Había un hombre al que le preguntaron qué era más importante, si un litrojón de agua o un enorme estanque lleno de agua. El hombre pensó durante un momento, y luego dijo: «El litrojón es más importante. Ninguna persona puede ser propietaria de un gran estanque lleno de agua. Pero un litrojón es algo que puedes ocultar bajo tu capa y salir corriendo con él. Nadie lo sabrá».
Los chistes del Antiguo Dune, Archivos Bene Gesserit
Había sido una larga sesión en la sala de prácticas del no–globo, Duncan en una jaula móvil realizando sus ejercicios, repentinamente consciente de que aquella serie particular de adiestramiento debería seguir hasta que su nuevo cuerpo se hubiera adaptado a las siete actitudes centrales de respuestas en combate contra un ataque desde ocho direcciones. Su traje verde de una sola pieza estaba empapado de sudor.
¡Veinte días llevaban con aquella única lección!
Teg conocía la antigua instrucción que Duncan estaba revisando allí, pero la conocía a través de distintos nombres y sentencias. Antes de que llevaran cinco días con ello, Teg empezaba a dudar ya de la superioridad de los métodos modernos.
Ahora estaba convencido de que Duncan estaba haciendo algo completamente nuevo… mezclando lo antiguo con lo que había aprendido en el Alcázar.
Teg permanecía sentado en su consola de control, tanto como observador que como participante. Las consolas que guiaban las peligrosas fuerzas–sombra en aquel ejercicio habían requerido un ajuste mental por parte de Teg, pero ahora se sentía familiarizado con ellas y dirigía el ataque con facilidad y frecuente inspiración.
Una Lucilla hirviendo de contenida rabia atisbaba ocasionalmente en la sala. Observaba, y luego se marchaba sin hacer ningún comentario. Teg no sabía lo que Duncan estaba haciendo con la Imprimadora, pero tenía la sensación de que el despertado ghola estaba jugando un juego dilatorio con su seductora. Ella no iba a permitir que aquello continuara mucho tiempo más, sabía Teg, pero aquello escapaba de sus manos. Duncan ya no era «demasiado joven» para la Imprimación. Aquel joven cuerpo llevaba dentro a un hombre maduro con la suficiente experiencia sobre la que basar sus propias decisiones.
Duncan y Teg habían permanecido en la sala durante toda la mañana, con una sola interrupción. Punzadas de hambre mordían a Teg, pero se sentía reluctante a parar la sesión. Las habilidades de Duncan habían ascendido hasta un nuevo nivel hoy, y seguía mejorando.
Teg, sentado en el asiento fijo de la consola de una jaula, hizo girar las fuerzas atacantes en una compleja maniobra, golpeando desde la izquierda, la derecha y arriba.
La armería de los Harkonnen había proporcionado una gran abundancia de esas exóticas armas e instrumentos de adiestramiento, algunos de los cuales Teg conocía tan sólo por los relatos históricos. Duncan los conocía todos, aparentemente, y de una forma tan íntima que causaba la admiración de Teg. Los cazadores–buscadores ajustados para penetrar un escudo de fuerza eran parte del sistema de sombras que estaban utilizando ahora.
—Disminuyen automáticamente su velocidad para penetrar el escudo —explicó Duncan con su voz de joven–viejo—. Por supuesto, si intentaran hacerlo demasiado rápido, el escudo los repelería.
—Los escudos de ese tipo han quedado casi completamente anticuados —dijo Teg—. Algunas pocas sociedades los mantienen todavía como un tipo de deporte, pero…
Duncan ejecutó una respuesta de celérea velocidad que hizo caer al suelo tres cazadores–buscadores lo suficientemente dañados como para requerir los servicios de mantenimiento del no–globo. Retiró la jaula y desconectó el sistema, pero la abandonó con aire despreocupado y se acercó a Teg, respirando fuerte pero no cansadamente. Mirando más allá de Teg, Duncan sonrió e hizo una inclinación de cabeza. Teg se volvió, pero apenas llegó a ver un ramalazo de las ropas de Lucilla mientras ésta desaparecía.
—Es como un duelo —dijo Duncan—. Ella intenta penetrar una guardia, y yo contraataco.
—Ve con cuidado —dijo Teg—. Es una completa Reverenda Madre.
—Conocí unas cuantas de ellas en mi tiempo, Bashar.
Una vez más, Teg se sintió confuso. Le habían advertido que debería reajustarse a aquel distinto Duncan Idaho, pero no había anticipado completamente las constantes exigencias mentales de ese reajuste. La expresión de los ojos de Duncan, en aquel mismo momento, era desconcertante.
—Nuestros papeles han cambiado un poco, Bashar —dijo Duncan. Tomó una toalla del suelo y se secó el rostro.
—Ya no estoy seguro de lo que puedo enseñarte —admitió Teg. Confiaba, sin embargo, en que Duncan hiciera caso de su advertencia acerca de Lucilla. ¿Imaginaba Duncan que las Reverendas Madres de aquellos antiguos tiempos eran idénticas a las mujeres de hoy? Teg pensó que era muy poco probable. Al igual que todo el resto de la vida, la Hermandad evolucionaba y cambiaba.
A Teg le resultaba obvio que Duncan había llegado a una decisión respecto al lugar que ocupaba en las maquinaciones de Taraza. Duncan no estaba simplemente dejando transcurrir el tiempo. Estaba adiestrando su cuerpo hasta un límite escogido personalmente, y había hecho ya su juicio sobre la Bene Gesserit.
Ha hecho este juicio basándose en datos insuficientes, pensó Teg.
Duncan dejó caer la toalla y se la quedó mirando por un momento.
—Déjame ser el juez de lo que puedes enseñarme, Bashar. —Se volvió hacia él y contempló con ojos entrecerrados a Teg sentado en la jaula.
Teg inspiró profundamente. Captó el débil olor a ozono de todo aquel duradero equipo Harkonnen ayudando a Duncan a prepararse para volver a la acción. El sudor del ghola era un ácido dominante.
Duncan estornudó.
Teg se envaró, reconociendo el omnipresente polvo de sus actividades. A veces podía ser saboreado más que olido. Alcalino. Dominándolo todo había la fragancia de los depuradores de aire y los regeneradores de oxígeno. Había un claro aroma floral en todo el sistema, pero Teg no podía identificar la flor. Durante el mes de su ocupación, el globo había adquirido también olores humanos, insinuados lentamente en el compuesto original… sudor, olores de cocina, la acidez nunca eliminada del todo del reciclaje de desechos. Para Teg, esos recordatorios de su presencia eran extrañamente ofensivos. Y se descubrió a si mismo oliendo y escuchando en busca de sonidos de intrusión… algo más que los ecos de sus propios pasos y los ahogados sonidos metálicos de la zona de la cocina.
La voz de Duncan interrumpió:
—Eres un hombre extraño, Bashar.
—¿Qué quieres decir?
—Es tu parecido al Duque Leto. La identidad facial es sorprendente. Él era un poco más bajo que tú, pero la identidad…
—Agitó la cabeza, pensando en los designios de la Bene Gesserit detrás de aquellas marcas genéticas en el rostro de Teg… aquella expresión de halcón, aquellos pliegues, y sobre todo aquella sensación interna, aquella seguridad de su superioridad moral.
¿Cuán moral y cuán superior?
Según las grabaciones que había visto en el Alcázar (y Duncan estaba seguro de que habían sido colocadas allí especialmente para que él las descubriera), la reputación de Teg era casi universal en la sociedad humana de su época. En la Batalla de Markon, había sido suficiente para el enemigo saber que Teg en persona era su oponente. Habían aceptado todos los términos de la rendición. ¿Era eso cierto?
Duncan miró a Teg en la consola de la jaula y le planteó la pregunta.
—La reputación puede ser una hermosa arma —dijo Teg—. A menudo derrama menos sangre.
—En Arbelough, ¿por qué acudiste al frente de tus tropas? —preguntó Duncan.
Teg mostró su sorpresa.
—¿Dónde has sabido eso?
—En el Alcázar. Podías haber resultado muerto. ¿De qué hubiera servido?
Teg se recordó a sí mismo que aquella joven carne de pie ante él contenía conocimientos desconocidos, que debían guiar la búsqueda de información de Duncan. Era en esa zona desconocida, sospechaba Teg, en donde Duncan era más valioso para la Hermandad.
—Tuvimos grandes pérdidas en Arbelough en los dos días anteriores —dijo Teg—. Fallé en efectuar una evaluación correcta del miedo y el fanatismo del enemigo.
—Pero el riesgo de…
—Mi presencia en el frente dijo a mi propia gente: «Comparto vuestros riesgos».
—Las grabaciones del Alcázar dicen que Arbelough fue pervertido por Danzarines Rostro. Patrin me dijo que pusiste el veto cuando tus ayudantes te pidieron barrer completamente el planeta, esterilizarlo y…
—Tú no estabas allí, Duncan.
—Estoy intentando estar. De modo que perdonaste a tus enemigos, en contra de todos los consejos.
—Excepto a los Danzarines Rostro.
—Pero entonces avanzaste desarmado entre las fuerzas enemigas y antes de que ellos hubieran depuesto sus armas.
—Para asegurarles que no iban a ser maltratados.
—Eso fue muy peligroso.
—¿De veras? Muchos de ellos se unieron a nuestras filas para el asalto final en Kroinin, donde derrotamos a las fuerzas anti–Hermandad.
Duncan miró a Teg. Aquel viejo Bashar no sólo se parecía al Duque Leto en su apariencia, sino que poseía también sus antiguos enemigos. Teg había dicho que descendía de Ghanima de los Atreides, pero tenía que haber allí más que eso. Las formas en que la Bene Gesserit dominaba las líneas genéticas lo maravillaban.
—Volvamos a las prácticas —dijo Duncan.
—No te agotes demasiado.
—Olvídalo, Bashar. Recuerdo un cuerpo tan joven como este, y precisamente aquí en Giedi Prime.
—¡Gammu!
—Fue rebautizado adecuadamente, pero mi cuerpo sigue recordando el nombre original. Es por eso por lo que me enviaron aquí. Lo sé.
Por supuesto que lo sabe, pensó Teg.
Reanimado por el breve descanso, Teg introdujo un nuevo elemento en el ataque y envió una repentina línea ardiente contra el flanco izquierdo de Duncan.
¡Cuán fácilmente paró Duncan el ataque!
Estaba utilizando una extrañamente mezclada variante de las cinco actitudes, en la que cada respuesta parecía inventada el momento antes de ser necesitada.
—Cada ataque es una pluma flotando en la carretera del infinito —dijo Duncan. Su voz no daba muestras de cansancio—. Cuando la pluma se acerca, es desviada y apartada.
Mientras hablaba, bloqueó el elaborado ataque y contraatacó.
La lógica Mentat de Teg siguió los movimientos hasta lo que reconoció como lugares peligrosos. ¡Dependencias y troncos clave!
Duncan esquivó el ataque, moviéndose por delante de él adecuando sus movimientos antes que respondiendo. Teg se vio obligado a utilizar todas sus habilidades mientras las fuerzas–sombra ardían y se agitaban en el suelo. La agitada figura de Duncan en su jaula móvil danzaba por el espacio entre ellas. Ninguno de los contadores de los cazadores–buscadores de Teg alcanzó la moviente figura. Duncan estaba sobre ellos, debajo de ellos, pareciendo totalmente despreocupado del auténtico dolor que aquel equipo podía proporcionarle.
Una vez más, Duncan incrementó la velocidad de su ataque. Un estallido de dolor ascendió relampagueante por el brazo izquierdo de Teg desde su mano posada sobre los controles hasta su hombro.
Con una seca exclamación, Duncan desconectó el equipo.
—Lo siento, Bashar. Fue una soberbia defensa por tu parte, pero me temo que la edad te traicionó.
Una vez más, Duncan cruzó la sala y se detuvo ante Teg.
—Un pequeño dolor para recordarme el dolor que te causé —dijo Teg. Se frotó su hormigueante brazo.
—Culpemos al calor del momento —dijo Duncan—. Ya hemos trabajado lo suficiente por ahora.
—Todavía no —dijo Teg—. No es suficiente fortalecer tan sólo tus músculos.
Ante las palabras de Teg, Duncan notó que una sensación de alerta recorría todo su cuerpo. Captó el desorganizado toque de aquello incompleto que lo que había despertado no había conseguido revelar. Algo agazapado dentro de él, pensó Duncan. Era como un tenso muelle aguardando a ser soltado.
—¿Qué más piensas hacer? —preguntó Duncan. Su voz sonó ronca.
—Tu supervivencia está aquí en la balanza —dijo Teg—. Todo esto se ha hecho para salvarte y llevarte a Rakis.
—¡Por razones de la Bene Gesserit, que tú dices no conocer!
—No las conozco, Duncan.
—Pero eres un Mentat.
—Los Mentats necesitan datos para efectuar proyecciones.
—¿Crees que Lucilla lo sabe?
—No estoy seguro, pero déjame advertirte contra ella. Tiene órdenes de llevarte a Rakis preparado para lo que debes hacer allí.
—¿Debo? —Duncan agitó de un lado a otro su cabeza—. ¿No soy mi propia persona, con derecho a tomar mis propias decisiones? ¿Qué crees que has despertado aquí, un maldito Danzarín Rostro capaz únicamente de obedecer órdenes?
—¿Estás diciéndome que no vas a ir a Rakis?
—Estoy diciéndote que tomaré mis propias decisiones cuando sepa qué es lo que debo hacer. No soy un asesino a sueldo.
—¿Crees que yo lo soy, Duncan?
—Creo que eres un hombre honorable, alguien a quien hay que admirar. Dame el crédito suficiente para tener mis propios estándares de deber y honor.
—Se te ha ofrecido otra posibilidad de vida y…
—Pero tú no eres mi padre y Lucilla no es mi madre. ¿Imprimadora? ¿Para qué espera prepararme?
—Es posible que ella tampoco lo sepa, Duncan. Como yo, puede que ella sea tan sólo parte del designio general. Sabiendo cómo trabaja la Hermandad, eso es lo más probable.
—Así que vosotros dos solamente me adiestráis y me entregáis a Arrakis. ¡Aquí está el paquete que encargasteis!
—Este es un universo muy distinto de aquél en el que naciste originalmente —dijo Teg—. Como ocurría en tus días, poseemos todavía una Gran Convención contra las atómicas y las pseudoatómicas de interacción pistolas láser–escudos. Seguimos diciendo que los ataques a traición están prohibidos. Hay papeles esparcidos por todas partes en los que hemos puesto nuestras firmas, pero…
—Pero las no–naves han cambiado las bases de todos esos tratados —dijo Duncan—. Creo que aprendí mi historia bastante bien en el Alcázar. Dime, Bashar, ¿por qué hizo el hijo de Paul que los tleilaxu le proporcionaran un ghola de mí, ¡centenares de gholas de mí!, durante todos esos miles de años?
—¿El hijo de Paul?
—Las grabaciones del Alcázar lo llaman el Dios Emperador. Vosotros lo llamáis Tirano.
—Oh, no creo que sepamos por qué lo hizo. Quizá estaba solo y deseaba a alguien de…
—¡Me habéis traído de vuelta para enfrentarme al gusano! —dijo Duncan.
¿Es eso lo que estamos haciendo?, se preguntó Teg. Habían considerado aquella posibilidad más de una vez, pero era tan sólo algo más en los planes de Taraza. Teg sentía aquello con todas las fibras de su adiestramiento Mentat. ¿Lo sabía Lucilla? Teg no se engañaba a sí mismo acerca de la posibilidad de arrancar alguna revelación de una completa Reverenda Madre. No… tendría que aguardar su momento, aguardar y observar y escuchar. A su propia manera, eso era obviamente lo que Duncan había decidido. ¡Era peligroso contrariar a Lucilla!
Teg agitó la cabeza.
—Realmente, Duncan, no lo sé.
—Pero cumples órdenes.
—Por mi juramento de fidelidad a la Hermandad.
—Engaños, deshonestidades… todo ello son palabras vacías cuando está en juego la supervivencia de la Hermandad —citó Duncan sus propias palabras.
—Sí, yo dije eso —admitió Teg.
—Confío en ti ahora porque lo dijiste —dijo Duncan. Pero no confío en Lucilla.
Teg hundió la barbilla en su pecho. Peligroso… peligroso… Mucho más lentamente de lo que lo había hecho antes, Teg apartó su atención de tales pensamientos y se dedicó al proceso de limpieza mental, concentrándose en las necesidades que Taraza había depositado sobre sus hombros.
«Vos sois mi Bashar».
Duncan estudió al Bashar por un momento. Las líneas del cansancio eran obvias en el rostro del viejo hombre. Duncan recordó de pronto la gran edad de Teg, preguntándose si alguna vez los hombres como Teg se habrían sentido tentados de acudir a los tleilaxu y convertirse en gholas. Probablemente no. Sabían que podían convertirse en marionetas de los tleilaxu.
Aquel pensamiento inundó la consciencia de Duncan, manteniéndole tan claramente inmóvil que Teg, alzando su mirada, lo comprendió inmediatamente.
—¿Ocurre algo?
—Los tleilaxu me han hecho algo, algo que no os han dicho —murmuró Duncan con voz ronca.
—¡Exactamente lo que temíamos! —Era Lucilla hablando desde el umbral detrás de Teg. Avanzó hasta situarse a dos pasos de Duncan—. He estado escuchando. Los dos sois muy informativos.
Teg habló rápidamente, esperando amortiguar la irritación que captaba en ella.
—Hoy ha dominado las siete actitudes.
—Golpea como el fuego —dijo Lucilla—, pero recordad que nosotras, las de la Hermandad, fluimos como el agua y llenamos todos los lugares. —Miró a Teg—. ¿No veis que nuestro ghola ha ido más allá de las actitudes?
—Ninguna posición fijada, ninguna actitud —dijo Duncan. Teg miró cortante a Duncan, que permanecía de pie con cabeza erguida, la frente lisa, los ojos claros mientras le devolvía la mirada a Teg. Duncan había crecido sorprendentemente en el corto tiempo desde que había sido despertado a sus memorias originales.
—¡Maldito seáis, Miles! —murmuró Lucilla.
Pero Teg mantenía su atención centrada en Duncan. Todo el cuerpo del joven parecía conectado a un nuevo tipo de vigor. Había un equilibrio en él que no estaba allí antes.
Duncan trasladó su atención a Lucilla.
—¿Crees que vas a fallar en tu misión?
—Seguro que no —dijo ella—. Sigues siendo un macho. Y pensó: Sí, ese joven cuerpo debe fluir ardiente con los jugos de la procreación. Los deflagradores hormonales están todos intactos y susceptibles de ser accionados. Su actitud actual, sin embargo, y la forma en que la miraba, la obligaron a alzar su consciencia a nuevos niveles más energéticos.
—¿Qué es lo que te han hecho los tleilaxu? —preguntó.
Duncan habló con una petulancia que no sentía:
—Oh Gran Imprimadora, si lo supiera te lo diría.
—¿Crees que estamos jugando a algún juego? —preguntó ella.
—¡No conozco cuál puede ser ese juego!
—En estos momentos, mucha gente sabe que no estamos en Rakis, donde se esperaba que huyéramos —dijo ella.
—Y Gammu hormiguea con gente regresada de la Dispersión —dijo Teg—. Tienen el número suficiente como para explorar muchas posibilidades aquí.
—¿Quién sospecharía de la existencia de un no–globo perdido de los días Harkonnen? —preguntó Duncan.
—Cualquiera que trace la asociación entre Rakis y Dar–es–Balat —dijo Teg.
—Si crees que se trata de un juego, considera las urgencias del mismo —dijo Lucilla. Giró sobre uno de sus pies para concentrase en Teg—. ¡Y vos habéis desobedecido a Taraza!
—¡Estáis equivocada! He hecho exactamente lo que se me ordenó que hiciera. Soy un Bashar, y vos olvidáis lo bien que ella me conoce.
Con una brusquedad que la sumió en un impresionado silencio, las sutilezas de las maniobras de Taraza se imprimieron en la consciencia de Lucilla.
¡Somos peones!
Qué delicado tacto había demostrado siempre Taraza en la forma en que movía sus peones. Lucilla no se sintió disminuida por la realización de que era un peón. Aquel era un conocimiento fomentado y adiestrado en toda Reverenda Madre de la Hermandad. Incluso Teg lo sabía. No disminuida, no. Todo lo que les rodeaba escaló la consciencia de Lucilla. Se sintió admirada por las palabras de Teg. Cuán somera había sido su anterior visión de las fuerzas dentro de las cuales estaban inmersos. Era como si hubiera visto únicamente la superficie de un río turbulento y, desde allí, hubiera captado un atisbo de las corrientes que se movían en sus profundidades. Ahora, sin embargo, sentía el fluir a todo su alrededor, y una desalentadora convicción.
Los peones son sacrificables.