CAPÍTULO 33

La historia del príncipe

HARRY permaneció arrodillado junto al profesor, observándolo fijamente, hasta que, de pronto, una voz aguda y fría sonó tan cerca de ellos que el muchacho se levantó de un salto, sujetando con firmeza el frasco, pues creyó que Voldemort había vuelto a la habitación.

La voz del Señor Tenebroso retumbaba en las paredes y el suelo, y Harry comprendió que estaba hablando a la gente que había en Hogwarts y a la que vivía en la zona circundante al colegio, de manera que los vecinos de Hogsmeade y todos los que todavía luchaban en el castillo debían de estar oyéndola como si él estuviera a su lado, echándoles el aliento en la nuca, a punto de asestarles un golpe mortal.

—Habéis luchado con valor —decía—. Lord Voldemort sabe apreciar la valentía.

»Sin embargo, habéis sufrido numerosas bajas. Si seguís ofreciéndome resistencia, moriréis todos, uno a uno. Pero yo no quiero que eso ocurra; cada gota de sangre mágica derramada es una pérdida y un derroche.

»Lord Voldemort es compasivo, y voy a ordenar a mis fuerzas que se retiren de inmediato.

»Os doy una hora. Enterrad a vuestros muertos como merecen y atended a vuestros heridos.

»Y ahora me dirijo directamente a ti, Harry Potter: has permitido que tus amigos mueran en tu lugar en vez de enfrentarte personalmente conmigo; pues bien, esperaré una hora en el Bosque Prohibido, y si pasado ese plazo no has venido a buscarme, si no te has entregado, entonces se reanudará la batalla. Esta vez yo entraré en la refriega, Harry Potter, y te encontraré, y castigaré a cualquier hombre, mujer o niño que haya intentado ocultarte de mí. Tienes una hora.

Ron y Hermione sacudieron la cabeza mirando a su amigo.

—No lo escuches —le aconsejó Ron.

—Todo saldrá bien —lo animó Hermione atropelladamente—. Vamos al castillo… Si Voldemort ha ido al Bosque Prohibido, tendremos que preparar otro plan…

Dicho esto, la chica le echó una ojeada al cadáver de Snape y volvió a meterse en el túnel. Ron la siguió. Harry recogió la capa invisible y luego miró otra vez a Snape. No sabía qué sentir, salvo conmoción por la forma en que Voldemort lo había matado y por el motivo que lo había impulsado a hacerlo.

Recorrieron el túnel a gatas, sin hablar, y Harry se preguntó si las palabras de Voldemort seguirían resonando en los oídos de Ron y Hermione como resonaban en los suyos.

«Has permitido que tus amigos mueran en tu lugar en vez de enfrentarte personalmente conmigo; pues bien, esperaré una hora en el Bosque Prohibido… una hora…»

No debía de faltar mucho para el amanecer, pero el cielo seguía negro; aun así, se veían pequeños fardos esparcidos por el césped frente a la fachada principal del castillo. Los tres amigos corrieron hacia los escalones de piedra, donde vieron un zueco del tamaño de una barquita. No obstante, no se detectaba ninguna otra señal de Grawp ni de su agresor.

En el castillo reinaba un silencio nada natural y ya no había destellos de luz, ni estallidos, gritos o alaridos. Las losas del desierto vestíbulo estaban manchadas de sangre; todavía había esmeraldas diseminadas por el suelo, junto con trozos de mármol y maderas astilladas, y parte de la barandilla se había destrozado.

—¿Dónde están todos? —susurró Hermione.

Ron los precedió hasta el Gran Comedor y Harry se detuvo en la puerta.

Las mesas de las casas habían desaparecido y la estancia se hallaba abarrotada de gente. Los supervivientes formaban grupos, abrazados unos a otros por los hombros; la señora Pomfrey y algunos ayudantes atendían a los heridos en la tarima. Firenze se contaba entre ellos: tenía temblores y sangraba por la ijada, y como no podía sostenerse en pie, se había visto obligado a tumbarse.

Habían puesto a los muertos formando una hilera en medio del comedor, pero Harry no vio el cadáver de Fred, porque su familia lo rodeaba: George estaba arrodillado junto a la cabeza; la señora Weasley, tendida sobre el pecho de su hijo, sollozaba, y el señor Weasley le acariciaba el cabello mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Sin decirle nada a Harry, Ron y Hermione se adelantaron. Ella se acercó a Ginny, que tenía la cara hinchada y cubierta de manchas rojas, y la abrazó. Ron se reunió con Bill, Fleur y Percy, quienes también lo abrazaron por los hombros. Ginny y Hermione se aproximaron más a los restantes miembros de la familia, y entonces Harry descubrió los cadáveres que yacían junto al de Fred: eran Remus y Tonks, pálidos e inmóviles pero con expresión serena; parecían dormidos bajo el oscuro techo encantado.

Harry se apartó de la puerta caminando hacia atrás, y fue como si el Gran Comedor se alejara y se empequeñeciera, como si encogiera. Apenas podía respirar; no se sentía capaz de mirar a los otros cadáveres, ni de enterarse de quién más había muerto por él. Tampoco se sentía capaz de reunirse con los Weasley, ni de mirarlos a los ojos, porque si él se hubiera entregado al principio, quizá Fred no habría muerto…

Llegó a la escalinata de mármol y la subió a todo correr. Lupin, Tonks… Le habría gustado no sentir nada, le habría gustado arrancarse el corazón, las entrañas, todo eso que gritaba en su interior…

El castillo estaba completamente vacío; al parecer, hasta los fantasmas se habían reunido con la multitud que lloraba a los muertos en el Gran Comedor. Harry corrió sin parar, asiendo con fuerza el frasco de cristal que contenía los últimos pensamientos de Snape, y no aminoró el paso hasta llegar a la gárgola de piedra que custodiaba el despacho del director.

—¿Contraseña?

—¡Dumbledore! —exclamó Harry sin pensar, porque era a quien ansiaba ver, y, sorprendido, vio cómo la gárgola se deslizaba hacia un lado, revelando la escalera de caracol que había detrás.

Pero cuando entró en el despacho circular, comprobó que había cambiado: los retratos de las paredes estaban vacíos; no quedaba ni un solo director ni directora en ellos. Por lo visto, todos habían huido, pasando de un cuadro a otro de los que adornaban las paredes del castillo, para ver mejor lo que sucedía.

Harry miró impotente el vacío lienzo de Dumbledore, colgado justo detrás de la silla del director, y le dio la espalda. El pensadero de piedra continuaba en el armario donde siempre había estado; Harry lo cogió, lo puso encima del escritorio y vertió los recuerdos de Snape en la ancha vasija con runas grabadas alrededor del borde. Escapar a la mente de otra persona le produciría alivio… Por muy vil que fuera Snape, ningún pensamiento que le hubiera dejado podía ser peor que los suyos propios. Los recuerdos —plateados, de una textura extraña— se arremolinaron, y sin vacilar, con una sensación de temerario abandono, como si eso fuera a mitigar el dolor que lo torturaba, Harry hundió la cabeza en ellos.

Cayó precipitadamente por un espacio soleado y aterrizó de pie sobre un suelo que quemaba. Cuando se enderezó, comprobó que se encontraba en un solitario parque infantil. A lo lejos, una enorme chimenea sobresalía entre los edificios perfilados contra el horizonte. Dos niñas se columpiaban y un niño muy flaco las observaba desde detrás de unos matorrales; el niño, de cabello negro y excesivamente largo, llevaba una ropa que parecía mal combinada a propósito: unos vaqueros demasiado cortos, un abrigo raído y muy largo, que le habría venido bien a un adulto, y un extraño blusón.

Harry se le acercó más: Snape —bajito, nervudo y de piel cetrina— no debía de tener más de nueve o diez años. Su delgado rostro delataba la avidez que sentía al observar a la menor de las dos niñas, que se columpiaba mucho más alto que su hermana.

—¡No hagas eso, Lily! —gritó la niña mayor.

Pero la pequeña se había soltado del columpio al llegar al punto más alto y voló literalmente por los aires: se impulsó hacia arriba, dando una gran risotada, y en lugar de caer en el asfalto del parque se elevó como una trapecista y permaneció largo rato suspendida. Cuando por fin se posó en el suelo, lo hizo con asombrosa suavidad.

—¡Mamá te ha prohibido hacer eso!

Petunia paró su columpio clavando los tacones de las sandalias en el suelo, haciendo que la gravilla crujiera y saltara. Se apeó y se quedó allí plantada con los brazos en jarras.

—¡Mamá te lo ha prohibido, Lily!

—¡Pero si no pasa nada! —replicó sin parar de reír—. Mira esto, Tuney. Mira lo que hago.

Petunia miró alrededor. No había nadie en el parque, tan sólo ellas, y Snape, aunque las niñas no lo sabían. Lily acababa de coger una flor caída del matorral tras el que se escondía el chico. Petunia se acercó a ella debatiéndose entre la curiosidad y la desaprobación; Lily esperó a que su hermana estuviera lo bastante cerca para ver bien, y entonces le enseñó la palma de la mano. En ella aguantaba la flor, que abría y cerraba los pétalos como una estrambótica ostra con numerosos labios.

—¡Basta! —gritó Petunia.

—No te hace nada —aseguró Lily, y cerró la mano con la flor dentro y volvió a tirarla al suelo.

—Eso no está bien —protestó Petunia, pero había desviado la mirada para ver cómo la flor descendía y se quedaba flotando a unos centímetros del suelo—. ¿Cómo lo haces? —preguntó sin poder disimular la curiosidad.

—Está muy claro, ¿no? —El niño no logró contenerse más y salió de detrás del arbusto.

Petunia dio un grito y corrió hacia los columpios, pero Lily, pese a haberse sobresaltado, se quedó donde estaba. Snape debió de lamentar su propio aspecto, porque cuando la miró, unas débiles manchas rosadas le colorearon las descarnadas mejillas.

—¿Qué es lo que está muy claro? —preguntó Lily.

Él parecía nervioso y emocionado. Miró un momento a Petunia, que se había quedado junto a los columpios, y luego bajó la voz y dijo:

—Sé lo que eres.

—¿Qué quieres decir?

—Eres… una bruja.

Ofendida, Lily le espetó:

—¿Te parece bonito decirle eso a una chica?

Y levantando la barbilla, se dio la vuelta muy decidida y fue a reunirse con su hermana.

—¡No! —gritó Snape. Se había ruborizado más.

Harry se preguntó por qué no se quitaba aquel abrigo tan fachoso, a menos que fuera porque no quería que se le viera el blusón que llevaba debajo. Siguió a las niñas; estaba ridículo con aquella indumentaria que ya entonces le confería aspecto de murciélago.

Las hermanas lo miraron (por una vez de acuerdo en desaprobar la actitud del chico), agarradas a las barras del columpio, como si éste fuera el lugar seguro que tenían más a mano.

—Es verdad, eres una bruja —le dijo Snape a Lily—. Hace tiempo que te observo. Pero no hay nada malo en eso; mi madre también lo es, y yo soy mago.

La risa de Petunia fue como un chorro de agua fría.

—¡Un mago! —chilló; había recobrado el valor después de recuperarse del susto que le había dado el niño con su inesperada aparición—. Yo te conozco: eres el hijo de los Snape. Viven al final de la calle de la Hilandera, junto al río —le dijo a Lily, y su tono denotó que la consideraba una dirección muy poco recomendable—. ¿Por qué nos espías?

—No os espiaba —protestó Snape, acalorado e incómodo, el pelo sucio a la luz del sol—. Además, a ti no tengo por qué espiarte —añadió con desprecio—. Tú eres muggle.

Petunia no entendió esa palabra, pero aun así captó el tono desdeñoso.

—¡Nos vamos, Lily! —dijo con voz estridente.

Su hermana pequeña la obedeció sin rechistar, y se marchó de allí mirando al chico con aversión. Él se quedó donde estaba y las vio salir por la verja del parque. Harry, el único que observaba a Snape, reconoció la amarga desilusión del niño y comprendió que debía de llevar mucho tiempo planeando ese momento, pero todo le había salido mal…

La escena se desvaneció y al punto volvió a formarse otra diferente: ahora Harry se encontraba en un bosquecillo. Entre los troncos veía fluir un río bañado por el sol y los árboles proporcionaban una sombra fresca y verdosa. Dos niños estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas, uno enfrente del otro. Snape se había quitado el abrigo; el extraño blusón no parecía tan raro en la penumbra.

—… y el ministerio te castiga si haces magia fuera del colegio. Te mandan una carta.

—¡Pues yo he hecho magia fuera del colegio!

—Bueno, no pasa nada, porque nosotros todavía no tenemos varita mágica. Mientras eres pequeño, si no puedes controlarte, no te dicen nada. Pero cuando cumples once años —añadió poniéndose muy serio— y empiezan a instruirte, has de tener mucho cuidado.

Hubo un breve silencio. Lily cogió una ramita del suelo y la agitó en el aire, y Harry comprendió que imaginaba que salían chispas. Entonces ella tiró la ramita, se acercó más al niño y le dijo:

—Va en serio, ¿verdad? No es ninguna broma, ¿eh? Petunia dice que mientes porque Hogwarts no existe. Pero es real, ¿verdad?

—Es real para nosotros. Para ella, no. Pero tú y yo recibiremos la carta.

—¿Seguro?

—Segurísimo —confirmó Snape, y pese al pelo mal cortado y la extraña ropa que llevaba, imponía bastante allí sentado, rebosante de confianza en su destino.

—¿Y nos la traerá una lechuza? —preguntó Lily en voz baja.

—Normalmente llega así. Pero tú eres hija de muggles, de modo que alguien del colegio tendrá que ir a explicárselo a tus padres.

—¿Tiene mucha importancia que seas hijo de muggles?

Snape titubeó y sus ojos —muy negros—, codiciosos en la verdosa penumbra, recorrieron el pálido rostro y el cabello pelirrojo de Lily.

—No —respondió—. No tiene ninguna importancia.

—¡Ah, bueno! —suspiró la niña, más tranquila; era evidente que estaba preocupada.

—Tú tienes mucha magia dentro —afirmó Snape—. Me di cuenta observándote…

Su voz se fue apagando. Lily ya no lo escuchaba; se había tumbado en el suelo cubierto de hojas y contemplaba el toldo que formaban las ramas de los árboles. Snape la observaba con la misma avidez con que lo había hecho en el parque infantil.

—¿Cómo van las cosas en tu casa? —preguntó Lily.

—Bien —repuso él arrugando un poco la frente.

—¿Ya no se pelean?

—Sí, claro que se pelean. —Cogió un puñado de hojas y empezó a romperlas sin darse cuenta de lo que hacía—. Pero no tardaré mucho en marcharme.

—¿A tu padre no le gusta la magia?

—No hay nada que le guste.

—Severus…

Los labios del chico esbozaron una sonrisa cuando ella pronunció su nombre.

—¿Qué quieres?

—Háblame otra vez de los dementores.

—¿Para qué quieres que te hable de ellos?

—Si utilizo la magia fuera del colegio…

—¡No van a entregarte a los dementores por eso! Los utilizan contra la gente que comete delitos graves, y vigilan la prisión de los magos, Azkaban. A ti no van a llevarte ahí, eres demasiado…

Volvió a ruborizarse y rompió varias hojas más.

Entonces Harry oyó un susurro a sus espaldas y se dio la vuelta: Petunia, escondida detrás de un árbol, había resbalado.

—¡Tuney! —exclamó Lily con sorpresa y agrado, pero Snape se puso en pie de un brinco.

—¿Quién nos espía? —exclamó—. ¿Qué quieres?

Petunia estaba turbada y asustada por haber sido descubierta, y Harry vio que buscaba alguna frase hiriente para desquitarse.

—Qué es eso que llevas, ¿eh? —preguntó Petunia señalándole el pecho a Snape—. ¿La blusa de tu madre?

Entonces se oyó un ruido de algo que se partía: una rama se estaba desprendiendo encima de la cabeza de Petunia. Lily dio un chillido. La rama cayó y golpeó en el hombro a Petunia, que se tambaleó hacia atrás y rompió a llorar.

—¡Tuney!

Pero Petunia se marchó corriendo. Lily se encaró con Snape:

—¿Has sido tú?

—No. —El chico se mostró desafiante y temeroso a la vez.

—¡Sí, has sido tú! —Lily se fue alejando de él—. ¡Has sido tú! ¡Le has hecho daño!

—¡No! ¡Yo no he hecho nada!

Pero la mentira de Snape no convenció a Lily: tras lanzarle una última mirada de odio, salió corriendo del bosquecillo en busca de su hermana, y él se quedó solo, triste y desconcertado…

La escena volvió a cambiar. Harry miró alrededor: se hallaba en el andén nueve y tres cuartos, y Snape estaba de pie a su lado, un poco encorvado, junto a una mujer delgada de rostro amarillento y expresión amargada que se le parecía mucho. Él observaba con atención a los cuatro miembros de una familia situada a escasa distancia de allí. Las dos niñas se mantenían un poco apartadas de sus padres, y Lily le suplicaba algo a su hermana. Harry se acercó más para oírlas.

—¡Lo siento, Tuney! ¡Lo siento mucho! Mira… —Le cogió una mano y se la apretó con fuerza, aunque Petunia intentó retirarla—. A lo mejor cuando llegue allí… ¡Espera, Tuney! ¡Escúchame! ¡A lo mejor cuando llegue allí puedo hablar con el profesor Dumbledore y hacer que cambie de opinión!

—¡Yo-no-quiero-ir! —subrayó Petunia, y se soltó de su hermana—. ¿Cómo voy a querer ir a un estúpido castillo para aprender a ser… a ser…?

Recorrió el andén con la mirada, deteniéndose en los gatos que maullaban en los brazos de sus amos, en las lechuzas que aleteaban en sus jaulas y se lanzaban ululatos unas a otras, y en los alumnos, algunos de los cuales ya llevaban puestas las largas túnicas negras y cargaban sus baúles en la locomotora de vapor roja, o se saludaban unos a otros con alegres gritos tras un largo verano sin verse.

—¿Crees que quiero convertirme en un… bicho raro?

A Lily los ojos se le anegaron en lágrimas y Petunia consiguió que le soltara la mano.

—Yo no soy ningún bicho raro. No deberías decirme eso.

—Pues precisamente vas a un colegio especial para bichos raros —afirmó Petunia con saña—. Y eso es lo que sois el hijo de los Snape y tú: unos bichos raros. Me alegro de que os separen de la gente normal; lo hacen por vuestra propia seguridad.

Lily miró a sus padres, que contemplaban absortos y entretenidos las diversas escenas que se sucedían en el andén. Entonces volvió a fijar la vista en su hermana, y bajando la voz dijo con furia:

—No pensabas que fuera un colegio para bichos raros cuando le escribiste al director y le suplicaste que te admitiera.

Petunia se ruborizó.

—¿Que yo le supliqué? ¡Yo no le supliqué nada!

—Leí su respuesta. Era muy amable, por cierto.

—No debiste leerla. ¡El correo es privado! ¿Cómo pudiste…?

Lily se delató mirando de soslayo a Snape, que estaba cerca de ellas. Petunia dio un gritito ahogado y exclamó:

—¡La cogió tu amigo! ¡Ese niño y tú os colasteis en mi habitación aprovechando que yo no estaba!

—No, no nos colamos… —Ahora le tocó a Lily ponerse a la defensiva—. ¡Severus vio el sobre y no creyó que una muggle se hubiera puesto en contacto con Hogwarts, eso es todo! Dice que debe de haber magos trabajando de incógnito en correos para encargarse de…

—¡Ya veo que los magos meten las narices en todas partes! —la interrumpió Petunia. El rubor se le había esfumado de las mejillas y había palidecido—. ¡Monstruo! —le espetó, y echó a correr hacia donde esperaban sus padres.

La escena se disolvió de nuevo: ahora Snape caminaba deprisa por el pasillo del expreso de Hogwarts, que traqueteaba por la campiña. Ya se había puesto la túnica del colegio; seguramente era la primera oportunidad que tenía de quitarse aquella espantosa ropa de muggle que usaba siempre. Se detuvo delante de un compartimento donde había un grupo de chicos que armaba bullicio, pero acurrucada en el asiento de un rincón, junto a la ventana, estaba Lily, con la cara pegada al cristal.

Snape abrió la puerta del compartimento y se sentó enfrente. Ella le echó una ojeada, pero siguió mirando por la ventana. Se notaba que había llorado.

—No quiero hablar contigo —dijo con voz entrecortada.

—¿Por qué no?

—Tuney me… me odia. Porque leímos la carta que le envió Dumbledore.

—¿Y qué?

Lily le lanzó una mirada de profunda antipatía y le espetó:

—¡Pues que es mi hermana!

—Sólo es una… —Se contuvo a tiempo; Lily, ocupada en enjugarse las lágrimas sin que se notara, no le oyó—. ¡Pero si nos vamos! —exclamó Snape, incapaz de disimular su euforia—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Nos vamos a Hogwarts!

Ella asintió, frotándose los ojos, y a pesar de su disgusto esbozó una sonrisa.

—Ojalá te pongan en Slytherin —comentó Snape, animado por la tímida sonrisa de la muchacha.

—¿En Slytherin?

Uno de los chicos, que hasta entonces no había mostrado el menor interés por ellos, volvió la cabeza al oír ese nombre, y Harry, que no se había fijado en los restantes pasajeros del compartimento, vio que era su propio padre: delgado, cabello negro —igual que Snape—, pero rodeado de un aura difícilmente definible, de la que Snape carecía; se notaba que había vivido bien atendido e incluso admirado.

—¿Quién va a querer que lo pongan en Slytherin? Si me pasara eso, creo que me largaría. ¿Tú no? —le preguntó James Potter al niño que iba repantigado en el asiento de enfrente, y Harry dio un respingo al comprobar que era Sirius. Pero éste no sonrió, sólo masculló:

—Toda mi familia ha estado en Slytherin.

—¡Jo! ¡Y yo que te tenía por una buena persona!

—A lo mejor rompo la tradición —replicó Sirius sonriendo burlón—. ¿Adónde irás tú, si te dejan elegir?

James hizo como si blandiera una espada y dijo:

—¡A Gryffindor, «donde habitan los valientes»! Como mi padre.

Snape hizo un ruidito despectivo y James se volvió hacia él.

—¿Te ocurre algo?

—No, qué va —contestó Snape, aunque su expresión desdeñosa lo desmentía—. Si prefieres lucir músculos antes que cerebro…

—¿Adónde te gustaría ir a ti, que no tienes ninguna de las dos cosas? —intervino Sirius.

James soltó una carcajada. Lily se enderezó, abochornada, y miró primero a James y luego a Sirius con antipatía.

—Vámonos, Severus. Buscaremos otro compartimento.

—¡Ooooooh!

James y Sirius imitaron el tono altivo de Lily, y James intentó ponerle la zancadilla a Snape cuando salía.

—¡Hasta luego, Quejicus! —dijo una voz al mismo tiempo que la puerta del compartimento se cerraba de golpe…

Y la escena se extinguió una vez más…

Ahora Harry estaba de pie detrás de Snape, ante las mesas de las casas, iluminadas con velas y rodeadas de caras embelesadas. Entonces, la profesora McGonagall llamó: «¡Evans, Lily!»

Observó cómo su madre caminaba temblorosa y se sentaba en el desvencijado taburete. Minerva McGonagall le puso el Sombrero Seleccionador en la cabeza, y apenas un segundo después de haber entrado en contacto con el pelirrojo cabello de la niña, el sombrero anunció: «¡Gryffindor!»

Harry oyó cómo Snape daba un débil quejido. Lily se quitó el sombrero, se lo devolvió a la profesora y fue a toda prisa hacia la mesa ocupada por los alumnos de Gryffindor, que aplaudían con entusiasmo; pero al pasar le echó una ojeada a Snape esbozando una triste sonrisa. Harry vio cómo Sirius dejaba espacio en el banco para que Lily se sentara. Ella lo miró y debió de reconocerlo del tren, porque se cruzó de brazos y le dio la espalda.

Continuaron pasando lista, y Harry vio cómo Lupin, Pettigrew y su padre se sentaban con Lily y Sirius en la mesa de Gryffindor. Al fin, cuando sólo quedaban una docena de alumnos por seleccionar, la profesora McGonagall llamó a Snape.

Harry lo acompañó hasta el taburete, y el niño se puso el sombrero en la cabeza. «¡Slytherin!», anunció el Sombrero Seleccionador.

Y Severus Snape fue hacia el otro extremo del comedor, lejos de Lily, donde lo aplaudían los alumnos de Slytherin y donde Lucius Malfoy, con una insignia de prefecto reluciéndole en el pecho, le dio unas palmaditas en la espalda cuando se sentó a su lado…

Y la escena cambió…

Lily y Snape cruzaban el patio del castillo. Discutían. Harry aceleró el paso para poder escucharlos. Cuando llegó a su lado, se percató de que ambos eran mucho más altos; al parecer, habían pasado varios años desde su Selección.

—Creía que éramos amigos —decía Snape—. Buenos amigos.

—Lo somos, Sev, pero no me gustan algunas de tus amistades. Lo siento, pero no soporto a Avery ni a Mulciber. ¡Mulciber! ¿Qué le has visto a ése, Sev? ¡Es repulsivo! ¿Sabes qué intentó hacerle el otro día a Mary Macdonald?

Lily había llegado a una columna y se apoyó en ella, contemplando el delgado y cetrino rostro de su amigo.

—No es para tanto —dijo él—. Sólo fue una broma.

—Era magia oscura, y si lo encuentras gracioso…

—¿Y qué me dices de lo que hacen Potter y sus amigos? —Se ruborizó un poco al decirlo, incapaz, al parecer, de contener su resentimiento.

—¿Qué tiene que ver Potter con esto?

—Se escapan por la noche. Ese Lupin tiene algo raro. ¿Adónde va siempre?

—Está enfermo, o al menos eso dicen…

—¿Todos los meses cuando hay luna llena? —replicó Snape, escéptico.

—Ya conozco tu teoría —dijo Lily con frialdad—. Pero ¿por qué estás tan obsesionado con ellos? ¿Por qué te importa tanto lo que hacen por la noche?

—Sólo intento demostrarte que no son tan maravillosos como todo el mundo cree.

La intensidad de la mirada del chico la hizo ruborizarse.

—Pero no emplean magia oscura. —Bajó la voz y añadió—: Y eres un desagradecido. Me he enterado de lo que pasó la otra noche. Te colaste por el túnel del sauce boxeador y James Potter te salvó de no sé qué cosa que había allí abajo.

Snape contrajo el rostro y farfulló:

—¿Que me salvó? ¿Cómo que me salvó? ¿Crees que Potter se comportó como un héroe? ¡Estaba salvando su propio pellejo y el de sus amigos! No quiero que… No voy a permitirte…

—¿Permitirme? ¿No vas a permitirme qué?

Los verdes y destellantes ojos de Lily se convirtieron en dos rendijas, y Snape rectificó al instante:

—No he querido decir… Es que no quiero ver cómo se ríe de… ¡A James Potter le gustas! —exclamó como si se lo arrancaran a la fuerza—. Y él no es… aunque todo el mundo cree… Se las da de gran héroe de quidditch… —La amargura y la aversión de Snape lo estaban haciendo caer en la incoherencia, y Lily se mostraba cada vez más sorprendida.

—Ya sé que James Potter es un sinvergüenza y un engreído —dijo—. No necesito que tú me lo expliques. Pero el concepto del humor que tienen Mulciber y Avery es maléfico. Maléfico, Sev. No entiendo cómo puedes ser amigo suyo.

Harry dudaba que Snape hubiera oído siquiera esas críticas de Lily. Desde el momento en que hubo insultado a James Potter, todo él se relajó, y cuando se marcharon, sus andares tenían una ligereza inusual…

La escena se disolvió…

Harry vio salir a Snape una vez más del Gran Comedor, después de hacer su TIMO de Defensa Contra las Artes Oscuras, y alejarse del castillo, sin que nadie se fijara en él, en dirección al haya bajo la que estaban sentados James, Sirius, Lupin y Pettigrew. Pero esta vez Harry guardó las distancias, porque sabía qué vendría a continuación cuando James levantara a Severus del suelo y se burlara de él; recordaba qué habían hecho y dicho, y no tenía ningunas ganas de volver a oírlo. Asimismo vio cómo Lily se unía al grupo y salía en defensa de Snape, y sí oyó cómo éste, presa de la humillación y la rabia, le gritaba una expresión inolvidable: «sangre sucia».

La escena cambió…

—Lo siento.

—No me interesan tus disculpas.

—¡Lo siento!

—Puedes ahorrártelas.

Era de noche. Lily, que llevaba puesta una bata, estaba de pie con los brazos cruzados frente al retrato de la Señora Gorda, junto a la entrada de la torre de Gryffindor.

—Si he salido es porque Mary me ha dicho que amenazabas con quedarte a dormir aquí.

—Es verdad. Pensaba hacerlo. No quería llamarte «sangre sucia», pero se…

—¿Se te escapó? —No había ni pizca de compasión en la voz de la chica—. Es demasiado tarde. Llevo años justificando tu actitud. Mis amigos no entienden siquiera que te dirija la palabra. Tú y tus valiosísimos amigos mortífagos… ¿Lo ves? ¡Ni siquiera lo niegas! ¡Ni siquiera niegas que eso es lo que todos aspiráis a ser! Estáis deseando uniros a Quien-tú-sabes, ¿verdad? —Snape abrió la boca, pero volvió a cerrarla—. No puedo seguir fingiendo. Tú has elegido tu camino, y yo he elegido el mío.

—No… Espera, yo no quería…

—¿No querías llamarme «sangre sucia»? Pero si llamas así a todos los que son como yo, Severus. ¿Dónde está la diferencia?

Snape no encontraba palabras, y ella, con una mirada de desprecio, se dio la vuelta y se metió por el hueco del retrato…

Entonces el pasillo se disolvió, y la nueva escena tardó un poco en volver a formarse. Harry tuvo la impresión de que volaba a través de figuras y colores cambiantes, hasta que el entorno volvió a plasmarse y se encontró en la cima de una montaña, desamparado y muerto de frío en la oscuridad; el viento silbaba entre las ramas de unos pocos árboles pelados. Snape, ya adulto, jadeaba e iba de aquí para allá aferrando la varita mágica, como si esperara algo o a alguien… Y le contagió su miedo a Harry. Aunque el muchacho sabía que no podían hacerle daño, miró hacia atrás, preguntándose qué o a quién esperaba aquel hombre…

De repente, un cegador e irregular chorro de luz blanca surcó el aire. Harry pensó que era un rayo, pero Snape se había arrodillado y la varita se le había caído de la mano.

—¡No me mate!

—Ésa no era mi intención.

El ruido de las ramas agitadas por el viento ahogó el que hizo Dumbledore al aparecerse. Se situó de pie ante Snape, la túnica ondeándole alrededor, mientras la luz de su varita le iluminaba la cara.

—¿Y bien, Severus? ¿Qué mensaje me traes de lord Voldemort?

—¡No, no se trata de ningún mensaje…! ¡He venido por mi cuenta! —Se retorcía las manos, al parecer trastornado, y el alborotado y negro cabello le flotaba alrededor de la cabeza—. He venido para hacerle una advertencia… No, una petición… Por favor…

Dumbledore sacudió su varita. Aunque todavía volaban algunas hojas y ramas, se hizo el silencio alrededor de los dos, cara a cara.

—¿Qué petición podría hacerme un mortífago?

—La… profecía… La predicción… Trelawney…

—¡Ah, sí! ¿Cuántas cosas le has contado a lord Voldemort?

—¡Todo! ¡Todo lo que oí! ¡Por eso… es por eso que… cree que se refiere a Lily Evans!

—La profecía no se refería a una mujer —replicó Dumbledore—, sino que hablaba de un niño nacido a finales de julio…

—¡Ya sabe usted lo que quiero decir! Él cree que se refiere al hijo de ella, y va a darle caza, los matará a todos…

—Si tanto significa ella para ti —insinuó Dumbledore—, seguro que lord Voldemort le perdonará la vida, ¿no? ¿No podrías pedirle clemencia para la madre, a cambio del hijo?

—Ya se lo he… se lo he pedido…

—Me das asco —le espetó Dumbledore, y Harry nunca había notado tanto desprecio en su voz. Snape se acobardó un poco—. Así pues, ¿no te importa que mueran el marido y el niño? ¿Da igual que ellos mueran, siempre que tú consigas lo que quieres?

Snape se limitó a mirarlo y calló, hasta que por fin dijo con voz ronca:

—Pues escóndalos a todos. Proteja… Protéjalos a los tres. Por favor.

—¿Y qué me ofreces a cambio, Severus?

—¿A… a cambio? —Snape se quedó con la boca abierta y Harry creyó que iba a protestar, pero al cabo dijo—: Lo que usted quiera.

La montaña se desdibujó, y Harry se halló entonces en el despacho de Dumbledore, donde había algo que hacía un ruido espantoso, parecido al gimoteo de un animal herido. Encorvado y con la cabeza gacha, Snape se había desplomado en una butaca; Dumbledore, de pie frente a él, lo contemplaba con gesto adusto. Al cabo de unos instantes, Snape levantó la cara; parecía un hombre que hubiera vivido cien años de desgracias después de abandonar aquella montaña.

—Creía que iba… a protegerla…

—James y ella confiaron en la persona equivocada —afirmó Dumbledore—. Igual que tú, Severus. ¿No suponías que lord Voldemort le salvaría la vida? —Snape respiraba deprisa, muy agitado—. Pero su hijo ha sobrevivido. —Snape hizo un ligero movimiento con la cabeza, como si espantara una mosca molesta—. Su hijo vive y tiene los mismos ojos que ella, exactamente iguales. Estoy seguro de que recuerdas la forma y el color de los ojos de Lily Evans.

—¡¡Basta!! —bramó Snape—. ¡Está muerta! ¡Muerta!

—¿Qué te ocurre, Severus? ¿Remordimiento, acaso?

—Ojalá… ojalá estuviera yo muerto…

—¿Y de qué serviría eso? —repuso Dumbledore con frialdad—. Si amabas a Lily Evans, si la amabas de verdad, está claro qué camino debes tomar.

Dio la impresión de que Snape atisbaba a través de una neblina de dolor, aunque tardó un tiempo en asimilar las palabras del director de Hogwarts.

—¿Qué… qué quiere decir?

—Tú sabes cómo y por qué ha muerto Lily. Asegúrate, pues, de que no haya muerto en vano: ayúdame a proteger a su hijo.

—Él no necesita protección. El Señor Tenebroso se ha ido…

—El Señor Tenebroso regresará, y entonces Harry Potter correrá un grave peligro.

Hubo una larga pausa, y poco a poco Snape fue recobrando la compostura y dominando su respiración. Al fin dijo:

—Está bien. De acuerdo. ¡Pero no se lo cuente nunca a nadie, Dumbledore! ¡Esto debe quedar entre nosotros! ¡Júremelo! No soportaría que… Y menos al hijo de Potter… ¡Quiero que me dé su palabra!

—¿Mi palabra, Severus, de que nunca revelaré lo mejor de ti? —Dumbledore suspiró, escrutando el rabioso y angustiado rostro del profesor—. Está bien, si insistes…

El despacho se disolvió, pero volvió a formarse enseguida. Snape se paseaba arriba y abajo delante de Dumbledore.

—… mediocre, arrogante como su padre, transgresor incorregible, encantado con su fama, egocéntrico e impertinente…

—Ves lo que esperas ver, Severus —sentenció Dumbledore sin apartar la vista de un ejemplar de La transformación moderna—. Otros profesores afirman que el chico es modesto, agradable y de considerable talento. Yo, personalmente, lo encuentro muy simpático. —Dumbledore pasó la página y, sin levantar la cabeza, añadió—: No pierdas de vista a Quirrell, ¿de acuerdo?

Se produjo un remolino de color y todo se oscureció. Snape y Dumbledore aparecieron en un rincón un poco apartado del vestíbulo de Hogwarts; los últimos rezagados del Baile de Navidad pasaron cerca de ellos de camino a sus dormitorios.

—¿Y bien? —murmuró Dumbledore.

—A Karkarov también se le está oscureciendo la Marca. Está muy asustado, porque teme que haya represalias; ya sabe cuánta ayuda le prestó al ministerio después de la caída del Señor Tenebroso. —Snape miró de soslayo el perfil de Dumbledore, donde destacaba la torcida nariz—. Él planea huir si arde la Marca.

—¿Ah, sí? —susurró Dumbledore. Fleur Delacour y Roger Davies llegaron riendo de los jardines—. ¿Y no estás tentado de hacer tú lo mismo?

—No —contestó Snape con la mirada clavada en Fleur y Roger, que se alejaban—. No soy tan cobarde.

—No, es cierto —concedió Dumbledore—. Eres mucho más valiente que ese Igor Karkarov. ¿Sabes qué? A veces pienso que seleccionamos demasiado pronto a nuestros alumnos…

Se marchó y dejó a Snape con cara de aflicción.

A continuación Harry se halló otra vez en el despacho del director. Era de noche, y Dumbledore estaba ladeado en el sillón detrás de su escritorio, al parecer semiconsciente; la mano derecha le colgaba del brazo del sillón, quemada y ennegrecida. Entretanto, Snape murmuraba conjuros, apuntando con su varita a la muñeca de Dumbledore, mientras con la mano izquierda le daba de beber de una copa llena de una poción densa y dorada. Pasados unos instantes, Dumbledore parpadeó y abrió los ojos.

—¿Por qué? —preguntó Snape sin más preámbulos—. ¿Por qué se ha puesto ese anillo? Lleva una maldición. ¿Cómo no se dio cuenta? ¿Cómo se le ocurrió tocarlo siquiera?

El anillo de Sorvolo Gaunt se hallaba encima del escritorio, frente a Dumbledore. Estaba partido, y la espada de Gryffindor reposaba a su lado.

Dumbledore hizo una mueca.

—Fui… un estúpido. Me sentí tentado…

—¿Tentado de qué? —El director no contestó—. ¡Es un milagro que haya podido regresar aquí! Ese anillo llevaba una maldición extraordinariamente poderosa; a lo único que podemos aspirar es a contenerla. De momento he logrado impedir que se extienda por el brazo…

Dumbledore levantó la ennegrecida e inservible mano y la examinó con la expresión de alguien a quien muestran un objeto curioso.

—Lo has hecho muy bien, Severus. ¿Cuánto tiempo crees que me queda? —preguntó con tono despreocupado, como si quisiera saber el pronóstico del tiempo.

Snape vaciló un momento y contestó:

—No sabría decirlo. Quizá un año. Un hechizo así no puede detenerse de forma definitiva, y acabará extendiéndose; es la clase de maldición que se fortalece con el paso del tiempo.

El director sonrió. La noticia de que le quedaba menos de un año de vida parecía preocuparlo muy poco, o nada.

—Soy afortunado, muy afortunado, por tenerte, Severus.

—¡Si me hubiera llamado antes, quizá habría podido hacer algo más, ganar algo de tiempo! —exclamó Snape con rabia. Miró el anillo roto y la espada—. ¿Acaso creyó que rompiendo el anillo anularía la maldición?

—Algo así… Es evidente que deliraba… —Haciendo un gran esfuerzo, Dumbledore se enderezó en el sillón—. Bueno, esto simplifica mucho las cosas. —Sonrió, y Snape se quedó perplejo—. Me refiero al plan que está tramando lord Voldemort, el plan de obligar al pobre Malfoy a que me asesine.

Snape se sentó en la silla que tantas veces había ocupado Harry, al otro lado del escritorio, y el muchacho notó que quería decir algo más sobre la mano afectada por la maldición, pero el director de Hogwarts hizo un ademán con ella para dar a entender, educadamente, que no quería seguir hablando del asunto. Snape frunció el entrecejo y dijo:

—El Señor Tenebroso no confía en que Draco realice con éxito su misión. Eso es sólo un castigo para Lucius por sus recientes fracasos. Para los padres de Draco es una lenta tortura ver cómo su hijo falla y paga por ello.

—Así pues, ha pronunciado una sentencia de muerte tanto contra el chico como contra mí. Y supongo que el sucesor lógico de esa misión, después de que Draco haya fracasado, eres tú, ¿no?

Se quedaron en silencio un momento.

—Sí, creo que ésas son las intenciones del Señor Tenebroso.

—¿Lord Voldemort prevé que en un futuro próximo ya no necesitará un espía en Hogwarts?

—Cree que pronto se hará con el control del colegio, sí.

—Y si lo consigue —preguntó Dumbledore—, ¿me das tu palabra de que procurarás por todos los medios proteger a los alumnos de Hogwarts? —Snape dio una seca cabezada—. Estupendo. Bien, veamos, lo primero que debes hacer es descubrir qué trama Draco. Porque un adolescente asustado representa un peligro para sí mismo y para otros. Así que ofrécele ayuda y consejo; le caes bien, supongo que los aceptará…

—Ya no le caigo tan bien desde que su padre ha perdido el favor del Señor Tenebroso. Draco me culpa a mí, cree que he usurpado la posición de Lucius.

—Da igual, inténtalo. Las víctimas accidentales de las estrategias que urda Draco me importan más que yo mismo. En última instancia, por supuesto, sólo podemos hacer una cosa para salvarlo de la ira de lord Voldemort.

Snape arqueó las cejas y preguntó con sarcasmo:

—¿Pretende dejar que él lo mate?

—Desde luego que no. Tienes que matarme tú.

Se produjo un largo silencio, interrumpido sólo por unos extraños ruiditos secos: Fawkes, el fénix, mordisqueaba un trozo de jibión.

—¿Quiere que lo haga ahora mismo? —preguntó al cabo Snape con ironía—. ¿O necesita unos minutos para componer un epitafio?

—No, todavía no —repuso Dumbledore, sonriente—. Creo que la ocasión se presentará a su debido tiempo. Dado lo ocurrido esta noche —añadió señalando su marchita mano—, podemos estar seguros de que sucederá en el plazo de un año.

—Si no le importa morir —replicó Snape con crudeza—, ¿por qué no deja que lo mate Draco?

—El alma de ese chico todavía no está tan dañada —respondió el director—. No quiero que se destroce por mi culpa.

—¿Y mi alma, Dumbledore? ¿Y la mía?

—Sólo tú sabes si perjudicará a tu alma ayudar a un pobre anciano a eludir el dolor y la humillación. Si te pido este único y gran favor, Severus, es porque estoy tan seguro de que ha llegado mi hora como de que los Chudley Cannons van a quedar últimos de la liga este año. Confieso que prefiero un final rápido y sin dolor al prolongado y chapucero asunto en que se convertiría mi muerte si, por ejemplo, Greyback colaborara en ella. Tengo entendido que Voldemort lo ha reclutado, ¿no? O si interviniera nuestra querida Bellatrix; a ella le gusta jugar con la comida antes de comérsela.

Hablaba con ligereza, pero traspasaba con la mirada a Snape, como tantas veces lo había hecho con Harry, como si fuera capaz de ver el alma de su interlocutor. Por fin Snape dio otra seca cabezada.

—Gracias, Severus… —Dumbledore parecía satisfecho.

El despacho desapareció, y a continuación Snape y Dumbledore paseaban juntos por los desiertos jardines del castillo, a la hora del crepúsculo.

—¿Qué hace con Potter por las noches cuando se encierran juntos? —preguntó de pronto Snape.

Dumbledore tenía aspecto de cansado, pero respondió:

—¿Por qué? No pretenderás imponerle más castigos, ¿verdad, Severus? Dentro de poco, el chico habrá pasado más tiempo castigado que libre.

—Es igual que su padre…

—Físicamente quizá sí, pero de carácter se parece bastante más a su madre. Me encierro con él porque tengo cosas que contarle, información que debo transmitirle antes de que sea demasiado tarde.

—Información que… —repitió Snape—. Es decir que confía en él, pero en mí no.

—No es una cuestión de confianza. Como ambos sabemos, dispongo de un tiempo limitado. De modo que es fundamental que le dé suficientes explicaciones para que pueda llevar a cabo su misión.

—¿Y por qué no puedo tener yo esa misma información?

—Prefiero no poner todos mis secretos en el mismo cesto, sobre todo tratándose de un cesto que pasa tanto tiempo colgado del brazo de lord Voldemort.

—¡Eso lo hago obedeciendo sus órdenes!

—Y lo haces estupendamente. No creas que subestimo el constante peligro que corres, Severus. Darle a Voldemort lo que parecen datos valiosos mientras le ocultas lo esencial es un trabajo que no le confiaría a nadie más que a ti.

—¡Y sin embargo, le confía mucho más a un niño incapaz de practicar la Oclumancia, cuya magia es mediocre y que tiene una conexión directa con la mente del Señor Tenebroso!

—Voldemort teme esa conexión. No hace mucho tuvo una pequeña muestra de lo que puede significar para él compartir plenamente la mente de Harry, y jamás había experimentado un dolor semejante. Estoy convencido de que no intentará poseer al chico de nuevo. Al menos, no de esa forma.

—No lo entiendo.

—El alma de lord Voldemort, pese a estar mutilada, no soporta el contacto con un alma como la de Harry. Es como el contacto de la lengua con el acero helado, o el de la piel con las llamas…

—¿Almas? ¡Estábamos hablando de mentes!

—En el caso de Harry y lord Voldemort, hablar de una cosa equivale a hablar de la otra. —Dumbledore escrutó en derredor para asegurarse de que no tenían compañía. Habían llegado cerca del Bosque Prohibido, pero no se veía a nadie por allí cerca—. Cuando me hayas matado, Severus…

—¡Se niega a contármelo todo, y en cambio espera que yo cumpla ese pequeño servicio! —gruñó Snape, y una rabia auténtica se le reflejó en el enjuto rostro—. ¡Usted da muchas cosas por hechas, Dumbledore! ¡Quizá yo haya cambiado de opinión!

—Me diste tu palabra, Severus. Y hablando de servicios que me debes, creía que habías accedido a vigilar de cerca a nuestro joven amigo de Slytherin, ¿no? —Snape estaba enojado, indignado. Dumbledore suspiró y añadió—: Ven a mi despacho esta noche, Severus, a las once, y no podrás acusarme de que no confío en ti…

Volvían a estar en el despacho del director de Hogwarts; ya había caído la noche, Fawkes guardaba silencio y Snape permanecía quieto en su asiento, mientras Dumbledore hablaba y caminaba alrededor de él.

—Harry no debe saberlo hasta el último momento, hasta que sea imprescindible. De lo contrario, no podría tener la fuerza necesaria para hacer lo que debe.

—Pero ¿qué es eso que debe hacer?

—Eso es asunto mío y de Harry. Escúchame con atención, Severus. Después de mi muerte llegará un momento… ¡No, no me discutas ni me interrumpas! Llegará un momento en que lord Voldemort temerá por la vida de su serpiente.

—¿De Nagini? —se extrañó Snape.

—Sí, eso es. Y si lord Voldemort deja de enviar a esa serpiente a hacerle encargos y la mantiene a su lado, bajo protección mágica, creo que entonces será prudente contárselo a Harry.

—Contarle ¿qué?

Dumbledore respiró hondo, cerró los ojos y continuó:

—Que la noche en que lord Voldemort intentó matarlo, cuando Lily, actuando como un escudo humano, dio su vida por él, la maldición asesina rebotó contra el Señor Tenebroso y un fragmento del alma de éste se separó del resto y se adhirió a la única alma viva que quedaba en aquel edificio en ruinas. Es decir, que una parte de lord Voldemort vive dentro de Harry, y eso es lo que le confiere el don de hablar con las serpientes y una conexión con la mente de lord Voldemort, circunstancia que él nunca ha entendido. Y mientras ese fragmento de alma, que Voldemort no echa de menos, permanezca adherido a Harry y protegido por él, el Señor Tenebroso no puede morir.

Harry veía a aquellos dos hombres como si estuviera al final de un largo túnel; estaban muy lejos y las voces le resonaban de forma extraña en los oídos.

—Entonces el chico… ¿el chico debe morir? —preguntó Snape con serenidad.

—Y tiene que matarlo el propio Voldemort, Severus. Eso es esencial.

Guardaron un largo silencio, y por fin Snape dijo:

—Yo creía… Todos estos años, yo creía… que lo estábamos protegiendo por ella; por Lily.

—Lo hemos protegido porque era fundamental instruirlo, educarlo, permitir que pusiera a prueba sus fuerzas —explicó Dumbledore, que seguía con los ojos fuertemente cerrados—. Mientras tanto, la conexión entre ellos dos se ha hecho aún más fuerte. Es un crecimiento parasitario; a veces he pensado que él también lo sospecha. Si no me equivoco, si lo conozco bien, hará las cosas de forma que, cuando se enfrente a la muerte, ésta significará verdaderamente el fin de Voldemort.

Dumbledore abrió los ojos. Snape estaba horrorizado y exclamó:

—¿Lo ha mantenido con vida para que pueda morir en el momento más adecuado?

—No pongas esa cara, Severus. ¿A cuántos hombres y mujeres has visto morir?

—Últimamente, sólo a los que no podía salvar —respondió Snape. Se levantó y agregó—: Me ha utilizado.

—Y eso ¿qué significa?

—He espiado por usted, he mentido por usted, he puesto mi vida en peligro por usted. Se suponía que todo eso lo hacía para proteger al hijo de Lily Potter. Y ahora me dice que lo ha criado como quien cría un cerdo para llevarlo al matadero…

—Me emocionas, Severus —repuso Dumbledore con seriedad—. ¿No será que has acabado sintiendo cariño por ese chico?

—¿Por él? —se escandalizó Snape—. ¡Expecto patronum!

Del extremo de su varita salió la cierva plateada, se posó en el suelo del despacho, dio un brinco y saltó por la ventana. Dumbledore la vio alejarse volando, y cuando el resplandor plateado se perdió de vista, se volvió hacia Snape y, con lágrimas en los ojos, le preguntó:

—¿Después de tanto tiempo?

—Sí, después de tanto tiempo —dijo Snape.

La escena se transformó. Harry vio a Snape hablando con el retrato de Dumbledore, colocado detrás del escritorio del director.

—Tendrás que darle a Voldemort la fecha correcta de la partida de Harry de la casa de sus tíos —dijo Dumbledore—. No hacerlo levantaría sospechas, porque él cree que estás muy bien informado. Sin embargo, debes sugerir la idea de emplear señuelos; supongo que de ese modo garantizaremos la seguridad de Harry. Intenta confundir a Mundungus Fletcher. Y, Severus, si te ves obligado a participar en la persecución, asegúrate de interpretar tu papel de forma convincente. Cuento con que lord Voldemort siga teniendo buena opinión de ti el máximo tiempo posible; de lo contrario, Hogwarts quedará en manos de los Carrow…

A continuación, Harry vio a Snape hablando con Mundungus en una taberna que no supo identificar. Fletcher tenía una expresión ausente y Snape fruncía el entrecejo, muy concentrado.

—Propondrás a la Orden del Fénix que utilicen señuelos, poción multijugos, varios Potters idénticos. Es lo único que dará resultado. Olvidarás que te lo he sugerido yo y lo presentarás como si fuera idea tuya. ¿Me has entendido?

—Sí, te he entendido —murmuró Mundungus con la mirada desenfocada.

Poco después Harry volaba al lado de Snape en una escoba, surcando una noche oscura y despejada. Al profesor lo acompañaban otros mortífagos encapuchados, y delante iban Lupin y otro Harry que en realidad era George… Un mortífago se adelantó a Snape y levantó la varita apuntando a la espalda de Lupin…

¡Sectumsempra! —gritó Snape.

Pero el hechizo, que iba dirigido a la mano con que el mortífago sostenía la varita, se desvió y alcanzó a George…

Después aparecía Snape, arrodillado en el antiguo dormitorio de Sirius, leyendo la carta de Lily mientras las lágrimas le goteaban de su aguileña nariz. En la segunda hoja sólo había unas pocas palabras:

pudiera ser amigo de Gellert Grindelwald. ¡Me parece que esa mujer está perdiendo la chaveta!

Un fuerte abrazo,

Lily

Snape cogió la página que llevaba la firma de Lily, y el abrazo que enviaba, y se la guardó bajo la túnica. Luego rompió por la mitad la fotografía que también tenía en la mano; se quedó la parte en que aparecía ella riendo y tiró al suelo, bajo la cómoda, la parte donde se veía a James y Harry.

Y luego Snape volvía a estar en el despacho del director, y Phineas Nigellus llegaba apresuradamente a su retrato.

—¡Señor director! ¡Han acampado en el Bosque de Dean! La sangre sucia…

—¡No emplee esa palabra!

—Está bien, la señorita Granger. ¡Ha mencionado el sitio cuando abrió su bolso, y la he oído!

—¡Bien! ¡Muy bien! —exclamó el retrato de Dumbledore detrás del sillón del director—. ¡Y ahora, la espada, Severus! ¡No olvides que debe ser conseguida con fines nobles y superando condiciones adversas que requieran un gran valor, y que él no debe saber que eres tú quien la pone a su alcance! Si Voldemort le leyera la mente a Harry y te viera ayudándolo…

—Lo sé —repuso Snape con aspereza. Se acercó al retrato de Dumbledore y tiró de uno de los lados. El lienzo se abrió como una puerta revelando una cavidad oculta, de la que Snape sacó la espada de Gryffindor. Entonces, mientras se ponía una capa de viaje sobre la túnica, preguntó—: ¿Y piensa seguir sin explicarme por qué es tan importante que le dé la espada a Potter?

—Sí, me temo que sí —dijo el retrato de Dumbledore—. Él sabrá qué hacer con ella. Y ten cuidado, Severus, quizá no se alegren de verte después del percance que sufrió George Weasley…

Snape se dio la vuelta al llegar a la puerta.

—No se preocupe, Dumbledore —dijo con frialdad—. Tengo un plan.

Y salió del despacho.

Harry sacó la cabeza del pensadero y, un instante después, yacía tumbado sobre la alfombra, en la misma habitación, como si Snape acabara de cerrar la puerta.