El fabricante de varitas
FUE como si se sumergiera en una vieja pesadilla: creyó estar arrodillado junto al cadáver de Dumbledore, al pie de la torre más alta de Hogwarts, pero en realidad estaba contemplando un cadáver diminuto, acurrucado en la hierba, atravesado por el puñal de plata de Bellatrix. Harry no cesaba de repetir «Dobby… Dobby…», pese a saber que el elfo se había ido para siempre.
Enseguida comprendió que, al menos, habían llegado al sitio que querían, porque Bill, Fleur, Dean y Luna formaban un corro alrededor de él, arrodillado todavía junto al elfo.
—¿Y Hermione? —preguntó de repente—. ¿Dónde está Hermione?
—Ron la ha llevado dentro —contestó Bill—. No te preocupes, se pondrá bien.
Volviendo a centrarse en Dobby, Harry le extrajo el afilado puñal; luego se quitó la chaqueta y lo cubrió, como si lo abrigara con una manta.
Cerca de allí, el mar batía contra las rocas; Harry escuchó su murmullo mientras los otros hablaban y tomaban decisiones sobre asuntos por los que él era incapaz de mostrar interés. Así pues, Dean llevó al herido Griphook a la casa y Fleur los acompañó; por su parte, Bill hizo algunas sugerencias sobre la mejor manera de enterrar al elfo. Harry dijo que sí a todo, sin saber en realidad lo que Bill proponía, mientras contemplaba el pequeño cadáver. La cicatriz seguía doliéndole, y en un rincón de su mente, como si mirara por un largo telescopio puesto al revés, vio a Voldemort castigando a todos los que se habían quedado en la Mansión Malfoy. El Señor Tenebroso estaba tremendamente furioso, pero el dolor que Harry sentía por Dobby desdibujaba la escena, de modo que ésta se convirtió en una tormenta lejana que percibía desde el otro lado de un vasto y silencioso océano.
—No quiero enterrarlo mediante magia, sino como es debido —fueron las primeras palabras que Harry fue plenamente consciente de pronunciar—. ¿Tienes una pala, Bill?
Y poco después se puso a trabajar solo, cavando la tumba en el sitio que Bill le había mostrado en un rincón del jardín, entre unos matorrales. Cavaba con una especie de rabia, regodeándose con el trabajo manual y disfrutando de no utilizar la magia, porque cada gota de sudor y cada ampolla eran como un tributo al elfo que les había salvado la vida.
La cicatriz le dolía, pero controlaba el dolor; lo sentía, pero lo mantenía alejado. Por fin había aprendido a dominarlo, a hacer lo que Dumbledore había intentado que Snape le enseñara: cerrarle la mente a Voldemort. Y del mismo modo que el Señor Tenebroso no había logrado poseer al muchacho cuando éste se consumía de pena por Sirius, ahora tampoco conseguía que sus pensamientos lo penetraran mientras lloraba la muerte de Dobby. Por lo visto, el sufrimiento tenía a Voldemort a raya. Aunque seguramente Dumbledore no lo habría llamado sufrimiento, sino amor…
Harry cavaba cada vez más hondo en la dura y helada tierra, y de esa manera ahogaba su tristeza en sudor, negando al mismo tiempo el dolor de la cicatriz. A oscuras, sin más compañía que el sonido de su propia respiración y el murmullo del mar, recordó todo lo acontecido en la Mansión Malfoy y todo cuanto había oído, y empezó a comprender…
El constante ritmo de sus brazos marcaba el compás de sus pensamientos: Reliquias… Horrocruxes… Reliquias… Horrocruxes… Sin embargo, en su interior ya no ardía aquella extraña y obsesiva ansiedad, porque la pena y el miedo la habían sofocado. Se sentía como si lo hubieran despertado a bofetadas.
Continuó cavando sin parar. Él sabía dónde había estado Voldemort esa noche, a quién había matado en la celda más alta de Nurmengard y por qué… Entonces le vino a la memoria Colagusano, que había muerto por culpa de un mínimo instante de clemencia breve e inconsciente… Dumbledore lo había previsto… ¿Qué otras cosas sabía el profesor?
Harry perdió la noción del tiempo y sólo se dio cuenta de que había aclarado un poco cuando Ron y Dean se reunieron con él.
—¿Cómo está Hermione?
—Mejor —contestó Ron—. Fleur está con ella.
Harry tenía preparada una respuesta para cuando le preguntaran por qué no había hecho una tumba perfecta con la varita mágica, pero no la necesitó, porque Ron y Dean saltaron con sendas palas al hoyo y juntos trabajaron en silencio hasta que consideraron que ya era bastante profundo.
Harry envolvió mejor al elfo con la chaqueta que le había echado por encima. Ron se sentó en el borde de la fosa, se quitó los zapatos y le puso sus calcetines a Dobby, que iba descalzo. Y Dean le dio un gorro de lana a Harry, que se lo colocó con cuidado al elfo en la cabeza, tapándole las orejas de murciélago.
—Habría que cerrarle los ojos.
Harry no había oído llegar a los demás: Bill llevaba una capa de viaje; Fleur, un gran delantal blanco de cuyo bolsillo sobresalía una botella que Harry reconoció: era crecehuesos; Hermione, pálida, un tanto vacilante y abrigada con una bata prestada, se acercó a Ron, que le rodeó los hombros con un brazo; y Luna, que llevaba un abrigo de Fleur, se agachó y con ternura apoyó los dedos en los párpados de Dobby para cerrarle los vidriosos ojos.
—Ya está —musitó Luna—. Ahora podrá dormir.
Harry colocó al elfo en la tumba y le dispuso las diminutas extremidades como si estuviera descansando; salió del hoyo y le echó un último vistazo al cadáver. Hizo un esfuerzo para no derrumbarse al recordar el funeral de Dumbledore: las numerosas hileras de sillas doradas, el ministro de Magia en primera fila, la enumeración de los logros de Dumbledore, la majestuosidad de la tumba de mármol blanco… Pensó que Dobby merecía un funeral igual de espectacular, pero, en cambio, el elfo yacía en un burdo agujero entre unos matorrales.
—Creo que deberíamos dedicarle unas palabras —sugirió Luna—. Empezaré yo, ¿vale?
Y mientras todos la miraban, Luna le dijo al elfo que yacía en el fondo de la tumba:
—Muchas gracias, Dobby, por haberme rescatado de aquel sótano. Es una injusticia que hayas tenido que morir, porque eras muy bueno y muy valiente. Siempre recordaré lo que has hecho por nosotros y deseo que ahora seas feliz.
Se dio la vuelta y miró a Ron, que carraspeó y dijo con voz sorda:
—Sí, gracias, Dobby.
—Gracias —murmuró Dean.
Harry tragó saliva y dijo simplemente:
—Adiós, Dobby. —No fue capaz de decir nada más, aunque Luna ya lo había dicho todo por él.
Bill levantó su varita mágica, y el montón de tierra acumulado junto a la tumba se alzó y cayó pulcramente en el hoyo, formando un pequeño túmulo rojizo.
—¿Os importa que me quede un momento aquí? —preguntó Harry a los demás.
El muchacho les oyó murmurar palabras que no llegó a entender; notó unas suaves palmadas en la espalda, y entonces todos regresaron a la casa, dejándolo a solas con el elfo.
Echó un vistazo alrededor y descubrió algunas piedras blancas y erosionadas por el mar que bordeaban los arriates de flores. Cogió una de las más grandes y la situó a modo de cojín sobre el sitio donde ahora descansaba la cabeza de Dobby; luego buscó una varita en el bolsillo.
Pero encontró dos. Lo había olvidado; no llevaba la cuenta ni recordaba a quién pertenecían esas varitas, tan sólo se acordaba de que se las había arrebatado a alguien. Así que escogió la más corta —la más cómoda para él—, y apuntó a la piedra.
Poco a poco, a medida que murmuraba las instrucciones, fueron apareciendo unas profundas incisiones en la piedra. Sabía que Hermione habría podido hacerlo mejor, y seguramente más deprisa, pero quería marcar aquel sitio del mismo modo que había cavado la tumba. Cuando se incorporó, la inscripción de la piedra rezaba:
Aquí yace Dobby, un elfo libre.
Se quedó unos instantes contemplando su trabajo y luego se marchó. Todavía notaba pinchazos en la cicatriz, y en la mente se le acumulaban todas las ideas que se le habían ocurrido mientras cavaba, ideas fascinantes y terribles que habían tomado forma en la oscuridad.
Cuando entró en el pequeño vestíbulo, vio a los demás sentados en el salón mirando atentamente a Bill, que les hablaba. La sala era una bonita habitación, pintada con colores claros, en cuya chimenea ardía un pequeño y resplandeciente fuego hecho con maderas recogidas en la playa. Harry no quería ensuciar la alfombra de barro, así que se quedó de pie en el umbral, escuchando.
—… una suerte que Ginny esté de vacaciones. Si hubiera estado en Hogwarts, se la habrían llevado antes de que lográramos rescatarla. Ahora ya sabemos que ella también está a salvo. —Al volver la cabeza, Bill vio a Harry en la puerta y le explicó—: Los he sacado a todos de La Madriguera y los he llevado a casa de Muriel, porque los mortífagos ya saben que Ron está contigo y sin duda irán por mi familia. No, no te disculpes —añadió al ver la cara que ponía—. Sólo era cuestión de tiempo; mi padre llevaba meses diciéndolo. Somos la familia más numerosa de traidores a la sangre que existe.
—¿Cómo los has protegido? —preguntó Harry.
—Mediante un encantamiento Fidelio; mi padre es el Guardián de los Secretos. Y también le hemos hecho un Fidelio a esta casa y, por tanto, yo soy aquí el Guardián de los Secretos. Nadie de nuestra familia puede ir a trabajar, pero ahora eso es lo de menos. Y cuando Ollivander y Griphook se hayan repuesto un poco, nosotros también nos iremos a casa de Muriel, porque aquí apenas cabemos; ella dispone de mucho espacio. Fleur le ha dado crecehuesos a Griphook y ya se le están curando las piernas. Así que, si todo va bien, podremos trasladarlos dentro de una hora o…
—No, no, los necesito a los dos —lo interrumpió Harry, y Bill se sorprendió—. Tengo que hablar con ellos; es importante.
El muchacho percibió la autoridad de su propia voz, la convicción y la determinación que había adquirido mientras cavaba la tumba de Dobby. Todos lo miraban, desconcertados.
—Voy a lavarme —añadió Harry mirándose las manos, manchadas de barro y de la sangre de Dobby—. Luego quiero hablar con ellos, enseguida.
Fue a la pequeña cocina y se acercó al fregadero bajo la ventana, que daba al mar. El horizonte ya clareaba y el cielo iba tiñéndose de tonos rosa y oro mientras el muchacho se lavaba y recuperaba el hilo de las ideas que se le habían revelado en el oscuro jardín…
Ahora Dobby nunca podría decirles quién lo había enviado al sótano, pero Harry sabía muy bien qué había visto: un ojo de un azul intenso lo había mirado desde aquel fragmento de espejo, y a partir de ahí había recibido ayuda. «Y Hogwarts siempre ayudará al que lo pida.» Se secó las manos sin prestar atención al bello espectáculo del amanecer ni a los murmullos de los demás en el salón. Miró por la ventana hacia el horizonte y se sintió más cerca que nunca de la esencia de todo aquel enigma.
Continuaba notando punzadas en la cicatriz, y sabía que Voldemort también estaba llegando a ese punto de comprensión. Harry lo entendía y no lo entendía a la vez; su intuición le decía una cosa y el cerebro otra muy distinta. El Dumbledore que ahora visualizaba, con las manos juntas a la altura de los ojos como si rezara, lo observaba y le sonreía.
«Él le dio el desiluminador a Ron. Supo lo que haría… Le proporcionó una forma de volver…
»Y también entendió a Colagusano… Supo que había una pizca de remordimiento ahí escondida, en algún rincón…
»Y si conocía las reacciones de ambos… ¿qué sabía acerca de mí?
»¿Acaso lo que pretendía de mí era que tuviera conocimiento de la realidad pero que no emprendiera ninguna búsqueda? ¿Sabía lo duro que me resultaría eso? ¿Me lo puso tan difícil por ese motivo, para que tuviera tiempo de comprenderlo?»
Harry se quedó inmóvil con los ojos empañados, contemplando el punto por donde empezaba a asomar un sol deslumbrante. Entonces se miró las manos recién lavadas y se sorprendió al ver que sujetaban un trapo. Lo dejó y regresó al vestíbulo, pero por el camino notó unos furiosos latidos en la cicatriz al mismo tiempo que, rápido como el reflejo de una libélula sobre el agua, le pasaba por la mente la silueta de un edificio que conocía muy bien.
Bill y Fleur estaban al pie de la escalera.
—Necesito hablar con Griphook y Ollivander —dijo Harry.
—No puede seg —repuso Fleur—. Tendgás que espegag, Hagy. Están los dos heguidos, cansados…
—Perdonadme —repuso Harry con calma—, pero no tenemos tiempo. Necesito hablar con ellos ahora mismo, en privado y por separado. Es muy urgente.
—¿Qué demonios pasa, Harry? —terció Bill—. Te presentas aquí con un elfo doméstico muerto y un duende casi inconsciente; Hermione está como si la hubieran torturado, y Ron no quiere contarme nada…
—No podemos explicarte qué estamos haciendo —dijo Harry cansinamente—. Perteneces a la Orden, Bill, y sabes que Dumbledore nos encomendó una misión. Pero no podemos hablar de ella con nadie.
Fleur chasqueó la lengua, impaciente, pero su marido no desvió la mirada de los ojos de Harry (resultaba difícil descifrar la expresión de su cara llena de cicatrices).
—Está bien —dijo Bill al fin—. ¿Con quién quieres hablar primero?
Harry titubeó. Sabía lo importante que era su decisión. Apenas les quedaba tiempo y había llegado el momento de decidir: ¿Horrocruxes o Reliquias de la Muerte?
—Con Griphook —contestó—. Primero hablaré con Griphook.
El corazón le latía muy deprisa, como si llevara un rato corriendo y acabara de salvar un obstáculo enorme.
—Pues ven —indicó Bill, y lo guió por la escalera.
Apenas hubo subido unos escalones, Harry se detuvo y miró hacia atrás.
—¡Os necesito a los dos! —les gritó a Ron y Hermione, medio escondidos en la entrada del salón.
Ambos se dejaron ver con una extraña expresión de alivio.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Harry a Hermione—. Estuviste increíble. No sé cómo fuiste capaz de inventar esa historia con el daño que te estaba haciendo esa bruja…
Hermione compuso una débil sonrisa; Ron la rodeó con un brazo y preguntó:
—¿Qué vamos a hacer ahora, Harry?
—Ya lo veréis. ¡Vamos!
Los tres amigos siguieron a Bill por la escalera y llegaron a un pequeño rellano en el que había tres puertas.
—Aquí es —dijo Bill abriendo la puerta de su dormitorio.
La habitación también tenía vistas al mar, moteado de dorado a la luz del amanecer. Harry se acercó a la ventana, se puso de espaldas al espectacular paisaje y, cruzando los brazos, esperó; todavía notaba punzadas en la cicatriz. Hermione se sentó en la butaca que había junto al tocador, y Ron en el reposabrazo de la misma.
Enseguida reapareció Bill con el pequeño duende en brazos y lo depositó con cuidado en la cama. Griphook le dio las gracias y Bill se marchó y cerró la puerta.
—Perdona que te haya hecho traer aquí —dijo Harry—. ¿Cómo tienes las piernas?
—Me duelen. Pero se están curando.
Todavía llevaba en las manos la espada de Gryffindor y su mirada era extraña, entre agresiva e intrigada. Harry observó aquel personaje de piel cetrina, largos y delgados dedos, ojos negros, pies alargados y sucios (iba descalzo porque Fleur le había quitado los zapatos), un poco más alto que un elfo doméstico y con una cabeza abombada más grande que la de un humano.
—Supongo que no recordarás… —comenzó Harry.
—¿… que soy el duende que te llevó hasta tu cámara la primera vez que visitaste Gringotts? —lo interrumpió Griphook—. Pues sí, lo recuerdo, Harry Potter. También entre los duendes eres famoso.
Ambos se miraron con cierto recelo, como sopesándose. Dado que a Harry seguía doliéndole la cicatriz, quería acabar la entrevista cuanto antes, pero también temía hacer un movimiento en falso. Mientras intentaba decidir la mejor forma de plantear su petición, el duende rompió el silencio.
—Has enterrado al elfo —dijo con inesperada hostilidad—. Te he visto hacerlo desde la ventana del dormitorio contiguo.
—Sí, en efecto.
Griphook lo miró con el rabillo de sus rasgados y negros ojos, y aseveró:
—Eres un mago muy poco común, Harry Potter.
—¿Qué quieres decir? —repuso el muchacho frotándose distraídamente la cicatriz.
—Has cavado tú mismo la tumba.
—Sí, ¿y qué?
Griphook no contestó y Harry creyó que se estaba burlando de él por haberse comportado como un muggle, pero no le importaba que al duende le gustara o no la tumba de Dobby. Así pues, se preparó para afrontar la cuestión que le interesaba.
—Griphook, quiero preguntarte…
—También has rescatado a un duende.
—¿Q… qué?
—Me has traído aquí y me has salvado.
—Bueno, espero que no me lo eches en cara —dijo Harry, un poco impaciente ya.
—No, no te lo reprocho, Harry Potter —respondió Griphook, y con un dedo se enroscó la delgada y negra barba—, pero eres un mago muy raro.
—Vale. Verás, necesito ayuda, Griphook, y tú puedes dármela.
El duende no hizo ningún comentario para animarlo a hablar, sino que se limitó a observarlo con ceño, como si jamás hubiera visto a nadie parecido a él.
—Necesito entrar en una cámara de Gringotts.
Harry no había previsto exponer su proyecto de forma tan directa, y lo dijo precisamente cuando notaba una fuerte punzada en la cicatriz en forma de rayo y veía, una vez más, la silueta de Hogwarts. No obstante, cerró la mente con firmeza, pues primero debía ocuparse de Griphook. Ron y Hermione lo observaban como si se hubiera vuelto loco.
—Oye, Harry… —dijo Hermione, pero el duende la interrumpió:
—¿Entrar por la fuerza en una cámara de Gringotts? —dijo, e hizo una pequeña mueca de dolor al cambiar de postura en la cama—. Eso es imposible.
—No, no lo es —lo contradijo Ron—. Ya se ha hecho alguna vez.
—Sí, así es —confirmó Harry—. El mismo día que nos conocimos, Griphook: el día de mi cumpleaños, hace siete años.
—La cámara en cuestión estaba vacía en aquel momento —le espetó el duende, y Harry comprendió que, aunque Griphook se hubiera marchado de Gringotts, lo ofendía la idea de que alguien abriera una brecha en las defensas del banco de los magos—. Su protección era prácticamente nula.
—Pues la cámara en que necesitamos entrar no está vacía, e imagino que la habrán protegido muy bien —especuló Harry—, porque pertenece a los Lestrange.
Ron y Hermione intercambiaron una mirada, perplejos, pero ya tendría tiempo para explicárselo después de que Griphook hubiera dado una respuesta.
—No tenéis ninguna posibilidad —replicó el duende cansinamente—. Ninguna. Acuérdate de la inscripción: «Así que si buscas por debajo de nuestro suelo un tesoro que nunca fue tuyo…»
—«Ladrón, te hemos advertido, ten cuidado…» Sí, lo sé, la recuerdo a la perfección. Pero yo no pretendo hacerme con ningún tesoro, ni intento coger nada para beneficiarme personalmente. ¿Me crees?
El duende lo miró de soslayo. El muchacho no paraba de notar punzadas en la cicatriz, pero las desechó, negándose a admitir su dolor y la invitación que éste encerraba.
—Si existiera un mago del que pueda creer que no busca un beneficio personal —dijo Griphook al fin—, serías tú, Harry Potter. Los duendes y elfos no están acostumbrados a recibir la protección ni el respeto que tú has mostrado esta noche. Al menos, no a recibirlos de los portadores de varita.
—Portadores de varita… —repitió Harry. Semejante expresión le sonó extraña, pero la cicatriz no cesaba de darle punzadas mientras Voldemort dirigía sus pensamientos hacia el norte, y él ansiaba interrogar a Ollivander, que esperaba en la habitación contigua.
—Hace mucho tiempo que los magos y los duendes se disputan el derecho a utilizar varitas —musitó el duende.
—Bueno, vosotros podéis hacer magia sin necesidad de ellas —observó Ron.
—¡Eso es irrelevante! Los magos se niegan a compartir los secretos de las varitas con los restantes seres mágicos, y de ese modo nos impiden ampliar nuestros poderes.
—Pero los duendes tampoco comparten su magia con nadie —replicó Ron—. No quieren decirnos, por ejemplo, cómo fabrican sus espadas ni sus armaduras. Los duendes saben trabajar el metal de un modo que los magos nunca…
—Bueno, da igual —cortó Harry al ver que Griphook se enfurecía—. Esto no es un combate de magos contra duendes ni contra ninguna otra criatura mágica…
—¡Pues sí, se trata precisamente de eso! —exclamó Griphook soltando una desagradable risotada—. ¡A medida que el Señor Tenebroso adquiere mayor poder, vuestra raza se afirma cada vez más sobre la mía! De tal manera que Gringotts cae bajo el dominio de los magos, los elfos domésticos mueren asesinados, ¿y quién protesta entre los portadores de varita ante estos acontecimientos?
—¡Nosotros! —intervino Hermione. Se había incorporado y los ojos le echaban chispas—. ¡Nosotros protestamos! ¡Y a mí me persiguen tanto como a cualquier duende o elfo, Griphook! ¡Soy una sangre sucia!
—No te llames… —masculló Ron.
—¿Por qué no? —replicó ella—. ¡Soy una sangre sucia y a mucha honra! ¡Yo no estoy en mejor posición que tú en este nuevo orden, Griphook! En casa de los Malfoy fue a mí a quien decidieron torturar, ¿sabes? —Se separó el cuello de la bata para mostrar el delgado corte, todavía enrojecido, que le había hecho Bellatrix en el cuello—. ¿Sabías que fue Harry quien liberó a Dobby y que desde hace años intentamos que liberen a los elfos domésticos? —Ron se rebulló, incómodo, en el brazo de la butaca—. ¡Nadie desea más que nosotros que Quien-tú-sabes sea vencido!
El duende la miró con la misma curiosidad con que había observado antes a Harry.
—¿Qué queréis de la cámara de los Lestrange? —preguntó—. La espada que hay dentro es una falsificación; la auténtica es ésta. —Los miró de uno en uno—. Me parece que eso ya lo sabíais. Por ese motivo me pedisteis que mintiera, ¿no es así?
—Pero la espada falsa no es lo único que hay en la cámara —replicó Harry—. ¿Tú has visto las otras cosas que hay allí? —El corazón le palpitaba más que antes, y redobló sus esfuerzos por ignorar el dolor pulsante de la cicatriz.
El duende volvió a retorcerse la barba con el dedo y le dijo:
—Hablar de los secretos de Gringotts va contra nuestro código de honor. Somos los guardianes de tesoros fabulosos; los responsables de los objetos puestos a nuestro cuidado, muchas veces forjados con nuestras propias manos. —Acarició la espada mientras miraba a los tres chicos de hito en hito, primero a Harry, luego a los otros dos, y de nuevo a Harry. Al fin murmuró—: Sois muy jóvenes para pelear contra tantos.
—¿Nos ayudarás? —lo urgió Harry—. No podemos entrar en Gringotts sin la ayuda de un duende. Eres nuestra única oportunidad.
—Me… lo… pensaré —dijo Griphook con una lentitud exasperante.
—Pero… —musitó Ron, enojado; Hermione le dio un codazo en las costillas.
—Gracias —dijo Harry.
El duende inclinó su enorme y abombada cabeza, y luego flexionó las cortas piernas.
—Creo que el crecehuesos ya ha hecho su trabajo —afirmó mientras se acomodaba con petulancia en la cama de Bill y Fleur—. Quizá pueda dormir por fin. Si me disculpáis…
—Sí, desde luego —dijo Harry, pero antes de salir de la habitación cogió la espada que el duende conservaba a su lado. Éste no protestó, pero al cerrar la puerta a Harry le pareció detectar resentimiento en sus ojos.
—¡Qué imbécil! —susurró Ron—. Disfruta manteniéndonos en suspenso.
—Harry —susurró Hermione apartando a sus dos amigos de la puerta hacia el centro del rellano, todavía oscuro—, me ha parecido que insinuabas que en la cámara de los Lestrange hay otro Horrocrux. ¿Es así?
—Sí, eso supongo, porque Bellatrix se puso histérica cuando creyó que habíamos estado allí. Estaba aterrorizada. Pero ¿por qué? ¿Qué imaginó que habíamos visto o nos habíamos llevado? Debe de tratarse de algo muy importante, pues la aterraba pensar que Quien-vosotros-sabéis se enterara.
—Pero, a ver, ¿no buscamos sitios donde haya estado Quien-vosotros-sabéis, o donde haya hecho algo importante? —preguntó Ron, perplejo—. ¿Acaso ha estado alguna vez en la cámara de los Lestrange?
—No sé si ha entrado alguna vez en Gringotts —respondió Harry—. De joven nunca tuvo dinero, porque no recibió nada en herencia. Pero debió de ver la banca mágica por fuera la primera vez que fue al callejón Diagon.
El dolor de la cicatriz no remitía, pero Harry lo desdeñó una vez más; quería que sus amigos entendieran sus intenciones respecto a Gringotts antes de hablar con Ollivander.
—Supongo que Quien-vosotros-sabéis debía de envidiar a cualquiera que tuviera la llave de una cámara de Gringotts, pues lo consideraría un símbolo real de pertenencia al mundo de los magos. Y no olvidéis que él confiaba en Bellatrix y su esposo. Éstos fueron sus más leales siervos antes de que cayera, y quienes se dedicaron a buscarlo cuando desapareció. Le oí decirlo la noche que regresó. —Se frotó la cicatriz—. Aunque no creo que le revelara a Bellatrix que se trataba de un Horrocrux. Al fin y al cabo, a Lucius Malfoy nunca le contó toda la verdad sobre el diario. Seguramente le dijo que era un bien muy preciado y le pidió que lo guardara en su cámara. Según Hagrid, es el lugar más seguro del mundo para guardar algo que quieres esconder… después de Hogwarts, claro.
Cuando Harry les hubo explicado sus razonamientos, Ron le dijo admirado:
—Qué bien lo entiendes.
—Sólo algunas cosas —repuso Harry—. Cosas sueltas… Ojalá entendiera igual de bien a Dumbledore. Pero ya veremos. Vamos, es el turno de Ollivander.
Ron y Hermione estaban confusos pero impresionados cuando cruzaron el rellano con su amigo y llamaron a la puerta enfrente del dormitorio de Bill y Fleur. Ollivander contestó con un débil «¡Adelante!».
El fabricante de varitas yacía en la cama más alejada de la ventana; había pasado más de un año en el sótano de la Mansión Malfoy, y Harry sabía que lo habían torturado al menos en una ocasión. Estaba escuálido y le sobresalían los huesos del rostro bajo la amarillenta tez; los ojos gris plata parecían enormes en las hundidas cuencas, y las manos, posadas sobre la manta, se asemejaban a las de un esqueleto. Los tres amigos se sentaron en la otra cama; desde allí no se veía el sol naciente. La habitación daba al jardín que bordeaba la parte superior del acantilado, donde se hallaba la tumba recién cavada.
—Perdone que lo moleste, señor Ollivander —dijo Harry.
—Hijo mío —repuso Ollivander con un hilo de voz—, nos has rescatado. Creí que moriríamos en aquel sótano. Nunca podré agradecértelo… nunca… lo suficiente.
—Lo hicimos de buen grado.
Le dolía cada vez más la cicatriz. Tenía la certeza de que apenas les quedaba tiempo para llegar antes que Voldemort a aquello que perseguía, y para intentar frustrar sus planes. Sintió una pizca de pánico… Sin embargo, había tomado una decisión al optar por hablar primero con Griphook. Fingiendo una calma que no sentía, rebuscó en el monedero de piel de moke y sacó las dos mitades de su rota varita.
—Necesito ayuda, señor Ollivander.
—Pídeme lo que quieras, lo que quieras, hijo.
—¿Puede reparar esta varita? ¿Tiene arreglo?
Ollivander tendió una temblorosa mano y Harry le puso las dos mitades, unidas sólo por un hilillo, en la palma.
—Acebo y pluma de fénix —musitó Ollivander—; veintiocho centímetros; bonita y flexible.
—Sí, sí —dijo Harry—. ¿Puede…?
—No puedo —susurró Ollivander—. Lo siento, lo siento mucho, pero una varita que ha sufrido semejante daño no puede repararse por ningún medio que yo conozca.
Harry se había preparado para oír esa respuesta, pero aun así le afectó mucho. Cogió las dos mitades y volvió a guardarlas en el monedero colgado del cuello. Ollivander no le quitó la vista al bolsito en que había desaparecido la varita rota hasta que Harry, sacándolas del bolsillo, le mostró las dos varitas que se había llevado de casa de los Malfoy.
—¿Puede identificar éstas? —preguntó.
El fabricante cogió la primera, se la acercó a los descoloridos ojos, la hizo rodar entre los nudosos dedos y la dobló un poco.
—Nogal y fibras de corazón de dragón —sentenció—; treinta y dos centímetros; rígida. Pertenecía a Bellatrix Lestrange.
—¿Y qué me dice de esta otra?
Ollivander repitió el examen y recitó:
—Espino y pelo de unicornio; veinticinco centímetros; bastante elástica. Era de Draco Malfoy.
—¿Era? —repitió Harry—. ¿Ya no lo es?
—Es posible que no. Si tú se la quitaste…
—Sí, se la quité.
—… entonces es posible que sea tuya. La forma de cogerla es importante, por supuesto, pero también depende mucho de la propia varita. En general, cuando alguien gana una varita, la lealtad de ésta cambia.
Todos guardaron silencio y sólo se oía el lejano murmullo del mar.
—Habla usted como si las varitas tuvieran sentimientos —observó Harry—, como si pensaran por ellas mismas.
—Verás, la varita elige al mago —explicó Ollivander—. Los que hemos estudiado el arte de estos instrumentos siempre lo hemos tenido claro.
—Pero, aun así, una persona puede utilizar una varita que no la haya elegido a ella, ¿no? —preguntó Harry.
—Sí, claro. Si eres un buen mago, puedes canalizar tu magia a través de casi cualquier instrumento. No obstante, los mejores resultados se obtienen cuando existe la máxima afinidad entre el mago y la varita, pero esas conexiones son complejas. Puede darse una atracción inicial y después una búsqueda mutua de experiencia; la varita aprende del mago, y viceversa.
Las olas del mar acariciaban la orilla y producían un sonido lastimero.
—Yo se la quité a Draco Malfoy por la fuerza —especificó Harry—. ¿Puedo utilizarla sin peligro?
—Creo que sí. La propiedad de las varitas se rige por leyes sutiles, pero normalmente una varita conquistada se somete a su nuevo amo.
—Entonces ¿puedo usar ésta? —preguntó Ron sacando la varita de Colagusano del bolsillo y mostrándosela a Ollivander.
—Castaño y fibras de corazón de dragón; veintitrés centímetros y medio; quebradiza —la describió Ollivander—. Me obligaron a fabricarla para Peter Pettigrew poco después de que me secuestraran. Creo que, si la ganaste, lo más probable es que te obedezca y lo haga mejor que cualquier otra varita.
—Y eso vale para todas, ¿no? —preguntó Harry.
—Eso creo —contestó Ollivander dirigiendo sus saltones ojos hacia el muchacho—. Haces preguntas muy profundas, Potter. El arte de las varitas es una complicada y misteriosa rama de la magia.
—Así pues, ¿no es necesario matar al propietario anterior para tomar plena posesión de una varita?
—¿Necesario? No, yo no diría que lo sea.
—Pero según algunas leyendas… —repuso Harry; se le aceleró el corazón y el dolor de la cicatriz aumentó de nuevo. Estaba seguro de que Voldemort había decidido llevar su idea a la práctica—. Existen ciertas leyendas sobre varitas que han pasado de mano en mano mediante el asesinato.
Ollivander palideció de miedo. En contraste con la blanca almohada, adquirió una tonalidad gris clara, y los ojos inyectados en sangre se le desorbitaron.
—Se trata de una única varita, creo —susurró.
—Y Quien-usted-sabe la está buscando, ¿verdad? —preguntó Harry.
—Yo… ¿Cómo…? —musitó Ollivander con voz ronca, y dirigió una mirada suplicante a Ron y Hermione—. ¿Cómo lo sabes?
—Quien-usted-sabe quería que usted le explicara cómo destruir la relación que existe entre nuestras varitas, ¿no es así? —continuó Harry.
Ollivander estaba aterrado y se defendió:
—¡Me torturó! ¡No lo olvides! ¡Me hizo la maldición cruciatus!… ¡No tuve más remedio que decirle lo que sabía y sospechaba!
—Lo comprendo —repuso Harry—. Pero dígame, ¿le habló a Quien-usted-sabe de los núcleos centrales gemelos? ¿Le dijo que bastaba con que tomara prestada la varita de otro mago?
Ollivander estaba horrorizado, petrificado, por la cantidad de información que manejaba Harry. Asintió con la cabeza lentamente.
—Pero no dio resultado —prosiguió el muchacho—. Mi varita volvió a vencer a la suya, que era prestada. ¿Sabe usted por qué?
Ollivander negó con la cabeza con la misma lentitud con que había asentido, y dijo:
—Nunca… había oído nada parecido. Esa noche tu varita hizo algo absolutamente excepcional. La conexión de los núcleos centrales gemelos es increíblemente inusual; sin embargo, no entiendo por qué tu varita rompió la prestada…
—Estábamos hablando de la otra varita, señor Ollivander, de esa que cambia de mano mediante un asesinato. Cuando Quien-usted-sabe se dio cuenta de que mi varita había hecho algo raro, regresó para preguntarle sobre esa otra varita, ¿no es cierto?
—¿Cómo lo sabes? —Harry no contestó—. Sí, me lo preguntó —susurró Ollivander—. Quería saberlo todo sobre la varita conocida como Vara Letal, Varita del Destino o Varita de Saúco.
Harry miró de soslayo a Hermione, que escuchaba atónita.
—El Señor Tenebroso —continuó Ollivander con una voz queda que denotaba pánico— siempre se mostró satisfecho con la varita que le hice (de tejo y pluma de fénix, treinta y cuatro centímetros y medio), hasta que descubrió la conexión de los núcleos centrales gemelos. Ahora busca otra varita más poderosa, la única capaz de vencer a la tuya.
—Pero pronto sabrá, si no lo sabe ya, que la mía se ha roto y no puede repararse —dijo Harry.
—¡No! —terció Hermione, asustada—. Eso no puede saberlo, Harry. ¿Cómo va a…?
—Con el Priori Incantatem —dijo Harry—. Nos dejamos tu varita y la varita de endrino en casa de los Malfoy, Hermione. Si las examinan debidamente y les hacen recrear los últimos hechizos que han realizado, comprobarán que la tuya rompió la mía, verán que intentaste repararla y no lo conseguiste, y comprenderán que desde entonces he estado utilizando la varita de endrino.
El poco color que Hermione había recuperado desde su llegada volvió a desaparecerle del rostro. Ron le echó a Harry una mirada de reproche y comentó:
—Bueno, no nos preocupemos por eso ahora…
—El Señor Tenebroso ya no busca la Varita de Saúco sólo para destruirte, Potter —intervino Ollivander—. Está decidido a poseerla porque cree que lo convertirá en verdaderamente invulnerable.
—¿Y usted cree que si la poseyera sería invulnerable?
—Mira, el propietario de la Varita de Saúco sabe que se expone a ser atacado —dijo Ollivander—, pero he de admitir que la idea del Señor Tenebroso en posesión de la Vara Letal es… formidable.
De pronto Harry recordó que el día que había conocido a Ollivander no supo qué pensar de él. Incluso ahora, después de que Voldemort lo hubiera secuestrado y torturado, la idea de un mago tenebroso en posesión de esa varita parecía cautivarlo tanto como lo horrorizaba.
—Entonces, ¿cree usted… que esa varita existe en realidad, señor Ollivander? —preguntó Hermione.
—Sí, desde luego. Y es perfectamente posible seguirle la pista a través de la historia. Hay lagunas, por descontado, largos períodos en que se la pierde de vista, ya sea porque se extravió o porque estuvo escondida; pero siempre reaparece. Además, posee ciertas características que los versados en el arte de las varitas sabemos reconocer. Existen referencias escritas, algunas crípticas, que otros fabricantes de varitas y yo nos hemos encargado de estudiar, y te aseguro que tienen el sello de la autenticidad.
—De modo que usted… ¿usted no opina que se trata de un cuento de hadas, o un mito? —insistió Hermione, aún con esperanza.
—No, nada de eso —respondió Ollivander—. Lo que ignoro es si para pasar de un propietario a otro tiene que producirse a la fuerza un asesinato. Su historia es sangrienta, pero eso podría deberse a que es un objeto muy atractivo y, por consiguiente, despierta grandes pasiones en los magos. Es inmensamente poderosa, peligrosa en según qué manos y un objeto que ejerce una increíble fascinación sobre todos los que nos dedicamos al estudio del poder de esos instrumentos.
—Señor Ollivander —intervino Harry—, usted le dijo a Quien-usted-sabe que Gregorovitch tenía la Varita de Saúco, ¿verdad?
Ollivander palideció hasta adquirir aspecto de fantasma y balbuceó:
—Pero ¿cómo…? ¿Cómo sabes tú…?
—Eso no importa. —Le dolía tanto la cicatriz que cerró los ojos y, durante escasos segundos, vio la calle principal de Hogsmeade, todavía oscura, porque estaba mucho más al norte—. ¿Le dijo a Quien-usted-sabe que Gregorovitch tenía la varita?
—Eso era un rumor —susurró Ollivander—, un rumor que circulaba muchos años antes de que tú nacieras. Creo que lo difundió el propio Gregorovitch. Imagínate lo conveniente que sería para el negocio de un fabricante de varitas que se sospechara que estaba estudiando y duplicando las cualidades de la Varita de Saúco.
—Sí, ya lo imagino —dijo Harry, y se levantó—. Una última pregunta, señor Ollivander, y lo dejaremos descansar. ¿Qué sabe usted de las Reliquias de la Muerte?
—Las… ¿qué? —preguntó el fabricante de varitas, perplejo.
—Las Reliquias de la Muerte.
—Me temo que no sé de qué me hablas. ¿Tienen algo que ver con las varitas?
Harry le escrutó el demacrado rostro y decidió que no fingía. No sabía nada de las reliquias.
—Gracias —dijo—. Muchas gracias. Ahora lo dejamos descansar.
Ollivander parecía afligido.
—¡Me estaba torturando! —farfulló—. Me hizo la maldición cruciatus, no tienes idea de…
—Sí la tengo —replicó Harry—. Claro que la tengo. Ahora descanse, por favor. Gracias por contarme todo esto.
Harry bajó la escalera seguido de Ron y Hermione. Bill, Fleur, Luna y Dean estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, cada uno con su taza de té. Al verlo en el umbral, todos alzaron la vista, pero él se limitó a saludarlos con una cabezada y precedió a sus dos amigos hasta el jardín. Una vez fuera, se dirigió hacia el túmulo de tierra rojiza que cubría el cadáver de Dobby. La cabeza no paraba de dolerle y tenía que hacer un esfuerzo tremendo para ahuyentar las visiones que intentaban penetrar en su mente, pero debía aguantar un poco más. Pronto se rendiría, porque necesitaba saber si su teoría era correcta. De modo que haría un breve esfuerzo más para explicárselo todo a Ron y Hermione.
—Hace mucho tiempo, Gregorovitch tenía la Varita de Saúco —les explicó—. Y yo vi cómo lo buscaba Quien-vosotros-sabéis. Cuando lo encontró, se enteró de que ya no la tenía porque Grindelwald se la había robado. No sé cómo el ladrón averiguó que estaba en poder de Gregorovitch, pero si éste fue lo bastante estúpido para difundir el rumor, no creo que le resultara difícil… —Voldemort estaba ante la verja de Hogwarts; Harry lo veía allí quieto, y también veía el farol oscilando en el crepúsculo, cada vez más cerca—. Así pues, Grindelwald utilizó la Varita de Saúco para hacerse poderoso. Y cuando se halló en la cima del poder, Dumbledore comprendió que él era el único capaz de detenerlo, de modo que se batió en duelo con Grindelwald, lo venció y le quitó la Varita de Saúco.
—¿Que Dumbledore tenía la Varita de Saúco? —se extrañó Ron—. Pero entonces… ¿dónde está ahora?
—En Hogwarts —contestó Harry luchando para permanecer con ellos en el jardín, al borde del acantilado.
—¡Pues vamos para allá! —saltó Ron—. ¡Vamos a buscarla antes de que lo haga él, Harry!
—Es demasiado tarde. —Harry no aguantaba más, pero se agarró la cabeza con ambas manos para intentar soportarlo—. Él sabe dónde está. Ya se encuentra allí.
—¡Harry! —se enfadó Ron—. ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Por qué hemos perdido tanto tiempo? ¿Por qué hablaste primero con Griphook? Podríamos haber ido… Todavía podríamos ir…
—No —dijo Harry, y se arrodilló en la hierba—. Hermione tiene razón: Dumbledore no quería que yo tuviera esa varita, no quería que la consiguiera. Quería que encontrara los Horrocruxes.
—¡Pero si es la varita invencible, Harry! —protestó Ron.
—No, yo no tengo que… Yo debo conseguir los Horrocruxes…
De pronto todo se volvió frío y oscuro; el sol apenas se veía en el horizonte mientras él se deslizaba al lado de Snape por los jardines, en dirección al lago.
—Me reuniré contigo en el castillo dentro de poco —dijo con su aguda e inexpresiva voz—. Ahora vete.
Snape asintió y echó a andar de nuevo por el sendero, la capa negra ondeándole detrás. Harry caminó despacio esperando a que la figura de Snape se perdiera de vista. No convenía que el profesor, ni nadie, viera adónde iba. Por fortuna no había luces en las ventanas del castillo, aunque bien pensado él podía ocultarse… Al cabo de un segundo se había hecho un encantamiento desilusionador que lo volvió invisible incluso a sus propios ojos.
Continuó caminando alrededor del borde del lago, contemplando el contorno de su amado castillo, su primer reino, el territorio sobre el cual tenía un derecho indiscutible…
Y junto al lago, reflejada en las oscuras aguas, se hallaba la tumba de mármol blanco, una innecesaria mancha en el familiar paisaje. Sintió otra vez aquel arrebato de euforia controlada, aquel embriagador afán de destrucción, y levantó la vieja varita de tejo… ¡Qué adecuado que ésa fuera su última gran actuación!
La tumba se rajó de arriba abajo; la figura amortajada era tan alta y delgada como lo había sido en vida. Voldemort levantó de nuevo la varita.
Entonces se desprendió la mortaja. La cara estaba traslúcida, pálida, demacrada, y sin embargo casi perfectamente conservada. Le habían dejado puestas las gafas en la torcida nariz, y eso le inspiró irrisión y desdén. Dumbledore tenía las manos entrelazadas sobre el pecho, y… allí estaba la varita, entre sus manos, enterrada con él.
¿Qué se había creído aquel viejo idiota? ¿Que el mármol o la muerte protegerían la varita? ¿Tal vez que al Señor Tenebroso le daría miedo violar su tumba? La mano con aspecto de araña descendió en picado y arrancó la varita de la presa de Dumbledore, y al hacerlo una lluvia de chispas salió de su punta, centelleando sobre el cadáver de su último propietario, lista para servir, por fin, a un nuevo amo.