24

La larga mesa a la derecha está dispuesta para un banquete de liebre del desierto asada con salsa cepeda. Los demás platos, siguiendo las agujas del reloj hacía la derecha a partir del extremo más alejado de la mesa, son aplomaje sirtano, chukka a la gelatina, café con melange (nótese el halcón crestado de los Atreides en la urna), pot–a–oie y, en la botella de cristal de Balut, burbujeante vino de Caladan. Nótese el antiguo detector de venenos oculto en el candelabro.

Dar–es–Balat, descripción de una escena en un museo

Teg encontró a Duncan en el diminuto comedor junto a la resplandeciente cocina del no–globo. Deteniéndose en la entrada del comedor, Teg estudió cuidadosamente a Duncan: ocho días allí, y el muchacho parecía haberse recuperado finalmente de la peculiar ira que se había apoderado de él apenas entrar en el tubo de acceso al globo.

Habían entrado a través de una poco profunda cueva llena con el almizcleño olor de un oso nativo. Las rocas en la parte de atrás de la osera no eran rocas, aunque hubieran engañado incluso al más sofisticado examen. Una ligera protuberancia en las rocas hacía bascular todo el conjunto si uno sabía o encontraba por casualidad el código secreto. Aquel movimiento circular abría toda la parte de atrás de la cueva.

El tubo de acceso, brillantemente iluminado de forma automática una vez sellada de nuevo la entrada tras ellos, estaba decorado con grifos Harkonnen en paredes y techo. Teg se sintió impresionado ante la imagen de un joven Patrin penetrando por primera vez en aquel lugar (¡La impresión! ¡La maravilla! ¡La excitación!), y no observó la reacción de Duncan hasta que un bajo gruñido llenó todo el cerrado espacio.

Duncan siguió gruñendo (era casi un gemido), los puños crispados, la mirada clavada en los grifos Harkonnen a lo largo de la pared de la derecha. Ira y confusión luchaban por la supremacía en su rostro. Alzó ambos puños y los aplastó contra la figura rampante, haciendo que sus manos sangraran.

—¡Malditos sean en los más profundos pozos del infierno! —gritó.

Era una maldición extrañamente madura brotando de aquella boca juvenil.

Al mismo instante de pronunciar aquellas palabras, Duncan fue presa de incontrolados estremecimientos. Lucilla lo rodeó con un brazo y apretó su nuca de una forma suave, casi sensual, hasta que los estremecimientos cesaron.

—¿Por qué he hecho esto? —susurró Duncan.

—Lo sabrás cuando te sean restauradas tus memorias originales —dijo ella.

—Harkonnen —murmuró Duncan, y su rostro enrojeció violentamente. Alzó la vista hacia Lucilla—. ¿Por qué los odio tanto?

—Las palabras no pueden explicarlo —dijo ella—. Tendrás que aguardar a las memorias.

—¡No quiero las memorias! —Duncan lanzó una sorprendida mirada a Teg—. ¡Sí! Si, las quiero.

Más tarde, mientras miraba a Teg en el comedor del no–globo, Duncan volvió a pensar en aquel momento.

—¿Cuándo, Bashar? —preguntó.

—Pronto.

Teg miró a su alrededor. Duncan permanecía sentado solo en la mesa autolimpiante, un vaso de líquido marrón frente a él. Teg reconoció el olor: uno de los muchos productos a base de especia de los depósitos de entropía nula. Los depósitos eran una auténtica casa del tesoro de alimentos exóticos, ropas, armas, y otros artefactos… un museo cuyo valor era imposible calcular. Había una delgada capa de polvo por todo el globo, pero ninguna de las cosas almacenadas allí se había deteriorado. Toda la comida tenía entre sus componentes la melange, no a un nivel de adicto a menos que uno fuera un glotón, pero siempre apreciable. Incluso las frutas en conserva estaban espolvoreadas con especia.

El líquido marrón en el vaso de Duncan era una de las cosas que Lucilla había probado y había calificado de nutritivas. Teg no sabía exactamente cómo las Reverendas Madres hacían esto, pero su propia madre era capaz de ello. Un ligero paladeo, y sabía la composición de la comida o bebida.

Una mirada al ornamentado reloj en la pared le dijo a Teg que era más tarde de lo que pensaba, muy entrada la tercera hora de su arbitraria tarde. Duncan debería estar en la improvisada sala de prácticas, pero ambos habían visto a Lucilla dirigirse a la parte superior del globo, y Teg veía aquello como una posibilidad de hablar los dos sin ser observados.

Tomando una silla, Teg se sentó en el lado opuesto de la mesa.

—¡Odio esos relojes! —dijo Duncan.

—Lo odias todo aquí —dijo Teg, pero echó una segunda mirada al reloj. Era otra antigüedad, una esfera redonda con dos manecillas analógicas y un segundero digital. Las dos manecillas eran priapeanas… figuras humanas desnudas: un largo hombre con un enorme falo y una pequeña mujer con las piernas abiertas. Cada vez que las dos manecillas se juntaban, el hombre parecía estar penetrando a la mujer.

—Vulgar —reconoció Teg. Señaló a la bebida de Duncan—. ¿Te gusta esto?

—Está bien, señor. Lucilla dice que debo tomarlo después del ejercicio.

—Mi madre acostumbraba a prepararme una bebida similar para después de un ejercicio duro —dijo Teg. Se inclinó hacia adelante e inhaló, recordando su sabor, el regusto a melange en su nariz.

—Señor, ¿cuánto tiempo vamos a permanecer aquí? —preguntó Duncan.

—Hasta que seamos hallados por la gente adecuada o hasta que estemos seguros de que no vamos a ser encontrados.

—Pero… aislados aquí, ¿cómo vamos a saberlo?

—Cuando yo juzgue que es el momento, tomaré la manta de camuflaje de vida y empezare a montar guardia fuera.

—¡Odio este lugar!

—Obviamente. ¿Pero no has aprendido nada acerca de la paciencia?

Duncan hizo una mueca.

—Señor, ¿por qué seguís impidiendo que me quede a solas con Lucilla?

Teg, que mientras Duncan hablaba estaba exhalando el aliento, contuvo unos momentos la respiración, luego siguió respirando. Comprendió que el muchacho se había dado cuenta. Entonces, si Duncan lo sabía, ¡Lucilla también lo sabía!

—No creo que Lucilla sepa lo que vos estáis haciendo, señor —dijo Duncan—, pero resulta algo obvio. —Miró a su alrededor—. Si este lugar no atrajera tanto su atención… ¿Dónde va tan a menudo?

—Creo que ha subido a la biblioteca.

—¡La biblioteca!

—Admito que es primitiva, pero no deja de ser fascinante. —Teg alzó su mirada hacia las volutas ornamentales del cercano techo de la cocina. El momento de la decisión había llegado. No podía confiar en que Lucilla siguiera distraída mucho más tiempo. Teg compartía su fascinación, sin embargo. Era fácil perderse entre aquellas maravillas. El complejo del no–globo, de unos doscientos metros de diámetro, era un fósil que se había conservado intacto. Teg sospechaba que era mucho más antiguo que el propio Tirano.

Cuando hablaba de ello, la voz de Lucilla adoptaba una cualidad ronca y susurrante.

—Seguro que el Tirano supo de este lugar.

La consciencia Mentat de Teg se había visto inmersa inmediatamente en aquella sugerencia. ¿Por qué habría permitido el Tirano que la Familia Harkonnen derrochara tanto de lo que quedaba de su fortuna en una empresa como aquella?

Quizá por esa misma razón… para arruinarla.

El costo en sobornos y en cargamentos de la Cofradía de los elementos ixianos debía haber sido astronómico.

—¿Sabía el Tirano que algún día nosotros íbamos a necesitar este lugar? —había preguntado Lucilla.

Pensando en los poderes prescientes que Leto II había demostrado tan a menudo, Teg se había mostrado de acuerdo con aquello.

Mirando a Duncan sentado frente a él, Teg sintió que el vello de su nuca se erizaba. Había algo sobrenatural en aquel escondite Harkonnen, como si el propio Tirano hubiera estado allí. ¿Qué les había ocurrido a los Harkonnen que lo habían construido? Teg y Lucilla no habían encontrado absolutamente ningún indicio del porqué el globo había sido abandonado.

Ninguno de ellos podía recorrer el no–globo sin experimentar un agudo sentido de la historia. Teg se veía constantemente confundido por preguntas sin respuesta.

Lucilla también había comentado aquello.

—¿Dónde fueron? No hay nada en mis otras Memorias que me proporcione el más ligero indicio.

—Tal vez el Tirano los atrajo fuera de aquí y los mató.

—Voy a volver a la biblioteca. Tal vez hoy encuentre algo.

Durante los primeros dos días de su ocupación, el globo había recibido un atento examen por parte de Lucilla y Teg. Un silencioso y hosco Duncan les seguía como si temiera quedarse solo. Cada nuevo descubrimiento los maravillaba o los impresionaba.

¡Veintiún esqueletos conservados en plaz transparente a lo largo de una pared cerca del centro! Macabros observadores de cualquiera que pasara por allí hasta las cámaras de la maquinaria y los almacenes de entropía nula.

Patrin había advertido a Teg acerca de los esqueletos. En una de sus primeras exploraciones juveniles del globo, Patrin había encontrado grabaciones que decían que los muertos eran los artesanos que habían construido el lugar, todos ellos asesinados por los Harkonnen para conservar el secreto.

Por todo lo demás, el globo era una notable realización, un lugar encapsulado fuera del Tiempo, sellado de todo lo externo. Después de todos aquellos milenios, su maquinaria sin fricción seguía creando una proyección mimética que incluso los más modernos instrumentos no podían distinguir del entorno de rocas y polvo.

—¡La Hermandad debe conseguir este lugar intacto! —no dejaba de decir Lucilla—. ¡Es un auténtico tesoro! ¡Incluso conservaban aquí las grabaciones de las líneas genéticas de su familia!

Aquello no era todo lo que los Harkonnen habían conservado allí. Teg seguía sintiéndose repelido por los sutiles y vulgares toques en casi todo lo que contenía el globo. ¡Cómo aquel reloj! Ropas, instrumentos para mantener el entorno, para educación y placer… todo estaba marcado por aquella compulsión Harkonnen de halagar su despreocupado sentimiento de superioridad con respecto a toda la demás gente y a todos los demás estándares.

Una vez más, Teg pensó en Patrin como un joven en aquel lugar, probablemente no mayor que aquel ghola. ¿Qué había impulsado a Patrin a mantener el secreto incluso ante su propia esposa durante tantos años? Patrin nunca había hablado de las razones de ello, pero Teg había efectuado sus propias deducciones. Una infancia infeliz. La necesidad de poseer su propio lugar secreto. Amigos que no eran amigos sino tan sólo gente esperando burlarse de él. A ninguno de aquellos compañeros se le permitiría nunca compartir una maravilla como aquella. ¡Eso era! Se trataba de algo más que de un lugar de solitaria seguridad. Había sido el toque privado de victoria de Patrin.

Pasé muchas horas felices ahí, Bashar. Todo sigue funcionando todavía. Las grabaciones son antiguas pero excelentes una vez captas el dialecto. Hay muchos conocimientos en el lugar. Pero lo comprenderéis cuando estéis allí. Comprenderéis muchas cosas que yo nunca os he dicho.

La antigua sala de prácticas mostraba señales del frecuente uso de Patrin. Había cambiado la codificación de las armas en algunos de los autómatas, de una forma que Teg reconoció. Los contadores de tiempo hablaban de horas de tortura muscular en los complicados ejercicios. Aquel globo explicaba las habilidades que Teg siempre había considerado notables en Patrin. Sus talentos naturales habían sido adquiridos allí.

Los autómatas del no–globo eran otro asunto.

La mayoría de ellos representaban un desafío a las antiguas prohibiciones contra tales artilugios. Más que eso, algunos habían sido diseñados para funciones de placer que confirmaban las más desagradables historias que Teg había oído acerca de los Harkonnen. ¡El dolor como placer! A su propia manera, aquellas cosas explicaban la absoluta e inflexible moralidad que Patrin se había llevado de Gammu.

La revulsión creaba sus propios esquemas.

Duncan dio un largo sorbo a su bebida y miró a Teg por encima del borde de su vaso.

—¿Por qué has venido aquí abajo solo cuando te pedí que completaras la última ronda de ejercicios? —preguntó Teg.

—Los ejercicios no tienen sentido. —Duncan depositó su vaso.

Bien, Taraza, estabas equivocada, pensó Teg. Ha decidido independizarse por completo antes de lo que tú predecías.

También Duncan había dejado de dirigirse a su Bashar con el apelativo de «señor».

—¿Me has desobedecido?

—No exactamente.

—Entonces, ¿qué es exactamente lo que estás haciendo?

—¡Tengo que saber!

—No te va a gustar mucho cuando sepas.

Duncan pareció desconcertado.

¿Señor?

¡Ahhh, el «señor» ha vuelto!

—He estado preparándote para ciertas clases de muy intenso dolor —dijo Teg—. Es necesario antes de que pueda restaurarte tus memorias originales.

—¿Dolor, señor?

—No conocemos otra forma de hacer regresar al Duncan Idaho original… el que murió.

—Señor, si podéis hacer eso, lo único que sentiré es agradecimiento hacia vos.

—Eso es lo que dices. Pero entonces puede que solamente me veas como un látigo más en manos de aquellos que te han devuelto a la vida.

—¿No es mejor saber, señor?

Teg se pasó el dorso de una mano por su boca.

—Si me odias… no podré culparte por ello.

—Señor, si vos estuvierais en mi lugar, ¿qué sentiríais? —La postura de Duncan, el tono de su voz, su expresión facial… todo ello indicaba una temblorosa confusión.

Mejor así, pensó Teg. Los pasos del proceso tenían que ser conducidos con una precisión que exigía que cada respuesta del ghola fuera interpretada con cuidado. Duncan estaba ahora lleno de inseguridad. Deseaba algo, y al mismo tiempo lo temía.

—¡Sólo soy tu maestro, no tu padre! —dijo Teg.

Duncan se echó hacia atrás ante la dureza del tono.

—¿No sois mi amigo?

—Esa es una calle con dos direcciones. El Duncan Idaho original deberá responder por sí mismo a eso.

Una expresión velada cubrió los ojos de Duncan.

—¿Recordaré este lugar, el Alcázar, Schwangyu y…?

—Todo. Albergarás una especie de memoria de doble visión durante un tiempo, pero lo recordarás todo.

Una expresión cínica apareció en el rostro del joven y, cuando habló, lo hizo con amargura.

—Así que vos y yo seremos camaradas.

Con todo el mando y la presencia de un Bashar en su voz, Teg siguió con precisión las instrucciones del despertar.

—No me siento particularmente interesado en convertirme en tu camarada. —Clavó una inquisitiva mirada en el rostro de Duncan—. Puede que te conviertas en un Bashar algún día. Creo que es posible que tengas madera para ello. Pero yo llevaré ya mucho tiempo muerto por aquel entonces.

—¿Sólo sois camarada con los Bashar?

—Patrin era mi camarada, y nunca llegó más allá de jefe de pelotón.

Duncan contempló su vaso vacío, luego miró a Teg.

—¿Por qué no tomáis nada? También habéis trabajado duro ahí arriba.

Una pregunta perspicaz. No debía subestimar a aquel joven. Sabía que compartir la comida era uno de los más antiguos rituales de asociación.

—El olor de tu bebida ha sido suficiente —dijo Teg—. Viejas memorias. No las necesito precisamente ahora.

—Entonces, ¿por qué habéis bajado?

Ahí estaba, revelado en la joven voz… esperanza y miedo. Deseaba que Teg dijera una cosa en particular.

—Quería tomar una medida exacta de hasta cuán lejos te habían llevado esos ejercicios —dijo Teg—. Necesitaba bajar aquí y mirarte.

—¿Por qué tan exacta?

¡Esperanza y miedo! Era el momento de variar cuidadosamente el enfoque.

—Nunca antes había adiestrado a un ghola.

Ghola. La palabra quedó suspendida entre ellos, colgando junto con los olores de la cocina que los filtros del globo no habían acabado de barrer del aire. ¡Ghola! La palabra se enredaba con el fuerte olor a especia procedente del vaso vacío de Duncan.

Duncan se inclinó hacia adelante sin hablar, con expresión ansiosa. Una observación de Lucilla acudió a la mente de Teg: Sabe cómo utilizar el silencio.

Cuando resultó obvio que Teg no iba a extenderse sobre aquella simple afirmación, Duncan se reclinó en su asiento con una expresión decepcionada. La comisura izquierda de su boca se curvó hacia abajo, una hosca y malhumorada expresión. Todo se iba enfocando hacia adentro de la forma en que tenía que hacerlo.

—No viniste aquí abajo para estar solo —dijo Teg—. Viniste para ocultarte. Sigues ocultándote aquí dentro y crees que nadie va a encontrarte nunca.

Duncan puso una mano ante su boca. Era un gesto señal que Teg había estado aguardando. Las instrucciones para aquel momento eran claras: «El ghola desea que sean despertadas sus memorias originales y lo teme al mismo tiempo. Esta es la principal barrera que hay que derribar».

—¡Quítate la mano de la boca! —ordenó Teg.

Duncan dejó caer su mano como si acabara de recibir una quemadura. Miró a Teg como un animal atrapado.

«Habla con la verdad», advertían las instrucciones de Teg. «En este momento, con todos los sentidos ardiendo, el ghola verá en tu corazón».

—Quiero que sepas —dijo Teg— que lo que la Hermandad me ha ordenado que te haga es algo que me desagrada.

Duncan pareció encogerse sobre sí mismo.

—¿Qué es lo que os ha ordenado que hagáis?

—Las habilidades que se me ordenó enseñarte tienen un fallo.

—¿Un fallo?

—Parte de ellas son adiestramiento comprensivo, la parte intelectual. En este aspecto, has sido llevado hasta el nivel de un comandante de regimiento.

—¿Mejor que Patrin?

—¿Por qué deberías ser mejor que Patrin?

—¿No era él vuestro camarada?

—Sí.

—¡Dijisteis que nunca fue más allá de jefe de pelotón!

—Patrin era completamente capaz de tomar el mando de toda una fuerza multiplanetaria. Era un mago táctico cuya sabiduría empleé en multitud de ocasiones.

—Pero dijisteis que nunca…

—Él lo quiso así. Su escaso rango le dio el toque común que ambos consideramos útil muchas veces.

—¿Comandante de un regimiento? —La voz de Duncan era poco más que un susurro. Se quedó mirando el sobre de la mesa.

—Posees una comprensión intelectual de las funciones, un poco impetuoso quizá, pero normalmente la experiencia se encarga de pulir eso. Las armas de tus talentos son superiores a las de tu edad.

Sin mirar a Teg, Duncan preguntó:

—¿Cuál es mi edad… señor?

Tal como prevenían las instrucciones: El ghola dará vueltas en torno a la cuestión central. «¿Cuál es mi edad?». ¿Cuán viejo es un ghola?

Con voz fríamente acusadora, Teg dijo:

—Si deseas saber tu edad–ghola, ¿por qué no preguntas eso?

—¿Cuál… cuál es esa edad, señor?

Había una carga tal de desdicha en la joven voz que Teg sintió que las lágrimas empezaban a brotar en las comisuras de sus ojos. También se le había advertido acerca de esto.

«¡No reveles demasiada compasión!» Teg cubrió el momento carraspeando. Dijo:

—Esa es una pregunta que sólo tú puedes responder.

Las instrucciones eran explícitas: «¡Vuélvelo todo sobre él! Mantenlo enfocado hacia dentro. El dolor emocional es tan importante en este proceso como el dolor físico».

Un profundo suspiro hizo estremecer a Duncan. Cerró fuertemente los ojos. Cuando Teg se había sentado al otro lado de la mesa, Duncan había pensado: ¿Es el momento? ¿Va a hacerlo ahora? Pero el tono acusador de Teg, los ataques verbales, eran completamente inesperados. Y ahora Teg sonaba condescendiente.

¡Se muestra condescendiente conmigo!

Una cínica rabia brotó dentro de Duncan. ¿Lo consideraba Teg un estúpido tan grande que podía ser engañado por las vulgares maniobras de un comandante? El tono de voz y la actitud por sí mismos pueden subyugar la voluntad de otro. Duncan captó algo más en la condescendencia, sin embargo: un núcleo de plastiacero que no podía ser penetrado. Integridad… finalidad. Y Duncan había visto asomar las lágrimas, el gesto que las cubría.

Abriendo los ojos y mirando directamente a Teg, Duncan dijo:

—No pretendo ser irrespetuoso ni ingrato ni rudo, señor. Pero no puedo seguir adelante sin respuestas.

Las instrucciones de Teg eran claras: «Sabrás cuando el ghola alcance el punto de desesperación. Ningún ghola intentará ocultar esto. Es algo intrínseco a su psique. Lo reconocerás en su voz y actitud».

Duncan había alcanzado casi el punto crítico. Ahora para Teg era obligatorio el silencio. Forzar a Duncan a responder él mismo a sus preguntas, a tomar su propio rumbo.

—¿Sabéis que en una ocasión pensé en matar a Schwangyu? —dijo Duncan.

Teg abrió la boca, y la volvió a cerrar sin emitir ni un sonido. ¡Silencio! ¡Pero el muchacho estaba hablando en serio!

—Tenía miedo de ella —dijo Duncan—. No me gusta tener miedo. —Bajó la mirada—. En una ocasión me dijisteis que tan sólo el odio era realmente peligroso para nosotros.

«Se acercará y se retirará, se acercará y se retirará. Aguarda hasta que se sumerja».

—No os odio —dijo Duncan, mirando una vez más a Teg—. Me siento resentido cuando me decís ghola a la cara. Pero Lucilla tiene razón: nunca debemos sentirnos resentidos por la verdad, aunque duela.

Teg se frotó los labios. El deseo de hablar le inundaba, pero aún no era el momento.

—¿No os sorprende que pensara en matar a Schwangyu? —preguntó Duncan.

Teg se mantuvo rígido. Incluso el agitar su cabeza podía ser tomado por una respuesta.

—Pensé en meter algo en su bebida —dijo Duncan—. Pero ésa es una forma cobarde de matar, y yo no soy un cobarde. Seré cualquier otra cosa, pero no eso.

Teg permaneció silencioso, inmóvil.

—Pensé que realmente os importaría lo que me ocurriera a mí, Bashar —dijo Duncan—. Pero tenéis razón: nunca seremos camaradas. Si sobrevivo, os superaré. Entonces… será demasiado tarde para que podamos ser camaradas. Habéis dicho la verdad.

Teg fue incapaz de impedir el efectuar una profunda inspiración de realización Mentat: no eludir los signos de fortaleza en el ghola. En algún lugar recientemente, quizá en aquella misma estancia, precisamente ahora, el joven había dejado de ser un joven y se había convertido en un hombre. La realización entristeció a Teg. ¡Había ocurrido tan rápido! No se había producido el crecimiento normal entre los dos estados.

—Lucilla no se preocupa de lo que pueda ocurrirme del mismo modo que lo hacéis vos —dijo Duncan—. Ella se limita a seguir las órdenes que ha recibido de esa Madre Superiora, Taraza.

¡Todavía no!, se advirtió Teg. Se humedeció los labios con la lengua.

—Habéis estado obstruyendo las órdenes de Lucilla —dijo Duncan—. ¿Es eso lo que se suponía que debíais hacerme?

Había llegado el momento.

—¿Qué crees que se suponía que debía hacer? —preguntó Teg.

—¡No lo sé!

—El Duncan Idaho original lo hubiera sabido.

—¡Vos lo sabéis! ¿Por qué no me lo decís?

—Se supone que sólo debo ayudarte a restaurar tus memorias originales.

—¡Entonces hacedlo!

—Sólo tú puedes hacerlo realmente.

—¡No sé cómo!

Teg se sentó en el borde de su silla, pero no dijo nada. ¿El punto de inmersión? Sintió que faltaba algo en la desesperación de Duncan.

—Sabéis que puedo leer en los labios, señor —dijo Duncan—. En una ocasión subí al observatorio de la torre. Vi a Lucilla y a Schwangyu allá abajo, hablando. Schwangyu dijo:

«¡No importa el que sea tan joven! Tenéis vuestras órdenes».

De nuevo cautelosamente silencioso, Teg devolvió la mirada a Duncan. Era propio de Duncan moverse furtivamente por el Alcázar, espiando, buscando conocimientos. Y él se había instalado ahora en aquel modo memorístico, sin darse cuenta de que seguía aún espiando y buscando… pero de una forma distinta.

—No creo que se supusiera que debía matarme —dijo Duncan—. Pero vos sabéis lo que se suponía que debía hacerme puesto que habéis estado obstruyéndola. —Duncan golpeó un puño contra la mesa—. ¡Respondedme, maldito seáis!

¡Ahhh, completa desesperación!

—Sólo puedo decirte que ella pretende entrar en conflicto con mis órdenes. La propia Taraza me ordenó que te fortaleciera y te protegiera de todo daño.

—Pero vos dijisteis que mi adiestramiento era… ¡era imperfecto!

—Era algo necesario. Se hizo para prepararte para tus memorias originales.

—¿Qué se supone que debo hacer?

—Ya lo sabes.

—¡Os digo que no lo sé! ¡Por favor, enseñadme!

—Haces muchas cosas sin necesidad de habértelas enseñado. ¿Te enseñamos acaso desobediencia?

—¡Por favor, ayudadme! —Era un gemido desesperado.

Teg se obligó a un forzado distanciamiento.

—¿Qué infiernos piensas que estoy haciendo?

Duncan crispó ambos puños y golpeó con ellos la mesa, haciendo bailotear el vaso. Miró a Teg con ojos llameantes. Bruscamente, una extraña expresión brotó en el rostro de Duncan… algo apoderándose de sus ojos.

—¿Quién sois vos? —susurró Duncan.

¡La pregunta clave!

La voz de Teg fue como un látigo golpeando a una víctima indefensa:

—¿Quién crees que soy?

Una mirada de absoluta desesperación crispó los rasgos de Duncan. Consiguió emitir tan sólo un jadeante tartamudeo:

—Sois… sois…

—¡Duncan! ¡Deja de decir tonterías! —Teg saltó en pie y lo miró con una repentina rabia.

—Sois…

La mano derecha de Teg partió en un rápido arco. Su palma abierta chasqueó contra la mejilla de Duncan.

—¿Cómo te atreves a desobedecerme? —Alzó su mano izquierda, otra restallante bofetada—. ¿Cómo te atreves?

Duncan reaccionó tan rápidamente que Teg experimentó un electrizante instante de absoluto shock. ¡Tanta rapidez! Aunque había elementos separados en el ataque de Duncan, todo ocurrió en un fluido movimiento: un salto hacia arriba, ambos pies sobre la silla, derribando la silla, utilizando ese movimiento para lanzar su brazo hacia abajo, hacia los vulnerables nervios del hombro de Teg.

Respondiendo a sus adiestrados instintos, Teg fintó hacia un lado y lanzó su pierna izquierda por encima de la mesa hacia la ingle de Duncan. Sin embargo, Teg no escapó completamente. La mano de Duncan siguió bajando hasta golpear junto a la rodilla de la pierna lanzada de Teg. Adormeció toda la pierna.

Duncan cayó sobre la mesa, intentando deslizarse hacia atrás pese a la incapacitadora patada. Teg se apoyó para no caer, la mano izquierda sobre la mesa, y golpeó con el canto de la otra mano la base de la espina dorsal de Duncan, en el nexo deliberadamente debilitado por los ejercicios de los últimos días.

Duncan gruñó mientras la paralizante agonía se extendía por todo su cuerpo. Otra persona hubiera quedado inmovilizada, gritando, pero Duncan simplemente gruñó mientras se arrastraba hacia Teg prosiguiendo el ataque.

Implacable ante las necesidades del momento, Teg procedió a crear un mayor dolor en su víctima, asegurándose en cada ocasión de que Duncan veía el rostro de su atacante en el instante de la mayor agonía.

«¡Observa sus ojos!», señalaban las instrucciones. Y Bellonda, reforzando el proceso, había advertido: «Sus ojos parecerán mirar a través de vos, pero él os llamará Leto».

Mucho más tarde, Teg encontró difícil recordar cada detalle de su obediencia al proceso del despertar. Sabía que continuó procediendo tal como se le había ordenado, pero su memoria estaba en otra parte, dejando la carne libre para seguir las órdenes. Extrañamente, aquel truco de la memoria se aferró a otro acto de desobediencia: la Revuelta de Cerbol, siendo él de mediana edad pero ya un Bashar con una formidable reputación. Se había vestido con su mejor uniforme sin sus medallas (un toque adecuado, aquél), y se había presentado en el bochornoso calor del mediodía de los campos de batalla de Cerbol. ¡Completamente en el sendero de los rebeldes que avanzaban! Muchos de los atacantes le debían sus vidas. La mayor parte de ellos le habían rendido su más profunda lealtad. Ahora, se hallaban inmersos en un acto de la más violenta desobediencia. Y la presencia de Teg en su camino les decía a aquellos soldados que avanzaban:

—No llevaré las medallas que dicen lo que hice por vosotros cuando éramos camaradas. No llevaré nada que diga que soy uno de vosotros. Llevaré solamente el uniforme que anuncia que sigo siendo el Bashar. Matadme si es que queréis llegar hasta tan lejos en vuestra desobediencia.

Cuando la mayor parte de las fuerzas atacantes arrojaron sus armas y avanzaron hacia él, algunos de sus comandantes se arrodillaron ante su antiguo Bashar, y él les reconvino:

—¡Nunca necesitasteis inclinaros ni arrodillaros ante mí! Vuestros nuevos líderes os han enseñado malos hábitos.

Más tarde, les dijo a los rebeldes que compartía algunos de sus motivos de resentimiento. Cerbol había sido injustamente olvidado. Pero les advirtió también:

—Una de las cosas más peligrosas en el universo es un pueblo ignorante con motivos reales de resentimiento. Pero no hay nada tan peligroso como una sociedad informada e inteligente que mantenga esos resentimientos. El daño que puede producir una inteligencia vengativa es algo que ni siquiera podéis imaginar. ¡El Tirano hubiera parecido una figura de padre benévolo en comparación a lo que estabais a punto de crear!

Todo aquello era cierto, por supuesto, pero en un contexto Bene Gesserit, y ayudó muy poco a lo que se le había ordenado hacerle al ghola de Duncan Idaho… crear una agonía física y mental en una víctima completamente indefensa.

Más fácil de recordar era la expresión en los ojos de Duncan. No estaban desenfocados, sino que miraban directa e intensamente al rostro de Teg, aunque en el instante del grito final aulló:

—¡Maldito seáis, Leto! ¿Qué estáis haciendo?

Me ha llamado Leto.

Retrocedió cojeando dos pasos. Su pierna izquierda le hormigueaba y le dolía allá donde Duncan había golpeado. Teg se dio cuenta de que estaba jadeando y al límite de sus reservas.

Era demasiado viejo para tales esfuerzos, y las cosas que acababa de hacer le hacían sentirse como sucio. El proceso del despertar estaba calculadamente fijado en su consciencia, sin embargo sabía que antiguamente los gholas habían sido despertados condicionándolos inconscientemente a intentar asesinar a alguien a quien amaban. La psique del ghola, desperdigada y obligada a reunirse de nuevo, quedaba siempre psicológicamente llena de cicatrices. Esta nueva técnica dejaba las cicatrices en quien conducía el proceso.

Lentamente, moviéndose contra los aullidos de músculos y nervios adormecidos por la agonía, Duncan se deslizó hacia atrás fuera de la mesa y se mantuvo de pie apoyado en su silla, temblando y mirando intensamente a Teg.

Las instrucciones de Teg decían: «Debes permanecer muy quieto. No te muevas. Déjale que te mire tal como quiera».

Teg permaneció de pie sin moverse tal como se le había instruido. El recuerdo de la Revuelta de Cerbol abandonó su mente: sabía lo que había hecho entonces y ahora. En un cierto sentido, las dos ocasiones eran similares. No les había dicho a los rebeldes verdades definitivas (si existían); sólo las suficientes para que volvieran a doblegarse. El dolor y sus predecibles consecuencias: «Es por vuestro propio bien».

¿Era realmente por su propio bien lo que le había hecho a este ghola de Duncan Idaho?

Teg se preguntó qué estaría ocurriendo en la consciencia de Duncan. A Teg se le había dicho tanto como se sabía acerca de esos momentos, pero podía ver que las palabras eran inadecuadas. Los ojos y el rostro de Duncan ofrecían pruebas abundantes de una agitación interior… una horrible crispación de boca y mejillas, su mirada como enloquecida.

Lentamente, exquisitamente en su lentitud, el rostro de Duncan se relajó. Su cuerpo siguió temblando. Captó los estremecimientos de su cuerpo como algo distante, crispaciones y punzantes dolores que le habían ocurrido a algún otro. Él estaba allí, sin embargo, en aquel inmediato momento… donde fuera y cuando fuera. Sus memorias no estaban mezcladas. Se sintió repentinamente fuera de lugar en una carne demasiado joven, completamente distinta de su existencia pre–ghola. Las punzadas y las crispaciones de la consciencia eran todas internas ahora.

Las instrucciones de Teg habían dicho: «Tendrá filtros ghola impuestos en sus memorias pre–gholas. Algunas de las memorias originales volverán como un intenso fluir. Otras regresarán más lentamente. No habrá confusión, sin embargo, hasta que recuerde el momento original de su muerte». Bellonda le había proporcionado luego a Teg los detalles conocidos de aquel fatal momento.

—Sardaukar —susurró Duncan. Miró a su alrededor, a los símbolos Harkonnen que permeaban el no–globo—. ¡Las tropas de asalto del Emperador llevando uniformes Harkonnen! —Una sonrisa lobuna crispó su boca—. ¡Cómo debieron odiar eso!

Teg permaneció en silencio, observando.

—Me mataron —dijo Duncan. Fue una afirmación llana y carente de emociones, más estremecedora aún por su absoluta franqueza. Un violento estremecimiento lo sacudió, y luego desapareció—. Al menos una docena de ellos en aquella pequeña estancia. —Miró directamente a Teg—. Uno de ellos me hendió la cabeza como con un hacha de carnicero. —Dudó, su garganta agitándose convulsivamente. Su mirada permanecía clavada en Teg—. ¿Le di a Paul tiempo suficiente para escapar?

«Responde sinceramente a todas sus preguntas».

—Escapó.

Ahora llegaban a un momento crucial. ¿Dónde habían adquirido los tleilaxu las células de Idaho? Las pruebas de la Hermandad decían que eran originales, pero las sospechas aún seguían. Los tleilaxu le habían hecho algo por iniciativa propia a aquel ghola. Sus memorias podían ser un indicio valioso al respecto.

—Pero los Harkonnen —dijo Duncan. Sus memorias del Alcázar se mezclaron con las otras—. Oh, sí. ¡Oh, ! —una risa feroz lo sacudió. Lanzó un rugiente grito de victoria dirigido al hacia tanto tiempo muerto Barón Vladimir Harkonnen—. ¡Te hice pagar tu precio, Barón! ¡Oh, te hice pagar por todos aquellos que destruiste!

—¿Recuerdas el Alcázar y las cosas que te enseñamos? —preguntó Teg.

Un desconcertado fruncimiento marcó profundas arrugas en la frente de Duncan. El dolor emocional luchó con sus dolores físicos. Asintió en respuesta a la pregunta de Teg. Había dos vidas allí, una que había sido edificada detrás de los tanques axlotl y otra… otra… Duncan se sintió incompleto. Algo había sido suprimido dentro de él. El despertar no había terminado. Miró rabiosamente a Teg. ¿Qué más había? Teg había sido brutal. ¿Era necesaria la brutalidad? ¿Era así como se restituía a un ghola?

—Yo… —Duncan agitó la cabeza de un lado a otro, como un gran animal herido frente al cazador.

—¿Posees todas tus memorias? —insistió Teg.

—¿Todas? Oh, sí. Recuerdo Gammu cuando era Giedi Prime… ¡El agujero infernal empapado de aceite y de sangre del Imperio! Si, por supuesto, Bashar, fui tu dedicado estudiante.

—¡Comandante de un regimiento! —Se echó a reír de nuevo, echando hacia atrás su cabeza en un gesto extrañamente adulto para aquel cuerpo tan joven.

Teg experimentó el súbito alivio de una profunda satisfacción, algo mucho más profundo que el alivio. Había funcionado tal como se le había dicho que lo haría.

—¿Me odias? —preguntó.

—¿Odiarte? ¿No te dije que debería sentirme agradecido? Bruscamente, Duncan alzó sus manos y las contempló. Bajó su mirada hacia su joven cuerpo.

—¡Qué atención! —murmuró. Dejó caer sus manos y enfocó su mirada al rostro de Teg, rastreando las líneas de identidad—. Atreides —dijo—. ¡Todos sois tan condenadamente parecidos!

—No todos —dijo Teg.

—No estoy hablando de apariencias, Bashar. —Sus ojos se desenfocaron—. Pregunté mi edad. —Hubo un largo silencio, luego—: ¡Dioses de las profundidades! ¡Ha pasado tanto tiempo!

Teg dijo lo que se le había instruido que debía decir:

—La Hermandad te necesita.

—¿En este cuerpo inmaduro? ¿Qué se supone que debo hacer?

—Realmente no lo sé, Duncan. El cuerpo madurará, y supongo que una Reverenda Madre te lo explicará todo.

—¿Lucilla?

Bruscamente, Duncan alzó la vista hacia el ornamentado techo, luego la paseó por toda la estancia con su barroco reloj. Recordó haber llegado allí con Teg y Lucilla. Aquel lugar era el mismo pero era distinto.

—Harkonnen —murmuró. Lanzó una ardiente mirada a Teg—. ¿Sabes a cuántos de mi familia torturaron y mataron los Harkonnen?

—Una de las Archiveras de Taraza me dio un informe.

—¿Un informe? ¿Crees que las palabras pueden expresarlo?

—No. Pero era la única respuesta que tenía a tu pregunta.

—¡Maldito seas, Bashar! ¿Por qué vosotros los Atreides siempre tenéis que ser tan sinceros y honorables?

—Creo que es algo innato en nosotros.

—Eso es completamente cierto. —La voz era la de Lucilla, y surgió detrás de Teg.

Teg no se volvió. ¿Cuánto había oído la mujer? ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?

Lucilla avanzó hasta situarse junto a Teg, pero su atención estaba centrada en Duncan.

—Veo que lo habéis hecho, Miles.

—Eran órdenes de Taraza —dijo Teg.

—Habéis sido muy listo, Miles —dijo ella—. Mucho más listo de lo que sospechaba que pudierais ser. Esa madre vuestra hubiera debido ser severamente castigada por lo que os enseñó.

—Ahhh, Lucilla la seductora —dijo Duncan. Miró por unos instantes a Teg, luego volvió de nuevo su atención a Lucilla—. Sí, ahora puedo responder a mi otra pregunta… lo que se supone que debo hacer.

—Se las llama Imprimadoras —dijo Teg.

—Miles —dijo Lucilla—, si habéis complicado mi tarea de tal forma que me impida cumplir con mis órdenes, os veré asándoos en un espetón.

La impasible cualidad de su voz hizo que un estremecimiento recorriera a Teg. Sabía que su amenaza era una metáfora, pero las implicaciones de la amenaza eran reales.

—¡Un banquete de castigo! —dijo Duncan—. Qué encantador.

Teg se dirigió a Duncan:

—No hay nada de romántico en lo que te hemos hecho, Duncan. He ayudado a la Bene Gesserit en más de una misión que me ha dejado la sensación de estar sucio, pero nunca tan sucio como ahora.

—¡Silencio! —ordenó Lucilla. Había toda la fuerza de la Voz en la orden.

Teg la dejó fluir a través de él y más allá de él, tal como su madre le había enseñado; luego:

—Aquellos de nosotros que hemos ofrendado toda nuestra lealtad a la Hermandad tenemos solamente una preocupación: la supervivencia de la Bene Gesserit. No la supervivencia de ningún individuo, sino la de la propia Hermandad. Decepciones, deshonestidades… todo eso son palabras vacías cuando lo que se plantea es la supervivencia de la Hermandad.

—¡Maldita sea esa madre vuestra, Miles! —Lucilla le ofreció el cumplido de no ocultar su irritación.

Duncan miró a Lucilla. ¿Quién era? ¿Lucilla? Sintió sus memorias agitarse en su interior. Lucilla no era la misma persona, en absoluto, y sin embargo… los distintos fragmentos eran los mismos. Su voz. Sus rasgos. Bruscamente vio de nuevo el rostro de la mujer que había entrevisto en la pared de su habitación en el Alcázar. «Duncan, mi dulce Duncan».

Las lágrimas brotaron de los ojos de Duncan. Su propia madre… otra víctima de los Harkonnen. Torturada… ¿y quién sabía qué más? Nunca había vuelto a ver a su «dulce Duncan».

—Dioses, desearía tener a uno de ellos en este momento para matarlo —gimió Duncan.

Una vez más, centró su atención en Lucilla. Las lágrimas difuminaron sus rasgos e hicieron más fáciles las comparaciones. El rostro de Lucilla se mezcló con el de Dama Jessica, el amor de Leto Atreides. Duncan miró a Teg, luego de nuevo a Lucilla, apartando las lágrimas de sus ojos mientras lo hacía. Los rostros de su memoria se disolvieron en los de la auténtica Lucilla de pie frente a él. Similares… pero nunca iguales. Nunca más iguales.

Imprimadora.

Podía adivinar el significado. El puro salvajismo de Duncan Idaho se despertó en él.

—¿Es mi hijo lo que quieres en tu seno, Imprimadora? Sé que no es por nada que os llaman madres.

Con voz fría, Lucilla dijo:

—Discutiremos eso en otro momento.

—Discutámoslo en un lugar agradable —dijo Duncan—. Quizá te cante una canción. No tan buena como las que cantaba el viejo Gurney Halleck, pero sí lo suficiente como para prepararnos para el deporte de la cama.

—¿Lo encuentras divertido? —preguntó ella.

—¿Divertido? No, pero he recordado a Gurney. Dime, Bashar, ¿lo habéis traído de vuelta de la muerte también?

—No por lo que sé —dijo Teg.

—¡Ahhh, era tan buen cantante! —dijo Duncan—. Podía estarte matando mientras cantaba, y jamás desafinaba una nota.

Con una actitud aún helada, Lucilla dijo:

—Nosotras en la Bene Gesserit hemos aprendido a evitar la música. Evoca demasiadas emociones que confunden. Emociones memorísticas, por supuesto.

Su intención era sorprender a Duncan recordándole todas aquellas Otras Memorias y los poderes Bene Gesserit que implicaban, pero Duncan lo único que hizo fue reír más fuerte.

—Qué pena —dijo—. Os perdéis tanto en la vida. —Y empezó a tararear una antigua tonada de Halleck:

Pasad revista a vuestros amigos,

Pasad revista a las tropas tan lejanas…

Pero su mente derivó hacia otros lados con el intenso nuevo aroma de aquellos momentos renacidos, y una vez más sintió el ansioso toque de algo poderoso que permanecía enterrado dentro de él. Fuera lo que fuese, era violento y concernía a Lucilla, La Imprimadora. Con su imaginación, la vio muerta, con su cuerpo bañado en sangre.