Las explosiones son también compresiones de tiempo. Los cambios observables en el universo natural son todos ellos explosivos en algún grado y desde algún punto de vista; de otra manera no podríamos observarlos. La suave Continuidad del cambio, si es frenada lo suficiente, transcurre sin ser apreciada por los observadores cuyo lapso de atención temporal es demasiado corto. Por ello os digo que yo he visto cambios que nunca jamás habríais observado.
LETO II
La mujer de pie a la luz matutina del Planeta de la Casa Capitular, al otro lado de la mesa donde se sentaba la Reverenda Madre Superiora Alma Mavis Taraza, era alta y flexible. La larga aba que la envolvía en brillante negro desde los hombros hasta el suelo no ocultaba completamente la gracia con que su cuerpo expresaba cada movimiento.
Taraza se inclinó hacia adelante en su sillón y observó el Transmisor de Informes que proyectaba sus condensados glifos Bene Gesserit en el sobre de la mesa, únicamente para sus ojos.
«Darwi Odrade», identificó el transmisor a la mujer de pie, luego apareció una biografía esencial, que Taraza ya conocía en detalle. El transmisor servía para varios propósitos… proporcionaba una memoria segura a la Madre Superiora, permitía una pausa ocasional para pensar mientras fingía repasar los informes, y era un argumento definitivo en el caso de que surgiera algo negativo en alguna de sus entrevistas.
Odrade había dado a luz diecinueve hijos para la Bene Gesserit, observó Taraza mientras las informaciones se deslizaban pasando ante sus ojos. Cada hijo de un padre distinto. Aquello no tenía nada de extraño, pero incluso los ojos más escrutadores podían ver que aquel servicio esencial a la Hermandad no había engrosado en lo más mínimo la carne de Odrade. Sus rasgos exhibían una altivez natural en su larga nariz y en el complemento de las angulosas mejillas. Cada uno de sus rasgos llamaba la atención hacia abajo, hacia una puntiaguda barbilla. Su boca, sin embargo, era llena y prometía una pasión que ella retenía muy cuidadosamente.
Siempre podemos confiar en los genes de los Atreides, pensó Taraza.
La cortina de una de las ventanas se agitó detrás de Odrade, y volvió la vista hacia ella. Estaban en la estancia matutina de Taraza, una habitación pequeña y elegantemente amueblada decorada en distintos tonos de verde. Solamente el blanco puro de la silla–perro de Taraza la separaba de su entorno. Los miradores estaban orientados al este, al jardín y al césped, con las lejanas montañas nevadas como telón de fondo del Planeta de la Casa Capitular.
Sin alzar la vista, Taraza dijo:
—Me alegré cuando tanto tú como Lucilla aceptasteis la misión. Eso hace mi tarea mucho más fácil.
—Me hubiera gustado conocer a esa Lucilla —dijo Odrade, mirando a la parte superior de la cabeza de Taraza. Odrade tenía una suave voz de contralto.
Taraza carraspeó.
—No es necesario. Lucilla es una de nuestras más hábiles Imprimadoras. Cada una de vosotras, por supuesto, recibisteis el idéntico condicionamiento liberal para prepararos para esto.
Había algo casi insultante en el tono casual de Taraza, y solamente los hábitos de una larga asociación hicieron que Odrade rechazara un inmediato resentimiento. Parcialmente era debido al empleo de la palabra «liberal», se dio cuenta. Los antepasados Atreides se alzaban en rebelión ante la palabra. Era como si sus acumuladas memorias femeninas atacaran ferozmente a las suposiciones inconscientes y los prejuicios no examinados que se ocultaban tras el concepto.
«Tan sólo los liberales piensan realmente. Tan sólo los liberales son intelectuales. Tan sólo los liberales comprenden las necesidades de sus semejantes».
¡Cuánta perversidad yacía oculta en esa palabra!, pensó Odrade. Cuanto ego secreto exigiendo sentirse superior.
Odrade se recordó a sí misma que Taraza, pese al tono casualmente insultante, había utilizado el término tan sólo en su sentido católico: La educación generalizada de Lucilla había sido cuidadosamente equiparada a la de Odrade.
Taraza se inclinó hacia atrás buscando una posición más cómoda, pero siguió con su atención centrada en el transmisor frente a ella. La luz de las ventanas orientadas al este caía directamente sobre su rostro, produciendo sombras bajo su nariz y barbilla. Taraza, una mujer pequeña apenas un poco más vieja que Odrade, conservaba todavía mucho de la belleza que la había convertido en la procreadora de mayor confianza con padres difíciles. Su rostro era un largo óvalo con suavemente curvadas mejillas. Llevaba su negro pelo tensamente echado hacia atrás a partir de una alta frente con una pronunciada protuberancia central. La boca de Taraza apenas se abría cuando hablaba: un soberbio control del movimiento. La atención de un observador solía centrarse en sus ojos: un irresistible azul sobre azul. El efecto conjunto era el de una suave máscara facial a través de la cual escapaba muy poco que traicionara sus auténticas emociones.
Odrade reconoció aquella postura actual en la Madre Superiora. Dentro de poco Taraza iba a empezar a murmurar para sí misma. Efectivamente, como a una señal, Taraza empezó a murmurar para sí misma.
La Madre Superiora estaba pensando mientras seguía la información biográfica con gran atención. Muchos asuntos ocupaban su mente.
Aquel era un pensamiento tranquilizador para Odrade. Taraza no creía que existiera nada parecido a un poder benéfico salvaguardando la especie humana. La Missionaria Protectiva y las intenciones de la Hermandad eran todo lo que contaba en el universo de Taraza. Cualquier cosa que sirviera para esas intenciones, incluso las maquinaciones del hacía tanto tiempo muerto Tirano, podía ser juzgada buena. Todo lo demás era perjudicial. Las intrusiones de la Dispersión —especialmente aquellas descendientes que regresaban y se hacían llamar «Honoradas Matres»— no eran algo en lo que se pudiera confiar. La propia gente de Taraza, incluso aquellas Reverendas Madres que se oponían a ella en el Consejo, eran el último recurso Bene Gesserit, lo único en que se podía confiar.
Todavía sin alzar la vista, Taraza dijo:
—Ya sabes que cuando comparamos los milenios precedentes al Tirano con los posteriores a su muerte, la disminución en los conflictos importantes es fenomenal. Desde el Tirano, el número de tales conflictos ha bajado a menos de un dos por ciento de lo que eran antes.
—Por lo que sabemos —dijo Odrade.
Los ojos de Taraza aletearon, alzándose brevemente, y luego volvieron a bajar.
—¿Qué?
—No tenemos forma alguna de decir cuántas guerras se han producido fuera de nuestro conocimiento. ¿Tienes estadísticas de la gente de la Dispersión?
—¡Por supuesto que no!
—Lo que estás diciendo es que Leto nos domesticó —dijo Odrade.
—Si quieres expresarlo de este modo. —Taraza insertó una señal en algo que vio en su display.
—¿No deberíamos atribuir algo del crédito a nuestro bienamado Bashar Miles Teg? —preguntó Odrade—. ¿O a sus predecesores llenos de talento?
—Nosotras elegimos a esa gente —dijo Taraza.
—No veo la pertinencia de esta discusión marcial —dijo Odrade—. ¿Qué tiene que ver con nuestro actual problema?
—Hay algunas que piensan que podemos revertir a la condición pre–Tirano con un bang de lo más desagradable.
—¿Oh? —Odrade frunció los labios.
—Algunos grupos entre nuestros Perdidos que regresan están vendiendo armas a cualquiera que las desee o pueda comprarlas.
—¿Específicas?
—Armas muy sofisticadas están confluyendo sobre Gammu, y quedan muy pocas dudas de que los tleilaxu están almacenando algunas de las peores.
Taraza se inclinó con una voz baja, casi meditativa.
—Creemos que estamos tomando decisiones trascendentales y fuera de los más altos principios.
Odrade había oído también aquello antes. Dijo:
—¿Duda la Madre Superiora de la rectitud de la Bene Gesserit?
—¿Dudar? Oh, no. Pero experimento frustración. Trabajamos todas nuestras vidas para esas altamente refinadas metas y al final, ¿qué descubrimos? Descubrimos que muchas de las cosas a las cuales hemos dedicado nuestras vidas proceden de insignificantes decisiones. Pueden ser rastreadas como deseos de comodidad o conveniencia personales, y no tienen nada que ver en absoluto con nuestros altos ideales. Lo que realmente estaba en juego era algún acuerdo mundano que satisfacía las necesidades de aquellos que podían tomar las decisiones.
—Te he oído llamar a eso necesidad política —dijo Odrade.
Taraza habló con un férreo control mientras volvía su atención al display frente a ella.
—Si nos institucionalizamos en nuestros juicios, esa es una forma segura de extinguir la Bene Gesserit.
—No encontrarás decisiones insignificantes en mi biografía —dijo Odrade.
—Estoy buscando fuentes de debilidad, grietas.
—Tampoco las encontrarás.
Taraza reprimió una sonrisa. Reconoció aquella observación egocéntrica: la forma que tenía Odrade de aguijonear a la Madre Superiora. Odrade era muy buena aparentando impaciencia, cuando en realidad permanecía suspendida en un flujo atemporal de paciencia.
Cuando Taraza no picó el anzuelo, Odrade reasumió su calmada espera… respiración pausada, mente firme. La paciencia llegó sin necesidad de pensar en ella. La Hermandad le había enseñado hacía mucho tiempo cómo dividir pasado y presente en flujos simultáneos. Mientras observaba su entorno inmediato, podía captar detalles y fragmentos de su pasado y revivirlos como si estuvieran reflejados en una pantalla sobreimpuesta al presente.
El trabajo de la memoria, pensó Odrade. Cosas que era necesario arrastrar fuera y dejar descansar. Retirar las barreras. Una vez retirado todo lo demás, siempre quedaba todavía la enmarañada infancia.
Había habido un tiempo en el que Odrade vivía como lo hacen la mayor parte de los niños, en una casa con un hombre y una mujer que, aunque no fueran sus padres, realmente actuaban in loco parentis. Todos los demás niños que conocía entonces vivían en situaciones similares. Tenían papás y mamás. Algunas veces tan sólo el papá trabajaba fuera de casa. Algunas veces tan sólo la mamá salía a trabajar. En el caso de Odrade, la mujer permanecía en casa y la niña no era enviada a ninguna guardería durante las horas de trabajo. Mucho más tarde Odrade supo que su madre de nacimiento había pagado una gran cantidad de dinero para proporcionarle eso a su hija apartada de su camino.
—Te ocultó con nosotros porque te quería —le explicó la mujer cuándo Odrade fue lo suficientemente mayor como para comprender—. Es por eso por lo que nunca debes revelar que nosotros no somos tus auténticos padres.
El amor no tenía nada que ver con aquello, supo Odrade más tarde. Las Reverendas Madres no actuaban por tales motivos mundanos. Y la madre de nacimiento de Odrade había sido una Hermana Bene Gesserit.
Todo aquello le fue revelado a Odrade de acuerdo con el plan original. Su nombre. Odrade. Darwi era como siempre había sido llamada cuando el que lo hacía no se mostraba cariñoso o irritado. Naturalmente, los amigos jóvenes lo abreviaban a Dar.
Sin embargo, no todo iba de acuerdo con el plan original. Odrade recordaba una estrecha cama en una habitación realzada con pinturas de animales y paisajes de fantasía en las paredes azul pastel. Unas cortinas blancas se agitaban en la ventana a las suaves brisas de la primavera y el verano. Odrade recordaba saltar sobre la estrecha cama… un maravilloso y divertido juego: arriba, abajo, arriba, abajo. Muchas risas. Unos brazos la sujetaron en medio de uno de esos saltos y la apretaron fuertemente. Eran los brazos de un hombre: un rostro redondo con un pequeño bigote que le hacía cosquillas y la hacía reír. La cama golpeaba contra la pared cuando ella saltaba, y la pared mostraba unas pequeñas indentaciones como resultado de este movimiento.
Odrade revivió esos recuerdos ahora, reluctante de arrojarlos contra el muro de la racionalidad. Señales en una pared. Señales de risas y alegría. Qué pequeñas eran, representando tanto.
Era extraño cómo recientemente había estado pensando cada vez más en papá. Todos los recuerdos no eran felices. Había habido ocasiones en las que él se había mostrado triste e irritado, advirtiendo a mamá de «no implicarse demasiado». Poseía un rostro que reflejaba muchas frustraciones. Su voz ladraba cuando estaba irritado. Entonces mamá se movía muy discretamente, con los ojos llenos de preocupación. Odrade captaba la preocupación y el miedo y se ofendía con el hombre. La mujer sabía mejor cómo tratarlo. Le besaba en la nuca, acariciaba sus mejillas y le susurraba cosas al oído.
Esas antiguas emociones «naturales» habían dado mucho trabajo al analista–censor de la Bene Gesserit antes de que pudieran ser exorcizadas de Odrade. Pero incluso ahora quedaba un detritus residual que había que recoger y echar. Incluso ahora. Odrade sabía que no todo había desaparecido.
Viendo la forma en que Taraza estudiaba con extremo cuidado el informe biográfico, Odrade se preguntó si aquella era la grieta que veía la Madre Superiora.
Seguramente ahora saben que puedo enfrentarme a las emociones de esos primeros tiempos.
Hacía tanto tiempo de todo ello. Aún tenía que admitir que el recuerdo del hombre y la mujer estaban dentro de ella, ligados con tal fuerza que nunca podrían ser borrados por completo. Especialmente mamá.
La Reverenda Madre in extremis que había dado a luz a Odrade la había depositado en aquel lugar oculto de Gammu por razones que ahora Odrade comprendía muy bien. Odrade no experimentaba resentimientos. Había sido necesario para la supervivencia de las dos. Los problemas surgían del hecho de que la madre adoptiva había proporcionado a Odrade eso que la mayor parte de las madres proporcionaban a sus hijos, eso en lo que no creía la Hermandad… amor.
Cuando vinieron las Reverendas Madres, la madre adoptiva no había luchado contra el que se le llevaran a su hija. Aparecieron dos Reverendas Madres con un contingente de procuradores masculinos y femeninos. Odrade necesitó mucho tiempo para comprender el significado de aquel desgarrador momento. La mujer había sabido en lo más íntimo de su corazón que el día de la partida estaba cercano. Sólo era cuestión de tiempo. Sin embargo, a medida que los días se convertían en años —casi seis años estándar—, la mujer se había atrevido a albergar esperanzas.
Luego aparecieron las Reverendas Madres con sus fornidos ayudantes. Simplemente habían estado aguardando hasta tener la completa seguridad, hasta asegurarse de que los cazadores no sabían que se trataba de una Bene Gesserit… una planeada descendiente de los Atreides.
Odrade vio que le era entregada una gran cantidad de dinero a su madre adoptiva. La mujer arrojó el dinero al suelo. Pero no se alzó ninguna voz, ninguna objeción. Los adultos que interpretaban la escena sabían dónde estaba el poder.
Recordando aquellas comprimidas emociones, Odrade podía ver todavía a la mujer sentada en una silla de respaldo recto junto a la ventana que daba a la calle, donde empezó a agitarse hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás. Ningún sonido salió de ella.
Las Reverendas Madres utilizaron la Voz y su considerable astucia más el humo de hierbas anestesiantes y su imponente presencia para llevar a Odrade al vehículo de superficie que les aguardaba.
—Será sólo por poco tiempo. Tu auténtica madre nos ha enviado.
Odrade captó las mentiras, pero la curiosidad la empujaba. Mi auténtica madre.
Su última visión de la mujer que había sido su única madre conocida fue la de aquella figura en la ventana agitándose hacia adelante y hacia atrás, con una expresión desolada en su rostro, abrazándose con sus propios brazos.
Más tarde, cuando Odrade habló de regresar junto a la mujer, aquella memoria–visión fue incorporada a una lección esencial Bene Gesserit.
—El amor conduce a la miseria. El amor es una fuerza muy antigua, que sirvió a sus propósitos en su día pero que ya no resulta esencial para la supervivencia de la especie. Recuerda ese error de las mujeres, el dolor.
Hasta muy pasados los diez años, Odrade se estabilizó soñando despierta. Realmente iba a volver después de convertirse en una auténtica Reverenda Madre. Volvería y encontraría de nuevo a aquella amante mujer, la encontraría pese a que no tenía más nombres de ella que «mamá» y «Sibia». Odrade recordó las risas de los amigos adultos que habían llamado a la mujer «Sibia». Mamá Sibia.
Sus Hermanas, sin embargo, detectaron esos sueños y buscaron su fuente. Eso también fue incorporado en una lección.
—Soñar despierta es el primer despertar de lo que llamamos simulflujo. Es una herramienta esencial del pensamiento racional. Con ella puedes aclarar tu mente para pensar mejor. Simulflujo.
Odrade centró su atención en Taraza, en la mesa de la estancia matutina. El trauma de la infancia debía ser cuidadosamente situado en un lugar reconstruido de la memoria. Todo aquello había ocurrido muy lejos en Gammu, el planeta que el pueblo de Dan había reedificado después de los Tiempos de Hambruna y la Dispersión. El pueblo de Dan… Caladan en aquellos días. Odrade se aferró firmemente en el pensamiento racional, utilizando la actitud de las Otras Memorias que habían fluido en su consciencia durante la agonía de la especia cuando se había convertido realmente en una Reverenda Madre completa.
Simulflujo… el filtro de la consciencia… Otras Memorias.
Eran unas herramientas poderosas las que le había proporcionado la Hermandad. Unas herramientas peligrosas. Todas aquellas otras vidas yacían justo detrás de la cortina de la consciencia, herramientas para la supervivencia, no una forma de satisfacer una curiosidad casual.
Taraza dijo, traduciendo del material que se deslizaba ante sus ojos:
—Profundizaste demasiado en tus Otras Memorias. Eso drena las energías mejor conservadas.
Los ojos completamente azules de la Madre Superiora lanzaron una penetrante mirada a Odrade.
—A veces has llegado hasta el borde mismo de la tolerancia de la carne. Eso puede conducirte a una muerte prematura.
—Soy cuidadosa con la especia, Madre.
—¡Y debes serlo! ¡Un cuerpo puede tomar tan sólo una determinada cantidad de melange, puede bucear tan sólo hasta un cierto límite en su pasado!
—¿Has encontrado mi grieta? —preguntó Odrade.
—¡Gammu! —Una sola palabra, pero toda una arenga.
Odrade supo. El inevitable trauma de aquellos años perdidos en Gammu. Eran una distracción que debía ser desenraizada y convertida en algo racionalmente aceptable.
—Pero soy enviada a Rakis —dijo Odrade.
—Y veo que recuerdas los aforismos de la moderación. ¡Recuerda quién eres!
Una vez más, Taraza se inclinó hacia su display.
Soy Odrade, pensó Odrade.
En las escuelas Bene Gesserit, donde los nombres de pila tendían a desaparecer, las listas se pasaban por el apellido. Amigos y conocidos adquirían la costumbre de utilizar el nombre por el que se pasaba lista. Aprendían muy pronto que compartir un secreto o unos nombres privados era una antigua forma de atrapar a una persona en afectos.
Taraza, tres clases por delante de Odrade, había sido asignada a «llevar adelante a la joven», una deliberada asociación maquinada por unas vigilantes maestras.
«Llevar adelante» significaba un cierto dominio sobre la persona más joven, pero también incorporaba una mayor relación. Taraza, con acceso a los informes privados de su pupila, empezó a llamar a la joven «Dar». Odrade respondió llamando a Taraza «Tar». Los dos nombres adquirieron una cierta pegajosidad… Dar y Tar. Incluso después de que las Reverendas Madres los oyeran y las reprendieran, ocasionalmente seguían cayendo en ello aunque sólo fuera por simple diversión.
Odrade, mirando ahora a Taraza, dijo:
—Dar y Tar.
Una sonrisa curvó las comisuras de la boca de Taraza.
—¿Qué hay en mis informes que tú ya no conozcas más de siete veces? —preguntó Odrade.
Taraza se reclinó en su asiento y aguardó a que la silla–perro se ajustara por sí misma a la nueva posición. Apoyó sus manos unidas en el sobre de la mesa y miró a la otra mujer.
No mucho más joven que yo, realmente, pensó Taraza.
Desde la escuela, sin embargo, Taraza había pensado en Odrade como en alguien perteneciente por completo a un grupo más joven en edad, creando así entre ellas un abismo que ningún paso de los años podía cerrar.
—Ve con cuidado al principio, Dar —dijo Taraza.
—Este proyecto está ya mucho más allá de su principio —dijo Odrade.
—Pero tu parte en él empieza ahora. Y estamos iniciando un nuevo principio como nunca antes habíamos intentado.
—¿Voy a saber ahora todo lo relativo a la finalidad de este ghola?
—No.
Así, simplemente. Toda la evidencia de una disputa a alto nivel y la «necesidad de saber» borradas con una simple palabra. Pero Odrade comprendió. Había un encabezamiento organizativo en la original Casa Capitular de la Bene Gesserit, que había resistido con tan sólo cambios mínimos sin importancia a lo largo de los milenios. Las divisiones Bene Gesserit eran cortadas con resistentes barreras verticales y horizontales, separándolas en grupos aislados que convergían en un solo mando únicamente allá, en la cúspide. Los deberes (que eran calificados como «papeles asignados») eran realizados dentro de celdas separadas. Las participantes activas en el interior de una celda no conocían a sus contemporáneas en el interior de otras celdas paralelas.
Pero sé que la Reverenda Madre Lucilla se halla en una celda paralela, pensó Odrade. Es la respuesta lógica.
Reconoció la necesidad. Era un antiguo diseño copiado de las sociedades secretas revolucionarias. Las Bene Gesserit siempre se habían visto a sí mismas como revolucionarias permanentes. Era una revolución lo que tan sólo se había amortiguado en la época del Tirano, Leto II.
Amortiguado, pero no desviado o detenido, se recordó Odrade.
—En lo que vas a hacer —dijo Taraza—, dime si captas alguna amenaza inmediata contra la Hermandad.
Era una de las peticiones peculiares de Taraza, que Odrade había aprendido a responder mediante un instinto sin palabras, que luego podía ser traducido en palabras. Rápidamente, dijo:
—Si fracasamos en actuar, será peor.
—Razonamos que ahí podía estar el peligro —dijo Taraza. Habló con una voz seca y remota. A Taraza no le gustaba solicitar aquel talento en Odrade. La otra mujer más joven poseía un instinto presciente para detectar amenazas contra la Hermandad. Era algo que procedía de la influencia salvaje de su línea genética, por supuesto… los Atreides con sus peligrosos talentos. Había una marca especial en el archivo genético de Odrade: «Cuidadoso examen de todos sus descendientes». Dos de esos descendientes habían sido eliminados discretamente.
No hubiera debido despertar el talento de Odrade ahora, ni siquiera por un momento, pensó Taraza. Pero a veces la tentación era muy grande.
Taraza cerró el proyector en el sobre de su mesa y contempló la superficie vacía mientras hablaba.
—Incluso aunque encontraras un perfecto progenitor, no procrearás sin nuestro permiso mientras permanezcas alejada de nosotras.
—El error de mi madre natural —dijo Odrade.
—¡El error de tu madre natural fue ser reconocida mientras estaba procreando!
Odrade había oído aquello antes. Existía aquel elemento en la línea que los Atreides que requería el más cuidadoso control de las mujeres procreadoras. El talento salvaje, por supuesto. Lo sabía todo acerca del talento salvaje, esa fuerza genética que había producido al Kwisatz Haderach y al Tirano. ¿Qué estaban buscando ahora las mujeres procreadoras, sin embargo? ¿Era su enfoque negativo en su mayor parte? ¡No más nacimientos peligrosos! Nunca había visto a ninguno de sus bebés después de haberlos dado a luz, lo cual no resultaba necesariamente curioso dentro de la Hermandad. Y ella nunca había visto ninguno de los informes de su propio archivo genético. Aquí también, la Hermandad operaba con una cuidadosa separación de poderes.
¡Y esas anteriores prohibiciones respecto a mis Otras Memorias!
Había encontrado los espacios en blanco en su memoria y los había abierto. Era probable que tan sólo Taraza y quizá otras dos consejeras (Bellonda, muy probablemente, y alguna otra vieja Reverenda Madre) compartieran el más sensitivo acceso a esa información procreadora.
¿Habían jurado realmente Taraza y las otras morir antes que revelar información reservada a un extraño? Existía, después de todo, un preciso ritual de sucesión que hacía que una Reverenda Madre clave muriera apartada de sus Hermanas sin ninguna posibilidad de transmitirles sus vidas encapsuladas. El ritual había sido puesto en práctica muchas veces durante el reinado del Tirano. ¡Un terrible período! ¡Sabiendo que las células revolucionarias de las Hermanas resultaban transparentes para él! ¡Monstruo! Sabía que sus Hermanas nunca se habían dejado engañar, y sabían que Leto no había destruido a la Bene Gesserit únicamente debido a alguna lealtad profundamente enterrada en él hacia su abuela, Dama Jessica.
¿Estáis vos aquí, Jessica?
Odrade sintió una agitación dentro de ella, muy lejos. El fracaso de una Reverenda Madre: «¡Permitió enamorarse!». Algo tan pequeño, y sin embargo, qué grandes consecuencias. Tres mil quinientos años de tiranía.
La Senda de Oro. ¿Infinita? ¿Y los megatrillones perdidos en la Dispersión? ¿Qué amenaza representaban esos Perdidos que ahora estaban regresando?
Como si leyera la mente de Odrade, lo cual parecía hacer a veces, Taraza dijo:
—Los de la Dispersión están ahí afuera… simplemente aguardando para saltar.
Odrade había oído las discusiones: peligro por un lado y por el otro, algo magnéticamente atractivo. Tantas magnificas incógnitas. La Hermandad, con sus talentos agudizados por la melange a lo largo de milenios… ¿qué podían no hacer con tales recursos humanos no bloqueados? ¡Pensad en los incontables genes de ahí afuera! ¡Pensad en los talentos potenciales flotando libres en universos donde podían perderse eternamente!
—Es el no saber lo que conjura los más grandes terrores —dijo Odrade.
—Y las más grandes ambiciones —dijo Taraza.
—Entonces, ¿voy a ir a Rakis?
—A su debido tiempo. Te encuentro adecuada para la tarea.
—O de otro modo no me la hubieras asignado.
Había un antiguo intercambio entre ellas, que iba directamente hasta sus días escolares. Taraza se dio cuenta, sin embargo, de que no había brotado conscientemente. Demasiados recuerdos las unían a las dos: Dar y Tar. ¡Había que vigilar aquello!
—Recuerda dónde están tus lealtades —dijo Taraza.