18

Nada supera la complejidad de la mente humana.

LETO II, grabaciones de Dar–es–Balat

La noche de Gammu, presagiándose a menudo muy rápidamente en aquellas latitudes, estaba aún a un par de horas de distancia. Una acumulación de nubes ensombrecía el Alcázar. Siguiendo órdenes de Lucilla, Duncan había vuelto al patio para una intensa sesión de prácticas autodirigidas.

Lucilla observó desde el parapeto desde donde lo había visto por primera vez.

Duncan se ejercitaba en los acrobáticos giros del combate óctuple Bene Gesserit, lanzando su cuerpo por el césped, rodando, saliendo disparado de un lado para otro, alzándose y dejándose caer de nuevo rápidamente.

Era una espléndida exhibición de controladas fintas aparentemente al azar, pensó Lucilla. No podía ver ningún esquema predecible en sus movimientos, y la velocidad era sorprendente. Duncan tenía ahora casi dieciséis años estándar y estaba alcanzando un completo potencial de sus talentos prana–bindu.

¡Los cuidadosamente controlados movimientos de sus ejercicios de adiestramiento revelaban tanto! Había respondido con toda rapidez cuando le había ordenado por primera vez aquellas sesiones vespertinas. El paso inicial de las instrucciones de Taraza había sido completado. El ghola la adoraba. No había ninguna duda al respecto. Era como una madre para él. Y todo se había conseguido sin debilitarle seriamente, pese a las ansiedades que había planteado Teg.

Mi sombra está en este ghola, pero no es ni un suplicante ni un dependiente seguidor, se tranquilizó a sí misma. Teg se preocupa sin ninguna razón.

Precisamente aquella mañana, le había dicho a Teg:

—Sea lo que sea lo que le dicten sus fuerzas, sigue expresándose libremente.

Teg debería verlo en este momento, pensó. Aquellos nuevos movimientos de práctica eran en gran parte creación del propio Duncan.

Lucilla reprimió un jadeo apreciativo ante un salto particularmente ágil, que llevó a Duncan casi hasta el centro del patio. El ghola estaba desarrollando un equilibrio nervio–muscular que, dándole un poco de tiempo, podía ser correspondido por un equilibrio psicológico al menos igual al de Teg. El impacto cultural de un logro así podía ser asombroso. Sólo era necesario contemplar a todos aquellos que habían dado su fidelidad instintiva a Teg y, a través de Teg, a la Hermandad.

Tenemos que darle las gracias al Tirano por gran parte de eso, pensó.

Antes de Leto II, no se había producido ningún sistema de ajustes culturales lo bastante amplio y que hubiera durado el tiempo suficiente como para acercarse al equilibrio que la Bene Gesserit consideraba como ideal. Era este equilibrio —«deslizarse por el filo de la hoja de una espada»— lo que fascinaba a Lucilla. Era por eso por lo que se prestaba tan sin reservas a un proyecto cuyo designio total desconocía, pero que exigía de ella actuar de un modo que su instinto etiquetaba como repugnante.

¡Duncan es tan joven!

Lo que requería de ella a continuación la Hermandad le había sido deletreado explícitamente por Taraza: La Imprimación Sexual. Aquella misma mañana, Lucilla se había plantado desnuda delante de su espejo, adoptando las actitudes y movimientos de rostro y cuerpo que sabía debería utilizar para obedecer las órdenes de Taraza. En una respuesta artificial, Lucilla había visto su propio rostro adoptar la expresión de una prehistórica diosa del amor… opulencia de carnes y la promesa de una suavidad en la cual se sumergiría cualquier macho excitado.

En su educación, Lucilla había visto antiguas estatuas de los Primeros Tiempos, pequeñas figuras de piedra de hembras humanas con amplias caderas y colgantes pechos que aseguraban abundancia a los mamantes niños. Lucilla podía producir a voluntad una juvenil simulación de esas antiguas formas.

En el patio debajo de Lucilla, Duncan hizo una momentánea pausa y pareció pensar en sus siguientes movimientos. Finalmente, asintió para sí mismo, saltó hacia arriba y se retorció en el aire, cayendo como una gacela sobre una pierna, al tiempo que daba una patada hacia un lado y empezaba a girar con movimientos más propios de una danza que de un combate.

Lucilla frunció su boca en una tensa línea de resolución.

Imprimación Sexual.

El secreto del sexo no era en absoluto ningún secreto, pensó. Sus raíces iban unidas a la propia vida. Aquello explicaba, por supuesto, por qué su primera orden de seducción para la Hermandad había impreso un rostro masculino en su memoria. Las Amantes Procreadoras le habían dicho que esperara aquello y no se sintiera alarmada por ello. Pero Lucilla se había dado cuenta luego de que la Imprimación Sexual era una espada de doble filo. Podías aprender a deslizarte por el borde de la hoja, pero podías cortarte con él. A veces, cuando aquel rostro masculino de su primera orden de seducción regresaba sin ser solicitado a su mente, Lucilla se sentía confusa por él. El recuerdo aparecía tan frecuentemente en la cúspide de un momento íntimo, obligándola a unos esfuerzos tan grandes de ocultación.

—Entonces es cuando te sientes fortalecida —la tranquilizaron las Amantes Procreadoras.

Sin embargo, había momentos en que tenía la sensación de que había trivializado algo que hubiera sido mejor dejar como un misterio.

Una sensación de acidez ante lo que debía hacer inundó a Lucilla. Aquellos atardeceres, observando las sesiones de adiestramiento de Duncan, habían sido sus momentos preferidos de cada día. El desarrollo muscular del muchacho mostraba unos progresos tan definidos —creciendo en una íntima relación de sensitivos músculos y nervios—, toda la maravilla del prana–bindu por el cual era tan famosa la Hermandad. El siguiente paso estaba ya a la vuelta de la esquina, sin embargo, y no podía seguir demorándose en la contemplación de sus propios progresos.

Ahora Miles Teg debería tomar de nuevo el control, lo sabía.

El adiestramiento de Duncan debería desviarse de nuevo hacia la sala de prácticas, con sus armas mucho más mortíferas.

Teg.

Lucilla se preguntó una vez más acerca de él. Más de una vez se había sentido atraída hacia él de una forma particular, que reconoció inmediatamente. Una Imprimadora gozaba de alguna libertad en seleccionar a sus propias parejas procreadoras, siempre que no entorpecieran ninguna misión más importante o fueran contrarias a las órdenes. Teg era viejo, pero sus informes sugerían que aún era probable que fuera viril. Ella no podría conservar al hijo, por supuesto, pero ya había aprendido a enfrentarse a eso.

¿Por qué no?, se había preguntado a sí misma.

Su plan había sido extremadamente simple. Completar la Imprimación del ghola y luego, registrando su intento con Taraza, concebir un hijo del temible Miles Teg. La seducción práctica introductoria había sido ya iniciada, pero Teg no había sucumbido. Su cinismo Mentat la había detenido una tarde en los vestuarios de la Sala de Armas.

—Mis días procreadores ya han terminado, Lucilla. La Hermandad debería sentirse satisfecha con lo que ya le he dado.

Teg, vestido únicamente con sus leotardos negros de ejercicios, terminó de secarse el sudoroso rostro con una toalla y dejó caer la toalla en un cesto. Siguió hablando, sin siquiera mirarla:

—Ahora, ¿tendréis la bondad de dejarme solo?

¡Así que había visto sus avances!

Hubiera debido anticiparlo, siendo Teg quien era. Pero Lucilla sabía que aún podía seducirlo. Ninguna Reverenda Madre con su adiestramiento debería fallar, ni siquiera con un Mentat con los obvios poderes de Teg.

Lucilla permaneció un momento inmóvil allí, indecisa, su mente planeando de forma automática cómo eludir aquel rechazo preliminar. Algo la detuvo. No irritación ante el rechazo, no la remota posibilidad de que él pudiera estar realmente a prueba contra sus argucias. El orgullo y su posible fracaso (siempre existía esa posibilidad) tenían muy poco que ver con ello.

Dignidad.

Había una tranquila dignidad en Teg, y ella poseía el conocimiento cierto de lo que su coraje y valor le habían dado ya a la Hermandad. Sin sentirse segura de sus propios motivos, Lucilla se dio la vuelta y se apartó de él. Posiblemente se trataba de la subyacente gratitud que la Hermandad sentía hacia él. Seducir ahora a Teg podía ser degradante, no sólo para él sino también para ella misma. No podía permitirse una acción así, no sin una orden directa de una superiora.

Mientras permanecía de pie junto al parapeto, algunos de esos recuerdos nublaron sus sentidos. Hubo un movimiento en las sombras junto a la puerta del Ala de Armas. Tuvo un atisbo de Teg en aquel lugar. Lucilla controló férreamente sus reacciones y centró su atención en Duncan. El ghola había detenido sus controladas piruetas por el césped. Permanecía inmóvil, respirando profundamente, su atención centrada en Lucilla allá arriba. Ella vio el sudor en su frente y en las manchas más oscuras en su ligera malla azul de una sola pieza.

Inclinándose sobre el parapeto, Lucilla lo llamó:

—Eso estuvo muy bien, Duncan. Mañana, empezaré a enseñarte algunas otras combinaciones pie–puño.

Las palabras brotaron de ella sin ningún tipo de censura, y supo inmediatamente sus motivos. Iban dirigidas a Teg, de pie allá abajo junto a la oscura puerta, no al ghola. Le estaba diciendo a Teg: «¡Mira! No eres el único que le enseña mortíferas habilidades».

Lucilla se dio cuenta entonces de que Teg se había insinuado en su psique más profundamente de lo que ella hubiera debido permitirle. Hoscamente, desvió su vista hacia la alta figura que emergía de las sombras junto a la puerta. Duncan estaba corriendo ya hacia el Bashar.

Mientras Lucilla centraba su atención en Teg, la reacción llameó, por todo su cuerpo, prendida por las más elementales respuestas Bene Gesserit. Los distintos pasos de aquella reacción podrían ser definidos más tarde: ¡Algo está mal! ¡Peligro!

¡Teg no es Teg! En el estallido de su reacción, sin embargo, nada de aquello tomó forma separada. Respondió, gritando con todo el volumen que podía dar a su Voz:

¡Duncan! ¡Al suelo!

Duncan se dejó caer de golpe al césped, su atención firmemente centrada en la figura de Teg emergiendo del Ala de Armas. Había una pistola láser de campaña en la mano del hombre.

¡Un Danzarín Rostro!, pensó Lucilla. Sólo su hiperagudeza mental se lo había revelado. ¡Uno de los nuevos!

—¡Un Danzarín Rostro! —aulló Lucilla.

Duncan dio una patada al tiempo que giraba a un lado y saltó hacia arriba, retorciéndose en pleno aire al menos a un metro del suelo. La rapidez de su reacción impresionó a Lucilla. ¡No sabía que ningún ser humano pudiera moverse tan rápido! La primera descarga de la pistola láser cortó el aire debajo de Duncan mientras él parecía estar flotando.

Lucilla saltó el parapeto y cayó hacia la barandilla en el borde de la ventana del siguiente nivel inferior. Antes de detenerse, su mano derecha salió disparada hacia la protuberancia de la boca de lluvia que la memoria le dijo que había allí. Su cuerpo se arqueó hacia un lado mientras caía hacia el borde de una ventana en el siguiente nivel. La impulsaba la desesperación, aunque sabía que podía ser demasiado tarde.

Algo crepitó en la pared encima suyo. Vio una línea de fusión avanzar en dirección a ella mientras se inclinaba hacia la izquierda, girando y cayendo sobre el césped. Su mirada captó la escena a su alrededor en una rápida ojeada mientras sus pies entraban en contacto con el suelo.

Duncan avanzaba hacia el atacante, esquivando y fintando en una terrorífica repetición de sus sesiones de práctica. ¡La velocidad de sus movimientos!

Lucilla vio indecisión en el rostro del falso Teg.

Echó a correr a toda prisa hacia el Danzarín Rostro, sintiendo los pensamientos de la criatura: ¡Dos de ellos contra mí!

El fracaso era inevitable, sin embargo, y Lucilla lo supo incluso mientras corría. El Danzarín Rostro sólo tenía que graduar su arma a toda potencia en tiro corto. Podía tejer una red en el aire frente a él. Nada podría penetrar una defensa así. Mientras pensaba desesperadamente, buscando alguna forma de derrotar al atacante, vio aparecer humo rojo en el pecho del falso Teg. Una línea roja ascendió rápidamente hacia arriba en un ángulo oblicuo a través de los músculos del brazo que sujetaba la pistola láser. El brazo cayó como el trozo desprendido de una estatua. El hombro pareció desprenderse del torso en un estallido de sangre. La figura se inclinó, disolviéndose en más humo rojo y chorrear de sangre, desmoronándose en pedazos en los escalones, convertida en fragmentos chamuscados y rojos teñidos de azul.

Lucilla olió las inconfundibles feromonas de los Danzarines Rostro mientras se detenía. Duncan llegó a su lado. Miraba más allá del Danzarín Rostro muerto, hacia un movimiento en el pasillo.

Otro Teg emergió detrás del Teg muerto. Lucilla lo identificó inmediatamente: era el verdadero Teg.

—Es el Bashar —dijo Duncan.

Lucilla experimentó una breve oleada de placer ante el hecho de que Duncan hubiera aprendido tan bien su lección sobre identidades: cómo reconocer a tus amigos incluso si tan solo llegas a entreverlos. Señaló hacia el Danzarín Rostro muerto.

—Huélelo.

Duncan inhaló.

—Sí, lo tengo. Pero no era una copia muy buena. Vi lo que era al mismo tiempo que vos.

Teg apareció en el patio llevando un fusil láser apretado contra su brazo izquierdo. Su mano derecha aferraba fuertemente la caja y el gatillo. Barrió el patio con su mirada, luego la centró en Duncan, y finalmente en Lucilla.

—Llevad a Duncan dentro —dijo.

Era la orden de un comandante en campo de batalla, basada únicamente en su superior conocimiento de lo que había que hacer en una emergencia. Lucilla obedeció sin una palabra.

Duncan no habló tampoco mientras ella lo conducía de la mano pasando junto al ensangrentado montón de carne que había sido el Danzarín Rostro, luego entrando en el Ala de Armas. Una vez estuvieron dentro, él miró hacia atrás al confuso montón y preguntó:

—¿Quién lo dejó entrar?

«No ¿Cómo consiguió entrar?», observó ella. Duncan había visto ya, más allá de las insignificancias, el auténtico núcleo del problema.

Teg avanzó a grandes zancadas delante de ellos hasta sus propias dependencias. Se detuvo en la puerta, miró al interior, y le hizo señas a Lucilla y Duncan de que le siguieran.

En el dormitorio de Teg había el denso hedor de carne quemada, y volutas de humo dominadas por el olor que Lucilla tanto detestaba. Una figura en uno de los uniformes de Teg yacía boca abajo en el suelo, donde había caído desde la cama.

Teg dio la vuelta a la figura con la punta de una bota, exponiendo el rostro: unos ojos fijos, el rictus de una mueca. Lucilla reconoció a uno de los guardias del perímetro, uno de los que habían venido al Alcázar con Schwangyu, o al menos eso decían los archivos del Alcázar.

—Su conexión aquí dentro —dijo Teg—. Patrin se encargó de él, y le pusimos uno de mis uniformes. Fue suficiente para engañar a los Danzarines Rostro porque no les dimos tiempo a ver su rostro antes de atacar nosotros. No tuvieron tiempo de tomar una impresión de su memoria.

—¿Sabíais acerca de todo eso? —Lucilla estaba desconcertada.

—¡Bellonda me dio instrucciones concretas!

Bruscamente, Lucilla vio todo el significado de lo que Teg estaba diciendo. Contuvo un rápido estallido de rabia.

—¿Cómo pudisteis permitir que uno de ellos alcanzara el patio?

—Había algo más urgente que hacer aquí dentro —dijo Teg con voz suave—. Tuve que tomar una decisión, que resultó ser la correcta.

Ella no intentó ocultar su irritación.

—¿La elección de dejar que Duncan se defendiera por sí mismo?

—Dejarlo a vuestro cuidado o permitir que los otros atacantes se atrincheraran firmemente aquí dentro. Patrin y yo tuvimos un buen trabajo limpiando esta ala. No podíamos ocuparnos de nada más. —Teg miró a Duncan—. Se las arregló muy bien, gracias a nuestro adiestramiento.

—¡Ese… esa cosa estuvo a punto de matarlo!

—¡Lucilla! —Teg agitó la cabeza—. Lo tenía todo cronometrado. Los dos podíais resistir al menos un minuto ahí afuera. Sabía que vos os colocaríais si era necesario en el camino de esa cosa y os sacrificaríais para salvar a Duncan. Otros veinte segundos.

Ante las palabras de Teg, Duncan dirigió una relumbrante mirada a Lucilla.

—¿Hubierais hecho eso?

Cuando Lucilla no respondió, Teg dijo:

—Lo hubiera hecho.

Lucilla no lo negó. Recordó, sin embargo, la increíble velocidad a la cual se había movido Duncan, las sorprendentes piruetas de su ataque.

—Decisiones de batalla —dijo Teg, mirando a Lucilla.

Ella lo aceptó. Como siempre, Teg había elegido correctamente. Sabía, sin embargo, que tenía que comunicarle todo aquello a Taraza. Las aceleraciones prana–bindu de aquel ghola iban mucho más allá de cualquier cosa que hubieran esperado. Se envaró cuando Teg adoptó una actitud de alerta absoluta, su mirada fija en la puerta detrás de ella. Lucilla se volvió.

Schwangyu estaba allí de píe, con Patrin tras ella, otro pesado fusil láser al brazo. Su cañón, observó Lucilla, estaba apuntado hacia Schwangyu.

—Ella insistió —dijo Patrin. Había una expresión irritada en el rostro del viejo ayudante. Las profundas arrugas en las comisuras de su boca apuntaban hacia abajo.

—Hay un rastro de cadáveres hasta la torreta sur —dijo Schwangyu—. Vuestra gente no me ha dejado salir a inspeccionar. Os exijo que deis inmediatamente contraorden.

—No hasta que mis hombres hayan terminado de dejar el lugar limpio —dijo Teg.

—¡Siguen matando gente ahí afuera! ¡Puedo oírlo! —Un asomo de veneno había aparecido en la voz de Schwangyu. Miró colérica a Lucilla.

—También seguimos interrogando a gente ahí afuera —dijo Teg.

Schwangyu trasladó su mirada de Lucilla a Teg.

—Si es demasiado peligroso aquí, entonces llevaremos al… al muchacho a mis aposentos. ¡Ahora!

—No haremos eso —dijo Teg. Su voz era baja pero terminante.

Schwangyu se envaró, irritada. Los nudillos de Patrin se pusieron blancos en la caja de su fusil láser. Schwangyu miró brevemente el arma, luego sus ojos se enfrentaron a los inquisitivos de Lucilla. Las dos mujeres se contemplaron fijamente.

Teg dejó pasar unos segundos, luego dijo:

—Lucilla, llevad a Duncan a mi sala de estar. —Señaló con la cabeza hacia una puerta detrás suyo.

Lucilla obedeció, manteniendo cuidadosamente su cuerpo entre Schwangyu y Duncan durante todo el tiempo.

Una vez estuvieron tras la puerta cerrada, Duncan dijo:

—Estuvo a punto de llamarme «el ghola». Está realmente trastornada.

—Schwangyu ha permitido que varias cosas escaparan de su guardia —dijo Lucilla.

Miró a su alrededor en la sala de estar de Teg, su primera visita a aquella parte de los aposentos del hombre: el sancta sanctórum del Bashar. Le recordaron sus propios aposentos… aquella misma mezcla de orden y casual desarreglo. Había un montón de cintas lectoras en una pequeña mesa al lado de una silla estilo antiguo tapizada de gris claro. El lector de cintas había sido colocado a un lado como si su usuario hubiera salido tan sólo para un momento, con la intención de regresar pronto. Una guerrera de uniforme de Bashar negra estaba colocada en el respaldo de una silla, con material de zurcir en una pequeña caja abierta a su lado. La bocamanga de la guerrera mostraba un agujero cuidadosamente remendado.

De modo que él mismo se arregla su ropa.

Aquel era un aspecto del famoso Miles Teg que jamás hubiera esperado. De pensar en él, hubiera dicho que Patrin se hacía cargo de todas aquellas cosas.

—Schwangyu dejó entrar a los atacantes, ¿verdad? —preguntó Duncan.

—Su gente lo hizo. —Lucilla no ocultó su irritación—. Ha ido demasiado lejos. ¡Un pacto con los tleilaxu!

—¿La matará Patrin?

—¡No lo sé ni me importa!

Al otro lado de la puerta, Schwangyu habló furiosa, su voz fuerte y clara:

—¿Vamos a tener que aguardar aquí, Bashar?

—Podéis iros en cualquier momento que queráis. —Era Teg.

—¡Pero no puedo entrar en el túnel sur!

Schwangyu sonaba malhumorada. Lucilla se dio cuenta de que la mujer lo estaba haciendo deliberadamente. ¿Qué era lo que estaba planeando? Teg tenía que ser muy cauteloso ahora. Había sido muy listo ahí afuera, revelando para Lucilla las grietas en el control de Schwangyu, pero no habían sondeado los recursos de Schwangyu. Lucilla se preguntó si debía dejar a Duncan allí y regresar al lado de Teg.

—Podéis ir, pero os prevengo de que no regreséis a vuestros aposentos.

—¿Y por qué no? —Schwangyu sonó sorprendida, realmente sorprendida, sin ningún tipo de fingimiento.

—Un momento —dijo Teg.

Lucilla se dio cuenta de que sonaban gritos en la distancia. Una fuerte explosión martilleante sonó cerca, y luego otra más lejos. De una cornisa encima de la puerta de la sala de estar de Teg cayó algo de polvo.

—¿Qué fue eso? —De nuevo Schwangyu, su voz demasiado fuerte.

Lucilla avanzó para situarse entre Duncan y la pared correspondiente al pasillo.

Duncan miró hacia la puerta, su cuerpo en posición de defensa.

—Ese primer estallido era el que esperaba que produjeran ellos. —De nuevo Teg—. El segundo, me temo, es el que ellos no esperaban.

Se produjo un silbido cerca, lo suficientemente fuerte como para ahogar algo que dijo Schwangyu.

—¡Aquí está, Bashar! —Patrin.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Schwangyu.

—La primera explosión, querida Reverenda Madre, fue vuestros aposentos siendo destruidos por nuestros atacantes. La segunda explosión fue nosotros destruyendo a los atacantes.

—¡Acabo de recibir la señal, Bashar! —Patrin de nuevo—. Ya los tenemos a todos. Bajaron mediante flotadores desde una no–nave, tal como vos esperabais.

—¿La nave? —La voz de Teg estaba llena de furia.

—Destruida en el mismo instante en que cruzó el pliegue espacial. Ningún superviviente.

—¡Estúpidos! —gritó Schwangyu—. ¿No sabéis lo que habéis hecho?

—Cumplir con mis órdenes de proteger a ese muchacho de cualquier ataque —dijo Teg—. Incidentalmente, ¿no se suponía que vos debíais estar en vuestros aposentos a esta hora?

—¿Qué?

—Ellos iban tras de vos también, puesto que hicieron volar vuestros aposentos. Los tleilaxu son muy peligrosos, Reverenda Madre.

—¡No os creo!

—Os sugiero que vayáis a echar una mirada. Patrin, déjale pasar.

Mientras escuchaba, Lucilla oyó la discusión no hablada. El Bashar Mentat gozaba de más confianza allí que una Reverenda Madre, y Schwangyu lo sabía. Debía estar desesperada. Aquello era un buen tanto, sugerir que sus aposentos habían sido destruidos. Puede que ella no lo creyera, sin embargo. En primer lugar, en la mente de Schwangyu había ahora la convicción de que tanto Teg como Lucilla reconocían su complicidad en el ataque. No había forma de decir cuántos más eran conscientes de ello. Patrin lo sabía, por supuesto.

Duncan miró hacia la puerta cerrada, la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha. Había una curiosa expresión en su rostro, como si viera a través de la puerta y estuviera observando realmente a la gente que había al otro lado.

Entonces habló Schwangyu, manteniendo su voz dentro del más cuidadoso control:

—No creo que mis aposentos hayan sido destruidos. —Sabía que Lucilla estaba escuchando.

—Sólo hay una forma de asegurarse —dijo Teg.

¡Ingenioso!, pensó Lucilla. Schwangyu no podía tomar una decisión hasta que estuviera segura de si los tleilaxu habían actuado traicioneramente.

—¡Esperad aquí hasta mi vuelta, entonces! ¡Es una orden! —Lucilla oyó el siseo de las ropas de la Reverenda Madre cuando ésta se marchó.

Muy mal control emocional, pensó Lucilla. Lo que esto revelaba de Teg, sin embargo, era igualmente inquietante. ¡Lo consiguió! Teg había hecho perder el equilibrio a una Reverenda Madre.

La puerta frente a Duncan se abrió de golpe. Teg estaba allí de pie, una mano en el pomo.

—¡Rápido! —dijo Teg—. Debemos estar fuera del Alcázar antes de que ella regrese.

—¿Fuera del Alcázar? —Lucilla no ocultó su impresión.

—¡Rápido, he dicho! Patrin nos ha preparado una salida.

—Pero yo debo…

—¡Vos no debéis nada! Venid tal cual vais. Seguidme, o me veré obligado a llevaros.

—No creo realmente que podáis obligar a… —Lucilla se interrumpió. Aquel que había frente a ella era un nuevo Teg, y sabía que no hubiera lanzado una amenaza como aquella si no estuviera preparado para llevarla a cabo.

—Muy bien —dijo. Tomó a Duncan de la mano y siguió a Teg fuera de sus aposentos.

Patrin estaba en el pasillo, mirando hacia su derecha.

—Se ha ido —dijo el viejo. Miró a Teg—. ¿Sabéis qué hacer, Bashar?

—¡Pat!

Lucilla nunca había oído antes a Teg utilizar el diminutivo del nombre de su ayudante.

Patrin sonrió, exhibiendo todos sus dientes.

—Lo siento, Bashar. La excitación, ya sabéis. Os dejaré eso a vos, entonces. Tengo mi parte que representar.

Teg hizo una seña con la mano a Lucilla y a Duncan, indicándoles a la derecha del pasillo. Ella obedeció, y oyó a Teg tras sus talones. La mano de Duncan estaba sudorosa en su mano. El muchacho se soltó y siguió caminando a su lado, sin mirar hacia atrás.

El pozo a suspensor al final del pasillo estaba custodiado por dos de los hombres de Teg. Teg les hizo una seña con la cabeza.

—Que nadie nos siga.

Respondieron al unísono:

—Correcto, Bashar.

Lucilla se dio cuenta, mientras entraba en el pozo con Duncan y Teg, que había tomado partido en una disputa cuyas características aún no comprendía por completo. Podía captar los movimientos de la política de la Hermandad como una rápida corriente de agua fluyendo a su alrededor. Normalmente, el movimiento era tan sólo como un suave oleaje agitando los hilos, pero ahora sentía un gran flujo destructor preparándose para golpear su resaca sobre ella.

Duncan, mientras emergían en la cámara de distribución hacia la torreta sur, dijo:

—Deberíamos ir armados.

—Lo estaremos muy pronto —dijo Teg—. Y espero que estés preparado a matar a cualquiera que intente detenernos.