Los seres humanos viven mejor cuando cada uno tiene su lugar donde permanecer, cuando cada uno sabe donde pertenece en el esquema de las cosas y lo que puede conseguir. Destruye el lugar, y destruirás a la persona.
Enseñanza Bene Gesserit
Miles Teg no había deseado la misión en Gammu. ¿Maestro de armas de un niño–ghola? Incluso de un niño–ghola como aquél, con toda la historia tejida a su alrededor. Era una intrusión indeseada en el bien ordenado retiro de Teg.
Pero había vivido toda su vida como un Mentat Militar bajo la voluntad de la Bene Gesserit, y no podía computar un acto de desobediencia.
¿Quis custodiet ipsos custodiet? ¿Quién debía guardar a los guardianes? ¿Quién debía vigilar que los guardianes no cometieran faltas?
Aquella era una cuestión que Teg había considerado cuidadosamente en muchas ocasiones. Formaba uno de los dogmas básicos de su lealtad a la Bene Gesserit. Pese a todo lo demás que pudiera decirse de la Hermandad, desplegaban una admirable constancia en sus finalidades.
Finalidades morales, las había etiquetado Teg.
Las finalidades morales de la Bene Gesserit encajaban completamente con los principios de Teg. El que esos principios fueran Bene Gesserit y le hubieran sido condicionados no entraba en la cuestión. El pensamiento racional, especialmente la racionalidad Mentat, no podía efectuar otro juicio.
Teg lo reducía a una esencia: si tan sólo una persona seguía esos principios guía, aquel era un universo mejor. No se trataba nunca de una cuestión de justicia. La justicia requería acudir a la ley y ésa podía ser una amante voluble, sometida siempre a los caprichos y prejuicios de aquellos que la administraban. No, era una cuestión de imparcialidad, un concepto que iba hasta mucho más profundo. La gente sobre la que se pasaba juicio tenía que sentir su imparcialidad.
Para Teg, afirmaciones tales como «la letra de la ley debe ser observada» eran peligrosas para sus principios guía. Ser honesto requería acuerdo, predecible constancia y, por encima de todo lo demás, lealtad hacia arriba y hacia abajo en la jerarquía. El liderazgo guiado por tales principios no requería controles exteriores. Tú efectuabas su trabajo porque era correcto. Y no obedecías porque fuera predeciblemente correcto. Lo hacías porque era correcto en aquel momento. La predicción y la presciencia no tenían nada que ver en absoluto con ello.
Teg conocía la reputación de los Atreides para la presciencia, pero el lenguaje gnómico no tenía lugar en aquel universo. Tú tomabas el universo tal como lo encontrabas y aplicabas tus principios allá donde podías. Las órdenes absolutas en la jerarquía eran siempre obedecidas. No era que Taraza hubiera hecho de ello una cuestión de orden absoluto, pero las implicaciones estaban allí.
—Vos sois la persona perfecta para esa tarea.
Había vivido una larga vida con muchos puestos de responsabilidad, y se había retirado con honor. Teg sabía que era viejo, lento y con todos los defectos de la edad aguardando justo al borde de su consciencia, pero la llamada al deber lo aceleró incluso mientras se obligaba a refrenar el deseo de decir «No».
La misión había llegado personalmente de Taraza. La persona de más alto rango y poder en la Hermandad (incluida la Missionaria Protectiva) lo había elegido sólo a él. No una simple Reverenda Madre, sino la Reverenda Madre Superiora.
Taraza acudió al refugio de su retiro en Lernaeus. Esto representaba un gran honor para él, y él lo sabía. Ella apareció en su puerta sin anunciarse, acompañada tan sólo por dos servidoras acólitas y una pequeña fuerza de guardia, algunos de cuyos rostros reconoció. Teg los había adiestrado personalmente. La hora de su llegada era interesante también. Por la mañana, poco después de su desayuno. Ella conocía el esquema de su vida y seguro que sabía que él siempre estaba más alerta a aquella hora. Así que lo deseaba completamente despierto y con todas sus capacidades.
Patrin, el viejo ordenanza de Teg, introdujo a Taraza en la sala de estar del ala este, una estancia pequeña y elegante amueblada únicamente con muebles sólidos. El desagrado de Teg hacia las sillas–perro y otros muebles vivientes era bien conocido. Patrin exhibía una expresión hosca en su rostro mientras guiaba a la Madre Superiora, toda vestida de negro, al interior de la sala. Teg reconoció inmediatamente la expresión. El largo y pálido rostro de Patrin, con sus muchas arrugas de la edad, podía parecer una máscara inamovible a los demás, pero Teg estaba alerta a la profundidad de las arrugas en las comisuras de la boca del hombre, la firme mirada en los viejos ojos. De modo que Taraza había dicho algo en el camino hasta allí que había afectado a Patrin.
Altas puertas deslizantes de pesado plaz enmarcaban la vista de la habitación en su parte oriental, sobre una larga ladera de césped hasta un grupo de árboles al lado del río. Taraza hizo una pausa apenas entrar en la estancia para admirar la vista.
Sin que nadie le dijera nada, Teg pulsó un botón. Unas cortinas se deslizaron ante la vista y unos globos se iluminaron. La acción de Teg le dijo a Taraza que el hombre había captado la necesidad de aislamiento. La enfatizó ordenando a Patrin:
—Por favor, haz que no seamos molestados.
—Las órdenes para la Granja Sur, señor —hizo notar Patrin.
—Por favor, encárgate tú mismo de eso. Tú y Firus sabéis lo que quiero.
Patrin cerró la puerta un poco demasiado bruscamente al salir, una pequeña señal pero que le decía mucho a Teg.
Taraza avanzó un paso dentro de la estancia y la examinó.
—Verde lima —dijo—. Uno de mis colores preferidos. Vuestra madre tenía un gran gusto.
Teg se sintió halagado por la observación. Tenía un profundo afecto a su edificio y sus tierras. Su familia llevaba únicamente tres generaciones allí, pero se había adaptado completamente al lugar. La decoración de su madre no había sido variada casi en ninguna habitación.
—Es bueno amar los lugares y las tierras —dijo Teg.
—Particularmente me gustaban las alfombras color naranja tostado en el salón y el medio arco de vidrio emplomado sobre la puerta de entrada —dijo Taraza—. Ese medio arco es realmente antiguo, estoy segura.
—No habéis venido aquí a hablar de decoración interior —dijo Teg.
Taraza dejó escapar una risita.
Tenía una voz aguda, que el adiestramiento de la Hermandad le había enseñado a utilizar con devastadora efectividad. No era una voz fácil de ignorar, ni siquiera cuando parecía adoptar un tono calculadamente casual, como ahora. Teg la había visto en el Consejo de la Bene Gesserit. Sus modales allí eran poderosos y persuasivos, cada palabra un indicador de la incisiva mente que guiaba sus decisiones. Ahora podía captar en su actitud una importante decisión.
Teg señaló hacia una silla tapizada de verde a su izquierda. Ella la miró, barrió con sus ojos una vez más la habitación, y retuvo una sonrisa.
Ninguna silla–perro en la casa, podía jurarlo. Teg era un antiguo, rodeándose de antigüedades. Se sentó y alisó su ropa mientras aguardaba a que Teg tomara una silla haciendo juego con la de ella y se sentara delante.
—Lamento la necesidad de tener que pediros que abandonéis vuestro retiro, Bashar —dijo—. Desgraciadamente, las circunstancias me conceden muy poca elección.
Teg apoyó casualmente sus largos brazos en los brazos de la silla, un Mentat en reposo, aguardando. Su actitud decía:
«Llena mi mente con datos».
Taraza se sintió momentáneamente desconcertada. Aquello era una imposición. Teg seguía siendo una figura regia, alto y con aquella larga cabeza rematada por una cabellera gris. Sabía que le faltaban cuatro años estándar para cumplir los trescientos. Aun aceptando que el Año Estándar tenía unas veinte horas menos que el año primitivo, seguía siendo una edad impresionante en experiencias al servicio de la Bene Gesserit, que exigía que ella lo respetara. Teg llevaba, observó, un uniforme gris claro sin ninguna insignia: unos pantalones y una chaqueta cuidadosamente cortados, una camisa blanca abierta en el cuello revelando una garganta surcada por profundas arrugas. Hubo un destello de oro en su cintura, y Taraza reconoció el broche en forma de sol destellante de Bashar que había recibido al retirarse. ¡Muy propio del utilitario Teg! Había convertido el regalo en una hebilla para su cinturón. Aquello la tranquilizó. Teg comprendía su problema.
—¿Podría tomar un poco de agua? —pidió Taraza—. Ha sido un viaje largo y agotador. Realizamos su última etapa en uno de vuestros transportes, que hubiera debido ser reemplazado hace más de quinientos años.
Teg se levantó de su silla, se dirigió hacia un panel de la pared, y extrajo una botella de agua fría y un vaso de un armario detrás del panel. Colocó ambas cosas en una mesita baja junto a la mano derecha de Taraza.
—Tengo melange —dijo.
—No, gracias, Miles. Llevo mi propia provisión.
Teg volvió a sentarse, y ella notó los síntomas de la rigidez. De todos modos, estaba notablemente ágil, teniendo en cuenta su edad.
Taraza se sirvió medio vaso de agua y lo bebió de un solo sorbo. Volvió a dejar el vaso en la mesita con un elaborado gesto ¿Cómo enfocar la cuestión? Los modales de Teg no la engañaban. El hombre no deseaba abandonar su retiro. Los analistas de Taraza la habían advertido al respecto. Desde su retiro, había demostrado un interés más que casual hacia su granja. Los enormes terrenos que poseía aquí en Lernaeus eran esencialmente una estación investigadora.
Alzó la vista y lo estudió abiertamente. Sus cuadrados hombros acentuaban la estrecha cintura de Teg. Seguía cuidando todavía su forma. Aquel largo rostro con sus marcadas líneas óseas: típicamente Atreides. Teg le devolvió la mirada como siempre lo había hecho, solicitando atención pero abierto a cualquier cosa que la Madre Superiora pudiera decir. Su delgada boca estaba curvada en una ligera sonrisa, exponiendo unos brillantes y regulares dientes.
Sabe que estoy incómoda, pensó Taraza. ¡Maldita sea! ¡Es simplemente un servidor de la Hermandad, igual que yo!
Teg no hizo ninguna pregunta. Sus modales seguían siendo impecables, curiosamente reservados. Se recordó que aquel era un rasgo común de los Mentats, y que no se podía leer nada distinto en él.
Bruscamente, Teg se puso en pie y se dirigió hacia un aparador a la izquierda de Taraza. Se volvió, cruzó sus brazos sobre su pecho y se reclinó contra el mueble, mirándola desde allí.
Taraza se vio obligada a girar su silla para enfrentarse a él. ¡Maldito seas! Teg no estaba poniéndole las cosas fáciles. Todas las Reverendas Madres Examinadoras habían observado la dificultad de conseguir que Teg permaneciera sentado para una conversación. Prefería estar de pie, sus hombros cuadrados en una rigidez militar, sus ojos mirando ligeramente hacia abajo. Pocas Reverendas Madres tenían su altura… más de dos metros. Este rasgo, indicaban los analistas, era la forma en que Teg (probablemente de modo inconsciente) protestaba contra la autoridad de la Hermandad sobre él. Nada de esto, sin embargo, se evidenciaba en su otro comportamiento. Teg había sido siempre el comandante militar de más confianza que hubiera empleado nunca la Hermandad.
En un universo poblado por múltiples sociedades cuyas principales fuerzas de unión se entrecruzaban con gran complejidad pese a la simplicidad de las etiquetas, los comandantes militares en los que podía confiarse valían varias veces su peso en melange. Las religiones y la memoria común de las tiranías imperiales siempre figuraban en las negociaciones, pero eran fuerzas económicas las que finalmente prevalecían, y la moneda militar podía introducirse en la máquina de sumar de cualquiera. Estaba presente en todas las negociaciones y lo seguiría estando durante tanto tiempo como la necesidad fuera la conductora del sistema comercial… la necesidad de cosas particulares (como la especia o los tecnoproductos de Ix), la necesidad de especialistas (como los Mentats o los doctores Suk), y todas las demás necesidades mundanas para las cuales existían los mercados: fuerzas de trabajo, constructores, diseñadores, vida planiformada, artistas, placeres exóticos…
Ningún sistema legal podía atar junta una tal complejidad, y este hecho completamente obvio planteaba otra necesidad… la necesidad constante de árbitros con influencia. Las Reverendas Madres habían encajado de forma natural en este papel dentro de la red económica, y Miles Teg lo sabía. Sabía también que una vez más él era reclamado como otra parte integrante de un trato. Aunque le gustaba ese papel, no entraba en las negociaciones.
—No es como si tuviérais a una familia que mantener aquí —dijo Taraza.
Teg aceptó aquello en silencio. Sí, su esposa había muerto hacía treinta y ocho años. Sus hijos eran todos mayores y, con la excepción de una hija, habían volado ya del nido. Allí estaban sus principales intereses, pero ninguna obligación familiar. Cierto. Taraza le recordó entonces su largo y fiel servicio a la Hermandad, citando varios logros memorables. Sabía que los halagos iban a causar muy poco efecto en él, pero los planteó como una apertura necesaria hacia lo que iba a seguir.
—Se os ha mencionado muchas veces vuestro parecido familiar —dijo.
Teg inclinó su cabeza no más de un milímetro.
—Vuestro parecido al primer Leto Atreides, abuelo del Tirano, es realmente notable —dijo ella.
Teg no evidenció ningún signo de haber oído o estar de acuerdo. Se trataba meramente de un dato, algo almacenado en su ya copiosa memoria. Sabía que llevaba los genes Atreides. Había visto su parecido con Leto I en la Casa Capitular. Había sido casi como estarse contemplando en un espejo.
—Sois un poco más alto —dijo Taraza.
Teg siguió mirándola desde su posición un poco superior.
—Maldita sea, Bashar —exclamó Taraza—, ¿queréis intentar al menos ayudarme?
—¿Es eso una orden, Madre Superiora?
—¡No, no es una orden!
Teg sonrió suavemente. El hecho de que Taraza se permitiera una tal explosión ante él decía muchas cosas. Jamás se permitiría hacer algo así delante de gente en la que creyera que no podía confiar. Y seguramente no se permitiría una tal exhibición emocional ante una persona a la que considerara simplemente subalterna.
Taraza se reclinó en su silla y le sonrió.
—De acuerdo —dijo—. Ya os habéis divertido lo suficiente. Patrin dijo que os sentiríais de lo más irritado conmigo si os reclamaba de vuelta a vuestros deberes. Os aseguro que sois un elemento crucial para nuestros planes.
—¿Qué planes, Madre Superiora?
—Estamos educando a un ghola de Duncan Idaho en Gammu. Tiene casi seis años de edad y está preparado para la educación militar.
Teg permitió que sus ojos se abrieran un poco más de lo habitual.
—Va a ser una tarea agotadora para vos —dijo Taraza—, pero deseo que os hagáis cargo de su adiestramiento y protección tan pronto como sea posible.
—Mi parecido con el Duque Atreides —dijo Teg—. Vais a usarme para restaurar sus memorias originales.
—En ocho o diez años, sí.
—¡Tanto tiempo! —Teg agitó la cabeza—. ¿Por qué Gammu?
—Su herencia prana–bindu ha sido alterada por la Bene Tleilax, bajo nuestras órdenes. Sus reflejos serán iguales en rapidez a los de cualquiera nacido en nuestros tiempos. Gammu… el Duncan Idaho original nació y fue educado ahí. Debido a los cambios en su herencia celular, debemos mantener todo lo demás tan aproximado a las condiciones originales como nos sea posible.
—¿Por qué estáis haciendo esto? —Era un tono de recopilación de datos Mentat.
—Una muchacha con la habilidad de controlar a los gusanos ha sido descubierta en Rakis. Podremos utilizar a nuestro ghola allí.
—¿Os encargaréis vos de su educación?
—No estoy requiriendo vuestros servicios como Mentat. Son vuestras habilidades militares y vuestro parecido al Leto original lo que necesitamos. Vos sabéis cómo restaurar sus memorias originales cuando llegue el momento.
—De modo que realmente me estáis pidiendo que vuelva como Maestro de Armas.
—¿Consideráis que es una pérdida de rango para el hombre que fue Bashar Supremo de todas nuestras fuerzas?
—Madre Superiora, vos ordenáis y yo obedezco. Pero no aceptaré este puesto sin el mando total de todas las defensas de Gammu.
—Eso ya estaba previsto, Miles.
—Siempre habéis sabido cómo funciona mi mente.
—Y siempre he confiado en vuestra lealtad.
Teg se apartó del aparador y permaneció un momento de pie, pensativo; luego:
—¿Quién será mi enlace?
—Bellonda de Grabaciones, la misma de siempre. Ella os proveerá de un código para asegurar el intercambio de mensajes entre nosotros.
—Os daré una lista de gente —dijo Teg—. Viejos camaradas y los hijos de algunos de ellos. Los quiero a todos aguardándome en Gammu cuando yo llegue.
—¿No pensáis que algunos de ellos pueden negarse?
Su mirada decía: ¡No seas estúpida!
Taraza rió suavemente y pensó: Hay una cosa que hemos aprendido bien de los Atreides originales… cómo producir gente que provoca la más absoluta devoción y lealtad.
—Patrin se encargará de todos ellos —dijo Teg—. No aceptará ningún grado, lo sé, pero recibirá la paga completa y los honores de un ayudante de coronel.
—Vos, por Supuesto, recibiréis nuevamente el rango de Bashar Supremo —dijo Taraza—. Nosotros,…
—No. Tenéis ya a Burzmali. No vamos a debilitarle colocándole de nuevo a su antiguo Comandante por encima suyo. Ella lo estudió durante unos momentos, luego dijo:
—Todavía no hemos comisionado a Burzmali como…
—Lo sé muy bien. Mis antiguos camaradas me mantienen completamente informado de la política de la Hermandad. Pero vos y yo, Madre Superiora, sabemos que es tan sólo cuestión de tiempo. Burzmali es el mejor.
Ella no podía hacer otra cosa más que aceptar aquello. Era algo más que una simple afirmación de un Mentat militar. Era una afirmación de Teg. Otro pensamiento la golpeó.
—Entonces sabéis ya lo de nuestras disputas en el Consejo —acusó—. Y me habéis dejado…
—Madre Superiora, si creyera que ibais a producir otro monstruo en Rakis, os hubiera dicho no. Vos confiáis en mis decisiones; yo confío en las vuestras.
—Maldito seáis, Miles; hemos estado demasiado tiempo alejados el uno del otro —Taraza se puso en pie—. Me sentiré mucho más tranquila simplemente sabiendo que vos estáis al control.
—Al control —dijo él—. Sí. Dadme el cargo de Bashar en una misión especial. De esta forma, cuando la noticia le llegue a Burzmali, no habrá preguntas estúpidas.
Taraza extrajo un rollo de papeles ridulianos de debajo de sus ropas y se lo tendió a Teg.
—He firmado ya eso. Llenad vos mismo los datos que faltan. Las otras autorizaciones están todas aquí, certificados de transporte y todo lo demás. Os he traído estas órdenes personalmente. Me obedeceréis únicamente a mí. Sois mi Bashar, ¿habéis comprendido?
—¿No ha sido así siempre? —preguntó él.
—Ahora es más importante que siempre. Mantened a ese ghola seguro y adiestradlo bien. Es vuestra responsabilidad. Yo os respaldaré contra cualquiera.
—He oído decir que Schwangyu manda en Gammu.
—Contra cualquiera, Miles. No confiéis en Schwangyu.
—Entiendo. ¿Deseáis comer con nosotros? Mi hija…
—Disculpadme, Miles, pero debo regresar lo antes posible. Enviaré a Bellonda inmediatamente.
Teg la acompañó hasta la puerta, intercambió unas bromas con sus antiguos estudiantes que formaban parte de su séquito, y los observó mientras se marchaban. Había un vehículo de superficie blindado aguardándoles, uno de los modelos nuevos, que obviamente habían traído consigo. El verlo provocó en Teg una sensación de intranquilidad.
¡Urgencia!
Taraza había acudido en persona, la propia Madre Superiora en una diligencia de mensajero, sabiendo lo que eso le revelaría a él. Conociendo tan íntimamente la forma en que actuaba la Hermandad, tuvo la revelación de lo que había ocurrido exactamente. La última disputa en el Consejo de la Bene Gesserit había sido algo mucho más profundo de lo que sus informantes habían sugerido.
—Vos sois mi Bashar.
Teg examinó el fajo de autorizaciones y comprobantes que Taraza le había dejado. Llevando ya su sello y firma. La confianza que implicaba esto, añadido a todo lo demás que había captado, aumentaba su inquietud.
—No confiéis en Schwangyu.
Se metió los documentos en el bolsillo y fue en busca de Patrin. Tenía que darle instrucciones, y ablandarlo un poco también. Deberían discutir a quiénes llamar para la misión. Empezó a listar mentalmente algunos de los nombres. Se enfrentaba a una tarea peligrosa. Requería la mejor gente. ¡Maldición! Todos los asuntos de la propiedad deberían serles pasados a Firus y Dimela. ¡Tantos detalles! Sintió que su pulso se aceleraba a medida que atravesaba la casa.
Pasando junto a uno de los guardias de la casa, uno de sus antiguos soldados, Teg se detuvo.
—Martin, cancela todas mis citas para hoy. Encuentra a mi hija y dile que se reúna conmigo en mi estudio.
La noticia se esparció por toda la casa y, desde allí, por toda la propiedad. Servidores y familia, sabiendo que la Reverenda Madre Superiora acababa de conversar en privado con él, erigió automáticamente una pantalla protectora para apartar de Teg todo lo que pudiera distraerle. Su hija mayor, Dimela, le cortó en seco cuando él intentó relacionarle los detalles necesarios para seguir adelante con los proyectos de su granja experimental.
—¡Padre, no soy ninguna niña!
Estaban en el pequeño invernadero anexo a su estudio. Los restos de la comida de Teg estaban en la esquina de su banco de trabajo. El bloc de notas de Patrin estaba apoyado contra la pared detrás de la bandeja de la comida.
Teg miró agudamente a su hija. Dimela le ganaba en apariencia, pero no en altura. Demasiado angulosa para ser una belleza, pero había hecho un buen matrimonio. Tenían tres hijos excelentes, Dimela y Firus.
—¿Dónde está Firus? —preguntó Teg.
—Está fuera, supervisando la replantación de la Granja Sur.
—Ah, sí. Patrin mencionó eso.
Teg sonrió. Siempre le había gustado que Dimela rechazara la invitación de la Hermandad, prefiriendo casarse con Firus, un nativo de Lernaeus, y quedarse junto a su padre.
—Todo lo que sé es que están llamándote de vuelta al servicio activo —dijo Dimela—. ¿Se trata de alguna misión peligrosa?
—¿Sabes?, suenas exactamente igual que tu madre —dijo Teg.
—¡Entonces es peligrosa! Malditas sean, ¿acaso no has hecho ya lo suficiente por ellas?
—Aparentemente no.
Ella se apartó de él cuando Patrin entró por el lado más alejado del invernadero. La oyó decirle algo a Patrin cuando pasó por su lado:
—¡Cuanto más viejo se hace, más se parece a la propia Reverenda Madre!
¿Qué otra cosa podía esperar ella?, se preguntó Teg. El hijo de una Reverenda Madre, cuyo padre era funcionario menor de la Combine Honnete Ober Advancer Mercantiles, había madurado en una casa que se movía al compás de los dictados de la Hermandad. Desde su niñez había resultado claro para él que la lealtad de su padre hacia la red comercial interplanetaria de la CHOAM se desvanecía a la primera objeción de su madre.
Esta casa había sido la casa de su madre hasta su muerte, menos de un año después de la muerte de su padre. La huella de sus gustos estaba todavía por todas partes a su alrededor.
Patrin se detuvo frente a él.
—He venido a buscar mi bloc de notas. ¿Habéis añadido algún otro nombre?
—Unos cuantos. Será mejor que empieces a trabajar inmediatamente con ellos.
—¡Sí, señor! —Patrin dio una marcial media vuelta y regresó por donde había venido, el bloc de notas golpeando contra su pierna.
El también siente la excitación, pensó Teg.
Una vez más, Teg miró a su alrededor. Su casa seguía siendo el hogar de su madre. Después de todos los años que llevaba viviendo allí, de haber formado y educado una familia allí, seguía siendo el hogar de ella. Oh, él había construido aquel invernadero, pero el estudio contiguo había sido la estancia privada de ella.
Janet Roxbrough de los Roxbrough de Lernaeus… Los muebles, la decoración, todo ello seguía siendo el hogar de la mujer. Taraza lo había captado. Él y su esposa habían cambiado algunos de los objetos superficiales, pero en su núcleo la casa seguía siendo de Janet Roxbrough. Ninguna duda acerca de la sangre de las Habladoras Pez en aquel linaje. ¡Qué gran valor había sido el suyo para la Hermandad! El que se casara con Loschy Teg y hubiera transcurrido su vida allí, eso era lo extraño. Un hecho indigerible hasta que uno sabía que los designios procreadores de la Hermandad trabajaban a lo largo de generaciones.
Lo han vuelto a hacer de nuevo, pensó Teg. Me han tenido aguardando aquí en reserva durante todos esos años tan sólo para este momento.