15

La vida no puede hallar razones para sustentarlo, no puede ser una fuente de decente contemplación mutua, a menos que cada uno de nosotros decida respirar tales cualidades en ello.

CHENOEH, Conversaciones con Leto II

Hedley Tuek, Sumo Sacerdote del Dios Dividido, había empezado a sentirse cada vez más curioso con Stiros. Aunque él era demasiado viejo como para esperar sentarse en el banco del Sumo Sacerdote, Stiros tenía hijos, nietos, y numerosos sobrinos. Stiros había transferido sus ambiciones personales a su familia. Un hombre cínico, Stiros. Representaba una poderosa facción en la hermandad, la denominada «comunidad científica», cuya influencia era insidiosa y penetrante. Se acercaban peligrosamente a la herejía.

Tuek se recordó a sí mismo que más de un Sumo Sacerdote se había perdido en el desierto, lamentables accidentes. Stiros y su facción eran capaces de crear un accidente similar.

Era media tarde en Keen y Stiros acababa de marcharse, obviamente frustrado. Stiros deseaba que Tuek fuera al desierto y observara personalmente la siguiente aventura de Sheeana allí. Sospechando de la invitación, Tuek había declinado el ofrecimiento.

Había seguido una extraña discusión, llena de alusiones y vagas referencias al comportamiento de Sheeana, más verbosos ataques a la Bene Gesserit. Stiros, sospechando siempre de la Hermandad, había expresado su inmediato desagrado hacia la nueva comandante del Alcázar de la Bene Gesserit en Rakis, aquella… ¿cuál era su nombre? Oh, sí, Odrade. Un extraño nombre, pero las Hermanas tenían a menudo extraños nombres. Aquel era su privilegio. El propio Dios jamás había hablado en contra de la bondad básica de la Bene Gesserit. Contra hermanas individuales, sí, pero la propia Hermandad había compartido la Sagrada Visión de Dios.

A Tuek no le gustaba la forma en que Stiros hablaba de Sheeana. Tuek había hecho callar finalmente a Stiros con declaraciones efectuadas allí en el Sanctus con su gran altar e imágenes del Dios Dividido. Difusores de rayos prismáticos arrojaban finos haces de resplandor a través del serpenteante incienso de melange contra la doble línea de altas columnas que sostenían en alto el altar. Tuek sabía que sus palabras iban directamente a Dios desde aquel lugar.

—Dios actúa a través de nuestra Siona rediviva —había dicho Tuek a Stiros, observando la confusión en el rostro del viejo consejero—. Sheeana es el recuerdo viviente de Siona, ese instrumento humano que lo trasladó a Él a su actual División.

Stiros se enfureció, diciendo cosas que no se atrevería a repetir ante todo el Consejo. Confiaba demasiado en su larga asociación con Tuek.

—Te digo que ella se sienta aquí rodeada por adultos que intentan justificarse a sí mismos ante ella y…

—¡Y ante Dios! —Tuek no pudo dejar pasar aquellas palabras.

Inclinándose hacia el Sumo Sacerdote, Stiros graznó:

—Se halla en el centro de un sistema educativo orientado a todo lo que exija su imaginación. ¡No le negamos nada!

—Ni deberíamos hacerlo.

Era como si Tuek no hubiera hablado. Stiros dijo:

—¡Cania le ha proporcionado grabaciones de Dar–es–Balat!

—Yo soy el Libro del Destino —entonó Tuek, citando las propias palabras de Dios del tesoro de Dar–es–Balat.

—¡Exactamente! ¡Y ella escucha todas las palabras!

—¿Por qué debería inquietarte esto? —preguntó Tuek en su tono más calmado.

—No hemos probado su conocimiento. ¡Ella prueba el nuestro!

—Dios debe desearlo así.

No había ninguna duda acerca de la amarga irritación en el rostro de Stiros. Tuek observó aquello y aguardó mientras el viejo consejero esgrimía nuevos argumentos. Las bases de tales argumentos eran, por supuesto, enormes. Tuek no lo negó. Era la interpretación lo que importaba. Era por eso por lo que el Sumo Sacerdote debía ser el intérprete final. Pese a (o quizá a causa de) su forma de ver la historia, los sacerdotes sabían mucho de cómo Dios había acudido a residir en Rakis. Poseían el propio Dar–es–Balat y todo su contenido… la no–cámara más antigua conocida en el universo. Durante milenios, mientras Shai–Hulud transformaba el verdeante planeta de Arrakis en el desierto Rakis, Dar–es–Balat aguardaba bajo la arena. Gracias a aquel Sagrado Tesoro, los sacerdotes poseían la propia voz de Dios, Sus palabras impresas e incluso holofotos. Todo quedaba explicado, y sabían que la superficie desértica de Rakis reproducía la forma original del planeta, su apariencia al principio, cuando era la única fuente conocida de la Sagrada Especia.

—Ella pregunta por la familia de Dios —dijo Stiros—. ¿Por qué debería preguntar por…?

—Nos prueba. ¿Les hemos otorgado los lugares que les corresponde? La Reverenda Madre Jessica a su hijo, Muad’Dib, a su hijo, Leto II… el Sagrado Triunvirato de los Cielos.

—Leto III —murmuró Stiros—. ¿Qué hay del otro Leto que murió a manos de los Sardaukar? ¿Qué hay de él?

—Cuidado, Stiros —entonó Tuek—. Sabes lo que mi bisabuelo pronunció acerca de esta cuestión desde este mismo banco. Nuestro Dios Dividido fue reencarnado con parte de Él quedándose en el cielo a través de la Ascendencia. Esa parte de Él quedó entonces sin nombre, ¡como debe serlo la Auténtica Esencia de Dios!

—¿Oh?

Tuek oyó el terrible cinismo en la voz del viejo hombre. Las palabras de Stiros parecieron temblar en el aire cargado de incienso, invitando a un terrible castigo.

—Entonces, ¿por qué ella debe preguntar cómo nuestro Leto fue transformado en el Dios Dividido? —pregunto Stiros.

¿Cuestionaba acaso Stiros la Sagrada Metamorfosis? Tuek se sintió desconcertado. Dijo:

—A su debido tiempo, ella nos iluminará.

—Nuestras débiles explicaciones deben llenarla de decepción —ironizó Stiros.

—¡Estás yendo demasiado lejos, Stiros!

—¿De veras? ¿No crees que es iluminador el que ella pregunte cómo las truchas de arena encapsulan la mayor parte del agua de Rakis y recrean el desierto?

Tuek intentó ocultar su creciente ira. Stiros representaba una poderosa facción entre los sacerdotes, pero su tono y sus palabras suscitaban cuestiones que habían sido respondidas por Sumos Sacerdotes hacía mucho tiempo. La Metamorfosis de Leto II había dado nacimiento a incontables truchas de arena, cada una de ellas llevando un Pedazo de El Mismo. De las truchas de arena al Dios Dividido: la secuencia era conocida y venerada. Cuestionar aquello era negar a Dios.

—¡Tú te sientas aquí y no haces nada! —acusó Stiros—. Somos peones de…

—¡Ya basta! —Tuek había oído todo lo que deseaba oír del cinismo de aquel viejo. Envolviéndose en su dignidad, Tuek pronunció las palabras de Dios:

—Nuestro Señor sabe muy bien lo que está en tu corazón. Tu alma tiene suficiente con el día de hoy para cubrir su cuota contra ti. No necesito testigos. No escuchas a tu alma, sino que escuchas a tu ira y a tu irritación.

Stiros se retiró frustrado.

Tras pensar largamente, Tuek se envolvió en su más adecuado atuendo, dorado y púrpura. Acudió a visitar a Sheeana.

Sheeana estaba en el jardín del tejado en la parte superior del complejo central de edificios, con Cania y otras dos personas… un joven sacerdote llamado Baldik, que estaba al servicio privado de Tuek, y una sacerdotisa acólita llamada Kipuna, que se comportaba demasiado como una Reverenda Madre para el gusto de Tuek. La Hermandad tenía sus espías allí, por supuesto, pero a Tuek no le gustaba pensar en ello. Kipuna se había hecho cargo de gran parte del adiestramiento físico de Sheeana, y había nacido una relación de amistad entre la muchacha y la sacerdotisa acólita que despertaba los celos de Cania. Pero ni siquiera Cania, sin embargo, podía oponerse a las órdenes de Sheeana.

Los cuatro permanecían sentados junto a un banco de piedra casi a la sombra de una torre de ventilación. Sheeana estaba creciendo, observó Tuek. Seis años llevaba ya a su cargo. Podía ver los inicios de unos pechos haciendo presión bajo sus ropas. No había un soplo de viento en el tejado, y el aire se notaba cargado en los pulmones de Tuek.

Tuek miró al jardín a su alrededor para asegurarse de que sus disposiciones de seguridad no estaban siendo ignoradas. Uno nunca sabía por qué lado podía aparecer el peligro. Cuatro de los propios guardias personales de Tuek, bien armados pero ocultándolo, compartían el tejado a una cierta distancia… uno en cada esquina. El parapeto que rodeaba el jardín era alto, únicamente las cabezas de los guardias sobresalían de él. El único edificio más alto que aquella torre sacerdotal era la trampa de viento primaria de Keen, aproximadamente a unos mil metros al oeste.

Pese a la visible evidencia de que sus órdenes de seguridad estaban siendo cumplidas, Tuek captó peligro. ¿Estaba Dios avisándole? Tuek se sentía alterado todavía por el cinismo de Stiros. ¿Era un error permitir a Stiros una tal libertad?

Sheeana vio acercarse a Tuek y detuvo los extraños ejercicios de flexión de dedos que estaba realizando siguiendo las instrucciones de Kipuna. Adoptando una actitud de inteligente paciencia, la muchacha se puso silenciosamente en pie con los ojos fijos en el Sumo Sacerdote, obligando a sus compañeros a girarse y a mirar con ella.

Sheeana no consideraba a Tuek como una figura atemorizante. Más bien le gustaba el viejo hombre, pese a que algunas de sus preguntas eran torpes. ¡Y sus respuestas! Completamente por accidente, había descubierto la pregunta que más alteraba a Tuek.

—¿Por qué?

Algunos de los sacerdotes auxiliares interpretaron su pregunta en voz alta como: «¿Por qué crees en esto?». Sheeana captó inmediatamente eso y, a partir de entonces, sus sondeos a Tuek y a los demás adoptaban la forma invariable:

—¿Por qué crees en esto?

Tuek se detuvo a unos dos pasos de Sheeana e hizo una inclinación de cabeza.

—Buenas tardes, Sheeana. —Frotó nerviosamente su cuello contra el collar de su atuendo. El sol caía caliente sobre sus hombros, y se preguntaba por qué la muchacha prefería estar ahí afuera tan a menudo.

Sheeana mantuvo su inquisitiva mirada clavada en Tuek. Sabía que aquello lo alteraba.

Tuek carraspeó. Cuando Sheeana lo miraba de aquella forma, siempre se preguntaba: ¿Es Dios mirándote a través de sus ojos?

Cania dijo:

—Sheeana ha estado preguntando hoy acerca de las Habladoras Pez.

Con su tono más untuoso, Tuek dijo:

—El Sagrado Ejército de Dios.

—¿Todas ellas mujeres? —preguntó Sheeana. Hablaba como si no pudiera creerlo. Para aquellos en la base de la sociedad rakiana, las Habladoras Pez eran un nombre de la antigua historia, gente exorcizada en los Tiempos de Hambruna.

Está probándome, pensó Tuek. Las Habladoras Pez. Quienes llevaban ahora ese nombre tan sólo tenían una pequeña delegación de comercio–espionaje en Rakis, compuesta tanto por hombres como por mujeres. Sus antiguos orígenes ya no tenían ningún significado en sus actuales actividades, la mayor parte de ellas trabajando como un brazo de Ix.

—Los hombres siempre sirvieron en las Habladoras Pez en calidad de consejeros —dijo Tuek. Observó atentamente para ver cómo iba a responder Sheeana.

—Entonces siempre había los Duncan Idaho —dijo Cania.

—Sí, sí, por supuesto: los Duncan. —Tuek intentó no fruncir el ceño. ¡Aquella mujer siempre estaba interrumpiendo! A Tuek no le gustaba que le recordaran este aspecto de la presencia histórica de Dios en Rakis. El recurrente ghola y su posición en el Sagrado Ejército le hacían recordar a la Bene Tleilax. Pero no podía prescindir del hecho de que las Habladoras Pez habían guardado a los Duncan de todo daño, actuando por supuesto bajo las órdenes de Dios. Los Duncan eran sagrados, sin la menor duda, pero en una categoría especial. El propio Dios había matado a algunos de los Duncan él mismo, obviamente trasladándolos inmediatamente a los cielos.

—Kipuna me ha estado hablando de la Bene Gesserit —dijo Sheeana.

¡Cómo estaba avanzando la mente de la muchacha!

Tuek carraspeó, reconociendo su propia ambivalente actitud hacia las Reverendas Madres. Se exigía reverencia a aquellas que eran «Bienamadas de Dios», como la Piadosa Chenoeh. Y el primer Sumo Sacerdote había construido un relato lógico de cómo la Sagrada Hwi Noree, Esposa de Dios, había sido una secreta Reverenda Madre. Honrando esas especiales circunstancias, los sacerdotes sentían una irritante responsabilidad hacia la Bene Gesserit, que se traducía principalmente vendiéndole melange a la Hermandad a un precio ridículamente por debajo del que cargaban los Tleilaxu.

Con su tono más ingenuo, Sheeana dijo:

—Cuéntame acerca de la Bene Gesserit, Hedley.

Tuek miró secamente a los adultos que rodeaban a Sheeana, intentando captar una sonrisa en sus rostros. No sabía cómo tratar a Sheeana cuando ella lo llamaba de aquella forma por su nombre de pila. En un cierto sentido, era degradante. En otro sentido, lo honraba con una tal intimidad.

Dios me prueba dolorosamente, pensó.

—¿Son buena gente las Reverendas Madres? —preguntó Sheeana.

Tuek suspiró. Todos los informes confirmaban que Dios albergaba reservas acerca de la Hermandad. Las palabras de Dios habían sido cuidadosamente examinadas y sometidas finalmente a la interpretación de un Sumo Sacerdote. Dios no iba a permitir que la Hermandad amenazara su Senda de Oro. Aquello estaba muy claro.

—Muchas de ellas son buenas —dijo Tuek.

—¿Cuál es la Reverenda Madre más próxima? —preguntó Sheeana.

—La de la Embajada de la Hermandad aquí en Keen —dijo Tuek.

—¿La conoces?

—Hay muchas Reverendas Madres en el Alcázar Bene Gesserit —dijo él.

—¿Qué es un Alcázar?

—Así es como llaman a su hogar aquí.

—Debe haber una Reverenda Madre al cargo. ¿La conoces?

—Conocía a su predecesora, Tamalane, pero ésta es nueva. Acaba de llegar. Su nombre es Odrade.

—Es un curioso nombre.

Tuek había pensado lo mismo, pero dijo:

—Uno de nuestros historiadores me ha dicho que es una forma del nombre Atreides.

Sheeana reflexionó sobre aquello. Atreides. Esa era la familia que había hecho nacer a Shaitan. Antes de los Atreides había habido tan sólo los Fremen y Shai–Hulud. La Historia Oral, que el pueblo conservaba contra las prohibiciones de los sacerdotes, cantaba las líneas sucesorias de la gente más importante de Rakis. Sheeana había oído aquellos nombres muchas noches en su poblado.

Muad’Dib engendró al Tirano.

El Tirano engendró a Shaitan.

Sheeana no sentía deseos de discutir con Tuek acerca de la veracidad de todo aquello. Además, el hombre parecía hoy cansado. Dijo simplemente:

—Tráeme a esa Reverenda Madre Odrade.

Kipuna ocultó una maliciosa sonrisa con su mano.

Tuek retrocedió, asombrado. ¿Cómo podía cumplir con una tal petición? ¡Ni siquiera los sacerdotes de Rakis mandaban sobre la Bene Gesserit! ¿Y si la Hermandad se negaba? ¿Podía ofrecer un regalo de melange a cambio? Eso podía ser tomado como un signo de debilidad. ¡Las Reverendas Madres podían regatear! No había regateadoras más duras que las Reverendas Madres de fríos ojos de la Hermandad. Aquella nueva, aquella Odrade, parecía ser una de las peores.

Todos aquellos pensamientos pasaron por la mente de Tuek en un instante.

Cania intervino, dando a Tuek el enfoque necesario.

—Quizá Kipuna pueda transmitir la invitación de Sheeana —dijo Cania.

Tuek lanzó una rápida mirada a la joven sacerdotisa acólita. ¡Sí! Muchos sospechaban (Cania entre ellos, obviamente) que Kipuna espiaba para la Bene Gesserit. Por supuesto, todo el mundo en Rakis espiaba para alguien. Tuek adoptó su más congraciadora sonrisa mientras hacía una inclinación de cabeza hacia Kipuna.

¡Al menos ella sigue mostrando la adecuada deferencia!

—Excelente —dijo Tuek—. ¿Serías tan amable de trasladar esta graciosa invitación de Sheeana a la embajada de la Hermandad?

—Haré todo lo posible en mis pobres capacidades, mi Señor Sumo Sacerdote.

—¡Estoy seguro de que lo harás!

Kipuna inició un orgulloso giro hacia Sheeana, con el reconocimiento de su éxito creciendo en su interior. La petición de Sheeana había sido ridículamente fácil de prender, utilizando las técnicas proporcionadas por la Hermandad. Kipuna sonrió y abrió la boca para hablar. Un movimiento en el parapeto a unos cuarenta metros detrás de Sheeana captó la atención de Kipuna. Algo resplandecía allí a la luz del sol. Algo pequeño y…

Con un grito estrangulado, Kipuna agarró a Sheeana, la arrojó contra un sorprendido Tuek, y gritó:

—¡Corred!

Tras lo cual Kipuna se lanzó hacia el resplandor que avanzaba rápidamente… un pequeño buscador arrastrando tras de sí un largo trozo de hilo shiga.

En sus días jóvenes, Tuek había jugado al bátebol. Cogió instintivamente a Sheeana, vaciló por un instante, y luego reconoció el peligro. Girando con la agitante y protestante muchacha en sus brazos, Tuek cruzó a toda prisa la puerta abierta de las escaleras de la torre. Oyó la puerta cerrarse de un portazo tras él, y los rápidos pasos de Cania pegados a sus talones.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? —Sheeana puñeó el pecho de Tuek mientras gritaba.

—¡Silencio, Sheeana! ¡Silencio! —Tuek hizo una pausa en el primer descansillo. Un pozo a suspensor y un tobogán conducían desde aquel descansillo hasta el corazón del edificio. Cania se detuvo al lado de Tuek, jadeando fuertemente en el estrecho espacio.

—Mató a Kipuna y a dos de vuestros guardias —jadeó Cania—. ¡Los partió en dos! Lo vi. ¡Dios nos salve!

La mente de Tuek era un torbellino. Tanto el tobogán como el pozo a suspensor eran conductos cerrados que atravesaban la torre. Podían ser saboteados. El ataque en el tejado podía ser tan sólo un elemento en un complot mucho más complejo.

—¡Suéltame! —insistió Sheeana—. ¿Qué está ocurriendo?

Tuek la depositó en el suelo, pero mantuvo una de sus manos aferrada en la suya. Se inclinó sobre ella.

—Sheeana, querida, alguien está intentando hacernos daño.

La boca de Sheeana formó una silenciosa «O». Luego:

—¿Le han hecho daño a Kipuna?

Tuek alzó la vista hacia la puerta del tejado. ¿Era un ornitóptero lo que oía allí arriba? ¡Stiros! ¡Los conspiradores podían llevar tan fácilmente a tres personas vulnerables al desierto!

Cania había recuperado el aliento.

—He oído un tóptero —dijo—. ¿No deberíamos marcharnos de aquí?

—Vamos a bajar por las escaleras —dijo Tuek.

—Pero el…

—¡Haz lo que digo!

Sujetando firmemente la mano de Sheeana, Tuek abrió camino bajando hasta el siguiente descansillo. Además de los accesos del tobogán y el pozo a suspensor, este descansillo tenía una puerta que conducía a una amplia sala curva. Sólo a unos pocos pasos más allá de la puerta se hallaba la entrada a las dependencias de Sheeana, antiguamente las del propio Tuek. Vaciló de nuevo.

—Algo está ocurriendo en el tejado —susurró Cania.

Tuek bajó la vista hacia la temerosa y callada muchacha a su lado. Su mano estaba sudorosa.

Sí, había alguna especie de rugido en el tejado… gritos, el silbido de quemadores, muchas carreras. La puerta del tejado, ahora fuera de su vista sobre sus cabezas, se abrió de un violento golpe. Aquello decidió a Tuek. Abrió la puerta al pasillo del otro lado, y cayó en brazos de un apretado grupo de mujeres vestidas de negro. Con una vacía sensación de derrota, Tuek reconoció a la mujer que conducía al grupo: ¡Odrade!

Alguien arrancó a Sheeana de su lado y la metió en el conjunto de embozadas figuras. Antes de que Tuek o Cania pudieran protestar, unas manos se aplastaron sobre sus bocas. Otras manos los clavaron contra la pared del pasillo. Algunas de las figuras embozadas cruzaron la puerta y empezaron a subir las escaleras.

—La chica está a salvo y eso es todo lo importante por el momento —susurró Odrade. Miró directamente a Tuek a los ojos—. No grites. —La mano se apartó de su boca. Utilizando la Voz, dijo—: ¡Cuéntame qué ha ocurrido en el tejado!

Tuek se descubrió respondiendo sin la menor vacilación:

—Un buscador unido a un largo hilo shiga. Vino por encima del parapeto. Kipuna lo vio y…

—¿Dónde está Kipuna?

—Muerta. Cania lo vio. —Tuek describió la valerosa carrera de Kipuna hacia la amenaza.

¡Kipuna muerta!, pensó Odrade. Ocultó una rabiosa sensación de pérdida. Qué desperdicio. No podía hacer otra cosa más que sentir admiración hacia una muerte tan valerosa, pero ¡qué pérdida! La Hermandad siempre necesitaba de un tal coraje y devoción, pero también necesitaba la riqueza genética que había representado Kipuna. ¡Y ahora había desaparecido, muerta, gracias a esos estúpidos ineptos!

A un gesto de Odrade, la mano fue retirada de la boca de Cania.

—Dime lo que viste —dijo Odrade.

—El buscador enrolló el hilo shiga en torno al cuello de Kipuna y… —Cania se estremeció.

El apagado retumbar de una explosión reverberó encima de ellos, luego silencio. Odrade agitó una mano. Mujeres embozadas se diseminaron por el pasillo, avanzando silenciosamente hasta desaparecer de la vista más allá de la curva. Sólo Odrade y otras dos, ambas mujeres jóvenes de helados rostros con intensas expresiones, permanecieron junto a Tuek y Cania. Sheeana no era visible por ningún lado.

—Los ixianos están de alguna manera en esto —dijo Odrade.

Tuek asintió. Tanto hilo shiga…

—¿Dónde habéis llevado a la muchacha? —preguntó.

—La estamos protegiendo —dijo Odrade—. Quédate quieto. —Inclinó la cabeza, escuchando.

Una mujer embozada apareció a toda prisa por la curva del pasillo y susurró algo al oído de Odrade. Odrade exhibió una tensa sonrisa.

—Ya ha pasado todo —dijo Odrade—. Vamos junto a Sheeana.

Sheeana ocupaba una silla azul blandamente mullida en la habitación principal de sus aposentos. Mujeres vestidas de negro permanecían de pie en un arco protector detrás de ella. Tuek tuvo la impresión de que la muchacha se había recuperado por completo de la impresión del ataque y la escapatoria, pero sus ojos brillaban con excitación y no formuladas preguntas. La atención de Sheeana iba dirigida a algo que estaba fuera de la vista de Tuek, a su derecha. Tuek se adelantó y miró, jadeando ante lo que vio.

Un cuerpo masculino, desnudo, estaba tendido contra la pared en una posición extrañamente encogida, la cabeza retorcida de tal modo que su barbilla se apoyaba en la parte de atrás de su hombro izquierdo. Sus ojos abiertos miraban fijos con la vacuidad de la muerte.

¡Stiros!

Los desgarrados jirones de las ropas de Stiros, obviamente arrancados violentamente de él, yacían en un confuso montón cerca de los pies del cuerpo.

Tuek miró a Odrade.

—Estaba en esto —dijo ella—. Había Danzarines Rostro con los ixianos.

Tuek intentó deglutir en su reseca garganta.

Cania se dirigió rápidamente al cuerpo. Tuek no pudo ver su rostro, pero la presencia de Cania le recordó que había habido algo entre Stiros y Cania en sus días jóvenes. Tuek avanzó instintivamente para situarse entre Cania y la sentada muchacha.

Cania se detuvo junto al cuerpo y lo agitó con un pie. Se volvió hacia Tuek, con una expresión exultante en su rostro.

—Tenía que asegurarme de que estaba realmente muerto —dijo.

Odrade miró a una de sus compañeras.

—Deshaceos del cuerpo. —Desvió su vista hacia Sheeana. Era la primera oportunidad de Odrade de estudiar más detenidamente a la muchacha desde que se había hecho cargo del mando de la fuerza de asalto que se había enfrentado al ataque en el complejo del templo.

Tuek, detrás de Odrade, dijo:

—Reverenda Madre, ¿podéis explicar, por favor, qué…?

—Más tarde —interrumpió Odrade, sin volverse.

Sheeana mostró una expresión interesada ante las palabras de Tuek.

—¡Pensé que tú eras una Reverenda Madre!

Odrade se limitó a asentir. Qué fascinante muchacha. Odrade experimentó las mismas sensaciones que experimentaba cuando se detenía frente a la antigua pintura en los aposentos de Taraza. Algo del fuego que se había posado en la obra de arte inspiró ahora a Odrade. ¡Qué salvaje inspiración! Aquel era el mensaje del loco Van Gogh. El caos conducido a un orden magnífico. ¿No formaba eso parte de la coda de la Hermandad?

Esta muchacha es mi tela, pensó Odrade. Sintió su mano hormiguear con la sensación de aquel antiguo pincel. Las aletas de su nariz vibraron ante el olor de los aceites y pigmentos.

—Déjame sola con Sheeana —ordenó Odrade—. Todo el mundo fuera.

Tuek empezó a protestar, pero se retuvo cuando una de las embozadas compañeras de Odrade sujetó su brazo. Odrade lo miró con ojos llameantes.

—La Bene Gesserit te ha servido antes —dijo—. Esta vez, salvamos tu vida.

La mujer que sujetaba el brazo de Tuek tiró de él.

—Responde a sus preguntas —le dijo Odrade a la mujer—. Pero hazlo en algún otro lugar.

Cania dio un paso hacia Sheeana.

—Esa muchacha es mi…

—¡Fuera! —ladró Odrade, con todos los poderes de la Voz en la orden.

Cania se inmovilizó.

—¡Casi la perdisteis frente a una inepta pandilla de conspiradores! —dijo Odrade, mirando furiosamente a Cania—. Ya estudiaremos si mereces otra oportunidad de asociarte con Sheeana.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Cania, pero la orden de Odrade no podía ser desobedecida. Dándose la vuelta, Cania se marchó con los otros.

Odrade se volvió hacia la atenta muchacha.

—Hemos estado esperándote mucho tiempo —dijo Odrade—. No vamos a darles a esos estúpidos otra oportunidad de perderte.