¿Acaso no ha reclamado la religión una patente de creación para todos estos milenios?
La Pregunta Tleilaxu, de las charlas de Muad’Dib
El aire de Tleilax era cristalino, dominado por una quietud que era parte frío matutino y parte una sensación de temeroso agazaparse, como si la vida aguardara allá afuera en la ciudad de Bandalong, una vida acechante y voraz que no se agitaría hasta que recibiera su señal particular. El Mahai, Tylwyth Waff, Maestro de Maestros, gozaba de aquella hora mucho más que de cualquier otra hora del día. La ciudad era su ahora mientras la contemplaba a través de su abierta ventana. Bandalong cobraría vida tan sólo a su orden. Esto es lo que se decía a sí mismo. El miedo que podía captar ahí afuera era su apoyo sobre cualquier realidad que pudiera surgir de aquel depósito de vida incubada: la civilización tleilaxu que se había originado allí y luego había diseminado sus poderes hasta los últimos confines.
Su pueblo había aguardado durante milenios aquel momento. Waff lo saboreó ahora. A través de todos los terribles tiempos del Profeta Leto II (No el Dios Emperador sino el Mensajero de Dios), a través de las Hambrunas y la Dispersión, a través de todas las dolorosas derrotas a manos de criaturas inferiores, a través de todas aquellas agonías, los tleilaxu habían ido acumulando sus pacientes fuerzas para aquel momento.
¡Hemos llegado a nuestro momento, oh, Profeta!
La ciudad que se extendía bajo su alta ventana era algo que veía como un símbolo, una poderosa señal en la página del designio tleilaxu. Otros planetas tleilaxu, otras grandes ciudades, interconectadas, interdependientes, y con una fidelidad centrada en este Dios y esta ciudad, aguardaban la señal que todos ellos sabían iba a producirse pronto. Las fuerzas gemelas de los Danzarines Rostro y los Masheikh habían comprimido sus poderes preparándose para el asalto cósmico. Los milenios de espera estaban a punto de terminar.
Waff pensaba en todo aquello como en «el largo comienzo». Sí. Asintió para sí mismo mientras miraba a la agazapada ciudad. Desde su principio, desde aquella semilla infinitesimal de una idea, los líderes de la Bene Tleilax habían comprendido los peligros de un plan extenso, tan dilatado, tan intrincado y sutil. Habían sabido que debían recobrarse de un desastre casi total una y otra vez, aceptar irritantes pérdidas, sometimientos y humillaciones. Todo aquello y mucho más había servido para la construcción de una imagen particular Bene Tleilax. A través de aquellos milenios de fingimiento, habían creado un mito.
«¡Los viles, detestables, sucios tleilaxu! ¡Los estúpidos tleilaxu! ¡Los predecibles tleilaxu! ¡Los impetuosos tleilaxu!».
Incluso los esbirros del Profeta habían caído presas de este mito. Una Habladora Pez cautiva se había erguido en aquella misma estancia y le había gritado a un Maestro tleilaxu:
—¡Un largo fingimiento crea una realidad! ¡Sois realmente viles! —De modo que la habían matado, y el Profeta no hizo nada.
Cuán poco comprendían todos aquellos mundos y pueblos alienígenas la contención tleilaxu. ¿Impetuosidad? Dejemos que lo consideren después de que la Bene Tleilax haya demostrado cuántos milenios eran capaces de aguardar su ascendencia.
¡Spannungsbogen!
Waff pronunció la antigua palabra en su lengua: ¡El período de la reverencia! Cuán profunda haces tu reverencia antes de soltar tu flecha. ¡Y cuán profundo se hunde esta flecha!
—Los Masheikh han aguardado más que todos los otros —susurró Waff. Se atrevió a pronunciar la palabra para sí mismo allí en la torre de su fortaleza: Masheikh.
Los tejados debajo de él resplandecían a medida que se alzaba el sol. Podía oír el agitarse de la vida de la ciudad. El dulce amargor de los olores tleilaxu flotó en el aire, llegando hasta su ventana. Waff inhaló profundamente y cerró su ventana.
Se sintió renovado por aquel momento de solitaria observación. Apartándose de la ventana, se vistió con el blanco khilat de honor ante el cual todo Domel estaba condicionado a inclinarse. El atuendo cubría completamente su bajo cuerpo, proporcionándole la clara sensación de que era realmente una armadura.
¡La armadura de Dios!
—Somos el pueblo del Yaghist —había recordado a sus consejeros la pasada noche—. Todo lo demás es frontera. Hemos fomentado el mito de nuestra debilidad y nuestras prácticas perversas durante estos milenios con un único propósito. ¡Incluso la Bene Gesserit cree en él!
Sentados en la profunda sagra sin ventanas con su escudo de no–estancia, sus nueve consejeros habían sonreído en silenciosa apreciación de sus palabras. En el juicio del ghufran, sabían. El estadio en el cual los tleilaxu determinaban su propio destino siempre había sido el kehl con su derecho del ghufran.
Era lógico que ni siquiera Waff, el más poderoso de todos los tleilaxu, pudiera abandonar su mundo y ser readmitido sin humillarse en el ghufran, solicitando perdón por haber entrado en contacto con los inimaginables pecados de los alienígenas. Mezclarse con los powindah podía mancillar incluso a los más altos. Los khasadars que patrullaban todas las fronteras tleilaxu y custodiaban los selamliks de las mujeres tenían derecho a sospechar incluso de Waff. Él era del pueblo y del kehl, sí, pero debía probarlo cada vez que abandonaba la tierra natal y regresaba, y por supuesto cada vez que entraba en el selamlik para la distribución de su esperma.
Waff cruzó hasta su largo espejo y se inspeccionó a sí mismo y a su atuendo. Sabía que para los powindah su apariencia era la de un elfo de apenas metro y medio de altura. Ojos, pelo y piel presentaban distintas tonalidades de gris, todo ello una plataforma para su rostro ovalado con su pequeña boca y su hilera de aguzados dientes. Un Danzarín Rostro podía imitar sus rasgos y su pose, podía fingir a la orden de un Masheikh, pero ningún Masheikh ni khasadar se engañaba. Tan sólo los powindah serían embaucados. ¡Excepto las Bene Gesserit!
Aquel pensamiento hizo que su rostro se frunciera. Bueno, las brujas aún no se habían encontrado con uno de los nuevos Danzarines Rostro.
Ningún otro pueblo ha dominado el lenguaje genético tan bien como lo ha hecho la Bene Tleilax, se tranquilizó a sí mismo. Tenemos derecho a llamarlo «el lenguaje de Dios», porque el propio Dios ha sido quien nos ha concedido este gran poder.
Waff se dirigió a su puerta y aguardó a que sonara la campana matutina. No había forma, pensó, de describir la riqueza de las emociones que sentía ahora. El tiempo se desdoblaba para él. No se preguntaba por qué el auténtico mensaje del Profeta había sido oído tan sólo por la Bene Tleilax. Había sido la obra de Dios, y el Profeta había sido el Brazo de Dios, merecedor de respeto como mensajero de Dios.
¡Tú lo preparaste para nosotros, oh, Profeta!
Y el ghola en Gammu, este ghola en este momento, merecía toda aquella espera.
La campana matutina sonó, y Waff salió al pasillo, echó a andar junto con todas las demás figuras envueltas en blanco, y se dirigió hacia la balaustrada oriental para dar la bienvenida al sol. Como el Mahai y Abdl de su pueblo, ahora podía identificarse con todos los tleilaxu.
Somos los legalistas del Shariat, los últimos de nuestra especie en el universo.
En ningún lugar fuera de las cámaras secretas de sus hermanos-malik podía revelar este pensamiento secreto, aunque que era un pensamiento compartido por todas las mentes que le rodeaban ahora, y los resultados de ese pensamiento eran visibles tanto en los Masheikh como en los Domel y Danzarines Rostro. La paradoja de los lazos de parentesco, un sentido de identidad social que permeaba el kehl desde los Masheikh descendiendo hasta los más bajos Domel, no una paradoja para Waff.
Trabajamos para el mismo Dios.
Un Danzarín Rostro con apariencia de Domel había hecho una reverencia y abierto las puertas de la balaustrada. Waff, emergiendo a la luz del sol con todos sus compañeros apiñados a su alrededor, sonrió al reconocer al Danzarín Rostro. ¡Un Domel ya! Era un chiste familiar, pero los Danzarines Rostro no eran familia. Eran constructores, herramientas, del mismo modo que el ghola en Gammu era una herramienta, todos ellos diseñados con el lenguaje de Dios hablado sólo los Masheikhs.
Con los demás apretados contra él a su alrededor, Waff rindió obediencia al sol. Lanzó el grito del Abdl, y oyó el eco de incontables voces repitiéndolo desde los lugares más alejados de la ciudad.
—¡El sol no es Dios! —gritó.
No, el sol era solamente un símbolo de los infinitos poderes y de la misericordia de Dios… otro constructor, otra herramienta. Sintiéndose limpio por su paso a través del ghufran la noche anterior, renovado por el ritual matutino. Waff podía pensar ahora en el viaje al exterior hasta los lugares powindah y el reciente regreso, cosas que habían hecho necesario el ghufran. Otros adoradores le abrieron paso mientras regresaba a los corredores internos y penetraba en el pasadizo deslizante que lo llevaba hacia abajo hasta el jardín central donde había pedido a sus consejeros que se reunieran con él.
Fue una exitosa incursión entre los powindah, pensó.
Cada vez que abandonaba los mundos interiores de la Bene Tleilax, Waff tenía la sensación de hallarse en lashkar, una partida de guerra buscando esa venganza definitiva que su pueblo llamaba secretamente Bodal (siempre con mayúscula, y siempre la primera cosa que se reafirmaba en ghufran o kehl). Su más reciente lashkar había sido un éxito exquisito.
Waff emergió del pasadizo deslizante al jardín central inundado de luz solar gracias a los reflectores solares situados en los tejados circundantes. Una pequeña fuente representaba su fuga visual en el corazón de un círculo de grava. Una baja cerca de estacas blancas a un lado rodeaba una extensión de césped muy corto, un espacio lo suficientemente cerca de la fuente como para que el aire fuera húmedo pero no tan cerca como para que el rumor del agua se entrometiera en la conversación pronunciada en voz baja. En el verde cercado había dispuestos diez estrechos bancos de antiguo plástico… nueve de ellos formando un semicírculo frente a un décimo banco colocado ligeramente aparte.
Haciendo una pausa junto al cercado césped, Waff miro a su alrededor, preguntándose por qué nunca antes había sentido un placer tan intenso ante la vista de aquel lugar. El color azul oscuro de los bancos era el del propio material en el cual estaban hechos. Siglos de uso habían desgastado los bancos formando suaves curvas en los respaldos y los brazos y allá donde incontables posaderas los habían ocupado, pero el color era tan fuerte en los lugares desgastados como en los demás.
Waff se sentó frente a sus nueve consejeros, ordenando las palabras que debía utilizar. El documento que había traído consigo de su último lashkar, de hecho la auténtica razón de tal incursión, no podía ser más oportuno. Su etiqueta y sus palabras contenían un valioso mensaje para los tleilaxu.
De un bolsillo interior Waff extrajo un delgado fajo de láminas de cristal riduliano. Observó el rápido interés de sus consejeros: nueve rostros similares al suyo, Masheikhs en el más profundo kehl. Todos reflejaban expectación. Habían leído aquel documento en el khel: «El Manifiesto Atreides». Habían pasado toda una noche de reflexión sobre el mensaje del manifiesto. Ahora, las palabras debían ser confrontadas. Waff colocó el documento sobre su regazo.
—Propongo difundir estas palabras muy lejos y por todas partes —dijo Waff.
—¿Sin ningún cambio? —Era Mirlat, el consejero más cercano a la transformación ghola entre todos ellos. Sin duda Mirlat aspiraba al Abdl y Mahai. Waff centró su atención en las amplias mandíbulas del consejero, allá donde el cartílago había crecido a lo largo de siglos como una marca visible de la gran edad de su actual cuerpo.
—Exactamente tal como ha llegado a nuestras manos —dijo Waff.
—Peligroso —dijo Mirlat.
Waff volvió su cabeza hacia la derecha, y su perfil infantil se silueteó contra la fuente para que sus consejeros pudieran observarlo. ¡La mano de Dios está en mi derecha! El cielo sobre él era cornalina pulida, puesto que Bandalong, la más antigua ciudad de los tleilaxu, había sido construida bajo una de esas gigantescas cubiertas artificiales erigidas para proteger a los pioneros en los planetas más inhóspitos. Cuando volvió de nuevo su atención a sus consejeros, los rasgos de Waff permanecieron inexpresivos.
—No peligroso para nosotros —dijo.
—Es un asunto de opinión —dijo Mirlat.
—Entonces consideremos las opiniones —dijo Waff—. ¿Necesitamos temer a Ix o a las Habladoras Pez? Por supuesto que no. Son de los nuestros, aunque no lo sepan.
Waff dejó que sus palabras penetraran; todos ellos sabían que nuevos Danzarines Rostro se sentaban en los más altos consejos de Ix y de las Habladoras Pez, y que la sustitución no había sido detectada.
—La Cofradía no hará ningún movimiento contra nosotros ni se nos opondrá porque nosotros somos su única fuente segura de melange —dijo Waff.
—¿Pero qué hay de esas Honoradas Matres que han regresado de la Dispersión? —preguntó Mirlat.
—Trataremos con ellas cuando sea necesario —dijo Waff—. Y seremos ayudados por los descendientes de nuestro propio pueblo que voluntariamente partieron con la Dispersión.
—El momento parece oportuno —murmuró uno de los otros consejeros.
Era Torg el Joven quien había hablado, observó Waff. Bien. Aquel era un voto seguro.
—¡La Bene Gesserit! —restalló Mirlat.
—Creo que las Honoradas Matres apartarán a las brujas de nuestro camino —dijo Waff—. Ya se están gruñendo las unas a las otras como animales en su pozo de pelea.
—¿Y si el autor de ese manifiesto es identificado? —preguntó Mirlat—. ¿Qué ocurrirá entonces?
Varias cabezas entre los consejeros asintieron. Waff las controló: gente a la que había que ganar.
—Es peligroso ser llamado Atreides en esta era —dijo.
—Excepto quizá en Gammu —dijo Mirlat—. Y el nombre Atreides se halla firmado en ese documento.
Qué extraño, pensó Waff. El representante de la CHOAM en la conferencia powindah que había atraído a Waff fuera de los planetas interiores de Tleilax había enfatizado también este punto. Pero la mayor parte de la gente de la CHOAM eran ateos secretos que consideraban cualquier religión como algo sospechoso, y realmente los Atreides habían sido una poderosa fuerza religiosa. Las preocupaciones de la CHOAM habían sido casi palpables.
Waff relató entonces aquella reacción de la CHOAM.
—Ese mercenario de la CHOAM, maldita sea su alma atea, tiene razón —insistió Mirlat—. El documento es insidioso.
Mirlat va a tener que luchar por defender esto, pensó Waff. Alzó el manifiesto de su regazo y leyó en voz alta la primera línea:
—En el principio era la palabra, y la palabra era Dios.
—Directamente de la Biblia Católica Naranja —dijo Mirlat. Una vez más, las cabezas se agitaron en preocupado asentimiento.
Waff exhibió las puntas de sus caninos en una breve sonrisa.
—¿Sugieres que entre los powindah hay quienes sospechan la existencia del Shariat y los Masheikhs?
Era bueno pronunciar abiertamente aquellas palabras, recordar a sus oyentes que tan solo allí, entre los círculos más internos tleilaxu; las antiguas palabras y el antiguo lenguaje eran preservados sin cambio. ¿Temía Mirlat o alguno de los otros que las palabras Atreides pudieran subvertir el Shariat?
Waff planteó también esta cuestión, y vio los preocupados fruncimientos.
—¿Hay alguien entre vosotros —preguntó Waff— que crea que un solo powindah sabe cómo utilizamos el lenguaje de Dios?
¡Ya está! ¡Dejemos que piensen en ello! Cada uno de ellos, los que estaban contemplando ahora, había sido despertados vez tras vez en carne de ghola. Había una continuidad carnal en aquel Consejo que nadie más había conseguido nunca. El mismo Mirlat había visto al Profeta con sus propios ojos. ¡Scytale había hablado con Muad’Dib! Aprendiendo como la carne puede ser renovada y las memorias restauradas, habían condensado su poder en un único gobierno, evitando así la dispersión. Tan sólo las brujas tenían un almacén similar de experiencia al que recurrir, y lo utilizaban con temerosa precaución, ¡aterradas ante la idea de llegar a producir otro Kwisatz Haderach!
Waff dijo todas estas cosas a sus consejeros, añadiendo:
—El tiempo de la acción ha llegado.
Cuando nadie pronunció su desacuerdo, Waff dijo:
—Este manifiesto tiene un solo autor. Todos los análisis lo indican. ¿Mirlat?
—Escrito por una sola persona, y esa persona es un auténtico Atreides, no hay la menor duda en ello —admitió Mirlat.
—Todos en la conferencia powindah afirmaron esto —Waff. Incluso un piloto de la Cofradía en su tercer estadio lo admitió.
—Pero esta persona ha producido algo que excita violentas reacciones entre los diversos pueblos —argumentó Mirlat.
—¿Hemos cuestionado alguna vez el talento de los Atreides para la desorganización? —preguntó Waff—. Cuando los powindah me mostraron este documento, supe que Dios nos había enviado una señal.
—¿Siguen las brujas negando su autoría? —preguntó Torg el Joven.
Cuán alerta y apto es, pensó Waff.
—Todas las religiones powindah quedan cuestionadas por este manifiesto —dijo Waff—. Cada fe, excepto la nuestra, queda colgando en el limbo.
—¡Exactamente el problema! —pronunció Mirlat.
—Pero eso solamente lo sabemos nosotros —dijo Waff—. ¿Quién más sospechará nunca la existencia del Shariat?
—La Cofradía —dijo Mirlat.
Nunca han hablado de ello, y nunca lo harán. Saben cuál sería nuestra respuesta.
Waff alzó el fajo de papeles de su regazo y leyó de nuevo en voz alta:
—Fuerzas que no podemos comprender permean nuestro universo. Vemos las sombras de estas fuerzas cuando son proyectadas sobre una pantalla que nuestros sentidos pueden captar, pero no comprendemos su significado.
—El Atreides que escribió esto conoce el Shariat —murmuró Mirlat.
Waff siguió leyendo como si no se hubiera producido ninguna interrupción:
—La comprensión requiere palabras. Algunas cosas no pueden ser reducidas a palabras. Hay cosas que solamente pueden ser experimentadas en silencio.
Como si estuviera sujetando una sagrada reliquia, Waff devolvió el documento a su regazo. En voz muy baja, de tal modo que sus oyentes tuvieron que inclinarse hacia él y algunos colocar una mano formando copa detrás de su oído, Waff dijo:
—Esto dice que nuestro universo es mágico. Dice que todas las formas arbitrarias son transitorias y sujetas a cambios mágicos. La ciencia nos ha conducido a la interpretación de la que no podemos desviarnos.
Dejó que estas palabras supuraran por un momento, luego:
—Ningún sacerdote rakiano del Dios Dividido ni ningún otro charlatán powindah puede aceptar eso. Sólo nosotros lo sabemos, porque nuestro Dios es un Dios mágico cuyo lenguaje hablamos.
—Seremos acusados de la autoría —dijo Mirlat. En el mismo momento en que decía esto, Mirlat agitó enérgicamente la cabeza de un lado a otro—. ¡No! Ahora lo entiendo. Entiendo lo que quieres decir.
Waff guardó silencio. Podía ver que todos ellos estaban reflexionando sobre sus orígenes sufíes, recordando la Gran Creencia y el ecumenismo Zensunni que había producido a la Bene Tleilax. La gente de aquel kehl conocía los hechos de sus orígenes proporcionados por Dios, pero generaciones de secreto aseguraban que ningún powindah compartiera su conocimiento.
Las palabras fluyeron silenciosamente por la mente de Waff: «Las hipótesis basadas en el conocimiento contienen creencia en un terreno absoluto fuera del cual todas las cosas brotan como plantas creciendo de semillas».
Sabiendo que sus consejeros recordaban también este catecismo de la Gran Creencia, Waff les recordó la advertencia Zensunni:
—Tras tales hipótesis yace una fe expresada en palabras que los powindah no cuestionan. Solamente el Shariat la cuestiona, y nosotros lo hacemos silenciosamente.
Sus consejeros asintieron al unísono.
Waff inclinó ligeramente su cabeza y prosiguió:
—El acto de decir que existen cosas que no pueden ser descritas con palabras sacude a un universo donde las palabras son la creencia suprema.
—¡Veneno powindah! —exclamaron los consejeros.
Ahora los tenía a todos, y Waff remachó su victoria preguntando:
—¿Cuál es el Credo Sufí–Zensunni?
No podían decirlo en voz alta, pero todos reflexionaron sobre él: Para conseguir el S'tori no es necesario comprender. El S'tori existe sin palabras, sin ni siquiera un nombre.
En un momento, todos ellos alzaron la vista e intercambiaron sagaces miradas. Mirlat tomó a su cargo el recitar el voto tleilaxu:
—Puedo decir Dios, pero eso no es mi Dios. Eso es tan sólo un ruido y no más potente que cualquier otro ruido.
—Veo ahora —dijo Waff— que todos vosotros captáis el poder que ha caído en nuestras manos a través de este documento. Millones y millones de copias están circulando ya por entre los powindah.
—¿Quién ha hecho eso? —preguntó Mirlat.
—¿A quién le importa? —respondió Waff—. Dejemos que los powindah persigan a los culpables, busquen su origen, intenten suprimirlos, prediquen contra ellos. Con cada una de tales acciones, los powindah inyectan más poder a estas palabras.
—¿No deberíamos predicar contra estas palabras también? —preguntó Mirlat.
—Sólo si la ocasión lo exige —dijo Waff—. ¡Vedlo! —Dio una palmada a los papeles sobre sus rodillas—. Los powindah han reducido su consciencia a seguir la finalidad más angosta, y esa es su debilidad. Debemos asegurarnos de que este manifiesto tenga una circulación tan amplia como sea posible.
—La magia de nuestro Dios es nuestro único puente —entonaron los consejeros.
Todos ellos, observó Waff, habían recuperado de nuevo la seguridad central de su fe. Había sido fácil conseguirlo. Ningún Masheikh compartía la estupidez powindah que gemía:
«En tu infinita gracia, Dios, ¿por qué yo?». En una sola frase, los powindah invocaban al infinito y luego lo negaban, sin observar nunca ni en una sola ocasión su propia estupidez.
—Scytale —dijo Waff.
El más joven de los consejeros, de rostro rubicundo, sentado en el extremo de la izquierda, se inclinó ansiosamente hacia adelante.
—Arma a los fieles —dijo Waff.
—Me maravilla el que un Atreides nos haya proporcionado una tal arma —dijo Mirlat—. ¿Cómo es posible que los Atreides siempre fijen un ideal que alista tras él a miles de millones que lo seguirán hasta la muerte?
—No son los Atreides, es Dios —dijo Waff. Alzó entonces los brazos y pronunció la despedida ritual:
—Los Masheikhs se han reunido en kehl y han sentido la presencia de su Dios.
Waff cerró los ojos y aguardó a que los demás se marcharan. ¡Masheikh! Qué bueno resultaba llamarse a sí mismos en kehl, hablar el lenguaje de Islamiyat, que ningún tleilaxu hablaba fuera de sus propios consejos secretos: ni siquiera los Danzarines Rostro lo hablaban. En ningún lugar en el Welht de Jandola, ni siquiera en las más lejanas extensiones del Yaghist tleilaxu, existía un powindah vivo que conociera su secreto.
Yaghist, pensó Waff, alzándose de su banco. Yaghist, el país de los no gobernados.
Tuvo la impresión de que podía sentir el documento vibrando en su mano. Aquel Manifiesto Atreides era exactamente el tipo de cosa que las masas powindah iban a seguir hasta su fatal destino.