DOS

1

—No es lo que yo esperaba —comentó Julia mientras estaban en el pasillo. Era la hora del crepúsculo; un frío día de agosto. No era el momento ideal para ver una casa que había estado vacía tanto tiempo.

—Necesita trabajo —dijo Rory—. Nada más. No la han tocado desde que murió mi abuela. Son casi tres años. Y estoy seguro de que mi abuela nunca le hizo nada durante los últimos años de su vida.

—¿Y es tuya?

—Mía y de Frank. La heredamos los dos. ¿Pero cuando fue la última vez que alguien vio a mi hermano mayor?

Ella se encogió de hombros, como si no pudiera recordarlo, aunque lo recordaba muy bien. Una semana antes de la boda.

—Alguien me dijo que el verano pasado Frank estuvo unos días aquí. En celo, sin duda. Después se fue otra vez. No tiene interés en esta propiedad.

—Pero ¿y si nos mudamos, y entonces él vuelve y reclama lo suyo?

—Le compro su parte. Consigo un préstamo del banco y le compro su parte. Siempre anda necesitado de efectivo.

Julia asintió, pero no pareció del todo convencida.

—No te preocupes —dijo él, acercándose a ella y envolviéndola en sus brazos—. Este lugar es nuestro, muñeca. Podemos pintarlo, adornarlo y convertirlo en el paraíso.

Estudió el rostro de ella. A veces —particularmente cuando la duda la sacudía, como ahora— su belleza casi lo asustaba.

—Confía en mi —dijo él.

—Confío.

—Muy bien, entonces. ¿Qué te parece si empezamos a mudarnos el domingo?

2

Domingo.

En esta parte de la ciudad, seguía considerándose el Día del Señor. Aunque los propietarios de esas casas bien vestidas y de esos niños bien planchados no creyeran en nada, igual respetaban el Sabbath. Cuando estacionó la camioneta de Lewton y comenzaron a descargar, algunos apartaron las cortinas para espiar. Unos pocos vecinos curiosos llegaron incluso a pasar una o dos veces delante de la casa, caminando perezosamente, con el pretexto de pasear a los perros, pero ninguno habló con los recién llegados, ni mucho menos se ofreció a ayudarlos con los muebles. El domingo no era día para derramar el sudor de la frente.

Julia se encargó de desembalar, mientras Rory organizaba la descarga de la camioneta; Lewton y el Loco Bob proporcionaban músculos adicionales. Necesitaron cuatro viajes para transferir el grueso de las cosas de la calle Alexandra, y al finalizar el día aún quedaba una buena cantidad de chucherías que habría que ir a buscar después.

A eso de las dos de la tarde, Kirsty apareció en la puerta.

—Vine a ver si necesitaban que les diera una mano —dijo, con un tono de vaga disculpa en la voz.

—Bueno, será mejor que entres —dijo Julia. Regresó a la sala, que era un campo de batalla en el que solo triunfaba el caos, y maldijo silenciosamente a Rory. Invitar al alma en pena para que ofreciera sus servicios era cosa de él, sin ninguna duda. Kirsty sería más un estorbo que una ayuda; sus desvaríos, sus modales de persona perpetuamente frustrada, le ponían a Julia los nervios de punta.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Kirsty—. Rory me dijo…

—Sí —dijo Julia—. Claro que te dijo.

—¿Dónde está? Rory, digo.

—Fue a cargar otra vez la camioneta, para seguir sumando desgracias.

—Ah.

Julia suavizó su expresión.

—Sabes, es muy amable de tu parte —dijo— acercarte hasta aquí, pero creo que por el momento no hay mucho que puedas hacer.

Kirsty se sonrojo ligeramente. Desvariaba, pero no era estúpida.

—Ya veo —dijo—. ¿Estás segura? ¿No puedo…? Es decir… ¿quieres que te prepare una taza de café, tal vez?

—Café —dijo Julia. La idea le hizo tomar conciencia de lo seca que se le había puesto la garganta—. Sí —concedió—. No es mala idea.

La preparación del café no careció de ciertos traumas menores. Ninguna tarea encarada por Kirsty era totalmente simple. Se quedó parada en la cocina, calentando agua en una cacerola que demoraron un cuarto de hora en encontrar, pensando que probablemente no era conveniente haber venido, después de todo. Julia siempre la miraba de una forma muy extraña, como si estuviera levemente desconcertada ante el hecho de que no la hubieran ahogado al nacer. No importaba. Rory le había pedido que viniera, ¿no? Y con esa invitación bastaba. No hubiera rechazado la oportunidad de verlo sonreír ni por cien Julias.

La camioneta llegó veinticinco minutos después, minutos en los que las mujeres intentaron dos veces iniciar una conversación, fracasando las dos veces. Tenían muy poco en común: Julia, la dulce, la hermosa, la destinataria de las miradas y los besos, y Kirsty, la chica de pálidos apretones de mano, cuyos ojos jamás eran más brillantes que los de Julia diez años antes o diez años después. Hacía mucho tiempo que Kirsty había decidido que la vida era injusta. ¿Pero por qué, después de aceptar esa amarga verdad, las circunstancias insistían en refregársela en la cara?

Subrepticiamente, observó trabajar a Julia y le pareció que esa mujer era incapaz de cualquier fealdad. Cada gesto —apartarse un mechón de pelo de los ojos con el dorso de la mano, limpiar el polvo de una taza favorita— estaba imbuido de una gracia natural. Viendo eso, Kirsty entendió la adoración perruna que le profesaba Rory y al entenderlo volvió a perder las esperanzas.

Finalmente, entró él, frunciendo los ojos y sudando. El sol de la tarde estaba feroz. Le sonrió, exhibiendo la hilera irregular de dientes que Kirsty había encontrado tan irresistibles desde el primer momento.

—Me alegra que pudieras venir —dijo él.

—Estoy feliz de poder ayudarte —respondió ella, pero él ya había desviado la mirada hacia Julia.

—¿Cómo va todo?

—Me estoy volviendo loca —le dijo ella.

—Bueno, ahora podrás descansar de tus tareas —dijo él—. En este viaje trajimos la cama. —Le dedicó un guiño cómplice, pero ella no le correspondió.

—¿Puedo ayudar a descargar? —se ofreció Kirsty.

—Lo están haciendo Lewton y Bob —fue la respuesta de Rory.

—Ah.

—Pero daría un brazo y una pierna por una taza de té.

—No encontramos el té —le dijo Julia.

—Oh. ¿Quizás un café entonces?

—Claro —dijo Kirsty—. ¿Y para los otros dos?

—Por un café serían capaces de matar.

Kirsty regresó a la cocina, llenó la cacerolita hasta el borde y volvió a colocarla sobre la hornalla. Desde el corredor, oyó a Rory supervisando la siguiente descarga.

Era la cama, la cama matrimonial. Aunque trató con todas sus fuerzas de apartar de su mente la idea de él abrazando a Julia, no pudo. Mientras miraba fijamente el agua, mientras esta se calentaba, se agitaba y finalmente hervía, esas mismas imágenes dolorosas del placer entre ellos dos le volvieron a la mente una y otra vez.

3

Mientras el trío no estaba —habían ido a buscar el cuarto y último cargamento del día—. Julia perdió la paciencia con el desembalaje. Era un desastre, dijo; habían empaquetado y colocado en cajones todas las cosas en el orden equivocado. Se veía obligada a exhumar elementos perfectamente inútiles para tener acceso a las necesidades mínimas.

Kirsty permaneció en silencio y en su lugar en la cocina, lavando las tazas sucias.

Maldiciendo más fuerte, Julia abandonó el caos y salió a fumar un cigarrillo en el escalón de la entrada. Se apoyó contra la puerta abierta y respiró el aire dorado de polen. Aunque recién era 21 de agosto, el aroma de la tarde ya tenía un gustillo ahumado que presagiaba el otoño.

Había perdido la noción de lo rápido que había pasado el día, a juzgar por una campana que comenzó a tocar vísperas: el volumen de los tañidos aumentaba y disminuía en oleadas perezosas. Era un sonido tranquilizador. La hizo pensar en la niñez, pero no en un día o en un lugar en especial, o al menos en ninguno que ella recordara. Sencillamente en ser joven, en el misterio.

Habían pasado cuatro años desde la última vez que entrara en una iglesia: el día de su boda con Rory, para ser exactos. La idea de ese día —o más bien de las promesas que no se habían cumplido— le amargó el momento. Se alejó de la puerta, mientras las campanas doblaban con toda su energía, y volvió a entrar en la casa.

Después del contacto frontal de su rostro con el sol, el interior le pareció lúgubre. De pronto, se sintió cansada al punto de echarse a llorar.

Antes de apoyar la cabeza y dormir esa noche tendrían que armar la cama, pero todavía no habían decidido cual sería la habitación destinada al dormitorio principal. Lo haría ahora, decidió, y así evitaría tener que regresar a la sala y a la siempre plañidera Kirsty.

La campana seguía replicando cuando abrió la puerta del cuarto del primer piso que daba a la calle. Era la habitación más grande de las tres que había arriba —una opción natural— pero hoy no le había entrado el sol (ni ningún día ese verano) porque las persianas estaban cerradas. En consecuencia, el cuarto estaba más frío que cualquier otro lugar de la casa, el aire estancado. Cruzó el piso de madera manchado, rumbo a la ventana, con intenciones de abrir las persianas.

En el antepecho, algo extraño. Las persianas habían sido fuertemente clavadas al marco de la ventana, anulando efectivamente cualquier intrusión de vida proveniente de la calle iluminada por el sol. Trató de arrancar la tela pero no tuvo éxito. El obrero, quienquiera que hubiese sido, había hecho un trabajo a conciencia.

No importaba; cuando Rory volviera, le pediría que quitara los clavos con el martillo. Le dio la espalda a la ventana y, al hacerlo, fue repentina y forzosamente consciente de que la campana seguía llamando a los fieles. ¿No venía nadie esta noche? ¿El anzuelo no estaba lo bastante encarnado con promesas del paraíso? La idea estaba viva en ella solo a medias; por momentos se debilitaba. Pero las campanadas siguieron reverberando en la habitación. Con cada tañido, sus brazos y piernas, ya doloridos de fatiga, parecían abatirse cada vez más. La cabeza le latía de un modo intolerable.

La habitación era odiosa, decidió; tenía olor a rancio y sus paredes sumergidas en las tinieblas eran viscosas.

A pesar del tamaño del cuarto, no permitiría que Rory la convenciera de usarlo como dormitorio principal. Que se pudriera.

Comenzó a caminar hacia la salida, pero al encontrarse a un metro de esta los rincones del cuarto comenzaron a crujir y la puerta se cerró de golpe. Sus nervios aullaron. Era lo único que podía hacer para no estallar en sollozos.

En vez de llorar, dijo:

—Vete al diablo.

Y aferró el picaporte. Este giró con facilidad (¿por qué no iba a ser así?; sin embargo, sintió alivio) y la puerta se abrió de par en par. Desde el pasillo de la planta baja ascendía un rocío de calidez y de luz ocre.

Cerró la puerta a sus espaldas y, con una extraña satisfacción cuyos orígenes no pudo o no quiso desentrañar, echó llave al cerrojo.

Al tiempo que lo hacía, las campanadas dejaron de sonar.

4

—Pero es el dormitorio más grande…

—No me gusta Rory. Es húmedo. Podemos usar el dormitorio que da al fondo.

—Si podemos conseguir que esa maldita cama pase por la puerta.

—Claro que podemos. Sabes que podemos.

—Me parece que es desperdiciar un buen dormitorio —protestó él, sabiendo perfectamente bien que esto era irreversible.

—Hazle caso a mamá —le dijo ella, y le sonrió con una mirada cuyo brillo estaba muy lejos de ser maternal.