16

La ley siempre escoge partido sobre la base de reforzar el poder. La moralidad y las sutilezas legales tienen poco que ver con ella cuando la auténtica cuestión es: ¿Quién tiene la influencia?

Actas del Consejo de la Bene Gesserit: Archivos X0X232

Inmediatamente después de que Taraza y su séquito abandonaran Gammu, Teg se sumergió en su trabajo. Había que tomar nuevas medidas en el Alcázar, manteniendo a Schwangyu siempre más allá del largo de un brazo del ghola. Ordenes de Taraza.

—Puede observar lo que quiera. Pero no puede tocar.

Pese a la urgencia del trabajo, Teg se descubrió a sí mismo mirando al espacio en los momentos más insospechados, presa de una ingrávida ansiedad. La experiencia de rescatar al séquito de Taraza de la nave de la Cofradía y las extrañas revelaciones de Odrade no encajaban con ninguna clasificación de datos construida por él.

Dependencias… troncos clave…

Teg se encontró de pronto sentado en su propia sala de trabajo, con el esquema de un turno de tareas proyectado ante él para el que tenía que aprobar algunos cambios y, por un momento, no tuvo ni idea de la hora que era, ni siquiera de la fecha. Necesitó unos instantes para volver a situarse.

Era mediada la mañana. Taraza y su séquito hacía dos días que se habían ido. Estaba solo. Sí, Patrin se había hecho cargo de sus tareas de adiestramiento con Duncan, dejando a Teg libre para dedicarse a las decisiones del mando.

La sala de trabajo en torno a Teg parecía extraña. Sin embargo, cuando miró a cada uno de sus elementos, los encontró todos familiares. Allí estaba su propia consola de datos personal. Su guerrera había sido colocada cuidadosamente en el respaldo de una silla a su lado. Intentó sumirse en modo Mentat, y encontró que su propia mente se resistía. No se había enfrentado con ese fenómeno desde sus días de adiestramiento.

Sus días de adiestramiento.

Taraza y Odrade lo habían arrojado, entre las dos, de vuelta a alguna forma de adiestramiento.

Autoadiestramiento.

De una forma despegada, sintió que su memoria le ofrecía de nuevo una conversación con Taraza ocurrida hacía mucho tiempo. Qué familiar resultaba. Allí estaba él, atrapado en los lazos de sus propios recuerdos.

El y Taraza se sentían completamente agotados después de haber tomado las decisiones y emprendido las acciones necesarias para prevenir una sangrienta confrontación… el incidente Barandiko. Ahora no era más que un ligero hipo en la historia, pero por aquel entonces había exigido todas sus energías combinadas.

Taraza lo invitó al pequeño salón en sus dependencias en la no–nave después de haberse firmado el acuerdo. Habló de forma casual, admirando su sagacidad, la forma en que él había sabido ver a través de las cosas la debilidad que iba a forzar a un compromiso.

Habían permanecido despiertos y activos durante casi treinta horas, y Teg agradeció la oportunidad de sentarse mientras Taraza discaba algo en la instalación de comida–bebida. La instalación produjo obedientemente dos altos vasos de un cremoso líquido marrón.

Teg reconoció el olor mientras ella le tendía su vaso. Era una fuente rápida de energía, una bebida alcohólica estimulante que la Bene Gesserit raramente compartía con alguien de fuera de la Hermandad. Pero Taraza ya no lo consideraba a él como alguien fuera de la Hermandad.

Inclinando hacia atrás la cabeza, Teg dio un largo sorbo de su bebida, mientras fijaba su mirada en el adornado techo del pequeño saloncito de Taraza. Aquella no–nave era un modelo antiguo, construido en los días en que se cuidaba más la decoración… cornisas profundamente entalladas, figuras barrocas formando bajorrelieves en todas las superficies.

El sabor de la bebida empujó su memoria de vuelta a su infancia, la densa infusión de melange…

—Mi madre me daba esto mismo cada vez que me veía muy cansado —dijo, contemplando el vaso en su mano. Podía sentir ya la calmante energía fluyendo por todo su cuerpo.

Taraza llevó su propia bebida a una silla–perro opuesta a él, un mullido mueble animado que encajaba perfectamente con ella tras la larga familiaridad de la convivencia. A Teg le había proporcionado una silla tapizada en verde, pero vio su mirada fijarse en la silla–perro y le dedicó una sonrisa.

—Los gustos difieren, Miles. —Dio un sorbo a su bebida y suspiró—. Fue agotador, pero fue un buen trabajo. Hubo momentos en que las cosas estuvieron a punto de ir muy mal.

Teg se sintió contagiado por su relajación. Ninguna pose, ninguna máscara preparada para marcar las distancias y definir sus distintos papeles en la jerarquía Bene Gesserit. Ella estaba mostrándose obviamente amistosa e incluso un poco seductora. O al menos eso parecía… era todo lo que podía decirse de cualquier encuentro con una Reverenda Madre.

Con una súbita exaltación, Teg se dio cuenta de que se había habituado a leer en Alma Mavis Taraza, incluso cuando ella adoptaba una de sus máscaras.

—Vuestra madre os enseñó más de lo que se le dijo que os enseñara —dijo Taraza—. Una mujer juiciosa, pero otra hereje. Eso es todo lo que parece que estamos produciendo hoy en día.

—¿Hereje? —Sintió una punzada de resentimiento.

—Es un chiste privado en la Hermandad —dijo Taraza—. Se supone que todas seguimos las órdenes de la Madre Superiora con absoluta devoción. Y lo hacemos, excepto cuando discrepamos.

Teg sonrió y dio otro largo sorbo a su bebida.

—Es extraño —dijo Taraza—, pero mientras estábamos ocupándonos de esa pequeña y tensa confrontación, me di cuenta de que estaba reaccionando con respecto a vos como lo haría con una de mis Hermanas.

Teg sintió el licor calentar su estómago. Dejó un hormigueo en sus fosas nasales. Depositó el vaso vacío en una mesita lateral y habló mientras lo contemplaba.

—Mi hija mayor…

—Esa debe ser Dimela. Hubierais debido permitirnos hacernos cargo de ella, Miles.

—No fue decisión mía.

—Pero una palabra vuestra… —Taraza se alzó de hombros—. Bueno, eso es el pasado. ¿Qué pasa con Dimela?

—Cree que a menudo me parezco demasiado a una de vosotras.

—¿Demasiado?

—Ella es ferozmente leal a mí, Madre Superiora. No comprende realmente nuestra relación, y…

—¿Cuál es nuestra relación?

—Vos ordenáis, y yo obedezco.

Taraza lo miró por encima del borde de su vaso. Luego depositó el vaso y dijo:

—Sí, nunca habéis sido realmente un herético, Miles. Quizá… algún día…

El habló rápidamente, deseando apartar a Taraza de tales ideas.

—Dimela piensa que el largo uso de la melange hace que mucha gente se vuelva como vos.

—¿De veras? ¿No es extraño, Miles, que una poción geriátrica tenga tantos efectos secundarios?

—Yo no lo encuentro tan extraño.

—No, por supuesto que no. —Apuró su vaso y lo dejó a un lado—. Me estaba refiriendo a la forma en que una prolongación significativa de la vida ha provocado en algunas personas, en vos especialmente, un profundo conocimiento de la naturaleza humana.

—Vivimos más tiempo y observamos más —dijo él.

—No creo que sea algo tan simple. Algunas personas nunca observan nada. Para ellos, la vida simplemente ocurre. Obtienen tan sólo algo más que una especie de torpe persistencia, y se resisten con irritación y resentimiento a cualquier cosa que pueda apartarlos de esa falsa serenidad.

—Nunca he sido capaz de hallar una aceptable cortina de equilibrio para la especia —dijo él, refiriéndose a un común proceso Mentat de clasificación de datos.

Taraza asintió. Obviamente, ella encontraba la misma dificultad.

—Nosotras en la Hermandad tendemos a ser más directas que los Mentats —dijo—. Tenemos rutinas para arrancarnos de ella, pero la condición persiste.

—Nuestros antepasados tuvieron este mismo problema durante largo tiempo —dijo él.

—Era distinto antes de la especia —observó ella.

—Pero vivían unas vidas tan cortas.

—Cincuenta, cien años; no parece mucho para nosotros, pero sin embargo…

—¿Comprimían más su tiempo disponible?

—Oh, a veces se ponían frenéticos.

Ella estaba ofreciéndole observaciones de sus Otras Memorias, se dio cuenta. No era la primera vez que él había compartido tan antiguo saber. Su madre había recurrido a tales memorias en ocasiones, pero siempre como una lección. ¿Qué era lo que estaba haciendo Taraza ahora? ¿Estaba enseñándole algo?

—La melange es un monstruo de muchas manos —dijo ella.

—¿A veces no deseáis que nunca hubiera sido descubierta?

—La Bene Gesserit no existiría sin ella.

—Ni la Cofradía.

—Pero tampoco hubiera habido ningún Tirano, ningún Muad’Dib. La especia da con una mano y toma con todas las demás.

—¿Qué mano contiene lo que deseamos nosotros? —preguntó él—. ¿No es siempre esa la cuestión?

—Sois una rareza, ¿lo sabéis, Miles? Los Mentats beben tan escasamente en la fuente de la filosofía. Creo que ésta es una de vuestras fuerzas. Sois soberbiamente capaz de dudar.

El se alzó de hombros. Aquel giro en la conversación lo incomodaba.

—No os hace gracia —dijo ella—. Pero aferraos a vuestras dudas, de todos modos. La duda es algo necesario para un filósofo.

—Así que el Zensunni nos da firmeza.

—Todos los místicos aceptan eso, Miles. Nunca subestiméis el poder de las dudas. Son muy persuasivas. El S’tori mantiene la duda y la seguridad sujetas con una sola mano.

Realmente sorprendido, Teg preguntó:

—¿Practican las Reverendas Madres los rituales Zensunni? —Nunca antes se le había ocurrido sospechar siquiera aquello.

—Sólo una vez —dijo ella—. Alcanzamos una forma exaltada, total, del S’tori.

Implica todas las células.

—La agonía de la especia —dijo él.

—Estaba segura de que vuestra madre os lo había dicho. Obviamente, nunca os explicó la afinidad con el Zensunni.

Teg tragó un nudo que se formaba en su garganta. ¡Fascinante! Ella le estaba dando una nueva visión de la Bene Gesserit. Aquello cambiaba todas sus concepciones, incluyendo su imagen de su propia madre. Eran extirpadas de él hasta un lugar inalcanzable donde él jamás podría seguirlas. Podrían pensar ocasionalmente en él como en un camarada, pero nunca podría penetrar en su círculo íntimo. Podría simular, no más. Jamás sería como Muad’Dib o el Tirano.

—Presciencia —dijo Taraza.

La palabra desvió su atención. Ella había cambiado de tema pero sin cambiarlo.

Estaba pensando en Muad’Dib —dijo él.

—Creéis que predecía el futuro —dijo ella.

—Esa es la enseñanza Mentat.

—He oído la duda en vuestra voz, Miles. ¿Predecía, o creaba? La presciencia puede ser mortífera. La gente que exige que el oráculo prediga para ella, lo que realmente desea saber es el precio para el año próximo de la piel de ballena de pelaje o alguna otra cosa igualmente mundana. Ninguno de ellos desea una predicción instante a instante de su vida personal.

—No quieren perder el elemento sorpresa —dijo Teg.

—Exactamente. Si uno poseyera ese pre–conocimiento, su vida se volvería insoportablemente aburrida.

—¿Pensáis que la vida de Muad’Dib fue aburrida?

—Y la del Tirano también. Creemos que sus vidas estuvieron dedicadas a intentar romper las cadenas que ellos mismos habían creado.

—Pero ellos creían…

—Recordad vuestras dudas filosóficas, Miles. ¡Estad atento! La mente del creyente se estanca. Deja de crecer hacia afuera en dirección a un ilimitado, infinito universo.

Teg permaneció sentado en silencio por un momento. Captó la fatiga que había sido expulsada más allá de su consciencia inmediata por la bebida, captó también la forma en que sus pensamientos estaban enturbiados por la intrusión de nuevos conceptos. Se trataba de cosas, que le habían sido enseñadas, que podían debilitar a un Mentat, y sin embargo se sintió fortalecido por ellas.

Ella está enseñándome, pensó. Hay una lección ahí.

Como proyectado en su mente y su silueta recortada allí con fuego, encontró su entera atención Mentat centrada en la advertencia Zensunni que era enseñada a todo estudiante principiante en la Escuela Mentat:

Mediante tu creencia en las singularidades granulares, deniegas todo movimiento… evolutivo o degenerativo. La creencia fija un universo granular y hace que ese universo persista. No puede permitirse que cambie nada porque de esa forma nuestro universo no moviente se desvanece. Pero se mueve por sí mismo cuando tú no te mueves. Evoluciona más allá de ti y ya no te resulta accesible.

—Lo más extraño de todo —dijo Taraza, sintonizando con el tono que había creado con su actitud— es que los científicos de Ix no pueden ver hasta qué medida sus propias creencias dominan su universo.

Teg se la quedó mirando, silencioso y receptivo.

—Las creencias Ixianas son perfectamente sumisas a las elecciones que realizan respecto a cómo mirarán su universo —dijo Taraza—. Su universo no actúa por sí mismo sino que lo hace de acuerdo con los tipos de experimentos que eligen.

Con un sobresalto, Teg se arrancó de sus recuerdos y despertó para descubrirse en el Alcázar de Gammu. Seguía sentado todavía en su silla familiar, en su propia habitación de trabajo. Una mirada en torno a la estancia le indicó que nada se había movido de allá donde lo había colocado. Tan sólo habían pasado unos pocos minutos, pero la habitación y su contenido ya no eran extraños. Se sumergió en modo Mentat y volvió a salir de él. Restaurado.

El olor y el sabor de la bebida que Taraza le había ofrecido hacía tanto tiempo picoteaba aún en su lengua y nariz. Un parpadeo Mentat, y supo que podía volver a traer la escena toda entera una vez más… la suave luz de los globos graduados a poca intensidad, la sensación de la silla bajo él, los sonidos de sus voces. Todo estaba allí para ser reproducido, congelado en una cápsula temporal de memoria aislada.

Recabando esa vieja memoria, creó un universo mágico donde sus habilidades eran amplificadas más allá de sus más locas expectativas. No existían átomos en ese universo mágico, solamente ondas y asombrosos movimientos por todo su alrededor. Allí se veía forzado a descartar todas las barreras edificadas por las creencias y el conocimiento. Aquel universo era transparente. Podía ver a través de él sin ninguna pantalla interferidora sobre la cual proyectar sus formas. El universo mágico lo redujo a él a un núcleo de activa imaginación donde sus propias habilidades creadoras de imágenes eran la única pantalla sobre la cual podía captarse alguna proyección.

¡Aquí, soy a la vez el actuante y el actuado!

La habitación de trabajo en torno a Teg osciló dentro y fuera de su realidad sensorial. Sintió su consciencia constreñida hasta su más tensa finalidad, y sin embargo esa finalidad llenaba su universo. Estaba abierto al infinito.

¡Taraza hizo esto deliberadamente!, pensó. ¡Me ha amplificado!

Una sensación de maravilla lo amenazó. Reconoció cómo su hija, Odrade, había actuado sobre tales poderes para crear el Manifiesto Atreides para Taraza. Sus propios poderes Mentat estaban sumergidos en ese esquema más grande.

Taraza estaba exigiendo de él algo terrible. La necesidad de llevar a cabo aquella empresa era a la vez un desafío y un terror. Podía muy bien significar el fin de la Hermandad.