CAPÍTULO 31

La batalla de Hogwarts

EL techo encantado del Gran Comedor estaba oscuro y salpicado de estrellas, y debajo, sentados alrededor de las cuatro largas mesas de las casas, se hallaban los alumnos, despeinados, algunos con capas de viaje y otros en pijama. Aquí y allá se veía brillar a los fantasmas del colegio, de un blanco nacarado. Todas las miradas —tanto las de los vivos como las de los muertos— se clavaban en la profesora McGonagall, que estaba hablando desde la tarima colocada en la cabecera del Gran Comedor. Detrás de ella se habían situado los otros profesores, entre ellos Firenze, el centauro de crin blanca, y los miembros de la Orden del Fénix que habían llegado para participar en la batalla.

—… el señor Filch y la señora Pomfrey supervisarán la evacuación. Prefectos: cuando dé la orden, organizaréis a los alumnos de la casa que os corresponda y conduciréis a vuestros pupilos ordenadamente hasta el punto de evacuación.

Muchos estudiantes estaban muertos de miedo. Sin embargo, mientras Harry bordeaba las paredes escudriñando la mesa de Gryffindor en busca de Ron y Hermione, Ernie Macmillan se levantó de la mesa de Hufflepuff y gritó:

—¿Y si queremos quedarnos y pelear?

Hubo algunos aplausos.

—Los que seáis mayores de edad podéis quedaros —respondió la profesora McGonagall.

—¿Y nuestras cosas? —preguntó una chica de la mesa de Ravenclaw—. Los baúles, las lechuzas…

—No hay tiempo para recoger efectos personales. Lo importante es sacaros de aquí sanos y salvos.

—¿Dónde está el profesor Snape? —gritó una chica de la mesa de Slytherin.

—El profesor Snape ha ahuecado el ala, como suele decirse —respondió la profesora, y los alumnos de Gryffindor, Hufflepuff y Ravenclaw estallaron en vítores.

Harry continuaba avanzando por el Gran Comedor ciñéndose a la mesa de Gryffindor, tratando de localizar a sus dos amigos. Al pasar, atraía las miradas de los alumnos e iba dejando tras de sí una estela de susurros.

—Ya hemos levantado defensas alrededor del castillo —prosiguió Minerva McGonagall—, pero, aun así, no podremos resistir mucho si no las reforzamos. Por tanto, me veo obligada a pediros que salgáis deprisa y con calma, y que hagáis lo que vuestros prefectos…

Pero el final de la frase quedó ahogado por otra voz que resonó en todo el comedor. Era una voz aguda, fría y clara, y parecía provenir de las mismas paredes. Se diría que llevaba siglos ahí, latente, como el monstruo al que una vez había mandado.

—Sé que os estáis preparando para luchar. —Los alumnos gritaron y muchos se agarraron unos a otros, mirando alrededor, aterrados, tratando de averiguar de dónde salía aquella voz—. Pero vuestros esfuerzos son inútiles; no podéis combatirme. No obstante, no quiero mataros. Siento mucho respeto por los profesores de Hogwarts y no pretendo derramar sangre mágica.

El Gran Comedor se quedó en silencio, un silencio que presionaba los tímpanos, un silencio que parecía demasiado inmenso para que las paredes lo contuvieran.

—Entregadme a Harry Potter —dijo la voz de Voldemort— y nadie sufrirá ningún daño. Entregadme a Harry Potter y dejaré el colegio intacto. Entregadme a Harry Potter y seréis recompensados. Tenéis tiempo hasta la medianoche.

El silencio volvió a tragarse a los presentes. Todas las cabezas se giraron, todas las miradas convergieron en Harry, y él se quedó paralizado, como si lo sujetaran mil haces de luz invisibles. Entonces se levantó alguien en la mesa de Slytherin, y Harry reconoció a Pansy Parkinson, que alzó una temblorosa mano y gritó:

—¡Pero si está ahí! ¡Potter está ahí! ¡Que alguien lo aprese!

Harry no tuvo tiempo de reaccionar, porque de pronto se vio rodeado de un torbellino: los alumnos de Gryffindor se levantaron todos a una y plantaron cara a los de Slytherin; a continuación se pusieron en pie los de la casa de Hufflepuff, y casi al mismo tiempo los de Ravenclaw, y se situaron todos de espaldas a Harry, mirando a Pansy. Harry, abrumado y atemorizado, veía salir varitas mágicas por todas partes, de debajo de las capas y las mangas de sus compañeros.

—Gracias, señorita Parkinson —dijo la profesora McGonagall con voz entrecortada—. Usted será la primera en salir con el señor Filch. Y los restantes de su casa pueden seguirla.

Harry oyó el arrastrar de los bancos, y luego el ruido de los alumnos de Slytherin saliendo en masa desde el otro extremo del Gran Comedor.

—¡Y ahora, los alumnos de Ravenclaw! —ordenó McGonagall.

Las cuatro mesas fueron vaciándose poco a poco. La de Slytherin quedó completamente vacía, pero algunos alumnos de Ravenclaw —los mayores— permanecieron sentados mientras sus compañeros abandonaban la sala. De Hufflepuff se quedaron aún más alumnos, y la mitad de los de Gryffindor no se movieron de sus asientos, de modo que McGonagall tuvo que bajar de la tarima de los profesores para darles prisa a los menores de edad.

—¡Ni hablar, Creevey! ¡Te vas! ¡Y tú también, Peakes!

Harry corrió hacia los Weasley, que estaban juntos en la mesa de Gryffindor.

—¿Dónde están Ron y Hermione?

—¿No los has encon…? —masculló el señor Weasley, preocupado, pero no terminó la frase porque Kingsley había subido a la tarima para dirigirse a los que habían decidido quedarse a defender el colegio.

—¡Sólo falta media hora para la medianoche, así que no hay tiempo que perder! Los profesores de Hogwarts y la Orden del Fénix hemos acordado un plan. Los profesores Flitwick, Sprout y McGonagall subirán con tres grupos de combatientes a las tres torres más altas (Ravenclaw, Astronomía y Gryffindor), donde tendrán una buena panorámica general y una posición excelente para lanzar hechizos. Entretanto, Remus —señaló a Lupin—, Arthur —señaló al señor Weasley— y yo iremos cada uno con un grupo a los jardines. Pero necesitamos que alguien organice la defensa de las entradas de los pasadizos que comunican el colegio con el exterior…

—Eso parece un trabajo hecho a medida para nosotros —dijo Fred señalándose a sí mismo y a George, y Kingsley mostró su aprobación con una cabezada.

—¡Muy bien! ¡Que los líderes suban a la tarima, y dividiremos a nuestras tropas!

—Potter —dijo la profesora McGonagall corriendo hacia él mientras los alumnos invadían la plataforma, empujándose unos a otros para que les asignaran una posición y recibir instrucciones—, ¿no tenías que buscar no sé qué?

—¿Cómo? ¡Ah! —exclamó Harry—. ¡Ah, sí!

Casi se había olvidado del Horrocrux, casi se había olvidado de que la batalla iba a librarse para que él pudiera buscarlo. La inexplicable ausencia de Ron y Hermione había apartado momentáneamente cualquier otro pensamiento de su mente.

—¡Pues vete, Potter, vete!

—Sí… vale…

Consciente de que todos lo seguían con la mirada, salió corriendo del Gran Comedor hacia el vestíbulo, donde aguardaban los alumnos que iban a ser evacuados. Dejó que lo arrastraran por la escalera de mármol, pero al llegar arriba se escabulló hacia un pasillo vacío. El pánico enturbiaba sus procesos mentales. Pese a ello, intentó serenarse, concentrarse en buscar el Horrocrux, pero sus pensamientos zumbaban, frenéticos e impotentes, como avispas atrapadas en un vaso. Sin la ayuda de Ron y Hermione, se sentía incapaz de poner en orden sus ideas. Así pues, redujo el paso y se detuvo hacia la mitad de un pasillo desierto; se sentó en el pedestal que una estatua había abandonado y sacó el mapa del merodeador. No veía los nombres de sus dos amigos por ninguna parte, aunque razonó que la densa masa de puntos que se dirigían hacia la Sala de los Menesteres quizá los ocultara. Guardó el mapa en el monedero, se tapó la cara con las manos y cerró los ojos tratando de concentrarse.

«Voldemort creyó que yo iría a la torre de Ravenclaw.»

¡Claro, ya lo tenía: un hecho concreto, un buen punto de partida! Voldemort había apostado a Alecto Carrow en la sala común de Ravenclaw, y eso sólo podía tener una explicación: él temía que Harry ya supiera que su Horrocrux estaba relacionado con esa casa.

El único objeto que al parecer se asociaba con Ravenclaw era la diadema perdida… Pero ¿cómo podía ser la diadema un Horrocrux? ¿Cómo era posible que Voldemort, un miembro de Slytherin, hubiera encontrado esa joya que varias generaciones de miembros de Ravenclaw no habían logrado recuperar? ¿Quién le habría dicho dónde tenía que buscarla, si nadie que viviera todavía la había visto jamás?

«Nadie que viviera todavía…»

Harry abrió los ojos y se destapó la cara; saltó del pedestal y echó a correr por donde había venido, persiguiendo su última esperanza. Por fin llegó a la escalera de mármol, ocupada por cientos de alumnos que desfilaban hacia la Sala de los Menesteres con gran alboroto, al tiempo que los prefectos gritaban instrucciones, intentando no perder de vista a los alumnos de sus respectivas casas. Los chicos se daban empujones; Harry vio a Zacharias Smith tirando al suelo a un alumno de primer año para colocarse al principio de la cola; algunos de los alumnos más pequeños lloraban, mientras que otros llamaban ansiosamente a amigos y hermanos…

De pronto, Harry vio una figura de un blanco perlado flotando por el vestíbulo, y gritó a todo pulmón por encima de aquel jaleo:

—¡Nick! ¡¡Nick!! ¡Necesito hablar contigo!

Se abrió paso a empujones entre la marea de alumnos, hasta que llegó al pie de la escalera, donde Nick Casi Decapitado, el fantasma de la torre de Gryffindor, lo esperaba.

—¡Harry! ¡Querido mío!

Nick hizo ademán de cogerle las manos, y el chico sintió como si se las hubieran sumergido en agua helada.

—Tienes que ayudarme, Nick. ¿Quién es el fantasma de la torre de Ravenclaw?

Nick Casi Decapitado se sorprendió y se mostró un poco ofendido.

—La Dama Gris, por supuesto. Pero si lo que necesitas son los servicios de un fantasma…

—La necesito a ella. ¿Sabes dónde está?

—Hum… Veamos…

La cabeza de Nick se bamboleó un poco sobre la gorguera de la camisa mientras la giraba de acá para allá mirando por encima del hormiguero de alumnos.

—Es esa de ahí, Harry, esa joven de cabello largo.

El muchacho miró en la dirección que indicaba el transparente dedo de Nick y vio a un fantasma de elevada estatura que, al darse cuenta de que lo miraban, arqueó las cejas y desapareció a través de una pared.

Harry corrió tras la Dama Gris. Entró por la puerta del pasillo por el que ella había desaparecido y la vio al fondo, deslizándose con suavidad y alejándose de él.

—¡Espere! ¡Vuelva aquí!

El fantasma accedió a detenerse y se quedó flotando a unos centímetros del suelo. A Harry le pareció guapa: la melena le llegaba hasta la cintura y la capa hasta los pies, pero tenía un aire orgulloso y altanero. Al acercarse la reconoció: se habían cruzado varias veces por los pasillos, aunque nunca había hablado con ella.

—¿Es usted la Dama Gris? —Ella asintió con un gesto—. ¿Es usted el fantasma de la torre de Ravenclaw?

—Así es. —Su tono de voz no era muy alentador.

—Tiene que ayudarme, por favor. Necesito saber cualquier dato que tenga usted sobre la diadema perdida.

El fantasma esbozó una fría sonrisa y le dijo:

—Me temo que no puedo ayudarte. —Y se dio la vuelta.

—¡¡Espere!!

Harry no quería gritar, pero la rabia y el pánico amenazaban con apoderarse de él. Consultó su reloj mientras el fantasma permanecía suspendido ante él: eran las doce menos cuarto.

—Es muy urgente —dijo con vehemencia—. Si esa diadema está en Hogwarts, tengo que encontrarla, y rápido.

—No creas que eres el primer alumno que la codicia —dijo el fantasma con desdén—. Generaciones y generaciones de alumnos me han dado la lata para…

—¡No la quiero para sacar mejores notas! —le espetó Harry—. Lo que deseo es derrotar a Voldemort. ¿Acaso no le interesa eso?

El fantasma no podía sonrojarse, pero sus transparentes mejillas se volvieron más opacas y, un poco acalorado, respondió:

—Pues claro que… ¿Cómo te atreves a insinuar…?

—¡Pues entonces ayúdeme!

La Dama Gris estaba perdiendo la compostura.

—No se trata de… —balbuceó—. La diadema de mi madre…

—¿De su madre?

—En vida —dijo la Dama, como enfadada consigo misma—, yo era Helena Ravenclaw.

—¿Que usted es su hija? ¡Pues entonces debe saber qué fue de esa joya!

—Aunque la diadema confiere sabiduría —repuso la Dama Gris intentando calmarse—, dudo que mejorara mucho tus posibilidades de vencer al mago que se hace llamar lord…

—¿No acabo de decírselo? ¡No me interesa ponérmela! —chilló Harry con fiereza—. ¡Ahora no tengo tiempo para explicárselo, pero si le importa Hogwarts, si quiere ver derrotado a Voldemort, tiene que decirme todo lo que sepa sobre la diadema!

La Dama Gris se quedó quieta, flotando, mientras miraba a Harry desde su elevada posición; al muchacho lo invadió una profunda desesperanza. Si aquel fantasma hubiera sabido algo, se lo habría contado a Flitwick o Dumbledore, que sin duda le habían hecho la misma pregunta. Desesperanzado, se dispuso a marcharse, pero el fantasma dijo en voz baja:

—Yo se la robé a mi madre.

—¿Quéeee? ¿Qué dice que hizo?

—Le robé la diadema —repitió Helena Ravenclaw con un susurro—. Quería ser más lista, más importante que mi madre. La robé y huí con ella.

Harry no sabía cómo se había ganado su confianza, pero no lo preguntó, sino que se limitó a escuchar con atención, y ella prosiguió:

—Dicen que mi madre nunca admitió que había perdido la diadema, y fingió que todavía la conservaba. Ocultó su pérdida y mi espantosa traición, incluso a los otros fundadores de Hogwarts.

»Pero mi madre enfermó gravemente. Y como, pese a mi perfidia, deseaba verme una vez más, le pidió a un hombre que siempre me amó, y al que yo siempre rechacé, que me buscara. Mi madre sabía que ese hombre no descansaría hasta encontrarme.

Harry esperó. El fantasma respiró hondo y, echando la cabeza atrás, prosiguió:

—Él me siguió la pista hasta el bosque donde me había escondido, pero como me negué a regresar con él, el barón se puso agresivo; siempre había sido un hombre muy irascible. Furioso por mi negativa y celoso de mi libertad, me apuñaló.

—Ha mencionado usted a un barón, ¿se refiere a…?

—El Barón Sanguinario, sí —confirmó la Dama Gris, y se apartó la capa revelando una oscura cicatriz en el blanco pecho—. Cuando vio lo que había hecho, lo abrumó el arrepentimiento, así que, con la misma arma que me había arrebatado la vida, se suicidó. Han pasado siglos desde aquel día, pero él todavía arrastra sus cadenas como acto de penitencia… Y así es como debe ser —añadió con amargura.

—¿Y… la diadema?

—Se quedó donde yo la escondí cuando oí al barón dando tumbos por el bosque, buscándome. La escondí dentro del tronco hueco de un árbol.

—¿En el tronco hueco de un árbol? —se asombró Harry—. ¿Y dónde está ese árbol?

—En un bosque de Albania. Un lugar solitario al que pensé que mi madre nunca llegaría.

—Albania —repitió Harry. Como por obra de un milagro, la confusión iba cobrando sentido, y de repente el chico entendió por qué Helena Ravenclaw le estaba contando lo que no había revelado a Dumbledore ni a Flitwick—. Usted ya le ha contado esta historia a alguien, ¿verdad? A otro estudiante, ¿no es así?

El fantasma cerró los ojos y asintió.

—Yo no sabía… Era tan… adulador… Me pareció que me comprendía, que me compadecía…

«Claro —pensó Harry—, Tom Ryddle debió de entender a la perfección el deseo de Helena Ravenclaw de poseer objetos fabulosos sobre los que no tenía ningún derecho.»

—Bueno, usted no fue la primera persona a la que Ryddle consiguió sonsacarle algo —murmuró Harry—. Sabía emplear sus encantos…

Así que Voldemort engatusó a la Dama Gris para que le revelara el paradero de la diadema perdida, y luego viajó hasta aquel remoto bosque y sacó la diadema de su escondite; quizá lo hizo nada más marcharse de Hogwarts, antes incluso de empezar a trabajar en Borgin y Burkes.

Y después, mucho más tarde, esos lejanos y solitarios bosques albaneses debieron de parecerle un refugio idóneo cuando necesitó un sitio donde esconderse. Y allí pasó diez largos años, sin que nadie lo molestara.

Pero después de convertir la diadema en un valioso Horrocrux, no la dejó en aquel humilde tronco, sino que la devolvió en secreto a su verdadero hogar, y debió de ponerla allí…

—¡La noche que vino a pedir trabajo! —exclamó Harry.

—¿Perdón?

—¡Escondió la diadema en el castillo la noche que le pidió a Dumbledore un empleo de profesor! —explotó Harry. Decirlo en voz alta le permitió entenderlo todo—. ¡Debió de esconderla cuando subió al despacho de Dumbledore, o cuando se marchó de allí! Pero de cualquier forma valía la pena intentar conseguir el empleo; así también tendría ocasión de robar la espada de Gryffindor… ¡Gracias, muchas gracias!

Harry la dejó flotando, completamente desconcertada. Al doblar una esquina camino del vestíbulo, miró la hora. Faltaban cinco minutos para la medianoche, y aunque al menos ya sabía qué era el último Horrocrux, no estaba más cerca de descubrir dónde estaba escondido…

Generaciones y generaciones de alumnos no habían logrado encontrar la joya; eso apuntaba a que no se hallaba en la torre de Ravenclaw. Pero si no estaba allí, ¿dónde podía estar? ¿Qué escondite había encontrado Tom Ryddle en el castillo de Hogwarts, qué lugar consideró capaz de guardar eternamente su secreto?

Perdido en sus elucubraciones, Harry dobló otra esquina y tan sólo había dado unos pasos por el siguiente pasillo cuando una ventana a su izquierda se abrió con gran estrépito. Se apartó de un salto, al mismo tiempo que un cuerpo gigantesco irrumpía por ella e iba a estrellarse contra la pared de enfrente. De inmediato una forma grande y peluda se separó gimoteando del caído y se arrojó sobre Harry.

—¡Hagrid! —gritó el chico intentando repeler las atenciones de Fang, el perro jabalinero, mientras el enorme y barbudo personaje se ponía en pie—. ¿Qué demonios…?

—¡Estás aquí, Harry! ¡Estás aquí!

Hagrid se encorvó, le dio un rápido y aplastante abrazo, y fue rápidamente hasta la destrozada ventana.

—¡Bien hecho, Grawpy! —bramó el guardabosques asomándose por el hueco—. ¡Nos vemos enseguida, te has portado muy bien!

A lo lejos, en los oscuros jardines, Harry vio destellos de luz y oyó un inquietante grito parecido a un lamento. Miró el reloj: era medianoche. La batalla había comenzado.

—Vaya, Harry —resolló Hagrid—, esto va en serio, ¿eh? ¿Listo para la lucha?

—¿De dónde sales, Hagrid?

—Oímos a Quien-tú-sabes desde nuestra cueva —respondió con gravedad—. El viento nos trajo su voz, ¿sabes? «Entregadme a Harry Potter… Tenéis tiempo hasta la medianoche.» Enseguida imaginé que estarías aquí y lo que sucedía. ¡Al suelo, Fang! Así que Grawpy, Fang y yo decidimos reunirnos contigo; nos colamos por la parte del muro de los jardines que linda con el bosque; Grawpy nos transportó sobre los hombros. Le dije que me llevara volando al castillo, y me ha lanzado por la ventana, pobrecillo. Eso no era exactamente lo que yo quería decir, pero… Oye, ¿dónde están Ron y Hermione?

—Buena pregunta. ¡Vamos!

Se pusieron en marcha y Fang los siguió con sus torpes andares. Harry oía movimiento en los pasillos —gente que corría, gritos— y por las ventanas continuaba viendo destellos de luz en los jardines en penumbra.

—¿Adónde vamos? —preguntó Hagrid resollando; iba corriendo detrás de Harry haciendo temblar el entarimado del suelo.

—No lo sé exactamente —contestó el muchacho, y tomó otro desvío al azar—, pero Ron y Hermione deben de estar por aquí.

Las primeras bajas de la batalla yacían desparramadas por el pasillo que enfilaron, pues un hechizo lanzado por una ventana había destrozado las dos gárgolas de piedra que custodiaban la entrada de la sala de profesores. Los restos, esparcidos por el suelo, todavía se movían un poco. Cuando Harry saltó por encima de una de las incorpóreas cabezas, ésta gimió débilmente: «No te preocupes por mí, me quedaré aquí y me desmenuzaré lentamente.»

Al ver aquella fea cara de piedra, a Harry le vino a la memoria el busto de mármol de Rowena Ravenclaw, provisto de aquel estrambótico tocado que había contemplado en casa de Xenophilius, y a continuación se acordó de la estatua de la torre de Ravenclaw, luciendo la diadema de piedra sobre los blancos rizos…

Y cuando llegó al final del pasillo, lo asaltó el recuerdo de una tercera efigie de piedra: la de un mago viejo y feo, en cuya cabeza él mismo había colocado una peluca y una deslucida diadema. La revelación le provocó una sensación parecida a la del whisky de fuego, y estuvo a punto de tropezar.

Por fin sabía dónde estaba esperándolo el Horrocrux.

Tom Ryddle, que no confiaba en nadie y siempre actuaba solo, había sido lo bastante arrogante para dar por hecho que sólo él conseguiría penetrar en los más profundos misterios del castillo de Hogwarts. Como es lógico, ni Dumbledore ni Flitwick, alumnos modélicos, habían entrado jamás en aquel lugar en concreto, pero Harry se había saltado las normas en más de una ocasión cuando estudiaba en el colegio. Y por fin acababa de descubrir un secreto que Voldemort y él conocían, pero que Dumbledore no había llegado a vislumbrar.

La profesora Sprout lo devolvió a la realidad al pasar a toda velocidad a su lado, seguida de Neville y media docena de alumnos más, todos provistos de orejeras y transportando enormes plantas en macetas.

—¡Son mandrágoras! —le gritó Neville a Harry por encima del hombro, sin detenerse—. ¡Vamos a lanzarlas al otro lado de los muros! ¡No les gustará nada!

Harry ya sabía adónde tenía que ir, así que aceleró el paso, y Hagrid y Fang lo siguieron. Pasaron por delante de un montón de retratos cuyas figuras —magos y brujas ataviados con camisas de gorgueras y bombachos, armaduras y capas— iban también de aquí para allá, apiñándose unos en los lienzos de los otros y transmitiéndose a gritos las noticias recibidas de otras partes del castillo. Al llegar al final del pasillo, todo el colegio tembló y Harry comprendió, al mismo tiempo que un gigantesco jarrón saltaba de su pedestal con una fuerza explosiva, que Hogwarts estaba siendo asolado por sortilegios más siniestros que los de los profesores y la Orden.

—¡Tranquilo, Fang! ¡No pasa nada! —gritó Hagrid, pero el enorme perro jabalinero salió huyendo, mientras fragmentos de porcelana saltaban por los aires como metralla. El guardabosques echó a correr tras el aterrorizado animal y dejó solo a Harry.

Empuñando la varita, el muchacho continuó adelante por pasillos que todavía temblaban, y a lo largo de uno de ellos la pequeña figura de sir Cadogan, a quien seguía a medio galope su rechoncho poni, corrió de lienzo en lienzo al lado de Harry, haciendo mucho ruido con la armadura y dándole gritos de ánimo:

—¡Bellacos! ¡Bribones! ¡Villanos! ¡Sinvergüenzas! ¡Échalos a todos de aquí, Harry Potter! ¡Acaba con ellos!

Harry dobló una esquina a toda prisa y encontró a Fred con un grupito de estudiantes, entre ellos Lee Jordan y Hannah Abbott, de pie junto a otro pedestal vacío, cuya estatua ocultaba un pasadizo secreto. Varitas en mano, escuchaban por el disimulado hueco, por si alguien atacaba por ahí.

—¡Menuda nochecita! —gritó Fred.

El castillo volvió a estremecerse y Harry pasó zumbando, eufórico y a la vez aterrorizado. Recorrió otro pasillo y vio lechuzas por todas partes; la Señora Norris bufaba e intentaba atraparlas con las patas, sin duda para devolverlas al lugar que les correspondía.

—¡Potter! —Aberforth Dumbledore se hallaba en medio de un pasillo blandiendo la varita—. ¡Cientos de chicos han entrado en tropel en mi pub, Potter!

—Ya lo sé. Estamos evacuando el castillo. Voldemort…

—… está atacando porque no te han entregado. Ya —replicó Aberforth—, no estoy sordo; lo ha oído todo Hogsmeade. ¿Y a ninguno de vosotros se le ha ocurrido tomar como rehenes a algunos miembros de Slytherin? Hay hijos de mortífagos entre los alumnos que habéis enviado a un lugar seguro. ¿No habría sido más inteligente retenerlos aquí?

—Eso no habría detenido a Voldemort. Además, Aberforth, su hermano Albus nunca habría hecho una cosa así.

Aberforth soltó un gruñido y echó a correr en la dirección opuesta.

«Su hermano Albus nunca habría hecho una cosa así.» Bueno, era la verdad, pensó Harry al arrancar a correr de nuevo; Dumbledore, que durante tantos años defendió a Snape, jamás habría tomado alumnos como rehenes…

Entonces derrapó en otra esquina y, con un grito de alivio y furia a la vez, vio a Ron y Hermione, ambos cargados con unos enormes objetos amarillentos, curvados y sucios. Ron también llevaba una escoba debajo del brazo.

—¿Dónde demonios os habíais metido? —les gritó Harry.

—En la cámara secreta —contestó Ron.

—¡¿Dónde…?! —exclamó Harry, y se detuvo sin resuello.

—¡Ha sido idea de Ron! —explicó Hermione, que casi no podía respirar—. ¿Es un genio o no? Cuando te marchaste, le pregunté cómo íbamos a destruir el Horrocrux si lo encontrábamos. ¡Todavía no habíamos eliminado la copa! ¡Y entonces a Ron se le ocurrió pensar en el basilisco!

—Pero…

—Claro, algo con lo que destruir los Horrocruxes —dijo Ron con sencillez.

Harry observó lo que sus dos amigos llevaban en los brazos: los enormes y curvados colmillos que habían arrancado —ahora lo comprendía— del cráneo del basilisco muerto.

—Pero ¿cómo lo habéis logrado si para entrar ahí hay que hablar pársel?

—¡Ron sabe hablar pársel! —saltó Hermione—. ¡Demuéstraselo!

Y el chico emitió un espantoso y estrangulado sonido silbante.

—Es lo que dijiste tú para abrir el guardapelo —le dijo a Harry como disculpándose—. Tuve que intentarlo varias veces, pero… —se encogió de hombros, modesto— al final logramos entrar.

—¡Ha estado sensacional! —exclamó Hermione—. ¡Sensacional!

—Entonces… —Harry intentaba atar cabos—. Entonces…

—Ya queda un Horrocrux menos —confirmó Ron, y de la chaqueta sacó los restos de la copa de Hufflepuff—. Se lo ha clavado Hermione. Me ha parecido justo que lo hiciera ella porque todavía no había tenido ese honor.

—¡Genial! —exclamó Harry.

—No es para tanto —dijo Ron, aunque se lo veía satisfecho de sí mismo—. Bueno, ¿y tú qué has hecho?

En ese momento hubo una explosión en el piso superior. Los tres levantaron la vista y observaron cómo caía polvo del techo y oyeron un grito lejano.

—He averiguado cómo es la diadema, y también sé dónde está —les explicó Harry precipitadamente—. La escondió en el mismo sitio donde yo guardé mi viejo libro de Pociones, donde la gente lleva siglos escondiendo cosas. Y creyó que sólo él la encontraría. ¡Vamos!

Las paredes volvieron a temblar. Harry guió a sus amigos por la entrada oculta y por la escalera que conducía a la Sala de los Menesteres. Allí sólo quedaban tres mujeres: Ginny, Tonks y una bruja muy anciana con un sombrero apolillado, a la que Harry reconoció al instante: era la abuela de Neville.

—¡Ah, Potter! —dijo la anciana con desenvoltura—. Ahora podrás explicarnos qué está pasando.

—¿Están todos bien? —preguntaron Ginny y Tonks a la vez.

—Que nosotros sepamos, sí —respondió Harry—. ¿Todavía queda gente en el pasadizo que lleva a Cabeza de Puerco?

Era consciente de que la Sala de los Menesteres no se transformaría mientras quedara alguien dentro.

—Yo he sido la última que ha entrado por ahí —dijo la señora Longbottom—. Y lo he cerrado, porque no creo que sea conveniente dejarlo abierto ahora que Aberforth se ha marchado de su pub. ¿Has visto a mi nieto?

—Está combatiendo —contestó Harry.

—Claro —dijo la anciana con orgullo—. Perdonadme, pero tengo que ir a ayudarlo.

Y se encaminó hacia los escalones de piedra a una velocidad asombrosa.

—Creía que estabas con Teddy en casa de tu madre —le comentó Harry a Tonks.

—No podía soportarlo. Necesitaba saber… —Estaba muy angustiada—. Mi madre cuidará de él. ¿Has visto a Remus?

—Creo que planeaba llevar a un grupo de combatientes a los jardines…

Tonks no dijo nada más y se marchó a toda prisa.

—Ginny —dijo entonces Harry—, lo siento, pero tú también tendrás que irte, pero sólo un rato. Luego podrás volver.

Ginny recibió encantada la orden de abandonar su refugio.

—¡Luego has de volver! —insistió Harry mientras la chica subía corriendo la escalera, detrás de Tonks—. ¡Tienes que volver!

—¡Espera un momento! —dijo de pronto Ron—. ¡Se nos olvidaba alguien!

—¿Quién? —preguntó Hermione.

—Los elfos domésticos. Deben de estar todos en la cocina, ¿no?

—¿Quieres decir que deberíamos ir a buscarlos para que luchen de nuestro lado? —preguntó Harry.

—No, no es eso —respondió Ron, muy serio—. Pero deberíamos sugerirles que abandonen el castillo; no queremos que corran la misma suerte que Dobby, ¿verdad? No podemos obligarlos a morir por nosotros.

En ese instante se oyó un fuerte estrépito: Hermione había soltado los colmillos de basilisco que llevaba en los brazos. Corrió hacia Ron, se le echó al cuello y le plantó un beso en la boca. El chico soltó también los colmillos y la escoba y le devolvió el beso con tanto entusiasmo que la levantó del suelo.

—¿Os parece que es el momento más oportuno? —preguntó Harry con un hilo de voz, y como no le hicieron ni caso, sino que se abrazaron aún más fuerte y se balancearon un poco, les gritó—: ¡Eh! ¡Que estamos en guerra!

Ambos se separaron un poco, pero siguieron abrazados.

—Ya lo sé, colega —dijo Ron con cara de atontado, como si acabaran de darle en la cabeza con una bludger—. Precisamente por eso. O ahora o nunca, ¿no?

—¡Piensa en el Horrocrux! —le soltó Harry—. ¿Crees que podrás aguantarte hasta que consigamos la diadema?

—Sí, claro, claro. Lo siento —se disculpó Ron, y con Hermione, ambos ruborizados, se ocuparon de recoger los colmillos del suelo.

Cuando llegaron al pasillo de arriba, comprobaron que en los pocos minutos que habían pasado en la Sala de los Menesteres la situación en el castillo había empeorado: las paredes y el techo retemblaban más que nunca, había mucho polvo suspendido en el aire y, a través de la ventana más cercana, Harry vio estallidos de luz verde y roja muy cerca de la planta baja del castillo, lo que indicaba que los mortífagos estaban a punto de entrar en el edificio. Miró entonces hacia abajo y vio pasar a Grawp, el gigante, quien bramaba enfurecido y blandía una gárgola de piedra desprendida del tejado.

—¡Espero que aplaste a bastantes mortífagos! —comentó Ron, y volvieron a resonar gritos cercanos.

—¡Mientras no sean de los nuestros! —dijo una voz. Harry se volvió y vio a Ginny y Tonks, ambas varitas en mano, apostadas en la ventana más próxima, a la que le faltaban varios cristales. Ginny lanzó un certero hechizo a un grupo de combatientes que intentaba entrar en el castillo.

—¡Bien hecho! —rugió una figura que corría hacia ellos a través de una nube de polvo, y Harry vio de nuevo a Aberforth, con el canoso cabello alborotado, guiando a un reducido grupo de alumnos—. ¡Parece que están abriendo una brecha en las almenas del ala norte! ¡Se han traído a sus gigantes!

—¿Has visto a Remus? —le preguntó Tonks.

—¡Estaba peleando con Dolohov! —gritó Aberforth—. ¡No lo he visto desde entonces!

—Seguro que está bien, Tonks —la tranquilizó Ginny—. Seguro que está bien…

Pero la bruja se había lanzado ya hacia la nube de polvo, detrás de Aberforth.

Ginny, impotente, se volvió hacia Harry, Ron y Hermione.

—No les pasará nada —dijo Harry, aunque sabía que sólo eran palabras de consuelo—. Volverán enseguida, Ginny. Tú apártate y quédate en un lugar seguro. ¡Vamos! —les dijo a sus dos amigos, y se fueron a toda velocidad hacia el trozo de pared detrás del cual la Sala de los Menesteres los esperaba para ofrecerles una nueva respuesta a sus necesidades.

«Necesito el sitio donde se esconde todo», le suplicó Harry mentalmente, y la puerta se materializó una vez que los chicos hubieron pasado tres veces por delante.

El fragor de la batalla se apagó en cuanto traspusieron el umbral y cerraron la puerta detrás de ellos; todo quedó en silencio. Se hallaban en un recinto del tamaño de una catedral que encerraba una ciudad entera de altísimas torres formadas por objetos que miles de alumnos, ya muertos, habían escondido en aquel lugar.

—¿Y no se dio cuenta de que cualquiera podía entrar aquí? —preguntó Ron, y su voz resonó en el silencio.

—Creyó que era el único capaz de hacerlo —repuso Harry—. Pero, desgraciadamente para él, yo también necesité esconder una cosa en mi época de… Por aquí —indicó—. Me parece que está ahí abajo.

Pasó por delante del trol disecado y el armario evanescente que Draco había reparado el año anterior con tan desastrosas consecuencias, pero se desorientó ante tantos callejones flanqueados por muros de chatarra; no recordaba por dónde tenía que ir…

¡Accio diadema! —gritó Hermione a la desesperada, pero la diadema no apareció volando. Al parecer, aquella sala, como la cámara de Gringotts, no iba a entregarles sus objetos ocultos tan fácilmente.

—Separémonos —propuso Harry—. Buscad un busto de piedra de un anciano con peluca y diadema. Lo puse encima de un armario, no puede estar muy lejos de aquí…

Echaron a correr por callejones adyacentes; Harry oía los pasos de Ron y Hermione resonando entre las altísimas montañas de chatarra formadas por botellas, sombreros, cajas, sillas, libros, armas, escobas, bates…

«Tiene que estar por aquí —se dijo—. Por aquí… por aquí…»

Se adentraba más y más en el laberinto buscando objetos que reconociera de su anterior incursión en aquel recinto. Oía el ruido de su propia respiración, hasta que de pronto tuvo la sensación de que hasta el alma le temblaba. Allí estaba, justo delante de él: el viejo y estropeado armario donde había escondido su antiguo libro de Pociones; y encima del mueble, el mago de piedra gastada con una peluca vieja y polvorienta y una antigua diadema descolorida.

Ya había estirado un brazo, aunque todavía estaba a tres metros del armario, cuando una voz dijo a sus espaldas:

—¡Quieto, Potter!

El muchacho se detuvo tras dar un patinazo y se dio la vuelta. Crabbe y Goyle estaban de pie detrás de él, hombro con hombro, apuntándolo con sus varitas. Por el espacio que quedaba entre sus burlonas caras, entrevió a Draco Malfoy.

—Esa varita que tienes en la mano es mía, Potter —dijo Malfoy apuntándolo con otra mientras se abría paso entre sus dos secuaces.

—Ya no lo es —replicó Harry entrecortadamente, y aferró con más fuerza la varita de espino—. Quien pierde, paga, Malfoy. ¿De quién es la que tienes tú?

—De mi madre —contestó Draco.

Harry rió, aunque la situación no tenía nada de cómica. Ya no oía a sus dos amigos; debían de haberse alejado y tampoco ellos debían de oírlo a él.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Harry—. Me extraña que no estéis con Voldemort.

—Nos van a recompensar —dijo Crabbe con una voz sorprendentemente dulce para tratarse de una persona tan corpulenta; era casi la primera vez que Harry lo oía hablar. Crabbe sonreía como un niño pequeño al que han prometido una gran bolsa de caramelos—. Nos quedamos en el colegio, Potter. Decidimos no marcharnos porque decidimos entregarte.

—¡Un plan fantástico! —exclamó Harry con fingida admiración. No podía creer que, con lo que le había costado llegar hasta allí y lo cerca que estaba de lograr su objetivo, aquellos tres impresentables frustraran sus intenciones. Con mucha lentitud, fue acercándose al busto sobre el que reposaba el Horrocrux, torcido. Si pudiera cogerlo antes de que empezaran a pelear…—. ¿Y cómo habéis entrado aquí? —preguntó con intención de distraerlos.

—El año pasado estuve más horas en la Sala de Objetos Ocultos que en cualquier otro sitio —dijo Malfoy con voz crispada—. Sé cómo se entra.

—Estábamos escondidos en el pasillo —informó Goyle—. ¡Ahora sabemos hacer encantamientos desilusionadores! Y entonces —añadió esbozando una sonrisa de bobo— apareciste tú y dijiste que estabas buscando una diadema. Por cierto, ¿qué es una diadema?

—¡Eh, Harry! —La voz de Ron resonó de repente al otro lado de la pared que Harry tenía a su derecha—. ¿Con quién hablas?

Crabbe sacudió la varita como si fuera un látigo apuntando a una montaña de quince metros de alto compuesta de muebles viejos, baúles rotos, túnicas y libros viejos y otros utensilios difíciles de identificar, y gritó:

¡Descendo!

—¡Ron! —gritó Harry, al mismo tiempo que Hermione, a quien todavía no veía, gritaba también; entonces oyó cómo innumerables objetos caían al suelo al otro lado de la desestabilizada pared. Apuntó con su varita a la base de ésta y gritó—: ¡Finite! —Eso detuvo la avalancha.

—¡No, quieto! —ordenó Malfoy sujetándole el brazo a Crabbe cuando éste intentaba repetir el hechizo—. ¡Si destrozas la habitación podrías enterrar esa diadema!

—¿Y qué más da? —se soliviantó Crabbe quitándose de encima a Draco—. Es a Potter a quien quiere el Señor Tenebroso. ¿Qué me importa a mí la diadema?

—Potter ha entrado aquí para cogerla —dijo Malfoy, impaciente ante la torpeza de sus colegas—, y eso debe de significar…

—¿«Debe de significar»? —Crabbe miró a Malfoy con ferocidad—. ¿A quién le importa lo que tú pienses? Yo ya no acepto tus órdenes, Draco. Tu padre y tú estáis acabados.

—¡Eh, Harry! —gritó Ron desde el otro lado de la pared de trastos—. ¿Qué está pasando?

—¡Eh, Harry! —lo imitó Crabbe—. ¿Qué está…? ¡No! ¡Potter! ¡Crucio!

Harry se había lanzado sobre la diadema, pero la maldición de Crabbe pasó rozándolo y dio contra el busto de piedra, que saltó por los aires; la diadema salió despedida hacia arriba y luego se perdió de vista entre la masa de objetos sobre la que había ido a parar el busto.

—¡¡Basta!! —le gritó Malfoy a Crabbe, y su voz resonó en el enorme recinto—. El Señor Tenebroso lo quiere vivo…

—¿Y qué? No voy a matarlo, ¿vale? —explotó Crabbe, furioso, soltándose del brazo de Malfoy—. Pero si se me presenta la oportunidad, lo haré. Al fin y al cabo, el Señor Tenebroso quiere verlo muerto, ¿qué más da que…?

Un chorro de luz roja pasó rozando a Harry: Hermione había llegado corriendo por detrás de él y le había lanzado un hechizo aturdidor a Crabbe, y le habría dado en la cabeza si Malfoy no lo hubiera apartado de un empujón.

—¡Es esa sangre sucia! ¡Avada Kedavra!

Harry vio cómo Hermione se lanzaba hacia un lado, y la rabia que le dio que Crabbe disparara a matar le borró de la mente todo lo demás. Sin vacilar le lanzó un hechizo aturdidor al chico, que se apartó tambaleándose y golpeó sin querer a Malfoy, haciendo que se le cayera la varita de la mano; la varita rodó por el suelo y se perdió bajo una montaña de cajas y muebles rotos.

—¡No lo matéis! ¡¡No lo matéis!! —ordenó Malfoy a sus compinches, que estaban apuntando a Harry; ambos vacilaron una milésima de segundo, suficiente para que Harry les gritara:

¡Expelliarmus!

A Goyle le saltó la varita de la mano y él dio un brinco para atraparla en vuelo, pero la varita desapareció en el muro de objetos que había a su lado; Malfoy se apartó para esquivar otro hechizo aturdidor de Hermione. Ron apareció de repente al final del callejón y le lanzó una maldición de inmovilidad total a Crabbe, pero falló por poco.

Crabbe giró en redondo y gritó «¡Avada Kedavra!» una vez más. Ron saltó para esquivar el chorro de luz verde y se perdió de vista. Malfoy, que se había quedado sin varita, se agachó detrás de un ropero de tres patas mientras Hermione cargaba contra ellos y acertaba a lanzarle un hechizo aturdidor a Goyle.

—¡Está por aquí! —le gritó Harry señalando la montaña de trastos donde había caído la vieja diadema—. ¡Búscala mientras yo voy a ayudar a Ron!

—¡¡Harry, mira!! —gritó la chica.

Un rugido estruendoso lo previno del nuevo peligro que lo amenazaba. Se dio la vuelta y vio cómo Ron y Crabbe se acercaban a toda velocidad por el callejón.

—¿Tenías frío, canalla? —le gritó Crabbe mientras corría.

Pero al parecer éste no podía controlar lo que había hecho. Unas llamas de tamaño descomunal los perseguían, acariciando las paredes de trastos, que en contacto con el fuego se convertían en cenizas.

¡Aguamenti! —bramó Harry, pero el chorro de agua que salió de la punta de su varita se evaporó enseguida.

—¡¡Corred!!

Malfoy agarró a Goyle, que estaba aturdido, y lo arrastró por el suelo; Crabbe, con cara de pánico, les tomó la delantera a todos; Harry, Ron y Hermione salieron como flechas tras ellos, perseguidos por el fuego. Pero no era un fuego normal; Crabbe debía de haber utilizado alguna maldición que Harry no conocía. Al doblar una esquina, las llamas los siguieron como si tuvieran vida propia, o pudieran sentir y estuvieran decididas a matarlos. Entonces el fuego empezó a mutar y formó una gigantesca manada de bestias abrasadoras: llameantes serpientes, quimeras y dragones se alzaban y descendían y volvían a alzarse, alimentándose de objetos inservibles acumulados durante siglos, metiéndoselos en fauces provistas de colmillos o lanzándolos lejos con las garras de las patas; cientos de trastos saltaban por los aires antes de ser consumidos por aquel infierno.

Malfoy, Crabbe y Goyle habían desaparecido, y Harry, Ron y Hermione se detuvieron en seco. Los monstruos de fuego, sin parar de agitar las garras, los cuernos y las colas, los estaban rodeando. El calor iba cercándolos poco a poco, compacto como un muro.

—¿Qué hacemos? —gritó Hermione por encima del ensordecedor bramido del fuego—. ¿Qué hacemos?

—¡Aquí, deprisa, aquí!

Harry agarró un par de gruesas escobas de un montón de trastos y le lanzó una a Ron, que montó en ella con Hermione detrás. Harry montó en la otra y, dando fuertes pisotones en el suelo, los tres se elevaron y esquivaron por poco el pico con cuernos de un saurio de fuego que intentó atraparlos con las mandíbulas. El humo y el calor resultaban insoportables; debajo de ellos, el fuego maldito consumía los objetos de contrabando de varias generaciones de alumnos, los abominables resultados de un millar de experimentos prohibidos, los secretos de infinidad de personas que habían buscado refugio en aquella habitación. Harry no veía ni rastro de Malfoy ni de sus secuaces. Descendió cuanto pudo y sobrevoló a los monstruos ígneos, que seguían saqueándolo todo a su paso; los buscó, pero sólo veía fuego. ¡Qué forma tan espantosa de morir! Harry nunca había imaginado nada parecido.

—¡Salgamos de aquí, Harry! ¡Salgamos de aquí! —gritó Ron, aunque el denso y negro humo impedía ver dónde estaba la puerta.

Y entonces, en medio de aquella terrible conmoción, en medio del estruendo de las devoradoras llamas, Harry oyó un débil y lastimero grito.

—¡Es demasiado arriesgado! —gritó Ron, pero Harry viró en el aire. Como las gafas le protegían los ojos del humo, pasó por encima de la tormenta de fuego, buscando alguna señal de vida, una extremidad o una cara que todavía no estuviera calcinada.

Y entonces los vio: estaban encaramados en una frágil torre de pupitres calcinados, y Malfoy abrazaba a Goyle, que estaba inconsciente. Harry descendió en picado hacia ellos. Draco lo vio llegar y levantó un brazo; Harry se lo agarró, pero al punto supo que no lo conseguiría: Goyle pesaba demasiado y la sudorosa mano de Malfoy resbaló al instante de su presa…

—¡¡Si morimos por su culpa, te mato, Harry!! —rugió Ron, y en el preciso instante en que una enorme y llameante quimera se abatía sobre ellos, entre Hermione y él subieron a Goyle a su escoba y volvieron a elevarse, cabeceando y balanceándose, mientras Malfoy se montaba en la de Harry.

—¡La puerta! ¡Vamos hacia la puerta! —gritó Malfoy al oído de Harry, y éste aceleró, yendo tras Ron, Hermione y Goyle a través de una densa nube de humo negro, casi sin poder respirar.

Las criaturas de fuego maldito lanzaban al aire con alborozo los pocos objetos que las llamas todavía no habían devorado, y por todas partes volaban copas, escudos, un destellante collar, una vieja y descolorida diadema…

—Pero ¿qué haces? ¿Qué haces? ¡La puerta está por allí! —gritó Malfoy, pero Harry dio un brusco viraje y descendió en picado. La diadema caía como a cámara lenta, girando hacia las fauces de una serpiente, y de pronto se ensartó en la muñeca de Harry…

El chico volvió a virar al ver que la serpiente se lanzaba hacia él; voló hacia arriba y fue derecho hacia el sitio donde, si no calculaba mal, estaba la puerta, abierta. Ron, Hermione y Goyle habían desaparecido, y Malfoy chillaba y se sujetaba a Harry tan fuerte que le hacía daño. Entonces, a través del humo, Harry atisbó un rectángulo en la pared y dirigió la escoba hacia allí. Unos instantes más tarde, el aire limpio le llenó los pulmones y se estrellaron contra la pared del pasillo que había detrás de la puerta.

Malfoy quedó tumbado boca abajo, jadeando, tosiendo y dando arcadas; Harry rodó sobre sí, se incorporó y comprobó que la puerta de la Sala de los Menesteres se había esfumado y Ron y Hermione estaban sentados en el suelo, jadeando, al lado de Goyle, todavía inconsciente.

—Crabbe —murmuró Malfoy nada más recobrar la voz—. Crabbe…

—Está muerto —dijo Harry con aspereza.

Se quedaron callados; sólo se oían sus toses y jadeos. En ese momento, una serie de fuertes golpes sacudió el castillo y acto seguido un nutrido grupo de jinetes traslúcidos pasó al galope; todos llevaban la cabeza bajo el brazo y chillaban, sedientos de sangre. Cuando hubo pasado el Club de Cazadores sin Cabeza, Harry se puso en pie trabajosamente, echó una ojeada alrededor y comprobó que todavía se estaba librando una encarnizada batalla. Oyó gritos que no eran de los jinetes decapitados y lo invadió el pánico.

—¿Dónde está Ginny? —preguntó de repente—. ¡Estaba aquí! ¡Tenía que volver a la Sala de los Menesteres!

—Caramba, ¿crees que seguirá funcionando después de ese incendio? —repuso Ron, pero él también se levantó del suelo, frotándose el pecho y mirando a derecha e izquierda—. ¿Por qué no nos separamos y…?

—No —dijo Hermione poniéndose en pie. Malfoy y Goyle seguían desplomados en el suelo del pasillo, derrotados; ninguno de los dos tenía varita—. Mantengámonos juntos. Yo propongo que vayamos… ¡Harry! ¿Qué es eso que tienes en el brazo?

—¿Qué? ¡Ah, sí!

Se quitó la diadema de la muñeca y la sostuvo en alto. Todavía estaba caliente y manchada de hollín, pero al examinarla de cerca vio las minúsculas palabras que tenía grabadas: «Una inteligencia sin límites es el mayor tesoro de los hombres.»

Una sustancia densa y oscura, de textura parecida a la sangre, goteaba de aquel objeto. Entonces la diadema empezó a vibrar intensamente y un instante después se le partió en las manos. Al mismo tiempo le pareció oír un débil y lejano grito de dolor que no provenía de los jardines del castillo, sino de la propia diadema que acababa de romperse entre sus dedos.

—¡Debe de haber sido el Fuego Maligno! —gimoteó Hermione sin apartar la vista de los trozos de diadema.

—¿Qué?

—El Fuego Maligno, o fuego maldito, es una de las sustancias que destruyen los Horrocruxes, pero jamás me habría atrevido a utilizarlo, es muy peligroso. ¿Cómo habrá sabido Crabbe…?

—Deben de habérselo enseñado los Carrow —dijo Harry con desprecio.

—Pues es una lástima que no prestara atención cuando explicaron qué se tenía que hacer para detenerlo —dijo Ron, que tenía el pelo chamuscado, igual que Hermione, y la cara tiznada—. Si no hubiera intentado matarnos a todos, lamentaría que haya muerto.

—Pero ¿no os dais cuenta? —susurró Hermione—. Eso significa que si atrapamos a la serpiente…

Pero no terminó la frase, porque el pasillo se llenó de gritos y berridos, y de los inconfundibles ruidos de un combate de duelistas. Harry echó un vistazo alrededor y sintió que el corazón se le paraba: los mortífagos habían penetrado en Hogwarts. Fred y Percy acababan de aparecer en escena, luchando contra sendas figuras con máscara y capucha.

Los tres amigos acudieron rápidamente en su ayuda; salían disparados chorros de luz en todas las direcciones, y el tipo que peleaba con Percy se retiró a toda prisa; le resbaló la capucha y los chicos vieron una protuberante frente y una negra melena con mechones plateados…

—¡Hola, señor ministro! —gritó Percy, y le lanzó un certero embrujo a Thicknesse, que soltó la varita mágica y se palpó la parte delantera de la túnica, al parecer aquejado de fuertes dolores—. ¿Le he comentado que he dimitido?

—¡Bromeas, Perce! —gritó Fred al mismo tiempo que el mortífago con quien peleaba se derrumbaba bajo el peso de tres hechizos aturdidores. Thicknesse había caído al suelo y le salían púas por todo el cuerpo; era como si se estuviera transformando en una especie de erizo de mar. Fred miró a Percy con cara de regocijo—. ¡Sí, Perce, estás bromeando! Creo que es la primera vez que te oigo explicar chistes desde que…

En ese instante se produjo una fuerte explosión. Los cinco muchachos formaban un grupo junto a los dos mortífagos —uno aturdido y el otro transformado—, y en cuestión de una milésima de segundo, cuando ya creían tener controlado el peligro, fue como si el mundo entero se desgarrara. Harry saltó por los aires, y lo único que atinó a hacer fue agarrar tan fuerte como pudo el delgado trozo de madera que era su única arma y protegerse la cabeza con ambos brazos. Oyó los gritos de sus compañeros, pero ni siquiera se planteó saber qué les había pasado…

El mundo había quedado reducido a dolor y penumbra. Harry estaba medio enterrado en las ruinas de un pasillo que había sufrido un ataque brutal. Sintió un aire frío y comprendió que todo ese lado del castillo se había derrumbado; notaba una mejilla caliente y pegajosa, y dedujo que sangraba copiosamente. Entonces oyó un grito desgarrador que lo sacudió por dentro, un grito que expresaba una agonía que no podían causar ni las llamas ni las maldiciones, y se levantó tambaleante. Estaba más asustado que en ningún otro momento de ese día; más asustado, quizá, de lo que jamás había estado en su vida.

Hermione también intentaba ponerse en pie en medio de aquel estropicio, y había tres pelirrojos agrupados en el suelo, junto a los restos de la pared derrumbada. Harry cogió a Hermione de la mano y fueron a trompicones por encima de las piedras y los trozos de madera.

—¡No! ¡No! —oyeron gritar—. ¡No! ¡Fred! ¡No!

Percy zarandeaba a su hermano, Ron estaba arrodillado a su lado, y los ojos de Fred miraban sin ver, todavía con el fantasma de su última risa grabado en el rostro.