SEIS

1

En la tercera semana de septiembre, el tiempo se puso frío: una corriente del Ártico trajo consigo un viento rapaz que dejó a los árboles desnudos de hojas en pocos días.

El frío hizo necesario un cambio de indumentaria y un cambio de planes. En vez de caminar, Julia fue en el auto. Condujo hasta el centro de la ciudad en las primeras horas de la tarde y encontró un bar donde las transacciones de la hora del almuerzo eran animadas pero no estruendosas.

Los clientes entraban y salían. Había jóvenes turcos, empleados en bufetes de abogados y contadores, debatiendo sobre sus ambiciones; grupos de libadores de vino cuya única declaración de sobriedad eran sus trajes y, más interesante, un puñado de individuos que estaban sentados solos en sus mesas y que se limitaban a beber. Julia cosechaba una buena cantidad de miradas de admiración, pero la mayoría provenía de los jóvenes turcos. Recién después de pasada una hora, cuando los esclavos a sueldo regresaban al trabajo, detectó que un sujeto estaba contemplando su reflejo en el espejo del bar.

Durante los siguientes diez minutos, mantuvo los ojos fijos en ella. Julia continuó bebiendo, tratando de ocultar todo signo de agitación. Y entonces, sin previo aviso, él se puso de pie y cruzó el local hasta su mesa.

—¿Bebes sola? —dijo.

Julia tuvo ganas de salir corriendo. Su corazón latía con tanta furia que el hombre, seguramente, podía oírlo. El sujeto le preguntó si deseaba otro trago; ella dijo que sí. Claramente complacido de no haber sido rechazado, se dirigió a la barra, encargó dos dobles y regresó a su lado.

Era rubicundo y un talle más grande que el traje azul oscuro. Solo sus ojos delataban algún indicio de nerviosismo: se posaban en Julia solo por momentos y luego se apartaban de golpe como peces sobresaltados.

No existiría ninguna conversación seria; Julia ya lo tenía decidido. No quería saber mucho de él. Su nombre, si era necesario. Su profesión y estado civil, si él insistía. Apartando esas cosas, que solo fuera un cuerpo.

Según descubrió, no había peligro de confesiones. Julia había conocido adoquines más charlatanes que él.

Sonreía ocasionalmente, con una sonrisa breve, nerviosa, que mostraba unos dientes demasiado parejos para ser auténticos… y le ofreció beber otra copa. Ella se negó, deseando que la cacería llegue a su fin lo antes posible, y le preguntó si tenía tiempo para tomar un café. Él le contestó que sí.

—Mi casa está solo a unos minutos de aquí —respondió ella, y se fueron al auto.

Julia no dejaba de preguntarse, mientras conducía el auto —con el pedazo de carne en el asiento del acompañante— porqué todo esto estaba resultando tan fácil. ¿Ese hombre —con su mirada intelectual y su dentadura postiza— había nacido, lisa y llanamente, para ser una víctima y, sabiéndolo, había aceptado el viaje? Sí; tal vez era así. Julia no tenía miedo, porque todo era tan perfectamente previsible…

Mientras hacía girar la llave en la puerta principal y entraba en la casa, pensó que había oído un ruido en la cocina. ¿Rory había regresado temprano, tal vez enfermo? Lo llamó. No hubo respuesta; la casa estaba vacía. Casi.

Del umbral en adelante, tenía todo planeado meticulosamente. Cerró la puerta. El hombre de traje azul se quedó contemplándose las manos arregladas por la manicura y esperó la señal.

—A veces me siento sola —le dijo ella, mientras pasaba a su lado. Era una frase que se le había ocurrido en la cama, la noche anterior.

A modo de respuesta, él se limitó a asentir, con una expresión que mezclaba miedo e incredulidad; estaba claro que no podía creer en su buena suerte.

—¿Quieres otro trago? —le preguntó ella—. ¿O vamos directamente arriba?

Él volvió a asentir.

—Creo que ya he bebido suficiente.

—Arriba, entonces.

Él efectuó un movimiento indeciso en dirección a ella, como si hubiese tenido intenciones de besarla. Sin embargo, Julia no quería galanterías. Esquivando el contacto, se dirigió al pie de la escalera.

—Yo voy delante —dijo ella. Él la siguió dócilmente.

En la cima de la escalera, Julia miró hacia atrás para echarle un vistazo y lo sorprendió enjugándose el sudor de la barbilla con un pañuelo. Esperó a que la alcanzara y luego lo condujo por el pasillo hasta el dormitorio húmedo.

Había dejado la puerta entreabierta.

—Pasa —dijo ella.

Él obedeció. Una vez adentro, le tomó unos momentos acostumbrarse a la penumbra y un poco más de tiempo vocalizar una observación:

—No hay cama.

Ella cerró la puerta y encendió la luz. Había colgado una chaqueta vieja de Rory en la puerta, del lado de adentro. En el bolsillo había dejado el cuchillo.

Él volvió a decir:

—No hay cama…

—¿Qué tiene de malo el piso? —respondió ella.

—¿El piso?

—Quítate la chaqueta. Tienes calor.

—Sí —coincidió él, pero no hizo nada, así que Julia se le acercó y comenzó a deslizar el nudo de su corbata. El tipo estaba temblando, pobre corderito. Pobre corderito sin balidos. Mientras ella le quitaba la corbata, él comenzó a sacarse la chaqueta.

¿Frank estará mirando todo esto?, Se preguntó Julia. Sus ojos deambularon momentáneamente hacia la pared.

Sí, pensó; esta ahí. Él ve. Él sabe. Se relame y se impacienta.

El corderito habló.

—¿Por qué no… —comenzó—… por qué no… haces lo mismo?

—¿Te gustaría verme desnuda? —lo provocó ella. Esas palabras hicieron centellear los ojos del hombre.

—Sí —contestó él rápidamente—. Sí, me gustaría.

—¿Mucho?

—Mucho. —Se estaba desabotonando la camisa.

—Me verás, tal vez.

El hombre le volvió a dedicar una sonrisa enana.

—¿Es un juego? —aventuró.

—Si quieres que lo sea —dijo ella, y lo ayudo a quitarse la camisa. Su cuerpo era pálido y cerúleo, como el de un hongo. Su pecho era ancho; su vientre, también. Ella tomó su rostro entre sus manos. Él le besó las puntas de los dedos.

—Eres hermosa —dijo él, escupiendo las palabras, como si lo hubieran estado incomodando durante horas.

—¿En serio?

—Sabes que es cierto. Bella. La mujer más bella que han visto mis ojos.

—Qué galante de tu parte —dijo Julia, y regresó a la puerta. A sus espaldas, oyó que la hebilla del cinturón se abría y, cuando él dejó caer los pantalones, el sonido de la tela resbalando sobre la piel.

Hasta aquí y basta, pensó Julia. No tenía ningún deseo de verlo desnudo como un bebé. Ya era suficiente con tenerlo así…

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

—Ay, caramba —dijo de pronto el corderito.

Ella soltó el cuchillo.

—¿Qué pasa? —preguntó, volviéndose para mirarlo. Si el anillo que tenía en el dedo no hubiese delatado su estado civil, igual se hubiera dado cuenta de que era casado por los calzoncillos que usaba: embolsados y excesivamente lavados, una prenda nada provocativa, comprada por una esposa que hacía mucho tiempo había dejado de pensar en su marido en términos sexuales.

—Creo que necesito desagotar la vejiga —dijo él—. Demasiado whisky.

Ella se encogió levemente de hombros y volvió a mirar la puerta.

—No tardaré nada —dijo él a sus espaldas. Pero, antes de que pronunciara esas palabras, ella ya había introducido la mano en el bolsillo; cuando él caminaba hacia la puerta, ella lo enfrentó, blandiendo el cuchillo asesino.

El ritmo de marcha del hombre era muy rápido y recién logró ver el cuchillo a último momento; incluso entonces, lo que cruzó su rostro fue la confusión, no el miedo. La expresión tuvo poca vida. Un momento después, el cuchillo estaba dentro suyo, cortándole el vientre con la misma facilidad con que una espada parte un queso demasiado maduro. Julia hizo una incisión y luego otra.

Al comenzar a salir la sangre, estuvo segura de que el dormitorio parpadeaba, que los ladrillos y la argamasa se estremecían al ver los chorros que brotaban de él.

Tuvo un instante para admirar el fenómeno, no más, antes de que el corderito exhalara una maldición remanida y —en vez de alejarse del alcance del cuchillo, como Julia lo había anticipado— avanzara un paso hacia ella y, de un golpe, le arrancara el arma de la mano. El cuchillo se deslizo por el piso de madera y choco contra el zócalo.

Entonces, el hombre se le vino encima.

Le introdujo la mano entre el pelo y aferró un puñado. Aparentemente, no tenía intención de usar la violencia sino de escapar, puesto que soltó a Julia apenas logró apartarla de la puerta. Ella cayó contra la pared; mirando hacia arriba, lo vio luchar con el picaporte, apretándose las heridas con la mano libre.

Ahora Julia actuó a toda prisa. En un solo movimiento fluido, fue hasta donde estaba tirado el cuchillo, se levantó y volvió al sitio donde estaba él. El sujeto había logrado abrir la puerta solo unos centímetros, pero no lo suficiente. Julia descargó el cuchillo en el medio de la espalda marcada de viruela. Él gritó y soltó el picaporte. Ella ya estaba retirando el cuchillo y clavándoselo por segunda vez, y por tercera, y por cuarta. En realidad, perdió la cuenta de las heridas que le infligía; la persistencia con que él se negaba a echarse al suelo y morir la obligaba a atacarlo con más ensañamiento. El hombre caminó a los tumbos por el cuarto, lamentándose y quejándose, mientras la sangre le chorreaba por las nalgas y las piernas. Finalmente, después de un siglo de estar haciendo el ridículo, se inclinó a un costado y se desplomó en el piso.

Esta vez, Julia estuvo segura de que sus sentidos no la engañaban. La habitación, o el espíritu que se encontraba en ella, respondió con suaves suspiros expectantes.

En algún sitio, sonaba una campana…

Casi como en un segundo plano, Julia registró que el corderito había dejado de respirar. Cruzó el suelo salpicado de sangre hasta donde él se encontraba y dijo:

—¿Suficiente?

Después fue a lavarse la cara.

Mientras caminaba por el pasillo, oyó que la habitación gruñía… no había otra palabra para describirlo. Detuvo su avance, casi tentada a regresar. Pero la sangre se le estaba secando en las manos y su viscosidad le repugnaba.

Ya en el baño, se quitó la blusa floreada y se lavó, primero la manos, después los brazos salpicados y finalmente el cuello. El agua la congelaba al tiempo que la vigorizaba. Era agradable. Cuando terminó, lavó el cuchillo, enjuagó el lavabo y volvió a cruzar el pasillo, sin molestarse en secarse ni en vestirse.

No hacía falta ninguna de las dos cosas. El dormitorio era un horno. Las energías del hombre muerto salían de su cuerpo en pulsaciones. No llegaban muy lejos. La sangre del suelo ya estaba arrastrándose hacia la pared donde estaba Frank; al acercarse al zócalo, las gotas parecían hervir y evaporarse. Julia observaba todo, en trance. Pero había más. Le estaba ocurriendo algo al cadáver. Lo estaban drenando de todo elemento nutritivo; mientras las entrañas eran succionadas, ante los ojos estupefactos de Julia, el cuerpo se convulsionaba, los gases gemían en sus intestinos y garganta, la piel se disecaba. En un momento, los dientes de plástico cayeron hacia atrás, en el gaznate; sin ellos, las encías quedaron mustias.

Y en cosa de breves momentos, todo terminó.

Cualquier elemento que ese cuerpo podía ofrecer como provechoso alimento le había sido arrebatado: el hollejo que quedaba no hubiera servido de sustento ni a una familia de pulgas. Julia estaba muy impresionada.

Repentinamente, la lámpara comenzó a vacilar. Julia miró la pared, esperando que esta se estremeciera y expulsara del escondite a su amado. Pero no. La lámpara se apagó. Solo quedó la luz mortecina que atravesaba la persiana desgastada por los años.

—¿Dónde estás? —dijo ella.

Las paredes permanecieron mudas.

¿Dónde estás?

Nada todavía. El dormitorio se estaba enfriando. Se le erizó la piel de los senos. Escudriñó el reloj luminoso que estaba en el brazo marchito del cordero. Seguía haciendo tic-tac, indiferente al Apocalipsis que había acabado con su dueño. Marcaba las cuatro cuarenta y uno. Rory estaría de regreso en cualquier momento después de las cinco y cuarto, dependiendo de cuán pesado estuviera el tránsito. Julia tenía trabajo que hacer antes de que eso ocurriera.

Hizo atados con el traje azul y el resto de las ropas del hombre, los puso en varias bolsas de plástico y luego fue en busca de una bolsa más grande para los restos. Había esperado que Frank estuviera allí para ayudarla en la tarea, pero como no había aparecido no tenía otra opción que hacerlo sola. Cuando regresó al dormitorio, el deterioro del cordero continuaba todavía, aunque ahora con mucha mayor lentitud. Quizás Frank seguía encontrando nutrientes para exprimirle al cadáver, pero ella lo dudaba. Más probablemente, el cuerpo pauperizado, despojado totalmente de tuétano y de todo fluido vital, ya no era lo bastante fuerte para sostenerse. Cuando ya lo tenía empaquetado en la bolsa, tenía un peso no mayor al de un niño pequeño. Selló la bolsa; estaba a punto de bajarla al auto cuando oyó que la puerta principal se abría.

El sonido desató todo el pánico que había apartado de sí con tanta asiduidad. Comenzó a temblar con violencia. Las lágrimas le aguijoneaban las cavidades craneales.

Ahora no…, se dijo, pero no podía suprimir sus sentimientos mucho más tiempo.

En el vestíbulo, abajo, Rory dijo:

—¿Mi amor?

¡Mi amor! Habría podido reírse, de no ser por el terror.

Aquí estaba ella si él quería encontrarla… su amor, su queridita, con los senos recién lavados y con un muerto en los brazos.

—¿Dónde estás?

Vaciló antes de responder, sin estar segura de que su laringe estuviera a la altura de la impostura.

Rory la llamó una tercera vez; la voz le iba cambiando de timbre a medida que caminaba hacia la cocina.

Demoraría un momento en descubrir que ella no estaba frente a las hornallas, revolviendo salsa; después regresaría y se encaminaría al piso de arriba. Disponía de diez segundos, quince como mucho.

Intentando que andar fuese lo más liviano posible, por miedo a que él oyera sus movimientos arriba, transportó el bulto hasta la otra habitación, la que estaba al final del pasillo. Como era demasiado pequeña para usarla de dormitorio (excepto quizás para un niño), la usaban de depósito. Cajones de mudanza a medio vaciar, muebles para los que no habían encontrado un sitio, toda clase de basura. Allí puso al cadáver a descansar, detrás de un sillón que estaba tumbado de costado. Después cerró con llave, justo cuando Rory, al pie de la escalera, la llamaba. Estaba subiendo.

—¿Julia? Julia, mi amor, ¿estás ahí?

Ella se introdujo subrepticiamente en el baño y consultó con el espejo. Éste le mostró un rostro agitado. Levantó la blusa que había dejado colgada del borde de la bañera y se la puso. Olía a rancio e indudablemente había salpicaduras de sangre entre las flores, pero no tenía otra cosa para ponerse.

Rory estaba avanzando por el pasillo; Julia oía sus pisadas de elefante.

—¿Julia?

Esta vez, ella le respondió, sin hacer ningún intento por disfrazar el temblor de su voz. El espejo le había confirmado lo que temía: no había modo de fingir que no estaba alterada. Se vio obligada a hacer uso de los beneficios de estar en desventaja.

—¿Estás bien? —le preguntó Rory. Estaba del otro lado de la puerta.

—No —dijo ella—. Estoy descompuesta.

—Oh, querida…

—Estaré bien en un minuto.

Rory tanteó el picaporte, pero ella le había puesto traba a la puerta.

—¿Puedes dejarme sola un momentito?

—¿Quieres un médico?

—No —le dijo ella—. No. En serio. Pero me gustaría un coñac.

—Coñac.

—Bajaré en dos segundos.

—Como desee la señora —bromeo él. Julia contó los pasos de él mientras avanzaba trabajosamente hacia la escalera, mientras bajaba. Cuando calculó que estaba fuera del alcance auditivo, corrió suavemente el pestillo y puso un pie afuera del baño.

La luz de las últimas horas de la tarde estaba apagándose rápidamente; el pasillo era un túnel sombrío.

Oyó el tintineo del vidrio contra el vidrio en la planta baja. Caminó tan rápidamente como se atrevió hasta el cuarto de Frank.

No se oía sonido alguno en el tenebroso interior. Las paredes ya no temblaban; tampoco tañían las distantes campanas. Abrió la puerta de un empujón y esta crujió ligeramente.

No había terminado de ordenar todo después de la faena. Había polvo en el suelo, polvo humano, y fragmentos de carne seca. Se puso en cuclillas y los juntó diligentemente. Rory tenía razón. Qué perfecta ama de casa era.

Al volver a levantarse, algo se revolvió en las sombras cada vez más densas del dormitorio. Miró en dirección al movimiento pero antes de que sus ojos pudieran discernir que era la figura que estaba en un rincón, una voz dijo:

—No me mires.

Era una voz cansada… la voz de alguien desgastado por los acontecimientos, pero era una voz concreta. Las sílabas flotaban en el mismo aire que Julia respiraba.

—Frank —dijo.

—Sí… —dijo la voz quebrada—… soy yo.

Desde abajo, Rory la llamó.

—¿Te sientes mejor?

Ella fue hasta la puerta.

—Mucho mejor… —respondió. A sus espaldas, la cosa escondida dijo:

No permitas que él se me acerque. —Las palabras brotaron con rapidez y ferocidad.

—Está bien —le susurro ella. Y luego, dirigiéndose a Rory—: Estaré contigo en un minuto. Pon algo de música. Algo tranquilo.

Rory respondió que sí y se fue a la sala.

—Estoy a medio hacer —dijo la voz de Frank—. No quiero que me veas… no quiero que nadie me vea… así no… —Las palabras, otra vez, sonaban entrecortadas y lastimeras—. Tengo que tener más sangre, Julia.

—¿Más?

—Y pronto.

—¿Cuánta más? —le preguntó a las sombras. Esta vez, pudo distinguir mejor lo que allí había. Con razón no quería que nadie lo viera.

—Más —dijo él. Aunque su volumen apenas superaba el de un susurro, en la voz había una urgencia que a Julia le dio miedo.

—Tengo que irme… —dijo ella, oyendo la música en el piso de abajo.

Esta vez, la oscuridad no respondió. Cuando llegó a la salida, Julia se volvió.

—Me alegro de que vinieras —dijo.

Al cerrar la puerta, oyó un sonido no muy diferente al de la risa, no muy diferente al de un sollozo.