El secreto tleilaxu tiene que residir en su esperma. Nuestras pruebas demuestran que su esperma no lleva consigo una progresión genética constante. Se producen lapsos. Todos los tleilaxu que hemos examinado han ocultado su yo interno de nosotras. ¡Son inmunes por naturaleza a una Sonda Ixiana! El secreto en los niveles más profundos: esa es su armadura definitiva y su arma definitiva.
Análisis de la Bene Gesserit, Archivos, Código: BTXX441WOR
Una mañana, en el cuarto año de estancia de Sheeana en el santuario de los sacerdotes, los informes de sus espías trajeron un destello de especial interés a los observadores de la Bene Gesserit en Rakis.
—¿Estaba en el tejado, dices? —preguntó la Madre Comandante del Alcázar rakiano.
Tamalane, la comandante, había servido anteriormente en Gammu, y sabía más que la mayoría acerca de lo que la Hermandad esperaba conjurar allí. El informe de los espías había interrumpido su desayuno de confitura de cítricos mezclada con melange. La mensajera permanecía en posición de descanso al lado de la mesa, mientras Tamalane seguía comiendo y releía el informe.
Tamalane alzó la vista hacia la mensajera, Kipuna, una acólita nativa rakiana adiestrada para llevar a cabo tareas sensitivas locales. Tragando un bocado de su confitura, Tamalane dijo:
—¡Traedlos aquí! ¿Esas fueron sus palabras exactas?
Kipuna asintió lacónicamente. Había comprendido la pregunta. ¿Había hablado Sheeana con un tono perentorio?
Tamalane volvió a revisar el informe, buscando señales sensitivas. Se alegraba de que hubieran enviado a la propia Kipuna. Tamalane respetaba las habilidades de aquella mujer rakiana. Kipuna poseía los suaves rasgos redondos y el pelo crespo común en gran parte de la clase sacerdotal rakiana, pero su cerebro no estaba también encrespado bajo aquel pelo.
—Sheeana estaba disgustada —dijo Kipuna—. El tóptero pasó cerca del tejado, y ella vio a los dos prisioneros amanillados en su interior; los vio claramente. Sabía que eran llevados a morir en el desierto.
Tamalane dejó el informe sobre la mesa y sonrió.
—De modo que ordenó que le fueran traídos los prisioneros. Encuentro fascinante su elección de las palabras.
—¿Traedlos aquí? —preguntó Kipuna—. Parece una orden más bien simple. ¿Cómo puede ser fascinante?
Tamalane admiró lo directo del interés de la acólita. Kipuna no era de las que dejan pasar una oportunidad de aprender cómo funciona la mente de una auténtica Reverenda Madre.
—No ha sido esa parte lo que más me ha interesado —dijo Tamalane. Se inclinó hacia el informe, leyendo en voz alta—: «Sois sirvientes de Shaitan, no sirvientes de otros sirvientes». —Tamalane alzó la vista a Kipuna—. ¿Viste y oíste por ti misma todo esto?
—Sí, Reverenda Madre. Fue considerado importante que yo os informara personalmente por si teníais otras preguntas que hacer.
—Ella sigue llamándolo Shaitan —dijo Tamalane—. ¡Cuánto debe exasperarles eso! Por supuesto, el propio Tirano lo dijo: «Y me llamarán Shaitan».
—He visto los informes encontrados en Dar–es–Balat —dijo Kipuna.
—¿No hubo ningún retraso en traer de vuelta a los prisioneros? —preguntó Tamalane.
—Tan rápido como pudo ser transmitido un mensaje al tóptero, Reverenda Madre. Regresaron en cuestión de minutos.
—Así que están observándola y escuchándola durante todo el tiempo. Bien. ¿Mostró Sheeana algún signo de conocer a los dos prisioneros? ¿Se cruzó algún mensaje entre ellos?
—Estoy segura de que eran unos completos desconocidos para ella, Reverenda Madre. Dos personas ordinarias de las órdenes inferiores, más bien sucios y pobremente vestidos. Olían a suciedad de las chozas periféricas.
—Sheeana ordenó que les fueran retiradas las manillas y luego habló con aquel par sin lavar. Ahora, sus palabras exactas: ¿qué fue lo que dijo?
—«Vosotros sois mi pueblo».
—Encantador —dijo Tamalane—. Entonces Sheeana ordenó que se llevaran al par, los lavaran y les dieran ropas nuevas, y luego los soltaran. Dime con tus propias palabras lo que ocurrió a continuación.
—Mandó llamar a Tuek, que acudió con tres de sus consejeros ayudantes. Fue… casi una discusión.
—Trance de memoria, por favor —dijo Tamalane—. Repite para mí lo que dijeron.
Kipuna cerró los ojos, inspiró profundamente y cayó en trance de memoria. Luego:
—Sheeana dice: «No me gusta cuando alimentáis con mi gente a Shaitan». El consejero Stiros dice: «¡Son sacrificados a Shai-Hulud!». Sheeana dice: «¡A Shaitan!». Sheeana da una furiosa patada en el suelo. Tuek dice: «Ya basta, Stiros. No quiero oír más de esta discusión». Sheeana dice: «¿Cuándo aprenderéis?». Stiros empieza a hablar, pero Tuek lo hace callar con una mirada y dice: «Hemos aprendido, Sagrada Niña». —Sheeana dice: «Quiero…».
—Ya basta —dijo Tamalane.
La acólita abrió los ojos y aguardó en silencio.
Finalmente, Tamalane dijo:
—Regresa a tu puesto, Kipuna. Lo has hecho muy bien.
—Gracias, Reverenda Madre.
—Habrá consternación entre los sacerdotes —dijo Tamalane—. Los deseos de Sheeana son órdenes para ellos porque Tuek cree en ella. Dejarán de utilizar los gusanos como instrumentos de castigo.
—Los dos prisioneros —dijo Kipuna.
—Sí, muy observador por tu parte. Los dos prisioneros contarán lo que les ocurrió. La historia será distorsionada. La gente dirá que Sheeana los protege de los sacerdotes.
—¿No es eso exactamente lo que está haciendo, Reverenda Madre?
—Ahhh, pero considera las opciones que se abren a los sacerdotes. Incrementarán sus formas alternativas de castigo… látigos y algunas privaciones. Mientras el miedo a Shaitan disminuye a causa de Sheeana, el miedo a los sacerdotes aumentará.
Al cabo de dos meses, los informes de Tamalane a la Casa Capitular contenían la confirmación de sus propias palabras.
«El recorte de las raciones, especialmente el recorte de las raciones de agua, se ha convertido en la forma dominante de castigo», informó Tamalane. «Los rumores más alocados han llegado hasta los más apartados lugares de Rakis, y pronto encontrarán alojamiento también en otros planetas».
Tamalane consideró con cuidado las implicaciones de su informe. Muchos ojos verían lo mismo que ella, incluso los de algunas de las que no simpatizaban con Taraza. Cualquier Reverenda Madre sería capaz de captar una imagen de lo que debía estar ocurriendo en Rakis. Muchos en Rakis habían visto la llegada de Sheeana a lomos de un gusano salvaje procedente del desierto. La respuesta sacerdotal del secreto se había agrietado desde un principio. La curiosidad insatisfecha tendía a crear sus propias respuestas. Las suposiciones eran a menudo más peligrosas que los hechos.
Informes anteriores habían hablado de los niños traídos para jugar con Sheeana. Las ya embrolladas historias de tales niños eran repetidas con nuevas distorsiones, y esas distorsiones habían sido enviadas debidamente a la Casa Capitular. Los dos prisioneros, que habían regresado a la calle embutidos en sus nuevos atavíos, no hacían más que incrementar la nueva y creciente mitología. La Hermandad, artista de la mitología, poseía en Rakis una energía disponible para ser sutilmente amplificada y dirigida.
«Hemos alimentado una creencia de consecución de anhelos en la población», informó Tamalane. Pensó en la Bene Gesserit… en las frases que había originado ya mientras releía su último informe.
«Sheeana es la que durante tanto tiempo hemos estado esperando».
Era una afirmación tan simple que su significado podía difundirse sin ninguna inaceptable distorsión.
«¡La Hija de Shai-Hulud aparece para castigar a los sacerdotes!».
Esa había sido un poco más complicada. Unos cuantos sacerdotes habían muerto en oscuros callejones a resultas del ardor popular. Aquello había traído un nuevo estado de alerta en los cuerpos de reforzamiento de los sacerdotes, con predecibles injusticias aplicadas sobre la población.
Tamalane pensó en la delegación de sacerdotes que se había dirigido a Sheeana como resultado de una discusión entre los consejeros de Tuek. Siete de ellos, capitaneados por Stiros, habían interrumpido la comida de Sheeana con un niño de la calle. Sabiendo que esto podía ocurrir, Tamalane había tomado las correspondientes medidas, y una grabación secreta del incidente había llegado inmediatamente a sus manos, las palabras audibles, cada una de las expresiones visible, los pensamientos casi aparentes a los entrenados ojos de la Reverenda Madre.
—¡Estábamos sacrificando a Shai-Hulud! —protestó Stiros.
—Tuek te dijo que no discutieras conmigo acerca de eso —dijo Sheeana.
¡Cómo sonrieron las sacerdotisas ante la confusión de Stiros y los demás sacerdotes!
—Pero Shai-Hulud… —empezó Stiros.
—¡Shaitan! —le corrigió Sheeana, y en su expresión era fácil leer: ¿Acaso esos estúpidos sacerdotes no saben nada?
—Pero nosotros siempre hemos pensado…
—¡Estabais equivocados! —Sheeana dio una patada contra el suelo.
Stiros fingió la necesidad de ser instruido.
—¿Tenemos que creer entonces que Shai-Hulud, el Dios Dividido, es también Shaitan?
Qué completo estúpido era, pensó Tamalane. Incluso una chica púber podía confundirle, como Sheeana acababa de hacer y siguió haciendo.
—¡Cualquier niño de las calles sabe esto casi antes de empezar a andar! —despotricó Sheeana.
Stiros habló astutamente:
—¿Cómo sabes lo que hay en la mente de los niños de las calles?
—¡Eres perverso dudando de mí! —acusó Sheeana. Era una respuesta que había aprendido a utilizar a menudo, sabiendo que llegaría hasta Tuek y causaría problemas.
Stiros lo sabía muy bien también. Aguardó con los ojos bajos mientras Sheeana, hablando con la misma paciencia con que uno cuenta una vieja fábula a un niño, le explicaba que tanto el bien como el mal o ambos a la vez podían habitar en el gusano del desierto. Los humanos lo único que tenían que hacer era aceptar eso. No era cosa de los humanos decidir sobre tales cosas.
Stiros había enviado a gente al desierto por decir tales herejías. Su expresión (tan cuidadosamente grabada para el análisis Bene Gesserit) decía que tales alocados conceptos surgían siempre del lodo del fondo de la basura rakiana. ¡Pero ahora! ¡Tenía que luchar con la insistencia de Tuek de que Sheeana hablaba verdades evangélicas!
Mientras miraba la grabación, Tamalane pensó que el caldero estaba hirviendo como correspondía. Esto es lo que informó a la Casa Capitular. Las dudas azotaban a Stiros; dudas por todas partes excepto entre el populacho en su devoción a Sheeana. Las espías cercanas a Tuek decían que incluso él estaba empezando a dudar de la sabiduría de su decisión de trasladar al locutor–historiador, Dromind.
—¿Tenía razón Dromind en dudar de ella? —preguntaba Tuek a aquellos que estaban a su alrededor.
—¡Imposible! —decían los aduladores.
¿Qué otra cosa podían decir? El Sumo Sacerdote no podía cometer errores en tales decisiones. Dios no lo permitiría. Sin embargo, Sheeana lo confundía con toda claridad. Situaba las decisiones de varios Sumos Sacerdotes anteriores en un terrible limbo. Se necesitaban reinterpretaciones por todas partes.
Stiros seguía acosando a Tuek.
—¿Qué sabemos realmente de ella?
Tamalane tenía un informe completo de la más reciente de tales confrontaciones. Stiros y Tuek solos, debatiendo a altas horas de la noche, únicamente ellos dos (creían) en las dependencias de Tuek, confortablemente arrellanados en sillas–perro de un raro color azul, con dulces de melange al alcance de la mano. La holofoto de Tamalane de la reunión mostraba un único globo amarillo flotando en sus suspensores cerca y encima de la pareja, su luz reducida al mínimo para no molestar sus cansados ojos.
—Quizá esa primera vez, abandonándola en el desierto con un martilleador, no fue una buena prueba —dijo Stiros.
Era una artera afirmación. Tuek era conocido por no poseer una mente excesivamente complicada.
—¿No una buena prueba? ¿Qué quieres decir? ¡Lo has visto por ti mismo! ¡Muchas veces en el desierto hablándole a Dios!
—¡Sí! —casi saltó Stiros. Claramente, era la respuesta que deseaba—. Si ella puede permanecer sin sufrir daño en presencia de Dios, quizá pueda enseñar a otros cómo lo consigue.
—Sabes cómo se irrita cuando se le sugiere eso.
—Quizá no hemos enfocado el problema de la manera adecuada.
—¡Stiros! ¿Y si la niña tiene razón? Servimos al Dios Dividido. He estado pensando mucho y profundamente en esto. ¿Por qué debería dividirse Dios? ¿No es Dios la prueba definitiva?
La expresión en el rostro de Stiros decía que aquella era exactamente la clase de gimnasia mental que su facción temía. Intentó desviar al Sumo Sacerdote, pero no era fácil llevar a Tuek hacia caminos metafísicos.
—La prueba definitiva —insistió Tuek—. Ver el bien en el mal y el mal en el bien.
La expresión de Stiros solamente podía ser descrita como consternación. Tuek era el Supremo Ungido de Dios. ¡A ningún sacerdote se le permitía dudar de eso! ¡Lo que ocurriría si Tuek hacía público un tal concepto podía sacudir los cimientos de la autoridad sacerdotal! Stiros se estaba preguntando claramente si no habría llegado el momento de trasladar a aquel Sumo Sacerdote.
—Nunca sugeriría que yo puedo debatir unas ideas tan profundas con mi Sumo Sacerdote —dijo Stiros—. Pero quizá pueda ofrecer una proposición que tal vez resuelva muchas dudas.
—Haz esa proposición —dijo Tuek.
—Podrían ser introducidos sutiles instrumentos entre sus ropas. Podríamos escuchar cuando ella habla con…
—¿Crees que Dios no sabría lo que hemos hecho?
—¡Tal pensamiento nunca ha cruzado por mi mente!
—No ordenaré que sea llevada al desierto —dijo Tuek.
—¿Pero y si es idea suya ir? —Stiros adoptó su expresión más congraciadora—. Lo ha hecho muchas veces.
—Pero no recientemente. Parece haber perdido su necesidad de consultar con Dios.
—¿No podemos hacerle algunas sugerencias? —preguntó Stiros.
—¿Como cuáles?
—Sheeana, ¿cuándo hablarás de nuevo con tu Padre? ¿Vas a tardar mucho en ponerte de nuevo ante su presencia?
—Eso es más un estímulo que una sugerencia.
—Sólo estoy proponiendo que…
—¡Esa Sagrada Niña no es una simple! Le habla a Dios, Stiros. Dios puede castigarnos dolorosamente por una tal presunción.
—¿No nos la trajo Dios aquí para que la estudiáramos? —preguntó Stiros.
Aquello se acercaba demasiado a la herejía de Dromind para el gusto de Tuek. Lanzó una ominosa mirada a Stiros.
—Lo que quiero decir —dijo Stiros—, es que seguramente Dios desea que aprendamos de ella.
El propio Tuek había dicho aquello muchas veces, sin oír nunca en sus propias palabras un curioso eco de la voz de Dromind.
—Ella no está aquí para ser estimulada y probada —dijo Tuek.
—¡El cielo no lo permita! —dijo Stiros—. Seré el alma de la sagrada precaución. Y todo lo que aprenda de la Sagrada Niña te será informado inmediatamente.
Tuek simplemente asintió. Tenía sus propios medios de asegurarse de que Stiros dijera la verdad.
Los siguientes y solapados estímulos y pruebas fueron informados inmediatamente a la Casa Capitular por Tamalane y sus subordinadas.
«Sheeana tiene una expresión pensativa», informó Tamalane.
Entre las Reverendas Madres en Rakis y aquellas a quienes iban dirigidos los informes, aquella expresión pensativa tenía una interpretación obvia. Los antecedentes de Sheeana habían sido deducidos hacía mucho tiempo. Las intrusiones de Stiros estaban haciendo que la muchacha adquiriera nostalgia. Sheeana mantenía un sabio silencio al respecto, pero claramente pensaba mucho en su vida en un poblado pionero. Pese a todos los temores y peligros, aquellos habían sido obviamente tiempos felices para ella. Debía recordar las risas, el empalar la arena en busca de su humedad, cazar escorpiones en las grietas de las chozas del poblado, olisquear buscando fragmentos de especia entre las dunas. De los repetidos viajes de Sheeana a aquella zona, la Hermandad había efectuado una localización razonablemente precisa del poblado perdido y de lo que le había ocurrido. Sheeana miraba a menudo uno de los viejos mapas de Tuek en la pared de sus dependencias.
Como esperaba Tamalane, una mañana Sheeana clavó un dedo en el lugar del mapa mural donde había ido muchas veces.
—Llevadme ahí —ordenó a sus asistentas.
Fue llamado un tóptero.
Mientras los sacerdotes escuchaban ávidamente en un tóptero colgando a gran altura, Sheeana se enfrentó una vez más a su némesis en la arena. Tamalane y sus consejeras, introducidas en los circuitos sacerdotales, observaron con la misma avidez.
Nada que sugiriera ni remotamente un poblado quedaba en la desolada extensión de dunas de aquel lugar. Sheeana ordenó ser depositada en el suelo. Utilizó un martilleador. Otra de las astutas sugerencias de Stiros, acompañada de detalladas instrucciones sobre el uso del antiguo medio de atraer al Dios Dividido.
Llegó un gusano.
Tamalane observó en su propio teleproyector, pensando que el gusano era tan sólo un monstruo mediano. Estimó su longitud en unos cincuenta metros. Sheeana permanecía de pie a tan sólo tres metros delante del ardiente abismo de su boca abierta. El siseo de los fuegos internos del gusano era claramente audible por los observadores.
—¿Me dirás por qué lo hiciste? —preguntó Sheeana.
No vaciló ante el ardiente aliento del gusano. La arena crujió bajo el monstruo, pero ella no dio señales de haber oído nada.
—¡Respóndeme! —ordenó Sheeana.
Ninguna voz surgió del gusano, pero Sheeana pareció estar escuchando, la cabeza inclinada hacia un lado.
—Entonces regresa por donde has venido —dijo Sheeana. Alejó al gusano agitando un brazo.
Obedientemente, el gusano se dio la vuelta y se alejó por la arena.
Durante varios días, mientras la Hermandad los espiaba con regocijo, los sacerdotes discutieron acerca de aquel encuentro. Sheeana no podía ser interrogada al respecto sin descubrir que la habían estado espiando. Como las veces anteriores, se negó a discutir nada acerca de sus visitas al desierto.
Stiros continuó su labor. El resultado fue precisamente el que la Hermandad esperaba. Sin ninguna advertencia previa, Sheeana se despertaba algunos días y decía:
—Hoy iré al desierto.
En ocasiones utilizaba un martilleador, en ocasiones danzaba su llamada. Muy lejos en la arena, más allá de la vista de Keen o de cualquier otro lugar habitado, los gusanos acudían a ella. Sheeana, sola frente a un gusano, le hablaba mientras los hombres escuchaban. Tamalane encontró fascinante aquella acumulación de grabaciones mientras pasaban por sus manos camino de la Casa Capitular.
—¡Debería odiarte!
¡Vaya agitación que había causado entre los sacerdotes! Tuek deseaba un debate abierto:
¿Deberíamos odiar todos nosotros al Dios Dividido al mismo tiempo que lo amamos?
Stiros apenas consiguió invalidar esta sugerencia con la argumentación de que los deseos de Dios no estaban claros.
Sheeana preguntó a uno de sus gigantescos visitantes:
—¿Me dejarás montarte de nuevo?
Cuando se acercó más, el gusano retrocedió y no le permitió montar.
En otra ocasión preguntó:
—¿Debo quedarme con los sacerdotes?
Aquel gusano en particular fue blanco de numerosas preguntas, entre ellas:
—¿Dónde va la gente cuando la devoras?
—¿Por qué la gente es falsa conmigo?
—¿Debo castigar a los malos sacerdotes?
Tamalane se echó a reír ante esta última pregunta, pensando en la agitación que iba a causar entre la gente de Tuek. Sus espías informaron del desánimo entre los sacerdotes.
—¿Cómo le responde Él? —preguntó Tuek—. ¿Ha oído alguien alguna vez responder a Dios?
—Quizá hable directamente a su alma —aventuró un consejero.
—¡Eso es! —Tuek saltó sobre aquella posibilidad—. Debemos preguntarle qué es lo que Dios le dice que debe hacer.
Sheeana se negó a entrar en tales discusiones.
«Hace valer bien sus poderes», informó Tamalane. «Ahora no acude mucho al desierto, pese a los aguijoneos de Stiros. Como esperábamos, la atracción se ha desvanecido. El miedo y la excitación la llevaron hasta tan lejos antes de palidecer. Sin embargo, ha aprendido una orden efectiva: ¡Marchaos!»
La Hermandad anotó aquello como un hito importante. Cuando incluso el Dios Dividido obedecía, ningún sacerdote o sacerdotisa podía cuestionar su autoridad para lanzar una tal orden.
«Los sacerdotes están edificando torres en el desierto», informó Tamalane. «Desean lugares más seguros desde los cuales observar a Sheeana cuando ella acude allí».
La Hermandad había anticipado aquello, e incluso había efectuado algunos avances para acelerar tales proyectos. Cada torre poseía su propia trampa de viento, su propio personal de mantenimiento, su propia barrera de agua, jardines y otros elementos de civilización. Cada una era una pequeña comunidad extendiendo las áreas establecidas de Rakis cada vez más lejos en el dominio de los gusanos.
Los pueblos pioneros ya no eran necesarios, y Sheeana obtuvo los méritos de este desarrollo.
—Ella es nuestra sacerdotisa —decía el pueblo.
Tuek y sus consejeros giraban sobre la punta de una aguja:
¿Shaitan y Shai-Hulud en un mismo cuerpo? Stiros vivía en un temor diario de que Tuek anunciara el hecho. Finalmente, los consejeros de Stiros rechazaron la sugerencia de que Tuek fuera trasladado. Otra sugerencia de que la Sacerdotisa Sheeana sufriera un fatal accidente fue recibida por todos con tremendo horror, e incluso Stiros lo consideró un riesgo demasiado grande.
—Aunque extrajéramos esa espina, Dios podría visitarnos con una intrusión aún más terrible —dijo. Y advirtió—: Los más antiguos libros dicen que un niño nos conducirá.
Stiros era tan sólo el más reciente de aquellos que consideraban a Sheeana como algo no en absoluto mortal. Podía observarse que aquellos que la rodeaban, incluida Cania, habían empezado a quererla. Era tan inocente, tan despierta y vivaz.
Muchos observaron que ese creciente afecto hacia Sheeana se extendía incluso hasta Tuek.
Para la gente tocada por este poder, la Hermandad poseía un reconocimiento inmediato. La Bene Gesserit conocía una etiqueta para ese antiguo efecto: adoración expansiva. Tamalane informó de profundos cambios produciéndose en todo Rakis a medida que la gente, por todas partes del planeta, empezaba a rezarle a Sheeana en vez de hacerlo a Shaitan o incluso a Shai-Hulud.
«Ven que Sheeana intercede por la gente más débil», informó Tamalane. «Es un esquema familiar. Todo funciona tal como estaba previsto. ¿Cuándo será enviado el ghola?».