Gringotts
YA tenían los planes hechos y habían terminado los preparativos. En el dormitorio más pequeño, sobre la repisa de la chimenea, había un frasquito de cristal que contenía un solo pelo negro, largo y grueso, que habían recuperado del jersey que Hermione llevaba puesto cuando estuvieron en la Mansión Malfoy.
—Y utilizarás su varita —indicó Harry señalando la varita de nogal—. Yo creo que darás el pego.
Hermione la cogió con miedo, como si temiera que le mordiera o le picara.
—La odio —musitó—. La odio, de verdad. Me produce una sensación muy rara, y no me funciona bien. Es como un trozo de… de ella.
Harry recordó que Hermione no le había hecho caso cuando él se quejó de que no le gustaba la varita de endrino; al contrario, había insistido en que eso de que no funcionara bien eran sólo imaginaciones suyas y que únicamente tenía que practicar. Pero decidió no pagarle con la misma moneda; la víspera del asalto a Gringotts no parecía el momento idóneo para provocar enfrentamientos.
—Supongo que te resultará más fácil si te metes en la piel del personaje —le sugirió Ron—. ¡Piensa en todo lo que ha hecho esa varita!
—¡Pero si a eso mismo me refiero! —replicó Hermione—. Ésta es la varita que torturó a los padres de Neville y a quién sabe cuánta gente más. Y sobre todo ¡es la varita que mató a Sirius!
Harry no había caído en la cuenta; al mirar ahora aquel instrumento, sintió un incontrolable impulso de romperlo, de cortarlo por la mitad con la espada de Gryffindor, que estaba apoyada contra la pared, a su lado.
—Echo de menos mi varita —dijo la chica con tristeza—. Es una lástima que el señor Ollivander no haya podido hacerme una nueva a mí también.
Esa misma mañana, Ollivander le había enviado una varita nueva a Luna, y ésta se hallaba en el jardín trasero, poniendo a prueba sus habilidades al sol de la tarde. Dean, a quien los Carroñeros habían quitado también la varita, la contemplaba con aire compungido.
Harry observó entonces la varita de espino que había pertenecido a Draco Malfoy y le sorprendió —tanto como le complació— descubrir que funcionaba como mínimo tan bien como la que Hermione le había dado. Recordando lo que Ollivander les había contado sobre el funcionamiento secreto de las varitas mágicas, Harry creyó saber cuál era el problema de Hermione: ella no se había ganado la lealtad de la varita de nogal porque no se la había quitado personalmente a Bellatrix.
Mientras así discurrían, se abrió la puerta del dormitorio y entró Griphook. Instintivamente, Harry cogió la espada y se la acercó más, pero enseguida se arrepintió, porque se dio cuenta de que al duende no le pasó inadvertido el gesto. Con ánimo de reparar su error, dijo:
—Estábamos repasando los últimos detalles, Griphook. Les hemos dicho a Bill y Fleur que partiremos mañana, y que no es necesario que se levanten para despedirnos.
Habían sido intransigentes en ese punto, porque Hermione tendría que transformarse en Bellatrix antes de marcharse, y cuanto menos supieran o sospecharan sobre lo que se disponían a hacer, mejor. También les habían comunicado que no regresarían, por lo que Bill les prestó otra tienda de campaña, ya que habían perdido la de Perkins en el episodio con los Carroñeros. Ahora la nueva tienda estaba guardada en el bolsito de cuentas, que Hermione había protegido de los Carroñeros mediante el sencillo recurso de metérselo dentro del calcetín, lo cual había impresionado a Harry.
Aunque añoraría a los que se quedaban allí, por no mencionar las comodidades de que habían disfrutado en El Refugio aquellas últimas semanas, Harry anhelaba poner fin a su confinamiento. Estaba harto de tener que asegurarse de que nadie los escuchaba, y de quedarse encerrado en aquel diminuto y oscuro dormitorio. Pero, sobre todo, tenía muchas ganas de librarse de Griphook. Sin embargo, cómo y cuándo exactamente iban a separarse del duende sin entregarle la espada de Gryffindor seguía siendo una pregunta sin respuesta. Aún no habían decidido cómo lo harían, porque el duende casi nunca dejaba solos a los tres jóvenes más de cinco minutos. «Podría darle clases a mi madre», había comentado un día Ron, porque los largos dedos del duende asomaban una y otra vez por los bordes de las puertas. Harry, que no había olvidado la advertencia de Bill, sospechaba que Griphook estaba alerta por si los chicos intentaban alguna artimaña. Además, había perdido toda esperanza de que Hermione, que desaprobaba la intención de engañar al duende, aportara alguna idea luminosa para llevar su plan a buen puerto; en cuanto a Ron, lo único que había dicho, en las raras ocasiones en que conseguían liberarse de Griphook unos minutos para hablar a solas, era: «Tendremos que improvisar, colega.»
Harry durmió mal esa noche. De madrugada, mientras permanecía despierto en la cama, rememoró la noche anterior a su incursión en el Ministerio de Magia y recordó que entonces lo dominaba una firme determinación, rayana en el entusiasmo. En cambio, lo que sentía en ese momento era una aguda ansiedad y un torbellino de acuciantes dudas, además del temor de que todo iba a salir mal. Una y otra vez se repetía lo mismo: su plan era bueno, Griphook sabía a qué se enfrentaban y estaban bien preparados para todas las posibles dificultades, pero aun así se sentía muy intranquilo. En un par de ocasiones oyó a Ron cambiar de posición y tuvo la certeza de que él también estaba despierto, pero como compartían el salón con Dean no dijo nada.
Sintió un gran alivio cuando dieron las seis y pudieron abandonar los sacos de dormir, vestirse en la penumbra y salir con sigilo al jardín, donde habían acordado reunirse con Hermione y Griphook. Era un amanecer frío, aunque estaban en mayo, y al menos no había viento. Harry miró el oscuro cielo, donde las estrellas todavía titilaban débilmente, y oyó el murmullo de las olas rompiendo contra el acantilado. Se dijo que iba a echar de menos ese sonido.
Unos pequeños brotes verdes asomaban a través de la rojiza tierra de la tumba de Dobby; al cabo de un año, el túmulo estaría cubierto de flores. La piedra blanca donde había grabado el nombre del elfo ya había adquirido un aspecto envejecido. Harry se dio cuenta de que no habrían podido enterrar a Dobby en un lugar más hermoso que aquél, pero aun así le dolía mucho dejarlo allí. Mientras contemplaba la tumba, se preguntó una vez más cómo habría sabido el elfo adónde tenía que ir a rescatarlos. Involuntariamente, tocó con los dedos el monedero que llevaba colgado del cuello, y al palparlo notó el irregular fragmento de cristal en el que estaba seguro de haber visto los ojos de Dumbledore. Entonces oyó abrirse una puerta y se dio la vuelta.
Bellatrix Lestrange cruzaba el jardín a grandes zancadas hacia ellos, acompañada de Griphook. Mientras caminaba, guardaba el bolsito de cuentas en el bolsillo interior de otra vieja túnica de las que se habían llevado de Grimmauld Place. Aunque sabía que en realidad era Hermione, Harry no consiguió evitar un estremecimiento de odio. Era más alta que él; el largo y negro cabello le caía formando ondas por la espalda, y los ojos de gruesos párpados lo miraron con desdén; pero, cuando habló, Harry reconoció a Hermione a pesar de la grave voz de Bellatrix.
—¡Sabía a rayos! ¡Era peor que la infusión de gurdirraíz! Ron, ven aquí para que pueda arreglarte…
—Vale, pero recuerda que no me gustan las barbas demasiado largas.
—¡Venga ya! ¡Esto no es ningún concurso de belleza!
—¡No es por eso, es que se me enreda con todo! Lo que me gustó fue esa nariz que me pusiste la última vez, un poco más corta; a ver si te sale igual.
Hermione suspiró y se puso a trabajar, murmurando por lo bajo mientras transformaba varios aspectos del físico de Ron. Tenían que conferirle una identidad falsa, y confiaban en que el aura de malignidad de Bellatrix contribuyera a protegerlos. Harry y Griphook irían escondidos bajo la capa invisible.
—Ya está —dijo por fin Hermione—. ¿Qué te parece, Harry?
Era posible adivinar a Ron bajo su disfraz, pero Harry pensó que se debía a que él lo conocía muy bien. Ahora Ron lucía un cabello castaño, largo y ondulado; llevaba bigote y una tupida barba; las pecas se le habían borrado de la cara; la nariz era ancha y corta, y las cejas, gruesas.
—Bueno, no es mi tipo, pero creo que colará —bromeó Harry—. ¿Nos vamos ya?
Los tres contemplaron El Refugio, oscuro y silencioso bajo las estrellas, cada vez más débiles; luego echaron a andar hacia el punto, al otro lado del muro que bordeaba el jardín, donde ya no actuaba el encantamiento Fidelio y donde podrían desaparecerse. Una vez pasada la verja, Griphook dijo:
—Creo que debería subirme ya, Harry Potter.
Harry se agachó y el duende se le subió a la espalda y entrelazó las manos alrededor del cuello. No pesaba mucho, pero al chico le fastidiaba llevarlo a cuestas y le desagradaba la sorprendente fuerza con que se agarraba. Hermione sacó la capa invisible del bolsito de cuentas y se la echó por encima a los dos.
—Perfecto —dijo ella agachándose para ver si a Harry se le veían los pies—. No veo nada. ¡Vámonos!
Harry giró sobre los talones con Griphook sobre la espalda, y se concentró en imaginarse el Caldero Chorreante, la posada por donde se accedía al callejón Diagon. El duende se aferró aún más a Harry cuando se sumieron en la opresora oscuridad, y unos segundos más tarde sus pies tocaron el suelo. Harry abrió los ojos y vio que se hallaban en Charing Cross Road. Los muggles andaban con cara de dormidos, sin fijarse en la pequeña posada.
El bar del Caldero Chorreante estaba casi vacío. Tom, el encorvado y desdentado patrón, secaba vasos detrás de la barra; un par de magos que hablaban en voz baja en un rincón miraron a Hermione y se retiraron a una parte más oscura del local.
—Señora Lestrange —murmuró Tom, y cuando Hermione pasó por delante de él inclinó servilmente la cabeza.
—Buenos días —dijo la muchacha.
Harry, que la seguía con sigilo, con Griphook a cuestas bajo la capa, vio que Tom se sorprendía.
—Demasiado educada —susurró al oído de Hermione cuando accedieron al pequeño patio trasero de la posada—. ¡Tienes que tratar a la gente como si fueran escoria!
—¡De acuerdo, de acuerdo!
Hermione sacó la varita mágica de Bellatrix y golpeó un ladrillo de la pared que, aparentemente, no tenía nada de particular. Al instante, los ladrillos giraron y cambiaron de posición, y en medio de ellos apareció un agujero que fue haciéndose cada vez más grande, hasta formar un arco que daba al estrecho y adoquinado callejón Diagon.
Como las tiendas todavía no habían abierto, el callejón estaba tranquilo y nada concurrido, pero la sinuosa calle no se parecía en absoluto al ajetreado lugar que, años atrás, Harry visitara antes de su primer curso en Hogwarts. Muchas tiendas estaban selladas con tablas, aunque desde su última visita se habían inaugurado varios establecimientos dedicados a las artes oscuras. El muchacho vio su retrato en numerosos letreros pegados en las ventanas que rezaban «Indeseable nº 1».
En algunos portales se apiñaban personajes harapientos, a quienes oyó suplicar a los escasos transeúntes, pidiéndoles oro y asegurando ser magos de verdad. También se fijó en un individuo que llevaba un ensangrentado vendaje en un ojo.
Nada más enfilar la calle, los mendigos repararon en Hermione y se dispersaron, tapándose la cara con las capuchas y huyendo tan rápido como podían. Ella los observó con curiosidad, hasta que el individuo del vendaje manchado de sangre se acercó a ella tambaleándose.
—¡Mis hijos! —gritó señalándola con un dedo. Tenía una voz cascada y aguda, y parecía muy angustiado—. ¿Dónde están mis hijos? ¿Qué les ha hecho él? ¡Usted lo sabe! ¡Seguro que lo sabe!
—Yo… yo no… —balbuceó Hermione.
El desconocido se abalanzó sobre ella e intentó agarrarla por el cuello; entonces se produjo un estallido y una ráfaga de luz roja, y el hombre salió despedido hacia atrás y quedó tendido en el suelo, inconsciente. Ron permaneció inmóvil, con la varita en la mano y el brazo estirado, y a pesar de la barba se lo veía muy conmocionado. Varias personas se asomaron a las ventanas a ambos lados de la calle, y un grupito de transeúntes de aspecto distinguido se recogieron las túnicas y apretaron el paso, deseosos de marcharse cuanto antes de aquel lugar.
Su aparición en el callejón Diagon no podía haber levantado más sospechas; por un instante, Harry se preguntó si no sería mejor largarse y tratar de diseñar otro plan. Pero antes de que lograran moverse o consultarse unos a otros, alguien gritó a sus espaldas:
—¡Qué sorpresa, señora Lestrange!
Harry se dio la vuelta y Griphook se le sujetó más fuerte del cuello. Un mago alto y delgado, de abundante cabello entrecano y nariz larga y afilada, se acercaba a ellos a grandes zancadas.
—Es Travers —susurró el duende al oído de Harry, pero el chico no cayó en la cuenta de quién se trataba. Hermione se había erguido cuan larga era y dijo, con todo el desprecio de que fue capaz:
—¿Y qué quieres?
El mago se detuvo en seco, claramente ofendido.
—¡Es otro mortífago! —susurró Griphook, y Harry se desplazó hacia un lado para alertar a Hermione.
—Sólo quería saludarla —dijo Travers con frialdad—, pero si mi presencia no es bien recibida…
Entonces Harry reconoció su voz: Travers era uno de los mortífagos que habían acudido a la casa de Xenophilius.
—No, no. Nada de eso, Travers —dijo Hermione al instante, intentando reparar su error—. ¿Cómo estás?
—Bueno, confieso que me sorprende verla por aquí, Bellatrix.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Pues… —se aclaró la garganta— tenía entendido que los habitantes de la Mansión Malfoy estaban confinados en la casa, después de… de la… huida.
Harry rogó que Hermione no perdiera la calma. Si lo dicho por Travers era cierto, y si Bellatrix no debía dejarse ver en público…
—El Señor Tenebroso perdona a los que en el pasado le han sido fieles a ultranza —repuso Hermione en una espléndida imitación de la más desdeñosa Bellatrix—. Quizá tus méritos no sean tan valiosos como los míos, Travers.
Aunque el mortífago continuaba con aire ofendido, ya parecía menos receloso. Entonces echó una ojeada al hombre al que Ron acababa de aturdir.
—¿La ha molestado ese desgraciado?
—No tiene importancia. No volverá a hacerlo —dijo Hermione con frialdad.
—A veces esos Sin Varita resultan un incordio —comentó Travers—. Mientras se limiten a mendigar no tengo ninguna objeción, pero la semana pasada una mujer se atrevió a pedirme que abogara en su favor ante el ministerio. «Soy una bruja, señor, soy una bruja. ¡Déjeme demostrárselo!» —imitó la chillona voz de la mujer—. ¡Como si fuera a prestarle mi varita! Por cierto —añadió con curiosidad—, ¿qué varita usa ahora, Bellatrix? He oído decir que la suya…
—¿Mi varita? ¿Qué pasa con ella? —cuestionó fríamente Hermione mostrándosela—. No sé qué rumores habrás oído, Travers, pero por lo visto estás mal informado.
El mortífago, un tanto sorprendido, se volvió y miró a Ron.
—¿Quién es su amigo? —preguntó—. Creo que no lo conozco.
—Es el señor Dragomir Despard —contestó Hermione (habían decidido que lo más prudente era que Ron adoptara la identidad ficticia de un extranjero)—. No habla muy bien nuestro idioma, pero comprende y comparte los objetivos del Señor Tenebroso. Ha venido desde Transilvania para ver cómo funciona nuestro nuevo régimen.
—¿Ah, sí? Encantado de conocerlo, Dragomir.
—Igualmente —replicó Ron tendiéndole la mano.
Travers le ofreció dos dedos y le estrechó la mano como si temiera ensuciarse.
—¿Y qué los trae a usted y a su… comprensivo amigo al callejón Diagon tan temprano? —quiso saber Travers.
—Tengo que ir a Gringotts.
—¡Vaya! Yo también. ¡Maldito dinero! No podemos vivir sin él, y sin embargo, confieso que lamento la necesidad de mantener tratos con nuestros amigos los dedilargos.
Harry notó que las manos de Griphook le apretaban más el cuello.
—¿Vamos, pues? —dijo Travers invitando a Hermione a ponerse en marcha.
Ella no tuvo más remedio que caminar a su lado por la sinuosa calle adoquinada, hacia donde se erigía el blanco edificio de Gringotts, que descollaba sobre las pequeñas tiendas que flanqueaban la calle. Ron se situó junto a ellos, y Harry y Griphook, detrás.
Los chicos no tenían otra opción que resignarse a que los acompañara un mortífago suspicaz y receloso, pero lo peor era que, como Travers caminaba al lado de la falsa Bellatrix, Harry no podía comunicarse con ninguno de sus dos amigos. Enseguida llegaron al pie de la escalinata de mármol que conducía a las enormes puertas de bronce. Tal como les advirtió en su momento Griphook, los duendes de librea que normalmente flanqueaban la entrada habían sido sustituidos por dos magos portadores de sendas barras doradas, largas y delgadas.
—¡Menuda sorpresa, sondas de rectitud! —suspiró Travers con gesto teatral—. ¡Qué rudimentarias, pero qué eficaces!
Subió los escalones y saludó con la cabeza a los dos magos de la entrada, quienes le repasaron todo el cuerpo con las barras. Harry sabía que aquellas sondas detectaban hechizos de ocultación y objetos mágicos escondidos. Consciente de que sólo disponía de unos segundos para actuar, apuntó sucesivamente a los dos guardianes con la varita mágica de Draco y murmuró dos veces: «¡Confundo!» Alcanzados por el hechizo, los magos dieron un pequeño respingo, pero Travers no se dio cuenta porque estaba mirando el vestíbulo a través de las puertas de bronce.
Hermione intentó pasar de largo sin detenerse, con el negro y largo cabello ondeándole a la espalda.
—Un momento, señora —ordenó uno de los guardianes, levantando su sonda.
—¡Pero si ya me ha registrado! —exclamó Hermione con la imperiosa y arrogante voz de Bellatrix. Travers se dio la vuelta, extrañado.
Confundido, el guardián observó la larga y dorada sonda y luego miró a su compañero, que denotando un ligero aturdimiento dijo:
—Sí, acabas de hacerlo, Marius.
Hermione siguió adelante con la cabeza bien erguida y Ron a su lado; Harry y Griphook, invisibles, los siguieron al trote. Al trasponer el umbral, Harry miró hacia atrás y vio que los dos guardianes se rascaban la cabeza, perplejos.
Dos duendes custodiaban las puertas interiores, de plata, en las que lucía grabado el poema que advertía a quienquiera que se atreviera a robar en Gringotts de las severas represalias que sufriría. Harry lo leyó, y de pronto lo asaltó el vívido recuerdo de verse a sí mismo en aquel sitio el día que cumplió once años (el cumpleaños más maravilloso de su vida), mientras Hagrid, de pie a su lado, murmuraba: «Como te dije, hay que estar loco para intentar robar aquí.» Aquel día Gringotts le había parecido un lugar maravilloso, el almacén encantado de una fortuna que él ignoraba poseer, aunque jamás se le habría ocurrido imaginar que más adelante volvería allí para robar… Segundos después, se encontraron en el inmenso vestíbulo de mármol de la banca mágica.
Sentados en altos taburetes ante un largo mostrador, unos duendes atendían a los primeros clientes del día. Hermione, Ron y Travers se dirigieron hacia uno de ellos, muy anciano, que examinaba una gruesa moneda de oro con un monóculo. Hermione dejó pasar primero a Travers con el pretexto de mostrarle a Ron los detalles arquitectónicos del vestíbulo.
El hombrecillo dejó la moneda, dijo «Leprechaun» sin dirigirse a nadie en particular y saludó a Travers. Éste le entregó una diminuta llave de oro que el duende escudriñó y se la devolvió.
Entonces Hermione se acercó al mostrador.
—¡Señora Lestrange! —exclamó el duende sin disimular su asombro—. ¡Cielos! ¿En qué… en qué puedo ayudarla?
—Quiero entrar en mi cámara —dijo Hermione.
El anciano se inquietó un poco. Harry echó un vistazo alrededor: Travers seguía por allí y los observaba; además, otros duendes habían interrumpido su trabajo y miraban con extrañeza a Hermione.
—¿Tiene usted… algún documento que acredite su identidad?
—¿Algún documento que…? ¡Pero si jamás me han pedido ninguno!
—¡Lo saben! —susurró Griphook al oído de Harry—. ¡Deben de haberlos prevenido de que podría venir una impostora!
—Su varita servirá, señora —aseguró el duende, y tendió una mano ligeramente temblorosa. Harry comprendió que en Gringotts estaban al corriente de que a Bellatrix se la habían robado.
—¡Haz algo! ¡Haz algo ya! —le susurró Griphook con apremio—. ¡Lánzales la maldición imperius!
Harry alzó la varita de espino bajo la capa, apuntó al duende anciano y susurró por primera vez en su vida:
—¡Imperio!
Una extraña sensación le recorrió el brazo: una especie de tibio cosquilleo que al parecer le salía del cerebro y viajaba por los tendones y las venas del brazo, conectándolo con la varita mágica y con la maldición que acababa de lanzar. El duende cogió la varita de Bellatrix, la examinó minuciosamente y exclamó:
—¡Ah, veo que le han hecho una nueva, señora Lestrange!
—¡Qué dice! —se extrañó Hermione—. No, no, ésa es mi…
—¿Una varita nueva? —terció Travers acercándose otra vez al mostrador; los duendes de alrededor seguían observando—. Pero ¿cómo lo ha hecho? ¿A qué fabricante se la ha encargado?
Harry actuó sin pensar: apuntó a Travers y murmuró «¡Imperio!» una vez más.
—¡Ah, sí, sí, claro! —exclamó Travers contemplando la varita—. Es muy bonita. ¿Y funciona bien? Siempre he opinado que a las varitas hay que domarlas un poco, ¿usted no?
Hermione estaba completamente desconcertada, pero Harry, aliviado, vio que encajaba aquella extraña situación sin hacer comentarios.
Tras el mostrador, el duende anciano dio unas palmadas. Acudió otro individuo de su raza más joven.
—Necesitaré los cachivaches —le dijo el anciano. El joven se marchó y regresó al cabo de un momento con una bolsa de piel, a juzgar por el ruido que hacía, llena de objetos metálicos. Se la entregó a su superior—. ¡Estupendo! —dijo éste—. Y ahora, si tiene la amabilidad de seguirme, señora Lestrange —indicó, bajando del taburete y perdiéndose de vista—, la acompañaré a su cámara.
El duende apareció por un extremo del mostrador y se les aproximó trotando con la bolsa de piel, que seguía produciendo ruidos metálicos. Travers se había quedado inmóvil y con la boca abierta. Ron lo observó con cara de desconcierto, y su expresión hizo que los demás se fijaran en esa extraña circunstancia.
—¡Bogrod! ¡Un momento! —Otro duende acababa de llegar corriendo—. Tenemos instrucciones —dijo tras saludar a Hermione con una inclinación de la cabeza—. Disculpe, señora Lestrange, pero hemos recibido órdenes específicas con relación a la cámara de los Lestrange.
Le susurró algo al oído a Bogrod, con urgencia, pero el duende que estaba bajo la maldición imperius se lo quitó de encima diciendo:
—Estoy al corriente de las instrucciones. La señora Lestrange quiere visitar su cámara. La suya es una familia muy antigua y son buenos clientes… Por aquí, por favor.
Y, haciendo sonar la bolsa, se encaminó deprisa hacia una de las muchas puertas por las que se salía del vestíbulo. Harry miró a Travers, que continuaba allí plantado como si lo hubieran clavado en el suelo, con una expresión inusualmente ausente, y tomó una decisión: con una sacudida de la varita, hizo que el mortífago los acompañara. Éste los siguió con mansedumbre hasta la puerta, y todos recorrieron un pasillo de bastas paredes de piedra e iluminado con antorchas.
—Estamos en un aprieto; sospechan de nosotros —dijo Harry cuando la puerta se cerró tras ellos y se quitó la capa invisible. Griphook se bajó de sus hombros, pero ni Travers ni Bogrod se sorprendieron lo más mínimo al ver aparecer, de pronto, a Harry Potter—. Les he hecho la maldición imperius —explicó el muchacho a Hermione y Ron, extrañados de ver a los dos individuos quietos e inexpresivos—. Pero no sé si lo he hecho bien, no sé si…
Entonces rescató otro recuerdo de su memoria: la primera vez que había intentado utilizar una maldición imperdonable mientras la verdadera Bellatrix Lestrange le chillaba: «¡Tienes que sentirlas, Potter!»
—¿Qué hacemos? —preguntó Ron—. ¿Nos largamos de aquí ahora que todavía podemos?
—¿Tú crees que podemos? —replicó Hermione mirando hacia la puerta que daba al vestíbulo principal, detrás de la cual podía estar sucediendo cualquier cosa.
—Ya que hemos llegado hasta aquí, propongo que continuemos —dijo Harry.
—¡Estupendo! —saltó Griphook—. No obstante, necesitamos a Bogrod para que controle el carro que nos conducirá a la cámara, yo ya no tengo autoridad para hacerlo. Pero no cabremos todos en el vehículo.
En vista de ello, Harry apuntó con la varita a Travers y exclamó de nuevo:
—¡Imperio!
El mortífago se dio la vuelta y echó a andar despacio por el oscuro pasillo.
—¿Adónde va?
—Le he ordenado que se esconda —respondió Harry.
Y a continuación apuntó con la varita a Bogrod, que emitió un silbido e hizo aparecer de la oscuridad un carro que avanzó lentamente por las vías. Mientras montaban en él (Bogrod delante y los otros cuatro apretujados en la parte de atrás), el muchacho habría jurado que se oían gritos en el vestíbulo principal.
El vehículo dio una sacudida, se puso en movimiento y fue ganando velocidad. Pasaron a toda pastilla cerca de Travers, que se estaba metiendo en una grieta de la pared, y el carro empezó a describir giros y voltearse por el laberinto de pasillos, todos descendentes, dando bruscos virajes para esquivar estalactitas y adentrándose cada vez más en aquel laberinto subterráneo. La corriente de aire le alborotaba el pelo a Harry que, aunque sólo oía el traqueteo en los rieles, no cesaba de mirar hacia atrás, muy inquieto. Lo que habían hecho era peor que dejar enormes huellas en el suelo; cuanto más lo pensaba, más descabellado le parecía haber disfrazado a Hermione de Bellatrix y haberse llevado la varita mágica de la bruja, porque los mortífagos sabían quién se la había robado.
Harry nunca había llegado a unos niveles tan profundos de Gringotts; tanto era así que, al tomar abruptamente una curva muy cerrada, vio ante ellos una cascada que caía sobre las vías, imposible de esquivar. Oyó cómo Griphook gritaba, pero no había forma de frenar y la atravesaron a una velocidad de vértigo. A Harry le entró agua en los ojos y la boca; no veía nada ni podía respirar. Acto seguido, el carro dio un violento corcovo, volcó y todos salieron despedidos. El chico oyó cómo el vehículo se hacía añicos contra la pared y el chillido de Hermione, mientras él planeaba como si fuera ingrávido hasta posarse suavemente en el suelo rocoso del pasillo.
—En-encantamiento del almohadón —farfulló Hermione mientras Ron la ayudaba a levantarse.
Horrorizado, Harry observó que su amiga ya no era Bellatrix: estaba allí plantada con una túnica que le iba enorme, empapada y con su aspecto habitual. Además, Ron volvía a ser pelirrojo y ya no llevaba barba. Se miraron unos a otros y, al tocarse la cara, lo entendieron.
—¡La Perdición del Ladrón! —exclamó Griphook, poniéndose en pie y contemplando la cascada que caía sobre las vías, y en ese momento Harry comprendió que era algo más que agua—. ¡Elimina todo sortilegio, todo ocultamiento mágico! ¡Saben que hay impostores en Gringotts y han puesto defensas contra nosotros!
Hermione comprobó que todavía conservaba el bolsito de cuentas y Harry metió la mano en su chaqueta para asegurarse de que no había perdido la capa invisible. También observó que Bogrod sacudía la cabeza, desconcertado, puesto que la Perdición del Ladrón había anulado, asimismo, la maldición imperius.
—Necesitamos a Bogrod —dijo Griphook—. No podemos entrar en la cámara sin un duende de Gringotts. ¡Y además precisamos los cachivaches!
—¡Imperio! —volvió a exclamar Harry; su voz resonó por el pasillo de piedra, y percibió otra vez la sensación de embriagador control que le fluía desde el cerebro hasta la varita mágica.
Bogrod se sometió de nuevo a su voluntad, y el aturdimiento que sentía se tornó en educada indiferencia; Ron se apresuró a recoger la bolsa llena de herramientas metálicas.
—¡Me parece que viene alguien, Harry! —avisó Hermione y, apuntando con la varita de Bellatrix a la cascada, gritó—: ¡Protego!
Al alzarse en medio del pasillo, el encantamiento escudo partió en dos la cascada de agua mágica.
—Buena idea —dijo Harry—. ¡Ve tú delante, Griphook!
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Ron mientras corrían tras el duende en la oscuridad; Bogrod los seguía jadeando como un perro viejo.
—Ya nos ocuparemos de eso a su debido momento —replicó Harry, y aguzó el oído porque le pareció oír ruidos cercanos—. ¿Cuánto falta, Griphook?
—No mucho, Harry Potter, no mucho…
Doblaron una esquina y, de sopetón, se hallaron ante algo que Harry ya se esperaba, pero aun así los obligó a detenerse en seco.
En medio del pasillo había un gigantesco dragón que impedía el acceso a las cuatro o cinco cámaras de los niveles más profundos de la banca mágica. Tenía las escamas pálidas y resecas debido a su prolongado encarcelamiento bajo tierra, y sus ojos eran de un rosa lechoso. En las patas traseras llevaba unas gruesas argollas cogidas a unas cadenas sujetas, a su vez, a unos enormes ganchos clavados en el suelo rocoso. Las grandes alas con púas, dobladas y pegadas al cuerpo, habrían ocupado todo el espacio si las hubiera desplegado. Cuando giró la fea cabeza hacia ellos, rugió de tal forma que hizo temblar la roca, y luego abrió la boca y escupió una llamarada que los obligó a retroceder a toda prisa por el pasillo.
—Está medio ciego —dijo Griphook jadeando—, y por eso es más violento aún. Sin embargo, tenemos los medios para controlarlo. Sabe lo que le espera cuando oye los cachivaches. Dámelos.
Ron le pasó la bolsa y Griphook sacó unos pequeños objetos metálicos que, al agitarlos, producían un fuerte y resonante ruido, similar al golpeteo de diminutos martillos contra yunques. Griphook los repartió y Bogrod aceptó el suyo dócilmente.
—Ya sabéis qué tenéis que hacer —les dijo Griphook a los tres amigos—. Cuando el dragón oiga el ruido de los cachivaches, creerá que vamos a hacerle daño y se apartará; entonces Bogrod tiene que apoyar la palma de la mano en la puerta de la cámara.
Volvieron a doblar la esquina, pero esta vez agitando aquellos objetos, que resonaban amplificados en las paredes de roca. Harry tuvo la impresión de que el sonido vibraba dentro de su propio cráneo. El dragón soltó otro ronco rugido, pero se retiró. Harry se dio cuenta de que la bestia temblaba, y cuando se acercaron un poco más comprobó que tenía unas tremendas cicatrices de cuchilladas en la cara, y dedujo que el dragón había aprendido a temer las espadas al rojo cuando oía resonar los cachivaches.
—¡Que ponga la mano sobre la puerta! —instó Griphook a Harry, y el muchacho volvió a apuntar con su varita a Bogrod.
El anciano duende obedeció: puso la palma sobre la madera y la puerta de la cámara desapareció, revelando de inmediato una abertura cavernosa, llena hasta el techo de monedas y copas de oro, armaduras de plata, pieles de extrañas criaturas (algunas provistas de largas púas; otras, de alas mustias), pociones en frascos con joyas incrustadas, y una calavera que todavía llevaba puesta una corona.
—¡Rápido, buscad! —urgió Harry, y todos entraron en la cámara.
Les había descrito la copa de Hufflepuff a sus dos amigos, pero cabía la posibilidad de que el Horrocrux guardado en esa cámara fuese el otro, el desconocido, y ése no sabía cómo era. Apenas había tenido tiempo de echar un vistazo alrededor cuando oyeron un sordo golpetazo a sus espaldas: había vuelto a aparecer la puerta y los había encerrado completamente a oscuras.
—¡No importa, Bogrod nos sacará de aquí! —dijo Griphook cuando Ron dio un grito de congoja—. Podéis encender vuestras varitas, ¿no? ¡Pero daos prisa, nos queda muy poco tiempo!
—¡Lumos!
Harry movió su varita hacia uno y otro lado para iluminar la cámara; vio montones de centelleantes joyas, así como la espada falsa de Gryffindor en un estante alto, entre un revoltijo de cadenas. Ron y Hermione también encendieron sus varitas y examinaban los montones de objetos que los rodeaban.
—Harry, ¿esto podría ser…? ¡Aaaaah! —Hermione gritó de dolor.
Harry la iluminó con su varita y vio que soltaba un cáliz con joyas incrustadas. Pero, al caer, el objeto se desintegró y se convirtió en una lluvia de cálices, de modo que un segundo más tarde, con gran estruendo, el suelo quedó cubierto de copas idénticas que rodaron en todas direcciones y entre las que era imposible distinguir la original.
—¡Me ha quemado! —gimoteó Hermione chupándose los chamuscados dedos.
—¡Han hecho la maldición gemino y la maldición flagrante! —explicó Griphook—. ¡Todo lo que tocas quema y se multiplica, pero las copias no tienen ningún valor! ¡Y si sigues tocando los tesoros, al final mueres aplastado bajo el peso de tantos objetos de oro reproducidos!
—¡Está bien, no toquéis nada! —ordenó Harry a la desesperada.
Pero en ese momento Ron empujó con el pie, sin querer, uno de los cálices que habían rodado por el suelo, y aparecieron cerca de veinte más; Ron dio un salto, porque medio zapato se le quemó en contacto con el ardiente metal.
—¡Quedaos quietos, no os mováis! —gritó Hermione agarrándose a Ron.
—¡Limitaos a mirar! —pidió Harry—. Recordad que es una copa pequeña, de oro. Tiene grabado un tejón, dos asas… Y si no, a ver si veis el símbolo de Ravenclaw por algún sitio, el águila…
Dirigieron las varitas hacia todos los recovecos, girando con cuidado sobre sí mismos. Era imposible no rozar nada. Harry provocó una cascada de galeones falsos que se amontonaron junto con los cálices. Apenas les quedaba espacio; el oro despedía mucho calor y la cámara parecía un horno. La varita de Harry iluminó escudos y cascos hechos por duendes y depositados en unos estantes que llegaban al techo; dirigió la luz un poco más arriba, y de pronto le dio un vuelco el corazón y le tembló la mano.
—¡Ya la tengo! ¡Está ahí arriba!
Ron y Hermione apuntaron también con sus varitas en esa dirección, y la pequeña copa de oro destelló bajo los tres haces de luz: era la copa que había pertenecido a Helga Hufflepuff y luego pasado a ser propiedad de Hepzibah Smith, a quien se la había robado Tom Ryddle.
—¿Y cómo demonios vamos a subir hasta ahí sin tocar nada? —preguntó Ron.
—¡Accio copa! —gritó Hermione, que en su desesperación había olvidado las explicaciones de Griphook durante las sesiones preparatorias.
—¡Eso no sirve de nada! —gruñó el duende.
—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó Harry fulminándolo con la mirada—. Si quieres la espada, Griphook, tendrás que ayudarnos un poco… ¡Eh, espera! Puedo tocar las cosas con la espada, ¿verdad? ¡Dámela, Hermione!
Ella sacó el bolsito de cuentas, revolvió en su interior unos segundos y extrajo la reluciente espada. Harry la asió por la empuñadura de rubíes, y cuando tocó con la punta de la hoja una jarra de plata que había allí cerca, no se multiplicó.
—Perfecto —dijo—. Ahora debería meter la espada por un asa… Pero ¿cómo voy a llegar tan arriba?
El estante en que se hallaba la copa quedaba fuera del alcance de todos, incluso de Ron, que era el más alto, y el calor que desprendía aquel tesoro encantado ascendía en oleadas. El sudor le resbalaba a Harry por la cara y la espalda. Tenía que hallar la manera de alcanzar la copa.
El dragón rugía tras la puerta de la cámara, y los ruidos metálicos de los cachivaches se oían cada vez más fuertes. Estaban atrapados; no había forma de salir de allí salvo por la puerta, pero, a juzgar por el ruido, al otro lado había una horda de duendes. Harry miró a sus amigos y vio el terror reflejado en sus rostros.
—Hermione —dijo mientras el ruido metálico seguía intensificándose—, tengo que subir ahí, tenemos que deshacernos del…
La chica alzó la varita, apuntó a Harry y susurró:
—¡Levicorpus!
Harry se elevó como si lo tiraran de un tobillo y chocó contra una armadura de la que empezaron a salir réplicas, como cuerpos al rojo, que llenaron aún más la abarrotada estancia. Derribados por la avalancha de armaduras y gritando de dolor, Ron, Hermione y los dos duendes chocaron contra otros objetos que al punto se multiplicaban. Medio enterrados en una marea cada vez mayor de tesoros candentes, forcejearon y chillaron mientras Harry metía la punta de la espada por el asa de la copa de Hufflepuff y lograba ensartarla en la hoja.
—¡Impervius! —chilló Hermione en un intento de protegerse y proteger a Ron y los duendes del ardiente metal.
Entonces, un grito aún más fuerte obligó a Harry a bajar la vista: sus amigos estaban hundidos hasta la cintura en los tesoros, luchando para impedir que Bogrod quedara completamente sumergido, pero Griphook ya estaba enterrado del todo, y lo único que se veía de él eran sus largos dedos.
Harry los agarró como pudo y tiró de ellos. El duende emergió poco a poco, aullando de dolor y cubierto de ampollas.
—¡Liberacorpus! —gritó Harry y, con gran estrépito, el duende y él aterrizaron en la superficie de la montaña de tesoros, cada vez más alta, y a Harry se le cayó la espada de las manos—. ¡Cogedla! —gritó, soportando el dolor que le producía el contacto con el ardiente metal. Griphook volvió a subírsele a los hombros, decidido a alejarse cuanto pudiera de aquella creciente masa de objetos candentes—. ¿Dónde está la espada? ¡Tenía la copa ensartada!
Los ruidos metálicos al otro lado de la puerta se volvían ensordecedores. Era demasiado tarde…
—¡Ahí está!
Fue Griphook quien la vio y quien se lanzó por ella, y en ese instante Harry comprendió que el duende nunca había confiado en que los chicos cumplieran su palabra. Sujetándose fuertemente al cabello de Harry para no precipitarse en aquel hirviente mar de oro, Griphook cogió el puño de la espada y la levantó manteniéndola fuera del alcance de Harry.
La pequeña copa de oro, aún ensartada en la hoja, voló por los aires. Con el duende a cuestas, Harry se lanzó y logró atraparla. Aunque le abrasó la mano, no la soltó ni siquiera cuando un sinfín de copas de Hufflepuff empezaron a salir de su puño y le cayeron encima, al mismo tiempo que la puerta de la cámara se abría y él resbalaba por una creciente avalancha de oro y plata ardiente que los empujó a todos hacia el exterior.
Ignorando el dolor de las quemaduras que le cubrían el cuerpo y montado todavía en la inmensa ola de tesoros que no cesaban de multiplicarse, Harry se metió la copa en un bolsillo y estiró un brazo para recuperar la espada, pero demasiado tarde: Griphook se había bajado de sus hombros y, blandiendo la espada y chillando «¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Auxilio! ¡Ladrones!», había corrido a ponerse a cubierto entre los duendes que los rodeaban. De ese modo se perdió entre el tropel de hombrecillos que entraban en la cámara, todos provistos de dagas, y a nadie le extrañó.
Harry resbaló por el ardiente metal, se puso trabajosamente en pie y comprendió que la única forma de salir de allí era a través del tumulto.
—¡Desmaius! —bramó, y Ron y Hermione lo imitaron.
Las tres varitas despidieron chorros de luz roja contra la marabunta de duendes; algunos cayeron al suelo, pero otros siguieron avanzando, y Harry vio llegar a varios magos guardianes.
En ese momento, el dragón, que todavía estaba atado, rugió y lanzó una llamarada que pasó rozando las cabezas de los duendes; los magos dieron media vuelta y huyeron por donde habían venido, y Harry tuvo una inspiración, o una idea de locura. Apuntando con la varita a las gruesas argollas que sujetaban a la bestia, gritó:
—¡Relashio!
Las argollas se rompieron con un fuerte estallido.
—¡Por aquí! —gritó el muchacho y, sin parar de lanzar hechizos aturdidores a los duendes que seguían avanzando, corrió hacia el dragón ciego.
—¡Harry! ¿Qué haces, Harry? —gritó Hermione.
—¡Subid! ¡Rápido, montad!
Aprovechando que el dragón no se había percatado de su repentina liberación, Harry buscó con el pie el pliegue de la articulación de una de las patas traseras y se montó en el lomo. Las escamas eran duras como el acero y el dragón ni siquiera notó al muchacho, que le dio la mano a Hermione para ayudarla a subir. Ron se montó detrás de ellos. Un segundo más tarde, el dragón se dio cuenta de que ya no estaba atado.
La bestia emitió otro rugido y se encabritó. Harry le hincó las rodillas y se aferró a las recortadas escamas mientras el dragón, derribando duendes como si fueran bolos, desplegaba las alas y levantaba el vuelo. Los tres jóvenes, pegados al lomo, rozaron el techo cuando el animal se lanzó hacia la abertura del pasillo, al tiempo que los duendes, sin parar de chillar, los perseguían y les lanzaban dagas que rebotaban en las ijadas de la fiera.
—¡No podremos salir, este dragón es demasiado grande! —gritó Hermione.
El monstruo abrió la boca y volvió a escupir llamas, abriendo un boquete en el túnel, de manera que el suelo y el techo crujieron y se desmoronaron. El animal empleaba todas sus fuerzas en abrirse paso por el pasillo. Harry cerraba firmemente los ojos para protegerse del calor y el polvo; ensordecido por el ruido de las rocas al caer y los rugidos del dragón, no podía hacer otra cosa que aferrarse al lomo, aunque temía salir despedido en cualquier momento; entonces oyó a Hermione gritar:
—¡Defodio!
La chica ayudaba al dragón a agrandar el pasillo minando el techo, y el animal luchaba por ascender buscando aire puro y alejarse de los duendes, que chillaban y agitaban los cachivaches sin cesar. Harry y Ron imitaron a Hermione y destrozaron el techo con otros hechizos excavadores. Fueron dejando atrás el lago subterráneo, y la enorme bestia, que avanzaba lentamente, gruñendo, parecía intuir que cada vez estaba más cerca de la libertad. Detrás de ellos, en el pasillo, la cola provista de púas se sacudía entre las rocas y los trozos de gigantescas estalactitas desprendidas del techo y las paredes, y el estruendo de los duendes se oía cada vez más lejos; mientras que, por delante, el dragón seguía abriendo camino con sus llamaradas.
Al fin, gracias a la combinación de los hechizos y la fuerza bruta de la bestia, los chicos consiguieron salir del destrozado pasillo y llegaron al vestíbulo de mármol. Los duendes y magos que estaban en esa zona corrieron a guarecerse, y el dragón tuvo, por fin, espacio suficiente para desplegar las alas. Entonces giró la astada cabeza hacia la entrada, olfateando el aire fresco del exterior, y con Harry, Ron y Hermione todavía aferrados al lomo, atravesó las puertas metálicas, que se doblaron y quedaron colgando de los goznes, salió tambaleándose al callejón Diagon y echó a volar.