oh–h–h–h–h sálvanos de esa seca y sedienta tierra.

Canciones de Gurney Halleck, Museo de Dar–es–Balat

Teg y Duncan, ambos muy armados, emergieron del no–globo con Lucilla durante la parte más fría de la noche. Las estrellas eran como cabezas de alfiler sobre sus cabezas, el aire estaba completamente inmóvil hasta que ellos lo agitaron.

El olor dominante en el olfato de Teg era el frágil olor a moho de la nieve. El olor permeaba cada inspiración y, cuando exhalaban, nubes su vapor se enroscaban en torno a sus rostros.

Lágrimas de frío asomaron a los ojos de Duncan. Había estado pensando mucho en el viejo Gurney mientras se preparaban para abandonar el no–globo, en Gurney con su cicatriz en la mejilla causada por un látigo de estigma. Compañeros de confianza que ahora hubieran sido necesarios, pensó Duncan. No confiaba demasiado en Lucilla, y Teg era viejo, viejo. Duncan podía ver los ojos de Teg brillar a la luz de las estrellas.

Colgándose del hombro izquierdo un pesado y antiguo rifle láser, Duncan metió profundamente las manos en sus bolsillos buscando calor. Había olvidado lo frío que podía llegar a ser aquel planeta. Lucilla parecía impermeable al frío, sin duda extrayendo calor de alguno de sus trucos Bene Gesserit.

Mirándola, Duncan se dio cuenta de que nunca había confiado mucho en las brujas, ni siquiera en Dama Jessica. Era fácil pensar en ellas como traidoras, desprovistas de toda lealtad excepto para su propia Hermandad. ¡Tenían tantos malditos trucos secretos! Sin embargo, Lucilla había abandonado sus intentos de seducción. Sabía lo que él había querido significar cuando le había dicho aquello. Podía sentir su ira hirviendo dentro de ella. ¡Dejemos que hierva!

Teg permanecía completamente inmóvil, su atención centrada en el exterior, escuchando. ¿Era correcto confiar en el único plan que él y Burzmali habían elaborado? No tenían ningún apoyo. ¿Hacía tan sólo ocho días que lo habían dispuesto todo? Parecían más, pese a la agitación de los preparativos. Miró a Duncan y Lucilla. Duncan llevaba un pesado y viejo rifle láser Harkonnen, el largo modelo de campo. Incluso los cartuchos de carga extra eran pesados. Lucilla se había negado a llevar más que una sola y pequeña pistola láser en su corpiño. Sólo tenía una carga. Un juguete de asesinos.

—Nosotras, la Hermandad, somos notables por ir a la batalla con nuestros talentos como única arma —había dicho—. Nos disminuye el cambiar ese esquema.

Llevaba cuchillos en fundas atadas a sus piernas, sin embargo. Teg los había visto. Sospechaba que había veneno en ellos.

Teg sopesó la larga arma que llevaba en sus propias manos: un moderno rifle láser de campaña que había traído del Alcázar. Sobre su hombro, un gemelo del arma que Duncan llevaba colgada del suyo.

Debo confiar de Burzmali, se dijo Teg. Yo lo adiestré; conozco sus cualidades. Si dice que confiemos en esos nuevos aliados confiaremos en ellos.

Burzmali se había mostrado tremendamente feliz de encontrar a su antiguo comandante vivo y a salvo.

Pero había nevado desde su último encuentro, y la nieve lo cubría todo a su alrededor, una tabula rasa sobre la que quedarían escritas todas sus huellas. No habían contado con la nieve. ¿Había traidores en el Control de Tiempo?

Teg se estremeció. El aire era frío. Daba la sensación como de helor de espacio interplanetario, vacío y dejando a la luz de las estrellas libre acceso al bosque que se apiñaba a su alrededor. La débil luz se reflejaba nítidamente en el suelo cubierto de nieve y la alfombra blanca que cubría las rocas. La oscura silueta de las coníferas y las ramas sin hojas de los árboles caducos desplegaba tan sólo sus extremos cubiertos de blanco. Todo lo demás era profundas sombras.

Lucilla hizo pantalla con sus dedos y se inclinó hacia Teg para murmurar:

—¿No deberían estar ya aquí?

El sabía que no era aquella su auténtica pregunta. «¿Podemos confiar en Burzmali?». Esa era su pregunta. La había estado formulando de una u otra forma desde que Teg le había explicado el plan hacía ocho días.

Todo lo que podía decir era:

—He apostado mi vida a él.

—¡Y las nuestras también!

A Teg tampoco le gustaban las acumuladas inseguridades, pero todos los planes se basaban en última instancia en las habilidades de aquellos que los ejecutaban.

—Vos fuisteis la que insistió en que debíamos salir de aquí e ir a Rakis —le recordó. Esperaba que ella pudiera ver su sonrisa, un gesto que quitaba mordiente a sus palabras.

Lucilla no se aplacó con ello. Teg nunca había visto a una Reverenda Madre tan obviamente nerviosa. ¡Aún se hubiera puesto más nerviosa si hubiera sabido quiénes eran sus nuevos aliados! Por supuesto, estaba el hecho de que había fracasado en cumplir con la misión que le había encomendado Taraza. ¡Cómo debía amargarla eso!

—Juramos proteger al ghola —le recordó ella.

—Burzmali ha prestado el mismo juramento.

Teg miró a Duncan, de pie silencioso entre ellos. Duncan no dio muestras de haber oído la discusión o compartido el nerviosismo. Una antigua compostura mantenía inmóviles sus facciones. Estaba escuchando a la noche, se dio cuenta Teg, haciendo lo que los tres deberían estar haciendo en aquel momento. Había una extraña expresión de madurez sin edad en sus jóvenes rasgos.

¡Si alguna vez necesité compañeros de confianza, es ahora!, pensó Duncan. Su mente retrocedió a los días de Giedi Prime de sus raíces preghola. Aquello era lo que llamaban «una noche Harkonnen». Seguros en la cálida protección de su armadura sostenida por suspensores, los Harkonnen habían disfrutado cazando a sus sujetos en noches así. Un fugitivo podía morir a causa del frío. ¡Los Harkonnen lo sabían! ¡Malditas fueran sus almas!

Predeciblemente, Lucilla atrajo la atención de Duncan con una mirada que decía: Tú y yo no hemos terminado todavía nuestro asunto.

Duncan alzó su rostro hacia la luz de las estrellas, asegurándose de que ella podía ver su sonrisa, con una ofensiva expresión de suficiencia que hizo que Lucilla se envarara interiormente. Deslizó el pesado fusil láser de su hombro y lo comprobó. Observó la barroca ornamentación de su culata y cañón. Era una antigüedad, pero aún proporcionaba una mortífera sensación de confianza. Duncan lo apoyó en su brazo izquierdo, la mano derecha en la caña, el dedo en el gatillo, exactamente del mismo modo que Teg llevaba su moderna arma.

Lucilla se volvió de espaldas a sus compañeros y sondeó con sus sentidos la ladera de la colina por encima y por debajo de ellos. En el mismo momento en que iniciaba su gesto, estallaron sonidos a todo su alrededor. Gotas de sonido llenaron la noche… un gran estallido de estruendo hacia su derecha, luego silencio. Otro estallido desde abajo. Silencio. ¡Desde arriba! ¡Desde todas partes!

Al primer sonido, los tres se agazaparon tras el refugio de la roca que protegía la entrada de la caverna del no–globo.

Los sonidos que llenaban la noche arrastraban consigo poca definición: un alboroto inesperado, parte mecánico, parte chillidos y gemidos y silbidos. Intermitentemente, un retumbar subterráneo bacía vibrar el suelo.

Teg conocía esos sonidos. Estaba produciéndose una batalla allí afuera. Podía oír el silbido de fondo de los quemadores y, en el distante cielo, los alanceantes rayos de los láseres.

Algo llameó sobre ellos, arrastrando destellos azules y rojos. ¡Otro, y otro! La tierra tembló. Teg respiró por la nariz: ácido olor a quemado, y un asomo de ajo. ¡No–naves! ¡Muchas de ellas!

Estaban aterrizando en el valle debajo del antiguo no–globo.

—¡Adentro! —ordenó Teg.

Mientras hablaba, vio que era demasiado tarde. Había gente avanzando hacia ellos desde todas partes. Teg alzó su largo fusil láser y apuntó ladera abajo, hacia el más fuerte de los ruidos y el más cercano de los movimientos detectables. Podía oírse a mucha gente gritando allí abajo. Globos flotando libres se movían entre la pantalla de los árboles, soltados por quien fuera que avanzaba desde allí. Las danzantes luces derivaban ladera arriba en la fría brisa. Oscuras sombras se movían entre la oscilante iluminación.

—¡Danzarines Rostro! gruñó Teg, reconociendo a los atacantes. Aquellas luces derivantes saldrían de los árboles en unos segundos, ¡y estarían sobre su posición en menos de un minuto!

—¡Hemos sido traicionados! —dijo Lucilla.

Un gran grito resonó en la colina por encima de ellos.

—¡Bashar! —¡Muchas voces!

¿Burzmali?, se preguntó Teg. Miró en aquella dirección, y luego hacia abajo, hacia los Danzarines Rostro que avanzaban firmemente. No había tiempo para elegir. Se inclinó hacia Lucilla.

—Burzmali está encima de nosotros. ¡Tomad a Duncan y corred!

—¿Pero y si…?

—¡Es vuestra única oportunidad!

—¡Estúpido! —acusó ella, mientras se volvía para obedecer.

El «¡Sí!» de Teg no hizo nada por aliviar sus temores. ¡Eso era lo que ocurría por depender de los planes de otros!

Duncan tenía otros pensamientos. Comprendía lo que Teg estaba dispuesto a hacer… sacrificarse para que ellos dos pudieran escapar. Duncan dudó, mirando a los atacantes que avanzaban debajo de ellos.

Viendo su vacilación, Teg le lanzó una llameante mirada.

—¡Esta es una orden de batalla! ¡Soy tu comandante!

Era lo más parecido a la Voz que Lucilla hubiera oído nunca en un hombre. Miró con la boca abierta.

Duncan vio únicamente el rostro del Viejo Duque diciéndole que debía obedecer. Era demasiado. Aferró el brazo de Lucilla, pero antes de arrastrarla ladera arriba dijo:

—¡Iniciaremos un fuego de cobertura apenas estemos a cubierto!

Teg no respondió. Se agachó contra una roca cubierta de nieve mientras Lucilla y Duncan se arrastraban alejándose. Sabía que a partir de ahora tenía que venderse caro. Y tenía que haber algo más: lo inesperado. Un gesto final del viejo Bashar.

Los atacantes que avanzaban estaban acercándose rápidamente, intercambiando excitados sonidos.

Graduando su fusil láser a máxima amplitud, Teg pulsó el disparador. Un feroz arco barrió la ladera debajo suyo. Los árboles estallaron en llamas y se derrumbaron. La gente gritó. El arma no podía ser mantenida mucho tiempo en funcionamiento a aquel nivel, pero mientras lo hizo, la carnicería produjo el efecto deseado.

En el brusco silencio tras aquel primer barrido, Teg cambió su posición a otra roca protectora a su izquierda, y de nuevo envió una lanza llameante ladera abajo. Sólo unos pocos de los derivantes globos habían sobrevivido a aquella primera violencia devastadora, con árboles caídos y cuerpos desmembrados.

Más gritos saludaron su segundo contraataque. Se volvió y reptó por entre las rocas hasta el otro lado de la caverna de acceso al no–globo. Allá, envió hacia abajo un barriente fuego por la ladera opuesta. Más gritos. Más llamas y árboles caídos.

Nadie devolvió su fuego.

¡Nos quieren vivos!

¡Los tleilaxu estaban dispuestos a perder el número de Danzarines Rostro que fuera necesario hasta que agotara todas las cargas de su láser!

Teg varió la correa de la vieja arma Harkonnen a una mejor posición en su hombro, colocándola lista para entrar en acción. Retiró la casi vacía carga de su moderno fusil láser, lo recargó, y apoyó el arma entre las rocas. Teg dudaba que tuviera la oportunidad de recargar la segunda arma. Dejemos que piensen ahí abajo que he agotado las cargas. Pero tenía dos pistolas Harkonnen en su cinturón como último recurso. Serían potentes a corta distancia. Algunos de los Maestros tleilaxu, aquellos que habían ordenado tal carnicería: ¡dejemos que se acerquen!

Con precaución, Teg alzó su largo rifle láser de la roca y retrocedió, metiéndose por entre las rocas de más arriba, deslizándose primero a la izquierda y luego a la derecha. Se detuvo en dos ocasiones para barrer las laderas bajo él con cortas descargas, como si quisiera conservar la carga del arma. No tenía sentido intentar ocultar sus movimientos. A aquella altura debían tener un rastreador de vida enfocado sobre él y, además, estaban las huellas en la nieve.

¡Lo inesperado! ¿Podía atraerlos hasta más cerca?

Bastante más arriba de la caverna de acceso al no–globo encontró una profunda depresión entre las rocas, con su fondo lleno de nieve. Teg se dejó caer en aquella posición, admirando el espléndido campo de tiro que su nueva ventaja le proporcionaba. Lo estudió brevemente: protegido por altos despeñaderos por detrás y escarpadas laderas por tres lados. Alzó cautelosamente la cabeza e intentó ver en torno a las rocas que le protegían por la parte de arriba.

Sólo silencio allí.

¿Había sido lanzado aquel grito por la gente de Burzmali?

Aunque así fuera, no había garantía de que Duncan y Lucilla pudieran escapar en esas circunstancias. Ahora todo dependía de Burzmali.

¿Es un hombre de tantos recursos como siempre creí?

No había tiempo de considerar las posibilidades o cambiar un solo elemento de la situación. La batalla había empezado. Estaba atrapado en ella. Teg inspiró profundamente y miró ladera abajo por encima de las rocas.

Sí, se habían recuperado y estaban reanudando el avance. Sin globos delatores esta vez, y silenciosamente. No más gritos de ánimo. Teg apoyó el largo rifle láser sobre una roca frente a él y barrió con un ardiente arco de izquierda a derecha, en una larga descarga, dejando que su intensidad disminuyera al final en una obvia falta de carga.

Descolgando la vieja arma Harkonnen, la preparó, aguardando en silencio. Esperarían que huyera colina arriba. Se agazapó detrás de las rocas protectoras, confiando en que hubiera el suficiente movimiento arriba suyo como para confundir a los rastreadores de vida. Seguía oyendo a gente allá abajo, en aquella ladera barrida por el fuego. Teg contó en silencio para sí mismo, calculando la distancia, sabiendo por su larga experiencia el tiempo que iban a necesitar los atacantes para llegar a alcance de tiro. Y escuchó atentamente en busca de otro sonido que conocía por anteriores encuentros con los tleilaxu: el seco ladrido de las órdenes dadas con aquellas agudas voces.

¡Ahí estaban!

Los Maestros se habían abierto en abanico más abajo de lo que había esperado. ¡Temibles criaturas! Teg ajustó el viejo fusil láser a máxima potencia, y se alzó de pronto de su nicho protector entre las rocas.

Vio el arco de Danzarines Rostro que avanzaban a la luz de los árboles y de la maleza ardiendo. Las agudas voces de mando procedían de atrás del avance, completamente fuera de la danzante luz anaranjada.

Apuntando por encima de las cabezas de los atacantes más cercanos, Teg enfocó el amasijo de llamas y apretó el gatillo: dos largas ráfagas, de un lado para otro. Se sintió momentáneamente sorprendido por la extensión de la energía destructiva de la antigua arma. Obviamente era el producto de un soberbio artesano, pero no había habido forma de probarla en el no–globo.

Esta vez, los gritos tenían un tono distinto: ¡agudo y frenético!

Teg bajó un poco su punto de mira y limpió la inmediata ladera de Danzarines Rostro, dejándoles sentir toda la fuerza de la energía láser, revelando que llevaba consigo más de un arma. Barrió de un lado a otro con un arco mortal, dando a sus atacantes todo el tiempo necesario de ver la carga agotarse en un eructo final.

¡Ahora! Habían sido engañados una vez, e iban a ser más cautelosos. Puede que quedara aún una posibilidad de reunirse con Duncan y Lucilla. Con aquel pensamiento llenando su mente, Teg se volvió y trepó fuera de su refugio, arrastrándose ladera arriba por entre las rocas. Al dar su quinto paso, creyó chocar contra una ardiente pared. Su mente tuvo tiempo de reconocer lo que había ocurrido: ¡el repentino golpe de un aturdidor directamente contra su rostro y pecho! Llegó directamente desde arriba, desde el lugar hacia donde había enviado a Duncan y Lucilla. El dolor y la irritación llenaron a Teg mientras se hundía en la oscuridad.

¡Otros podían hacer también lo inesperado!