CAPÍTULO 25

El Refugio

LA casita de Bill y Fleur, de paredes encaladas y cubiertas de conchas incrustadas, se alzaba aislada en lo alto de un acantilado que daba al mar; era un lugar precioso pero solitario. En cualquier sitio de la pequeña casa o del jardín que estuviera, Harry oía el constante flujo y reflujo de la marea, semejante al respirar de una criatura enorme y apaciblemente dormida. Durante los días siguientes, en vez de quedarse en la abarrotada vivienda, siempre se inventaba alguna excusa para alejarse y se iba en busca de la magnífica vista del cielo despejado, del ancho mar desierto que se divisaba desde el acantilado, y de la caricia del viento frío y salado en la cara.

La trascendencia de su determinación de no competir con Voldemort para quedarse con la varita todavía lo asustaba. No recordaba ninguna ocasión en que hubiera decidido no actuar, de modo que lo asaltaban innumerables dudas, unas dudas que Ron no dejaba de expresar siempre que estaban juntos.

—¿Y si Dumbledore quería que averiguáramos el significado del símbolo a tiempo para hacernos con la varita? ¿Y si descifrar ese símbolo te convertía en merecedor de conseguir las reliquias? Si de verdad es la Varita de Saúco, Harry, ¿cómo demonios vamos a acabar con Quien-tú-sabes?

Harry no tenía respuestas, y, además, había momentos en que se preguntaba si había sido una absoluta locura no haber intentado impedir que Voldemort profanara la tumba. Ni siquiera era capaz de explicar de forma satisfactoria por qué había decidido no hacerlo, y cada vez que trataba de reconstruir los argumentos internos que lo habían llevado a esa conclusión, éstos le parecían menos convincentes.

Lo raro era que el apoyo de Hermione le hacía sentirse tan confuso como cuando Ron le planteaba sus dudas. Por su parte, Hermione, a quien ya no le quedaba más remedio que aceptar que la Varita de Saúco existía, afirmaba que ésta era un objeto maldito, y que el método utilizado por Voldemort para obtenerla había sido tan repugnante que ellos no podían ni planteárselo.

—Tú jamás habrías podido hacer eso, Harry —decía una y otra vez—. Tú jamás habrías profanado la tumba de Dumbledore.

Pero pensar en el cadáver de Dumbledore asustaba a Harry mucho menos que la posibilidad de que hubiera entendido mal las intenciones del anciano profesor en vida. Era como si aún se moviera a tientas en la oscuridad; había elegido un camino, sí, pero seguía mirando atrás, preguntándose si habría malinterpretado las señales y si no debería haber hecho lo contrario. De vez en cuando volvía a enfurecerse con Dumbledore, y su rabia era tan potente como las olas que rompían contra el acantilado bajo la casita, una ira que el profesor no le había explicado antes de morir.

—Pero ¿seguro que está muerto? —preguntó Ron cuando ya llevaban tres días en El Refugio.

Harry estaba absorto mirando por encima del muro que separaba el jardín del acantilado cuando se presentaron Ron y Hermione; él habría preferido que no lo hubieran encontrado, porque no quería participar en su discusión.

—Sí, Ron, claro que está muerto —dijo la chica—. ¡No volvamos a empezar, por favor!

—Bien, pero observa los hechos, Hermione —dijo Ron, aunque era como si hablara con Harry, que seguía contemplando el horizonte—: la cierva plateada, la espada, el ojo que Harry vio en el espejo…

—Harry ya ha admitido que lo del ojo pudo imaginárselo. ¿No es así, Harry?

—Sí, así es —confirmó el chico sin mirarla.

—Pero no crees que te lo imaginaras, ¿verdad? —preguntó Ron.

—No, no lo creo.

—¡Pues ya está! —se apresuró a decir Ron antes de que Hermione replicara—. Si no era Dumbledore, explícame cómo supo Dobby que estábamos en el sótano, Hermione.

—No puedo explicarlo, pero ¿puedes explicar tú cómo nos lo envió Dumbledore si yace en una tumba en los jardines de Hogwarts?

—¡No lo sé! ¡Quizá lo hizo su fantasma!

—Dumbledore no habría vuelto en forma de fantasma —sentenció Harry. Había muy pocas cosas acerca del anciano profesor de las que estaba seguro, pero de eso no tenía ninguna duda—. Habría seguido más allá.

—¿Qué quieres decir con que habría seguido más allá? —preguntó Ron, pero, antes de que Harry contestara, una voz dijo a sus espaldas:

¿Hagy?

Fleur, a quien la brisa hacía ondear la larga y plateada cabellera, había salido de la casa y se acercó a ellos.

Hagy, Guiphook quiegue hablag contigo. Está en el dogmitoguio pequeño. Dice que no quiegue que os oiga nadie.

A Fleur no le hacía ninguna gracia que el duende la enviara a transmitir mensajes, y parecía enojada cuando volvió dentro.

Griphook los estaba esperando, como había dicho Fleur, en el más pequeño de los tres dormitorios, donde dormían Hermione y Luna. Había corrido las cortinas de algodón rojo y el sol que se filtraba por ellas daba a la habitación un intenso resplandor rojizo que desentonaba con la sosegada y delicada atmósfera del resto de la casa.

—He tomado una decisión, Harry Potter —anunció el duende, sentado con las piernas cruzadas en una butaca baja mientras tamborileaba en los brazos con sus largos y flacos dedos—. Aunque los duendes de Gringotts lo considerarán una traición abyecta, he decidido ayudaros…

—¡Estupendo! —saltó Harry, aliviado—. Gracias, Griphook, estamos muy…

—… pero a cambio de una recompensa —añadió el duende.

Harry titubeó, desprevenido.

—¿Cuánto quieres? Tengo oro.

—No es oro lo que deseo; yo también tengo oro. —Los ojos le echaban chispas—. Quiero la espada; la espada de Godric Gryffindor.

El ánimo de Harry cayó en picado.

—Eso no puedo dártelo —replicó—. Lo siento mucho.

—Entonces tendremos dificultades —dijo el duende sin alterarse.

—Te daremos otra cosa —intervino Ron, impaciente—. Seguro que los Lestrange poseen muchos objetos de valor; podrás escoger lo que quieras cuando entremos en la cámara.

Pero Ron se había equivocado, y Griphook enrojeció de ira.

—¡Yo no soy un vulgar ladrón, chico! ¡No intento hacerme con tesoros sobre los que no tengo ningún derecho!

—Pero esa espada es nuestra…

—No, no lo es —lo contradijo el duende.

—Nosotros somos miembros de la casa de Gryffindor, y la espada pertenecía a Godric Gryffindor…

—Y antes de pertenecer a Gryffindor, ¿de quién era? —replicó el duende al mismo tiempo que se enderezaba.

—De nadie —respondió Ron—. La hicieron para él, ¿no?

—¡No, no es cierto! —gritó el duende, enfurecido, apuntando a Ron con un dedo—. ¡Otra vez la arrogancia de los magos! ¡Esa espada era de Ragnuk I, y Godric Gryffindor se la quitó! ¡Es un tesoro perdido, una obra maestra de la artesanía de los duendes, y nos pertenece! ¡La espada es el precio de mis servicios, lo tomáis o lo dejáis! —Y les lanzó una mirada desafiante.

Harry miró a sus dos amigos y dijo:

—Tenemos que discutirlo, Griphook, si no te importa. ¿Nos concedes unos minutos?

El duende asintió con la cabeza, pero se lo veía irritado.

Bajaron al vacío salón y Harry, muy preocupado, se acercó a la chimenea intentando tomar una decisión. Ron, detrás de él, sentenció:

—Se está burlando de nosotros; no podemos permitir que se quede esa espada.

—Hermione, ¿es verdad que Gryffindor robó la espada? —preguntó Harry.

—No lo sé —contestó ella, desorientada—. Muchas veces, la Historia de la Magia trata muy por encima lo que los magos han hecho a otras razas mágicas, pero, que yo sepa, no hay ningún texto que afirme que Gryffindor la robó.

—Debe de ser uno de esos cuentos de duendes sobre cómo los magos siempre intentan meterles goles —opinó Ron—. Supongo que podemos considerarnos afortunados de que no nos haya pedido una varita.

—Los duendes tienen buenos motivos para despreciar a los magos, Ron —dijo Hermione—. En el pasado los han tratado muy mal.

—Pero ellos tampoco son precisamente unos conejitos suaves y sedosos, ¿verdad? —replicó Ron—. Han matado a muchos magos y también han jugado sucio.

—De acuerdo, pero discutir con Griphook sobre cuál de las dos razas juega más sucio y con mayor violencia no va a convencerlo de que nos ayude, ¿no crees?

Guardaron silencio mientras cavilaban alguna manera de solucionar el problema. Cuando Harry miró por la ventana la tumba de Dobby, vio que Luna estaba poniendo siemprevivas azules en un tarro de mermelada junto a la lápida.

—Vale —soltó Ron, y Harry lo miró—. A ver qué os parece esto: le decimos que necesitamos la espada sólo para entrar en la cámara, y después que se la quede. Allí dentro hay una falsificación, ¿no? Pues damos el cambiazo y le entregamos la copia.

—Pero Ron, ¿no ves que él sabrá distinguirlas mejor que nosotros? —protestó Hermione—. ¡Él fue quien detectó que las habían cambiado!

—Ya, pero podríamos largarnos antes de que se diera cuenta… —Ron se echó a temblar ante la mirada que le lanzó Hermione.

—O sea que le pedimos ayuda y luego lo traicionamos, ¿no? Eso es una canallada —explotó ella—. ¿Y después dices que no entiendes por qué a los duendes no les gustan los magos?

Al chico se le pusieron las orejas coloradas.

—¡Está bien, está bien! ¡Es lo único que se me ocurre! ¿Qué solución propones tú?

—Tenemos que ofrecerle otra cosa, algo que tenga un valor equiparable.

—¡Ah, genial! Voy a buscar otra de nuestras antiguas espadas fabricadas por duendes y tú se la envuelves para regalo.

Volvieron a guardar silencio. Harry estaba convencido de que el duende no aceptaría otra cosa que no fuera aquella espada, aunque encontraran algo igual de valioso que ofrecerle. Sin embargo, era la única e indispensable arma de que disponían contra los Horrocruxes.

Cerró los ojos un momento y se quedó escuchando el sonido del mar. La posibilidad de que Gryffindor hubiera robado la espada no le gustaba; él siempre se había sentido orgulloso de pertenecer a esa casa; el mago fundador había sido el defensor de los hijos de muggles y quien se había opuesto a los fanáticos de la sangre limpia de la casa de Slytherin…

—Es posible que Griphook nos esté mintiendo —dijo por fin, abriendo los ojos—. Tal vez Gryffindor no robó esa espada. ¿Cómo sabemos que la versión de la historia que tienen los duendes es la correcta?

—¿Qué importa eso? —repuso Hermione.

—Para mí es importante, se trata de algo personal —dijo Harry y respiró hondo—. Le diremos que podrá quedarse la espada después de ayudarnos a entrar en la cámara, pero evitaremos decirle exactamente cuándo se la daremos.

Ron esbozó una lenta sonrisa; Hermione, en cambio, pareció alarmada y protestó:

—Harry, no podemos…

—Se la quedará cuando la hayamos utilizado para destruir todos los Horrocruxes. Me aseguraré de que entonces la recupere; cumpliré mi palabra.

—¡Pero podrían pasar años! —objetó Hermione.

—Ya lo sé, pero no es necesario que él lo sepa. En realidad, no le diré ninguna mentira.

Harry la miró con una mezcla de rebeldía y vergüenza al recordar las palabras grabadas en la entrada de Nurmengard: «Por el bien de todos.» Pero apartó esa idea porque ¿qué alternativa tenían?

—No me gusta —dijo Hermione.

—A mí tampoco me gusta mucho —admitió Harry.

—Pues yo creo que es una idea genial —afirmó Ron, y se puso en pie—. Vamos a proponérselo.

Volvieron al dormitorio pequeño y Harry planteó al duende la oferta en los términos acordados, sin determinar el momento de la entrega de la espada. Mientras él hablaba, Hermione miraba al suelo con el entrecejo fruncido, y Harry se molestó, porque temió que esa actitud los delatara. Sin embargo, Griphook sólo le prestaba atención a él.

—¿Me das tu palabra, Harry Potter, de que si te ayudo me entregarás la espada de Gryffindor?

—Sí, te la doy.

—Entonces démonos la mano —ofreció el duende.

Harry le estrechó la mano, aunque se preguntó si los ojos del hombrecillo detectarían algún recelo en los suyos. Griphook lo soltó, dio una palmada y exclamó:

—¡Bueno! ¡Manos a la obra!

Fue como planear otra vez la entrada en el ministerio. Se pusieron a trabajar en el mismo dormitorio, quedándose en penumbra porque el duende así lo prefería.

—La cámara de los Lestrange es una de las más viejas; sólo he entrado en ella una vez —comentó Griphook—, cuando me dijeron que dejara allí la espada falsa. Las familias de magos más antiguas guardan sus tesoros en el nivel más profundo, donde se hallan las cámaras más grandes y mejor protegidas.

Pasaban horas enteras encerrados en la diminuta habitación, y poco a poco los días iban componiendo semanas. Surgía un problema tras otro que tenían que solventar, y uno de ellos —no precisamente el menos grave— era que se estaban agotando sus reservas de poción multijugos.

—Sólo queda poción para uno de nosotros —anunció Hermione inclinando la botella que contenía la espesa y fangosa poción a la luz de la lámpara.

—Con eso bastará —dijo Harry mientras examinaba el mapa de los pasillos más profundos que había dibujado Griphook.

Como es lógico, los otros habitantes de El Refugio se percataron de que los tres jóvenes tramaban algo, porque sólo salían del dormitorio a la hora de las comidas. Nadie les hacía preguntas, aunque muchas veces, cuando estaban sentados a la mesa, Harry sorprendía a Bill mirándolos a los tres, pensativo y con gesto de preocupación.

Cuanto más tiempo pasaban juntos, más se daba cuenta Harry de que el duende no le caía muy bien. Griphook resultó una criatura asombrosamente sanguinaria, se reía imaginando el sufrimiento de otras criaturas inferiores y parecía disfrutar con la posibilidad de que tuvieran que hacer daño a otros magos para llegar hasta la cámara de los Lestrange. Sus dos amigos compartían su desagrado, pero no lo comentaron, porque necesitaban a Griphook.

El duende comía con los demás, aunque a regañadientes, pues, incluso después de que se le curaran las piernas, seguía pidiendo que le llevaran la comida a su habitación, como hacían con Ollivander, que todavía estaba débil; hasta que Bill (tras un arrebato de ira de Fleur) subió a decirle que no podían seguir haciéndolo. Desde entonces, Griphook comía con ellos alrededor de la abarrotada mesa, aunque se negaba a comer lo mismo que los demás y se empeñaba en alimentarse de carne cruda, raíces y algunas setas.

Harry se sentía responsable; al fin y al cabo, era él quien había insistido en que el duende se quedara en El Refugio para poder interrogarlo; él tenía la culpa de que toda la familia Weasley hubiera tenido que esconderse y de que ni Bill, ni Fred, ni George ni el señor Weasley pudieran ir a trabajar.

—Lo lamento, Fleur —se disculpó el chico una tempestuosa noche de abril mientras la ayudaba a preparar la cena—. Nunca fue mi intención que tuvieras que soportar tantas molestias.

Ella acababa de poner unos cuchillos a trabajar, cortando bistecs para Griphook y Bill, que desde que lo atacara Greyback prefería la carne muy cruda. Al escuchar las disculpas de Harry, su expresión de fastidio se suavizó.

Hagy, jamás olvidagué que le salvaste la vida a mi hegmana.

Eso no era estrictamente cierto, pero el muchacho decidió no recordarle que Gabrielle nunca había corrido peligro.

—Además —prosiguió Fleur apuntando con la varita a un cazo de salsa colocado encima de un fogón, que empezó a borbotar de inmediato—, el señog Ollivandeg se magcha esta noche a casa de Muguiel. Eso facilitagá las cosas. Así que el duende —añadió frunciendo un poco el entrecejo— puede instalagse abajo, y Gon, Dean y tú podéis ocupag esa habitación.

—No nos importa dormir en el salón —aseguró Harry, pues sabía que a Griphook no iba a hacerle ninguna gracia tener que ocupar el sofá (que el duende estuviera contento era fundamental para sus planes)—. No te preocupes por nosotros. —Y al ver que Fleur se disponía a protestar, agregó—: Además, Ron, Hermione y yo pronto te dejaremos en paz también; no tendremos que quedarnos mucho tiempo aquí.

—¿Qué quiegues decig? —se extrañó ella mientras apuntaba con la varita a una cazuela suspendida en el aire—. ¡No debéis magchagos! ¡Aquí estáis a salvo!

Al hablar de ese modo, a Harry le recordó mucho a la señora Weasley, y se alegró de que en ese momento entraran por la puerta trasera Luna y Dean, con el cabello mojado por la lluvia; venían cargados de maderas que habían recogido en la playa.

—… y las orejas muy pequeñas —estaba diciendo Luna—, como las de los hipopótamos, dice mi padre, pero moradas y peludas. Y si quieres llamarlos, tienes que tararear; lo que más les gusta son los valses y la música lenta en general…

Dean, que parecía un poco agobiado, hizo un elocuente gesto al pasar al lado de Harry, pero fue tras Luna hasta el sal??n comedor, donde Ron y Hermione estaban preparando la mesa para la cena. Aprovechando la ocasión de eludir las preguntas de Fleur, Harry cogió dos jarras de zumo de calabaza y los siguió.

—… y si alguna vez vienes a mi casa, te enseñaré el cuerno. Mi padre me escribió contándome de él, pero todavía no lo he visto, porque los mortífagos se me llevaron del expreso de Hogwarts y no pude ir a mi casa por Navidad —proseguía Luna mientras Dean y ella encendían el fuego de la chimenea.

—Ya te lo hemos dicho, Luna —le comentó Hermione—, ese cuerno explotó y no era de snorkack de cuernos arrugados, sino de erumpent…

—No, no; era un cuerno de snorkack —insistió Luna con calma—. Me lo dijo mi padre. Seguramente ya se habrá reparado, porque se arreglan por sí mismos.

Hermione sacudió la cabeza y continuó repartiendo tenedores. Por la escalera apareció Bill precediendo al señor Ollivander, que todavía estaba muy débil y se aferraba al brazo del chico, quien lo ayudaba a bajar y le llevaba la enorme maleta.

—Voy a echarlo mucho de menos, señor Ollivander —dijo Luna acercándose al anciano.

—Y yo a ti, querida. —Le dio unas palmaditas en el hombro—. Fuiste un valiosísimo consuelo para mí en aquel espantoso lugar.

—Bueno, au revoir, señog Ollivandeg —dijo Fleur plantándole dos besos en las mejillas—. ¿Podguía haceg el favog de entguegagle este paquete a tía Muguiel? Todavía no le he devuelto la diadema.

—Será un honor —dijo Ollivander con una inclinación de la cabeza—. Es lo menos que puedo hacer para agradeceros vuestra generosa hospitalidad.

Fleur sacó un gastado estuche de terciopelo y lo abrió para mostrarle su contenido al fabricante de varitas. La diadema destelló a la luz de la lámpara que pendía del techo.

—Ópalos y diamantes —observó Griphook, que había entrado sigilosamente en la habitación sin que Harry lo viera—. Hecha por duendes, ¿verdad?

—Y pagada por magos —replicó Bill, y el duende le lanzó una rápida mirada desafiante.

Un fuerte viento azotaba las ventanas de la pequeña vivienda cuando Bill y Ollivander emprendieron la marcha. Los demás se apretujaron alrededor de la mesa; codo con codo y sin apenas espacio para moverse, empezaron a comer, mientras el fuego chisporroteaba y danzaba en la chimenea. Harry se fijó en que Fleur sólo jugueteaba con la comida y miraba por la ventana a cada momento; por fortuna, Bill regresó antes de que hubieran terminado el primer plato, aunque el viento le había enredado el largo cabello.

—Todo ha ido bien —le dijo a Fleur—. Ollivander ya está instalado en casa de tía Muriel, y mis padres te mandan saludos. Ginny os envía recuerdos a todos. Fred y George están sacando de quicio a Muriel porque todavía dirigen su negocio mediante el Servicio de Envío por Lechuza desde un cuartito. Pero recuperar su diadema la ha animado un poco; me ha dicho que creía que se la habían robado.

—¡Ay! Tu tía es charmante —dijo Fleur ceñuda. Agitó la varita e hizo que los platos sucios se elevaran y se amontonaran en el aire; entonces los cogió y salió del comedor.

—Mi padre ha hecho una diadema —intervino Luna—. Bueno, en realidad es una corona. —Sonriendo, Ron miró de reojo a Harry y éste dedujo que su amigo se estaba acordando del ridículo sombrero que habían visto en la casa de Xenophilius—. Sí, está intentando recrear la diadema perdida de Ravenclaw. Cree que ya ha identificado todos los elementos fundamentales; añadir las alas de billywig ha sido una idea muy original…

Se oyó un fuerte golpe en la puerta de la calle y todos se volvieron hacia allí. Fleur, asustada, salió a toda prisa de la cocina; Bill se puso en pie de un brinco, apuntando a la puerta con la varita; Harry, Ron y Hermione hicieron otro tanto, mientras que Griphook, sigiloso, se escondió debajo de la mesa.

—¿Quién hay ahí? —gritó Bill.

—¡Soy yo, Remus John Lupin! —respondió una voz superando el bramido del viento. Harry se estremeció de miedo; ¿qué habría pasado?—. ¡Soy un hombre lobo, estoy casado con Nymphadora Tonks, y tú, el Guardián de los Secretos de El Refugio, me revelaste la dirección y me instaste a venir aquí en caso de emergencia!

—Lupin —murmuró Bill, y corrió hacia la puerta para abrirla de golpe.

Lupin se derrumbó en el umbral; envuelto en una capa de viaje y con el entrecano cabello muy alborotado, se lo veía muy pálido. No obstante, se enderezó, miró alrededor para ver quién había allí y entonces gritó:

—¡Es un niño! ¡Le hemos puesto Ted, como el padre de Dora!

Hermione se puso a chillar:

—¿Qué? ¿Que Tonks… que Tonks ha tenido el bebé?

—¡Sí, sí! ¡Ha tenido el bebé! —gritó Lupin.

Todos dieron gritos de alegría y suspiros de alivio. Hermione y Fleur gritaron «¡Enhorabuena!». Y Ron dijo «¡Vaya, un bebé!», como si jamás hubiera oído nada parecido.

—Sí, sí… Es un niño —repitió Lupin, que parecía aturdido de felicidad. Rodeó la mesa dando zancadas y abrazó a Harry; era como si la escena en el sótano de Grimmauld Place nunca hubiera tenido lugar—. ¿Querrás ser el padrino? —le preguntó.

—¿Yo…? —balbuceó el muchacho.

—Sí, sí, tú. Dora está de acuerdo, no se nos ocurre nadie mejor…

—Pues… sí, claro. Vaya…

Harry estaba abrumado, atónito, encantado. Bill fue a buscar vino y Fleur intentó convencer a Lupin para que se quedara a brindar con ellos.

—No puedo quedarme mucho rato, tengo que regresar —dijo el hombre lobo mirándolos a todos con una sonrisa de oreja a oreja, y Harry se fijó en que parecía muy rejuvenecido—. Gracias, gracias, Bill.

Bill no tardó en llenarles la copa a todos; formaron un corro y alzaron las copas.

—¡Por Teddy Remus Lupin —brindó Lupin—, un gran mago en potencia!

—¿A quién se paguece? —preguntó Fleur.

—Yo creo que se parece a Dora, pero ella dice que es igual que yo. No tiene mucho pelo; al nacer lo tenía negro, pero al cabo de una hora ya se le había vuelto pelirrojo. Seguramente, a estas alturas ya debe de tenerlo rubio. Andrómeda dice que a Tonks le cambió el color del pelo el mismo día que nació. —Vació la copa de un trago—. Va, sólo una más —pidió sonriente, y Bill se la llenó.

El viento azotaba la casita, pero el fuego chisporroteaba y caldeaba la sala; Bill no tardó en abrir otra botella de vino. La noticia de Lupin había logrado que se olvidaran de sus problemas y los había liberado un rato de su estado de sitio; la buena nueva de un nacimiento resultaba estimulante. Al único que parecía no afectarle aquel repentino ambiente festivo era al duende, quien poco después se retiró al dormitorio que ahora ocupaba él solo. Harry creyó que él era el único que se había fijado, pero vio que Bill lo seguía con la mirada mientras subía por la escalera.

—No, no. De verdad, tengo que marcharme —aseguró Lupin al fin, rehusando otra copa de vino. Se levantó y se echó por encima la capa—. Adiós, adiós. Volveré dentro de unos días e intentaré traeros fotografías. Todos se alegrarán cuando les diga que os he visto…

Se abrochó la capa y se despidió, abrazando a las mujeres y estrechando la mano a los hombres, y luego, todavía sonriente, se perdió en la tempestuosa noche.

—¡Vas a ser padrino, Harry! —dijo Bill cuando se encontraron en la cocina ayudando a recoger la mesa—. ¡Qué gran honor! ¡Felicidades!

Mientras Harry depositaba las copas vacías en el fregadero, Bill cerró la puerta, de modo que dejaron de oírse las animadas voces de los demás, que seguían celebrando el acontecimiento pese a que Lupin ya se había marchado.

—Mira, quería hablar en privado contigo, Harry. Con la casa tan llena de gente, hasta ahora no he encontrado el momento. —Bill vaciló un instante, pero añadió—: Tú estás planeando algo con Griphook. —No era una pregunta sino una afirmación, y Harry no se molestó en desmentirla; se limitó a mirar a Bill—. Conozco a los duendes, pues llevo trabajando en Gringotts desde que salí de Hogwarts. Y si se puede hablar de amistad entre magos y duendes, puedo asegurar que yo tengo amigos que pertenecen a esa raza, o al menos los conozco bien y simpatizo con ellos. —Titubeó otra vez—. ¿Qué le has pedido a Griphook y qué le has prometido a cambio?

—Eso no puedo decírtelo —contestó Harry—. Lo siento.

En ese momento Fleur abrió la puerta de la cocina; traía más copas y platos.

—Espera un momento, por favor —le dijo Bill. Ella se retiró y él volvió a cerrar la puerta—. Entonces, Harry, tengo que decirte una cosa: si has hecho alguna clase de trato con Griphook, y sobre todo si incluye algún objeto de valor, debes tener mucho cuidado. Los conceptos de propiedad, pago y recompensa de los duendes no son los mismos que los de los humanos.

Harry sintió un leve malestar, como si una pequeña serpiente se hubiera estremecido en su interior.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Mira, estamos hablando de seres de otra raza. Los tratos entre magos y duendes siempre han sido tensos, desde hace siglos. Pero eso ya debes de saberlo, porque has estudiado Historia de la Magia. Ambos han cometido errores, y yo no digo que los magos hayan sido siempre inocentes. Sin embargo, algunos duendes creen (y los de Gringotts son los más inclinados a esa opinión) que cuando se trata de oro y tesoros, no se puede confiar en los magos, porque éstos no respetan el concepto de propiedad que tienen ellos.

—Yo respeto… —murmuró Harry, pero Bill movió la cabeza y le dijo:

—Tú no lo entiendes, Harry, ni puede entenderlo nadie que no haya trabajado con duendes. Para éstos, el verdadero amo de cualquier objeto es su fabricante, no la persona que lo ha comprado. De manera que todos los objetos elaborados por ellos son, a sus ojos, legítimamente suyos.

—Pero si alguien compra un objeto…

—En ese caso lo consideran alquilado por ese alguien. Les cuesta mucho entender la idea de que los objetos hechos por ellos pasen de un mago a otro. Ya viste qué cara puso Griphook cuando vio la diadema; no lo aprueba. Creo que piensa, al igual que los más fieros de su raza, que deberían habérsela devuelto a ellos cuando murió la persona que la había comprado. Tanto es así que consideran nuestra costumbre de conservar los objetos hechos por ellos, y la de heredarlos de un mago a otro sin volver a desembolsar dinero, poco menos que un robo.

Harry tuvo un mal presentimiento y se preguntó si Bill sabía más de lo que aparentaba.

—Lo único que te aconsejo —añadió Bill antes de volver al salón— es que tengas mucho cuidado con lo que prometes a los duendes, porque sería menos peligroso entrar por la fuerza en Gringotts que faltar a una promesa hecha a uno de ellos.

—De acuerdo —dijo Harry—. Gracias. Lo tendré en cuenta.

Siguió a Bill para reunirse con los demás y lo asaltó un pensamiento irónico, producto sin duda del vino ingerido: parecía encaminado a convertirse en un padrino tan temerario para Teddy Lupin como Sirius Black lo había sido para él.