El último escondite
NO había forma de guiar al dragón, porque éste no veía adónde se dirigía; además, Harry estaba convencido de que no podrían seguir agarrados a su ancho lomo si el animal daba un viraje brusco o se giraba en el aire. Con todo, mientras se elevaban cada vez más y Londres se extendía a sus pies como un gran mapa gris y verde, el chico sintió una abrumadora sensación de gratitud por haber logrado huir, cosa que a priori parecía imposible. Agachado sobre el cuello de la bestia, cuyas alas se agitaban como aspas de molino, Harry se aferraba con firmeza a las escamas de textura metálica, al mismo tiempo que el frío viento le aliviaba el dolor de las quemaduras y las ampollas. Detrás de él, Ron berreaba sin cesar y soltaba improperios (Harry no sabía si estaba muerto de miedo o loco de alegría), y Hermione, en cambio, sollozaba.
Pasados unos cinco minutos, Harry fue perdiendo el miedo a que el dragón los arrojara del lomo, porque daba la impresión de que lo único que le importaba era alejarse cuanto pudiera de su prisión subterránea; sin embargo, la pregunta de cómo y cuándo podrían desmontar se convirtió en un enigma inquietante. El muchacho desconocía cuánto rato podían volar aquellas bestias sin detenerse a descansar, ni cómo ese dragón en particular, que apenas veía, iba a localizar un buen sitio para posarse, de modo que miraba constantemente hacia abajo temiendo el momento en que volviera a notar pinchazos en la cicatriz…
¿Cuánto tardaría Voldemort en enterarse de que habían entrado en la cámara de los Lestrange? ¿Cuánto tardarían los duendes de Gringotts en notificárselo a Bellatrix? ¿Cuánto tardarían en comprobar qué se habían llevado de allí? ¿Y qué pasaría después, cuando descubrieran que había desaparecido la copa de oro? Voldemort sabría, por fin, que estaban buscando los Horrocruxes…
El dragón parecía decidido a encontrar una zona aún más fría, porque inició un pronunciado y continuado ascenso a través de jirones de gélidas nubes, de tal manera que Harry ya no logró distinguir los puntitos de colores de los coches que entraban y salían de la capital. Sobrevolaron campos divididos en parcelas verde y marrón, carreteras y ríos que discurrían por el paisaje como cintas, unas mates y otras satinadas.
—¿Qué crees que busca? —gritó Ron al ver que se encaminaban hacia el norte.
—¡No tengo ni idea! —contestó Harry. Aunque tenía las manos entumecidas de frío, no se atrevía a moverlas por temor a caerse y llevaba un rato preguntándose qué harían si veían la costa allá abajo, en caso de que el dragón se dirigiera hacia alta mar. Estaba congelado y agarrotado, y, por si eso fuera poco, muerto de hambre y sed. Se preguntó cuándo habría comido la bestia por última vez; probablemente pronto necesitaría alimentarse. Y si entonces reparaba en que llevaba tres humanos comestibles sentados en el lomo, ¿qué ocurriría?
El sol descendía poco a poco en un cielo que iba tiñéndose de añil; y sin embargo, el dragón no se detenía, continuaba sobrevolando ciudades y pueblos que los chicos veían pasar y perderse de vista sucesivamente, mientras su enorme sombra se deslizaba por el suelo como una nube oscura. A Harry le dolía todo el cuerpo del esfuerzo que le requería sujetarse al animal.
—¿Me lo estoy imaginando —gritó Ron tras un rato de silencio— o estamos descendiendo?
Harry entornó los ojos y vio montañas verde oscuro y lagos cobrizos a la luz del ocaso. El paisaje se vislumbraba más amplio y más detallado, y el muchacho se preguntó si el dragón habría adivinado la presencia de agua por los destellos que producía el sol en los lagos.
En efecto, la bestia volaba cada vez más bajo, describiendo una amplia espiral y encaminándose, al parecer, hacia uno de los lagos más pequeños.
—¡Saltemos cuando haya descendido lo suficiente! —propuso Harry—. ¡Lancémonos al agua antes de que nos descubra!
Los demás asintieron (Hermione con un hilo de voz). Harry veía la panza del dragón, enorme y amarillenta, reflejada en la superficie del agua.
—¡¡Ahora!!
Resbaló por la ijada y cayó en picado, saltando de pie al lago, sin imaginar que la caída sería tan brusca: golpeó el agua violentamente y se sumergió como una piedra en un gélido mundo líquido, verdoso y lleno de juncos. Pataleó hacia la superficie y emergió jadeando; enseguida vio unas amplias ondas concéntricas que partían de los sitios donde habían caído Ron y Hermione. El dragón no había notado nada y ya se hallaba a bastante distancia, descendiendo también en picado hacia la superficie del lago para recoger agua con el morro cubierto de cicatrices. Cuando Ron y Hermione emergieron a la superficie resoplando y boqueando, el dragón siguió volando, batiendo las alas con fuerza, y finalmente se posó en la orilla más distante.
Los tres chicos nadaron hacia la orilla opuesta. El lago no parecía muy profundo, y al poco rato se trató más de abrirse paso entre juncos y barro que de nadar. Al fin se desplomaron, empapados, jadeando y agotados, sobre la resbaladiza hierba.
Hermione se dejó caer entre toses y estremecimientos. Harry habría podido tumbarse y dormirse en el acto, pero se puso en pie, sacó la varita y se dispuso a hacer los habituales hechizos protectores alrededor.
Cuando hubo terminado, se reunió con sus amigos y se detuvo a observarlos por primera vez desde que escaparan de la cámara de Gringotts. Ambos tenían grandes quemaduras rojas en el rostro y los brazos, la ropa chamuscada, y hacían muecas de dolor mientras se aplicaban esencia de díctamo en las numerosas heridas. Hermione le pasó el frasco a Harry, y luego sacó tres botellas de zumo de calabaza que se había llevado del Refugio, así como túnicas secas y limpias para todos. De manera que se cambiaron y bebieron zumo con avidez.
—Veamos —dijo Ron al cabo de un rato, mientras miraba cómo volvía a crecerle la piel de las manos—, la buena noticia es que tenemos el Horrocrux. Y la mala…
—… es que hemos perdido la espada —concluyó Harry apretando los dientes al mismo tiempo que vertía unas gotas de díctamo, por un agujero de los vaqueros, en una quemadura que tenía en la pierna.
—Exacto, hemos perdido la espada —confirmó Ron—. Ese maldito traidor…
Harry sacó el Horrocrux del bolsillo de la empapada chaqueta que acababa de quitarse y lo puso sobre la hierba. La copa destellaba al sol, y los chicos la contemplaron un rato en silencio mientras bebían el zumo.
—Al menos, esta vez no lo llevaremos encima. Quedaría un poco raro que nos paseáramos por ahí con una copa colgando del cuello —comentó Ron y se secó los labios con el dorso de la mano.
Hermione miró hacia la otra orilla del lago, donde el dragón estaba bebiendo, y preguntó:
—¿Qué creéis que le pasará? ¿Sabrá valerse por sí mismo?
—Me recuerdas a Hagrid —comentó Ron—. Es un dragón, Hermione, y es capaz de cuidar de sí mismo. Los que estamos en peligro somos nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Verás, no quisiera preocuparte, pero… creo que cabe la posibilidad de que se hayan enterado de que entramos por la fuerza en Gringotts.
Los tres se echaron a reír, y una vez que empezaron, les costó parar. A Harry le dolían las costillas; estaba mareado de hambre, pero se tumbó en la hierba, bajo un cielo cada vez más rojo, y rió hasta que le dolió la garganta.
—Pero ¿qué vamos a hacer? —preguntó Hermione al fin, hipando hasta que se puso seria—. ¡Quien-vosotros-sabéis seguramente ya no tiene ninguna duda de que sabemos lo de sus Horrocruxes!
—A lo mejor están demasiado asustados para contárselo —especuló Ron—. A lo mejor no se lo dicen…
De pronto el cielo, el olor del lago y la voz de Ron se extinguieron de súbito, y el dolor hendió la cabeza de Harry como un golpe de espada. Se hallaba de pie en una habitación en penumbra, ante un semicírculo de magos; en el suelo, arrodillada a sus pies, había una pequeña y temblorosa figura.
—¿Qué has dicho? —Su voz sonaba aguda y fría, pero la ira y el miedo ardían en su interior. Lo único que temía… Pero no podía ser verdad, no se explicaba cómo…
El duende temblaba, incapaz de alzar la vista hacia aquellos ojos rojos que lo contemplaban.
—¡Repítelo! —murmuró Voldemort—. ¡Repítelo!
—M-mi señor —tartamudeó aterrado el duende de negros ojos desorbitados— m-mi señor… Intenta-tamos de-detener a lo-los impostores, mi señor… pe-pero entraron en la-la cámara de los Lestrange…
—¿Impostores los llamas? ¿Qué impostores? ¡Creía que Gringotts tenía sistemas para descubrir a los impostores! ¿Quiénes eran?
—Eran… eran… Po-Potter… y do-dos… co-cómplices…
—¿Y qué se llevaron? —preguntó Voldemort subiendo el tono, atenazado por un espantoso temor—. ¡Habla! ¿Qué se llevaron?
—U-una… co-copa… pe-pequeña d-de oro, m-mi señor…
El grito de rabia y rechazo le brotó como si lo hubiera emitido otro ser. Estaba enloquecido, frenético; no podía ser cierto, era imposible, no lo sabía nadie; ¿cómo había descubierto aquel chico su secreto?
La Varita de Saúco acuchilló el aire y hubo una erupción de luz verde en la habitación. El duende arrodillado cayó muerto y los magos que contemplaban la escena se dispersaron, aterrados. Bellatrix y Lucius Malfoy adelantaron a los otros en su carrera hacia la puerta. La varita de Voldemort se abatió una y otra vez, y todos los que se quedaron en la estancia murieron por haberle llevado aquella noticia, o por haberse enterado de lo que había dicho el duende acerca de la copa de oro.
Solo entre los cadáveres, Voldemort iba y venía, furioso, mientras visualizaba mentalmente sus tesoros, sus salvaguardas, sus anclas a la inmortalidad: habían destruido el diario y acababan de robar la copa; ¿y si el chico sabía lo de los restantes…? ¿Lo sabía, había actuado ya, había buscado más Horrocruxes? ¿Estaba Dumbledore detrás de todo aquello? Dumbledore, que siempre había sospechado de él; Dumbledore, a quien dieron muerte siguiendo sus órdenes; Dumbledore, cuya varita había pasado a su poder, y sin embargo, desde la ignominia de la muerte seguía actuando por medio del chico, aquel maldito chico…
Pero si éste hubiera destruido alguno de sus Horrocruxes, él, lord Voldemort; él, el más grande de todos los magos; él, el más poderoso; él, el asesino de Dumbledore y de tantos otros seres despreciables y anónimos, lo habría sabido, lo habría notado. ¿Cómo no iba a saberlo lord Voldemort si lo hubieran atacado a él, si hubieran mutilado al ser más importante y valioso del mundo?
Lo cierto era que no había notado nada cuando destruyeron el diario, pero creyó que se debía a que entonces no tenía cuerpo con que percibir algo, porque ni siquiera era un fantasma… No, seguro que los otros estaban a salvo… Los otros Horrocruxes debían de estar intactos.
Pero necesitaba comprobarlo, tenía que estar seguro… Se paseó por la habitación, apartando de una patada el cadáver del duende, mientras las imágenes se volvían borrosas al tiempo que le ardían en su hirviente cerebro: el lago, la choza y Hogwarts…
Entonces un atisbo de calma enfrió su rabia y se preguntó: el chico no podría saber que él había escondido el anillo en la choza de los Gaunt. Nadie tenía conocimiento de que él estuviera emparentado con esa familia, siempre lo había ocultado y nunca lo relacionaron con los asesinatos. El anillo estaba a salvo, sin ninguna duda.
Y tampoco podía saber —ni el chico ni nadie— lo de la cueva ni cómo burlar sus protecciones. Era absurdo pensar que hubieran robado el guardapelo…
En cuanto al colegio, sólo él conocía en qué sitio de Hogwarts había guardado el Horrocrux, porque sólo él había sondeado los más profundos secretos del edificio…
Y luego estaba Nagini, a la que a partir de ahora debía mantener a su lado, bajo su protección; ya no era posible enviarla a hacer encargos de su parte.
Pero para asegurarse, para asegurarse del todo, debía volver a cada uno de sus escondites y redoblar las protecciones que había puesto a cada Horrocrux. Y ése era un trabajo que, como la búsqueda de la Varita de Saúco, debía realizar él solo.
¿Qué lugar visitaría primero, cuál era el que más peligro corría? Una antigua inquietud parpadeó en su interior: Dumbledore sabía cuál era su segundo nombre… y podría haberlo relacionado con los Gaunt… La casa abandonada de esa familia era, quizá, el menos seguro de sus escondites, y sería allí adonde iría primero.
El lago de la caverna… Parecía imposible, aunque había una remota posibilidad de que Dumbledore estuviera al corriente, a través del orfanato, de alguna de las fechorías que había cometido en el pasado.
Y Hogwarts… Estaba seguro de que el Horrocrux que había guardado ahí estaba a salvo; además, Potter no podía entrar en Hogsmeade sin ser detectado, y mucho menos en el colegio. Aun así, sería prudente alertar a Snape de que quizá el chico intentaría colarse de nuevo en el castillo… Aunque decirle a Snape por qué era posible que el chico volviera sería una tontería, por supuesto; igual que había sido un grave error confiar en Bellatrix y Malfoy. ¿Acaso su estupidez y su falta de atención no habían demostrado lo desaconsejable que era confiar en los demás?
Así que primero iría a casa de los Gaunt, y Nagini lo acompañaría; ya no se separaría de ella… Salió, pues, de la habitación a grandes zancadas, atravesó el vestíbulo y llegó al oscuro jardín, donde borboteaba una fuente, y llamó a la serpiente en pársel. El animal se aproximó deslizándose y fue a reunirse con él como una larga sombra…
Harry hizo un esfuerzo por trasladarse al presente y abrió los ojos de golpe: estaba tendido en la orilla del lago, bajo el cielo crepuscular, y Ron y Hermione lo miraban. A juzgar por sus caras de preocupación y las punzadas que notaba en la cicatriz, su repentina incursión en la mente de Voldemort no les había pasado inadvertida. Se incorporó temblando, vagamente sorprendido de comprobar que todavía estaba calado hasta los huesos, y vio la copa sobre la hierba, aparentemente inofensiva, y el lago azul oscuro, salpicado de oro a la luz del sol poniente.
—Lo sabe. —Su propia voz le sonó grave y extraña después de haber escuchado los agudos chillidos de Voldemort—. Lo sabe, y piensa ir a comprobar dónde están los otros Horrocruxes. El último —ya se había puesto en pie— está en Hogwarts. Lo sabía. ¡Lo sabía!
—¿Quéeeee?
Ron lo miraba con la boca abierta y Hermione se levantó con gesto de aprensión.
—Pero ¿qué has visto? —preguntó—. ¿Cómo lo sabes?
—He visto cómo se enteraba de lo de la copa. Me he metido… en su mente. Está… —Harry recordó los asesinatos— muy enfadado, pero también asustado; no entiende cómo lo supimos y ahora quiere comprobar si los demás Horrocruxes están a salvo, el anillo primero. Cree que el de Hogwarts es el más seguro; en primer lugar, porque allí tiene a Snape, y, en segundo lugar, porque sería muy difícil que entráramos en el colegio sin que nos vieran. Imagino que ahí irá en último lugar, pero aun así podría llegar en cuestión de horas…
—¿Has visto en qué parte de Hogwarts está? —preguntó Ron poniéndose también en pie.
—No, él estaba demasiado concentrado en prevenir a Snape, y no pensó en el sitio exacto donde escondió el Horrocrux…
—¡Espera! ¡Espera un momento! —saltó Hermione mientras Ron recogía la copa y Harry volvía a sacar la capa invisible—. No podemos ir allí sin más, no hemos hecho ningún plan, tenemos…
—Tenemos que darnos prisa —dijo Harry con firmeza. Le habría gustado dormir un poco en la tienda nueva, pero eso era imposible ya—. ¿Te imaginas lo que hará cuando se entere de que el anillo y el guardapelo han desaparecido? ¿Y si se lleva el Horrocrux de Hogwarts, porque cree que no está lo bastante seguro ahí?
—Pero ¿cómo vamos a entrar en Hogwarts?
—Iremos a Hogsmeade y ya pensaremos algo cuando veamos qué tipo de protección hay en el colegio. Métete bajo la capa, Hermione; esta vez no quiero que nos separemos.
—Es que no cabemos…
—Estará oscuro, no importa que se nos vean los pies.
El aleteo de unas alas enormes resonó desde la otra orilla del lago: el dragón se había hartado de beber agua y había echado a volar. Los tres amigos interrumpieron sus preparativos y lo vieron remontarse cada vez más alto, una mancha negra contra un cielo cada vez más oscuro, hasta que desapareció detrás de una montaña cercana. Entonces Hermione se puso entre los dos chicos; Harry los cubrió con la capa, tiró de ella al máximo hacia abajo para taparse bien y, juntos, giraron sobre sí mismos y se sumergieron en la opresora oscuridad.